Por Manuel Gonzalez Prada
1848-1918
I
En ese tiempo era yo interno de San
Carlos. Frisaba en los diez y ocho años y tenía compuestos algunos centenares
de versos, sin que se me hubiera ocurrido publicar ninguno ni confesar a nadie
mis aficiones poéticas. Disfrutaba una especie de voluptuosidad en creerme un
gran poeta inédito.
Repentinamente nacieron en mí los deseos
de ver en letras de molde algunos versos míos. Por entonces se publicaba en
Lima un semanario ilustrado que gozaba de mucha popularidad y era leído y
comentado los lunes entre los aficionados del colegio: se llamaba El Lima Ilustrado.
Después de leer veinte veces mi
colección de poemas, comparar su mérito y rechazar hoy por malísimo lo que ayer
había creído muy bueno, concluí por elegir uno, copiarlo en fino papel y con la
mejor de mis letras.
Temblando como reo que se dirige al
patíbulo, me encaminé un domingo por la mañana a la imprenta de El Lima Ilustrado. Más de una vez quise
regresarme; pero una fuerza secreta me impelía.
Con el sombrero en la mano y haciendo
mil reverencias penetré en una habitación llena de chivaletes, galeras, cajas,
tipos de imprenta.
—¿El Señor Director? —pregunté queriendo
mostrar serenidad, pero temblando.
—Soy yo, joven.
Me dio la respuesta un coloso de
cabellera crespa, color aceitunado, mirada inteligente y, modales
desembarazados y francos. En mangas de camisa, con un mandil azul, cubierto de
sudor y manchado de tinta, se ocupába en colar fajas y pegar direcciones.
—Me han encargado le entregue a usted
una composición en verso.
—Pasemos al escritorio.
Ahí se cala las gafas, me quita el papel
de las manos y sin sentarse ni acordarse de convidarme asiento, se pone a leer
con la mayor atención.
Era la primera vez que ojos profanos se fijaban
en mis lucubraciones poéticas. Los que no han manejado una pluma no alcanzan a
concebir lo que siente un hombre al ver violada, por decirlo así, la virginidad
de su pensamiento. Yo seguía, yo espiaba la fisonomía del director para ir
adivinando el efecto que le causaban mis versos: unas veces me parecía que se
entusiasmaba, otras que me censuraba acremente.
—Y ¿quién es el autor? —me dijo,
concluida la lectura.
Me puse a tartamudear, a querer decir
algún nombre supuesto, a murmurar palabras ininteligibles, hasta que concluí
por enmudecer y tomarme como una granada.
—¿Cómo se llama usted, joven?
—Roque Roca.
—Pues bien: yo publicaré la composición
en el próximo número y pondré el nombre de usted, porque usted es el autor: se
lo conozco en la cara, ¿Verdad?
No pude negarlo, mucho más cuando el
buen coloso me daba una palmada en el hombro, me convidó asiento y se puso a
conversar conmigo como si hubiéramos sido amigos de muchos años.
Al salir de la imprenta, yo habría
deseado poseer los millones de Rothschild para elevar una estatua de oro al
director de El Lima Ilustrado.
II
Cuando el semanario salió a luz con mis
versos, produjo en San Carlos el efecto de una bomba. ¡Poetam habemus!, gritó un muchacho que se acordaba de no haber
podido aprender latín. En el comedor, en los patios, en el dormitorio y hasta
en la capilla escuchaba yo alguna vocecilla tenaz y burlona que entonaba a
gritos o me repetía por lo bajo una estrofa, un verso, un hemistiquio, un
adjetivo de mi composición.
La insolencia de un condiscípulo mío
llegó a tanto que al pedirle el profesor de literatura un ejemplo de versos
pareados, indicó los siguientes:
El poeta Roque
Roca
Echa flores por
la boca.
Con decir que el mismo profesor lanzó
una carcajada y me dirigió una pulla, basta para comprender el maravilloso
efecto de los dos pareados: a la media hora los sabía de memoria todo el
colegio y andaban escritos con lápiz negro en las paredes blancas y con polvos
blancos en las pizarras negras. No faltaban variantes, como:
El poeta Roque
Roca
Echa coles por
la boca;
El poeta Roque
Roca
Echa sapos por
la boca.
Un bardo anónimo, no muy versado en la
colocación de los acentos, escribió:
El
poeta Roque Roca
Es
un inconmensurable alcornoque.
Agotada la paciencia, recurrí a las
trompadas; mas como el remedio empeoraba el mal, acabé por decidir que el
partido más cuerdo era no hacerles caso y no volver a publicar una sola línea.
Sólo encontré una voz amiga. Había un
muchacho a quien llamábamos el Metafórico,
por su manera extraña y alegórica de expresarse. El Metafórico me llamó a un lado y me dijo con la mejor buena fe:
—Mira, no les hagas caso y sigue
montando en el Pegaso: el ruiseñor no responde a los asnos; poeta-aurora,
desprecia a los hombres-coces.
Las palabras me consolaron, aunque
venían de un chiflado. ¡Qué voz no suena dulce y agradablemente cuando se duele
de nuestras desgracias y nos sostiene en nuestras horas de flaqueza!
Yo contaba con un amigo de corazón:
Braulio Pérez. Juntos habíamos entrado al colegio, seguíamos las mismas
asignaturas y durante cinco años habíamos estudiado en compañía. En cierta
ocasión, una enfermedad le retrasó en sus cursos: yo velé dos o tres meses para
que no perdiera el año. ¿Quién sino él estaría conmigo? Como ni palabra me
había dicho sobre mis versos ni salido a mi defensa, su conducta me pareció
extraña y le hablé con la mayor franqueza.
—¿Qué dices de lo que pasa?
—Hombre —me contestó— ¿por qué publicar
los versos sin consultarte con algún
amigo?
—De veras.
—Tú sabes que yo ...
—Cierto.
—Estoy hasta resentido de tu reserva
conmigo.
—Lo hice de pura vergüenza.
—Si alguna vez vuelves a publicar algo .
—¿Publicar?, antes me degüellan.
Mantuve mi resolución un mes, y la
habría mantenido mil años, si el director de El Lima Ilustrado no se hubiera aparecido en el colegio a decirme
que se hallaba escaso de originales en verso y que me exigía mi colaboración
semanal. Quise excusarme, pero el hombre —lisonjero— me comprometió a enviarle
cada miércoles una composición en verso.
Ocurrí al amigo Braulio, le conté lo
sucedido y le enseñé todo mi cuaderno de versos para que me escogiera los menos
malos; pero no logramos quedar de acuerdo: todas mis inspiraciones le parecían flojas, vulgares, indignas de ver la luz
pública en un semanario donde colaboraban los primeros literatos de Lima.
Imposible sacarle de la frase: "Todas están malas". A escondidas del
amigo Braulio, copié los versos que me parecieron mejores y se los remití al
director de El Lima Ilustrado.
La tormenta se renovó con mi segunda
publicación; pero fue amainando con la tercera y cuarta: a la quinta, las
burlas habían disminuido, y sólo de cuando en cuando algún majadero me
endilgaba los pareados o me dirigía una pulla de mal gusto.
El único implacable era el amigo
Braulio, convertido en mi Aristarco severo, todo por amistad, como solía
repetírmelo. Apenas recibía el número de El
Lima Ilustrado, se instalaba en un rincón solitario y lápiz en mano, se
ensañaba en la crítica de mis versos: uno era cojo, el otro patilargo; éste
carecía de acentos, aquél los tenía de más. En cuanto al fondo, peor que la
forma.
—Mira —me lanzó en una de esas
expansiones íntimas que sólo se concibe en la juventud—; mira, el hombre no
sólo se deshonra con robar y matar, sino también con escribir malos versos. A
ladrones o asesinos nos pueden obligar las circunstancias; pero ¿qué nos obliga
a ser poetas ridículos?
III
Hacía dos meses que publicaba yo mis
versos, cuando en el mismo semanario apareció un nuevo colaborador que firmaba
sus composiciones con el seudónimo de Genaro Latino. Mi amigo Braulio empezó a
comparar mis versos con los de Genaro
Latino.
—Cuando escribas así, tendrás derecho a
publicar —me dijo sin el menor reparo.
Fui constantemente inmolado en aras de
mi rival poética: él era Homero, Virgilio y Dante; yo, un coplero de mala
muerte. Cuando mi nombre desapareció de El
Lima Ilustrado para ceder el sitio al de Genaro Latino, muchos de mis condiscípulos me reconocieron el
mérito de haber admitido mi nulidad y sabido retirarme a tiempo. Sin embargo,
algunos insinuaron que el director del semanario me había negado la
hospitalidad.
Todos creían envenenarme las bilis con
leerme los versos de mi rival, figurándose que la envidia me devoraba el
corazón. Braulio mismo me atacaba ya de frente, y se le atribuía la paternidad
de este nuevo pareado:
Ante Genaro
Latino,
Roque Roca es un
pollino.
Un día, Braulio, triunfante y blandiendo
un papel, se instala sobre una silla, pide la atención de los oyentes y empieza
a leer una silva de Genaro Latino,
publicada en el último número de El Lima
Ilustrado. De pronto, cambia de color, se muerde los labios, estruja el
periódico y le guarda en el bolsillo.
—¿Por qué no sigue leyendo? —le pregunta
una voz estentórea—. Era el Metafórico.
— ¡Que siga, que siga! —exclamaron
algunos.
—Yo seguiré —dijo el Metafórico.
Se encaramó en la silla que el amigo
Braulio acababa de abandonar y leyó:
Nota
de la Dirección.—
Como hay personas que se atribuyen la paternidad de obras ajenas, avisamos al
público (a riesgo de herir la modestia del autor) que los versos publicados en El Lima Ilustrado con el seudónimo de
Genaro Latino son escritos por nuestro antiguo colaborador el joven estudiante
de jurisprudencia don Roque Roca.
El amigo Braulio no volvió a dirigirme
la palabra.
Del libro Cuentos Peruanos.
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