I Don Sergio
En los pueblos grandes o pequeños, de generación en generación, siempre han existido hombres que vivieron para hacer reír. Personajes que llegaron a este mundo bromeando y a los que así también les llegó la muerte, como dijeran los antiguos: ciprando las muelas.

Calzando un par de botas de jebe, con la barba blanca y crecida, iba detrás de un borrico que sobre su lomo llevaba dos porongos de leche. Sabía infinidad de historias, muchos lo escuchaban y había que ser un tonto para dejar pasar la oportunidad de reír con los chasquidos del tío Nevada.
— ¡Hola pues sobrino! —para él todos los niños y jóvenes eran sus sobrinos—. ¡Goool de media cancha! —gritaba; esa era su expresión favorita que lo describía como ganador, en especial luego de que sus bromas le salieran redondas.
Llegaba preparado para cualquier ocasión, aparecía sonriente saboreando en su interior una broma que al ser contada o hecha realidad, hacía del lugar una fiesta donde resonaban las risotadas más estruendosas.
Cuentan que en cierta oportunidad el párroco del pueblo se vio obligado a hacerlo callar porque, a seis cuadras de la iglesia, hacía reír a un grupo de jóvenes tan estrepitosamente que impedían a los feligreses escuchar el santo sermón.
De igual modo los días que iba a la provincia de Celendín a vender leche en su porongo, los pasajeros del vehículo que los transportaba eran los premiados; parecían un grupo de divertidos adolescentes, excursionistas de alguna promoción de colegio. Armaba tal jolgorio que hasta daba la impresión que las ventanas del ómnibus aplaudían celebrando sus ocurrencias.
II La noche es de los pobres
Una mañana, antes que saliera el sol, la rara denuncia que se asentó en el Puesto Policial, sacó del marasmo al pequeño distrito. El criador de ganado vacuno más conocido del lugar se presentó muy molesto para informar que había sufrido el hurto de leche de la propia ubre de tres de sus mejores vacas. Al día siguiente otro ganadero hizo lo mismo. Cuando los guardias vieron llegar al tercer ganadero, no lo podían creer.
Desde esa fecha, el pueblo tuvo que soportar una serie de chismes y acusaciones. ¡Esos desgraciados, muertos de hambre, son los autores! Los ganaderos acusaban del hurto a los más humildes, estaban furiosos.
Se comentaba que el ladrón actuaba en las madrugadas. Los policías, que eran cinco y dormían temprano, tuvieron que despertarse para ir a patrullar por el campo, antes que cantaran los gallos y las chicharras.
Transcurrieron los días y la leche seguía desapareciendo de la ubre de las vacas. El escurridizo delincuente actuaba en la oscuridad y con sorpresa; unas veces lo hacía por las pampas del “Común”, otras por las del río el “Verde” y las demás por las de la carretera vieja.
Los ojos de la policía, que ya no sabían qué hacer, se detuvieron en el tío Nevada. ¿De dónde saca dinero para beber licor si sólo vende un porongo de leche a la semana?, se preguntaban. La acusación era directa y la casa de don Sergio fue visitada en varias oportunidades. ¡Estaba con orden de captura!
Hay quienes afirman que, como los guardias eran sus amigos, no lo querían detener y lo único que hacían era mirarlo de lejos y escuchar cuando gritaba: - ¡La noche es de los pobres! ¡La noche es de los pobres!
A la mañana siguiente lo detuvieron. Dicen que el guardia “Chaquilino” lo condujo con engaños, invitándole aguardiente. También indican que fue el propio tío Nevada el que voluntariamente se presentó; no lo sabemos, lo que sí podemos asegurar es que eran exactamente las doce horas de un día sábado cuando estalló el escándalo.
Los policías conversaban tranquilos. Para ellos el tío Nevada era el autor del hurto, y como ya dormía la mona en el calabozo, el caso estaba resuelto. Lejos estaban de presagiar lo que vendría.
Don Sergio no roncaba la mona. En silencio contemplaba las vigas y el eternit que cubrían las cuatro paredes de su pequeña “prisión”, como lo llamaría después. Todo lo tenía calculado y solo esperaba llegue la hora.
Cuando sonaron las doce campanadas en su reloj imaginario, el tío Nevada ya se encontraba sobre el techo del Puesto Policial, después de haber levantado algunos maderos y el eternit.
El primero que lo vio fue el señor Quisquiche que llegaba del Isco para realizar compras en el mercado. Al comienzo pensó que estaría reparando goteras, pero al escuchar las arengas de el tío Nevada, se dio cuenta de lo sucedía.
— ¡Pueblo de Sucre, ha llegado la hora de la redención! —don Sergio ya tenía el discurso en la cabeza y gritaba parado sobre el techo de la estación policial, agitando los brazos como un auténtico líder—. ¡He aquí al Mesías! —hablaba golpeándose el pecho con las dos manos.
Los guardias descubrieron que los gritos provenían del techo que los cubría, cuando los curiosos se aglomeraron frente a la dependencia policial.
De cinco a diez minutos duró el barullo de don Sergio.
El Jefe de policía, luego de la contundente respuesta que diera el tío Nevada de que su ganancia en la venta de leche era por el agüita que le aumentaba para venderla en Celendín, al no tener pruebas incriminatorias para detenerlo por más tiempo, lo tuvo que dejar en libertad.
Don Sergio salió repitiendo lo que el pueblo memorizó para siempre: — ¡La noche es de los pobres! ¡La noche es de los pobres!
III Todos menos el cuy
Eran las bromas del tío Nevada interminables, tantísimas que no cabrían ni en el libro más grande que hasta ahora se haya visto en el mundo. Lo que sigue sucedió en la fiesta del mes de mayo, no en las que ahora realizan con gran esfuerzo más de 300 personas, sino en aquellas en las que los mayordomos eran uno o dos pero de gruesa billetera, donde a las mesadas no acudía cualquier parroquiano porque parecían fiestas de reyes. El tío Nevada subía por la calle Próspero con los traguillos suficientes para mantener el cuerpo caliente por varias horas. Por coincidencia, al llegar a la plaza de armas, frente al municipio, se encontró con su gran amigo el Capitán que bajaba de su casa vestido con impecable terno color plomo rata.
— Hola pue’ mi Capitán —le dijo el tío Nevada—, parece que te irías a la gloria o a un desfile de querubines.
— No, mi nevadita —le habló el Capitán abrazándolo cariñosamente—, es hora de almuerzo y voy a la mesada que organiza don Shato.
— Uf, ahí solo van los de saco y corbata —dijo don Sergio.
— No te preocupes nevadita de eso me encargo yo; vamos a mi casa y ya verás…
Efectivamente, al poco rato, bajaban los amigos sonrientes. La gente miraba a don Sergio con sorpresa, nunca lo habían visto con camisa blanca bien planchada, y peor aún, sobando la corbata que colgaba de su cuello como si se tratara de una serpiente a la que había que dominar.
Cuando llegaron a la casa de don Shato los invitados ya degustaban un delicioso plato de cuy frito con papas, cebolla y rocoto picante. El anfitrión era el que daba la bienvenida a los invitados. En los primeros lugares, sin saber por dónde empezar a comer, se encontraban los profesores de nivel primario.
— Shatito, aquí he venido con mi Nevada —dijo el Capitán, sobándole el codo.
— Ya lo veo; esta tan lluspichau que ya parece el Capitán –contestó en voz alta don Shato.
Los profesores, cuando vieron ingresar al tío Nevada bien a la corbata y camisa planchadas, rieron de buena gana.
— Sí; él parece el Capitán –refirió el profesor Manuel B., al que le decían el rey de los apodos porque le había puesto uno, Pollo con escarpines, a su colega Jaimito Cruzado que era chiquito, narizón y usaba botas de cuero.
Los demás profesores, que se ubicaban a continuación de Manuel B., eran don Manuel M. y don One en cuyas caras no se podía adivinar si estaban serios o alegres, tenían los dientes tan grandes que daban la impresión de estar permanentemente riéndose; les decían Los trompudos.
De los que sí se escuchaban sus risas eran de los profesores Mariano y Octavio, a pesar que se encontraban al otro lado de la mesa.
El tío Nevada, adivinando lo que iba a suceder y para no ser objeto de burla, se puso en guardia sacándose la corbata y amarrándola en la muñeca de su mano derecha.
— Yo no soy el Capitán, soy el Coronel —dijo, dando un saltito al estilo de Cantinflas.
Aprovechando la manera de saludar del tío Nevada, el profesor Manuel B. quiso reír a sus costillas, agarrándolo de punto.
En la mesa de la comelona, se podían contar de doce a quince botellas de cerveza, sin tomar en cuenta las de sauternes y las de oportos.
— Nevadita —le dijo el profesor Manuel B., alargando los labios como capullo de azucena-. Si tuvieras la oportunidad de nacer convertido en animal, ¿cuál de los tantos que existen escogieras?
Los invitados habían interrumpido la comelona y aguardaban expectantes la respuesta.
— ¡Todos menos el cuy! —contestó don Sergio sin hacerse esperar.
— ¿Por qué? —preguntó el profesor Manuel B. sorprendido.
— Porque no quisiera estar en sus muelas de esos trompudos.
Dicen que los comensales rieron tanto que les era imposible seguir comiendo; platos, cucharas y cuchillos volaron por los aires. La casa del viejo Shato se había convertido en un loquerío: los invitados iban y venían por sus alares contorciéndose de risa y hubo un momento en que los cuyes parecían haber recobrado la vida, ya que saltaron por sobre la mesa, bajo las sillas, junto a los platos rotos que completaron el espectáculo.
IV La muerte
Pero lo que hemos contado hasta ahora son pequeñeces que no llegan ni a los talones de las verdaderas bromas del tío Nevada. Para quedar todos satisfechos, vamos a relatar una más de ellas, donde continúan de protagonistas algunos de los anteriores personajes.Eran las once y treinta de un día laborable, se escuchaba el murmullo de los estudiantes y la firme voz de algún profesor que dictaba clase en una de las aulas de las tres que había en el patio empedrado de la escuela ex 83, Andrés Mejía Zegarra. El profesor Manuel Bazán y One dialogaban en la puerta principal. Al costado de la escuela dos señoras vendían sus berenjenas y rosquetes.
A esa hora, por el cruce de las calles Próspero y Minopampa, regresaba muy alegre de la provincia el tío Nevada, cargando un porongo vacío sobre su poncho bayo que colgaba de su hombro.
Antes que llegue a la puerta de la escuela, el profesor Manuel Bazán, lo saludó cordialmente.
El tío Nevada se detuvo a la altura de los profesores y dijo señalando a don One: — Justo contigo quería hablar.
— Para que soy bueno Nevadita —contestó el profesor.
— Tú eres instruido, inteligente, como tú no hay otro; eres el único que puede responder a mi pregunta.
— Dime Nevadita.
— ¿Qué es la muerte? –preguntó sin más preámbulos.
— La muerte Nevadita… —don One habló cerrando los ojos, apretando un poco los labios y moviendo la cabeza de arriba abajo, lentamente—. Ya está –dijo-. La muerte, según el filósofo Sócrates, es la continuación de la vida.
— ¡Muy bien! –exclamó el tío Nevada—. Sabía que tú no me ibas a fallar —afirmó saludándolos con la mano en señal de despedida.
No avanzó ni cincuenta metros, cuando, intrigado, el profesor One lo llamó: — Nevadita, nevadita, un momentito por favor.
— Si One, ¿qué será? —preguntó el tío Nevada regresando al lado de los profesores.
— Y para ti, ¿qué es la muerte?
Imitando los gestos con los que, a la misma pregunta, acompañó su respuesta el profesor One, el tío Nevada afirmó:
— La muerte para mí es el sueño más profundo del que ningún jijuna gran puta se levanta.
Lo dijo moviendo vertical y firmemente el brazo derecho, como lo hace un verdadero director de orquesta.
Glosario:
Ciprando las muelas: Riendo.Porongos: Recipientes de metal en los que se guarda y/o transporta leche.
Sauternes y oportos: Vino francés y de Portugal, respectivamente.
La mona: La Borrachera.
Mesadas: Banquetes que acostumbran realizar en los pueblos del interior del Perú, donde degustan exquisitos potajes, generalmente las autoridades y personajes.
Traguillos: Copas de licor (aguardiente).
Lluspichau: Bien peinado.
Trompudos: Que tienen los dientes notoriamente grandes.
Comelona: Comensales que participan de una mesada.
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