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miércoles, 18 de noviembre de 2015

INFIDELIDAD

Por Manuel Sánchez Aliaga.

Es noche. Desencadena el viento su silbido agudo en los tímpanos transeúntes del oleaje humano, A lo lejos, en la semioscuridad, se divisa el portón de una vieja casa que parece estar habitada por murciélagos y vampiros. En frente de esa casona se levanta un templo moribundo y desde él los cuervos atisban el paso lento de las horas.


La puerta se abre; un débil candil alumbra el espacioso zaguán que nos conduce hasta unos cipreses hábilmente recortados por manos féminas; son las tres de la mañana. Una figura digitígrada se desliza silenciosa hasta el aposento del costado. En la penumbra alguien la recibe. Después de un penoso silencio cruje un lecho; luego, el silencio absoluto.

¿Desde cuándo esta escena advierten los nocturnos cuervos?

Cuenta el pueblo, generación tras generación, que una tibia noche, un engreído minino era acariciado por una hermosa dama a la luz de las sombras. Palabras tan dulces le decía que, arqueando el lomo, el gatito consentido, amorosamente hacia mil caricias a la encopetada dama.

Traslúcidas cortinas lánguidamente se dejan caer el dintel de la puerta que mira al patio y a través de inquietas auscultan las estrellas las diversas escenas que ambos personajes paladean en la alcoba. Taciturna se encuentra una mesa de noche y las flores antes betas, que uno de los rincones, perfumaban el ambiente, dejan morir sus corolas; y una araña se detiene, cegada ya, sobre das lágrimas de su tela, transida de dolor.

Por el portón medio abierto penetran pisadas rosas y resueltas. Sobresaltada, la dama aleja de sí a su preferido acompañante y ligera, va al sillón más próximo y se deja caer. La mirada inquieta del felino quiere vislumbrar la fuga pero..., ¡oh destino! , en el umbral se yergue imponente la figura del esposo.

Santer, ése es su nombre mira alternativamente a Zemir, su esposa, y al intruso; y sus pupilas reflejan el despecho, la ira y los celos,

¡Cómo es posible que su querida Zemir dispense más caricias y atenciones a un mísero animal hipócrita que siempre lleva las zarpas escondidas! En la cúspide de su furor propina puñetazos y puntapiés al asustado felino y volviendo la cara furibunda, con desgreñado pelo e intensa palidez en el rostro, descarga su enloquecido pecho en las carnes voluptuosas de su adorada Zemir.

Momento tan propicio no pudo desperdiciar el micifuz y a Prisa a toda Prisa, como si fuese un Personal satánico, desapareció. Saciada su venganza, Santer recoge sus pasos y abandona el hogar.

Con guiños asustados las estrellas contemplan los ennegrecidos ojos de Zemir que acaso sean el trasluz de su culpa, el florero caído, las sillas rotas y nuevamente las corolas abiertas. El graznido de los cuervos está ahora lejano, tan lejano como Santer

Y desde entonces, graznado siempre los noctámbulos testigos de aquella historia, cuentan al pueblo que noche tras noche en la tétrica y sombría mansión una figura gatuna se desliza a las 3 de la mañana y se dirige al aposento del costado; una sombra la recibe en la penumbra. Después de un penoso silencio cruje un lecho; luego, el silencio absoluto.


De la revista El Labrador, mayo 2004.

viernes, 13 de marzo de 2015

Presentación de libro: LYRCAY Y OTROS CUENTOS

Por Witoto (Elmer Castillo Días)

El primer libro es una especie de revolución. Pareciera que el tiempo se acelerará y en realidad no sabemos ¿qué hacer? Mi buen amigo Josheritas, a quien le tengo un gran respeto en sus opiniones y en su sana bohemia, le pregunté el anteaño pasado, que qué le había parecido el libro que publicó un amigo en común. “Mira Negro, a muchos les puede parecer mal, que le falta esto, que su gramática es pésima, tiene fallas de redacción y ni qué hablar de su ortografía…allá los entendidos. Pero uno lo aprecia porque es paisano, familia y nos da mucho gusto que alguien de nuestra tierra, publique su obra, sus pensamientos…algo quiere decirnos y está muy bien…ojalá todos los años haya paisanos que publiquen sus obras…y no sólo de Sucre, de nuestras comunidades, de Huacapampa, Lucmapampa…alguna autoridad debe incentivar a los jóvenes y a todo el que quiera escribir…ya nadie en el pueblo lee Negro, menos escribe…”. Más claro que el agua no pueden haber sido sus palabras.

Y seguramente que sí, hay una y mil fallas en lo que hacemos, sin duda, es inevitable. A veces pensamos que ya somos lo máximo y en realidad, no estamos ni en pañales, andamos muy lejos de “escribir mal”. Pero si tenemos esa una y mil fallas, con el tiempo irán disminuyendo. Como todo lo que se hace en esta vida, todos los comienzos son desastrosos. Hay que tener coraje para transitar en este mundo lleno de letras, hay golpes bajos que debilitan el entusiasmo. Si leemos nuestros primeros “intentos” de sacarle halitos de vida a nuestros primeros escritos, sonreímos pensando, “¡Dios!, tan mal comencé”, pero los queremos, son nuestros. No nos queda otra que ser consecuentes, seguir bregando contra corriente. Obstáculos hay en cualquier oficio.

A mis familiares y amigos quiero presentarles mi primera aventura, otros le dicen, tu “primer hijo literario”. “Lircay y otros cuentos”. Fue presentado por el Ministerio de Cultura de Cajamarca el sábado 9 de marzo, en el Complejo Monumental de Belén, en la sala Kasuo Terada, participaron: Gutemberg Aliaga Zegarra, Elfer Miranda Valdivia, William Guillén Padilla, a las 7 y 30 de la noche y el Marco musical a cargo de Pako Sarmiento y Luis Llanos. La noche estuvo acompañada por mis familiares más cercanos, paisanos huauqueños, amigos de Cajamarca….poetas y bohemia. Gracias a cada uno de ellos.

Tomado de "Huauco"

miércoles, 17 de abril de 2013

Cuento: EL HIPOCAMPO DE ORO

Por Abraham Valdelomar.
Como la cabellera de una bruja tenía su copa la palmera que, con las hojas despeinadas por el viento, semejaba un bersaglieri vigilando la casa de la viuda. La viuda se llamaba la señora Glicina. La brisa del mar había deshilachado las hermosas hojas de la palmera; el polvo salitroso, trayendo el polvo de las lejanas islas, habíala tostado de un tono sepia, y, soplando constantemente, había inclinado un tanto la esbeltez de su tronco. A la distancia nuestra palmera dijérase el resto de un arco antiguo suspendiendo aún el capitel caprichoso.

La casa de la señora Glicina era pequeña y limpia. En la aldea de pescadores ella era la única mujer blanca entre los pobladores indígenas. Alta, maciza, flexible, ágil, en plena juventud, la señora Glicina tenía una tortuga. Una tortuga obesa, desencantada, que a ratos, al mediodía, despertábase al grito gutural de la gaviota casera; sacaba de la concha facetada y terrosa la cabeza chata como el índice de un dardo; dejaba caer dos lágrimas por costumbre, más que por dolor; escrutaba el mar; hacía el de siempre sincero voto de fugarse al crepúsculo y con un pesimismo estéril de filosofía alemana, hacíase esta reflexión:

—El mundo es malo para con las tortugas.

Tras una pausa agregaba:

—La dulce libertad es una amarga mentira...

Y concluía siempre con el mismo estribillo, hondo, fruto de su experiencia. Metía la cabeza bajo el romo y facetado caparazón de carey y se quedaba dormida.

II
Pulcro, de una pobreza solemne y brillante, era el pequeño Cancho de la señora Glicina, cuyas pupilas eran negras y pulidas como dos espigas, y tan grandes que apenas podía verse un pequeño triángulo convexo entre éstas y los párpados. Sus ojos eran en suma, como los de los venados. Blanca era su piel como la leche oleosa de los cocos verdes; mas con ser armoniosa como una ola antes de reventar, se notaba en la señora Glicina una belleza en camino, una perfección en proceso, algo que parecía que iba a congelarse en una belleza concreta. Se diría el boceto en barro para una perfecta estatua de mármol.

III
Hipocampo de Oro
Dibujo de Greisi Giovana Gamboa Romero

Mas la señora Glicina no era feliz: viuda y estéril. Decir viuda no es más que decir que su amor había muerto, porque en aquella aldea de la costa marina el matrimonio era cosa de poca importancia. Un día había aparecido en el lejano límite del mar un barco extraño. Era como un antiguo galeón de aquellos en que Colombo emprendiera la conquista del Nuevo Mundo. Cuadradas y curvas velas, pequeños mástiles, proa chata y áurea sobre la cual se destacaba un monstruo marino. La nave llegó a la orilla en el crepúsculo pero no tenía sino un tripulante, un gallardo caballero, de brillante armadura, fiel retrato del Príncipe Lohengrin, el rutilante hijo de Parsifal. Aquella noche el caballero pernoctó en la casa de la señora Glicina. Durmió con ella sin que ella le preguntara nada, porque ambos tenían la conciencia de que eran el uno para el otro, se habían presentido, se necesitaban, se confun­dieron en un beso, y, al alba, la dorada nave se perdió en la neblina con su gallardo tripulante. Aquel amor breve fue como la realización de un mandato del Destino. Y la señora Glicina fue desde ese momento la viuda de la aldea.

IV
Pasaron tres años. Tres meses. Tres semanas. Tres noches. Y al cumplirse esta fecha, la señora Glicina se encaminó por la orilla, hacia el sur. Poco a poco fue alejándose de su vista el caserío. Las chozas de caña y estera fueron empequeñeciéndose; las palmeras, a la distancia, parecían menos esbeltas y se difuminaban en el aire caliente que salía del arenal brillante como en acción de gracias al sol. Las barcas, con sus velas triangulares, se recostaban sobre la línea del mar y parecían pequeñas sobre la rizada extensión. La señora Glicina iba dejando sobre la orilla húmeda las delicadas huellas de sus pies breves.

— ¿A dónde vas, señora? —le dijo un viejo pescador de perlas—. No avances más porque en este tiempo suele salir del mar el Hipocampo de oro en busca de su copa de sangre.

— ¿Y cómo sabré yo si ha salido el Hipocampo de oro? —interrogó la señora Glicina.
—Por las huellas fosforescentes que deja en la arena húmeda, cuando llega la noche.

Avanzaba la viuda y encontró un pescador de corales: — ¿A dónde vas, señora? —le dijo. ¿No tienes miedo al Hipocampo de oro? A estas horas suele salir en busca de sus ojos— agregó el mancebo.

¿Y cómo sabré yo si ha salido el Hipocampo de oro?

—En el mar se oye su silbido estridente cuando cae la noche y crece el silencio...

Caminaba la viuda y encontró a un niño pescador de carpas:

— ¿A dónde vas, señora? —le interrogó—. No tardará en salir el Hipocampo de oro por el azahar del durazno de las dos almendras...
— ¿Y cómo sabré yo dónde sale el Hipocampo de oro?
—En el silencio de la noche cruzará un pez con alas luminosas antes que él aparezca sobre el mar...

Caminaba la viuda. Ya se ponía el sol. En la tarde púrpura, su silueta se tornaba azulina. Caía la noche cuando la viuda se sentó a esperar en una pequeña ensenada. Entonces comenzó a encenderse una huella en la húmeda orilla. Un pez luminoso brilló sobre las olas, un silbido estridente agujereó el silencio. La luna cortada en dos por la línea del horizonte, se veía clara y distinta. Un animal rutilante surgió de entre las aguas agitadas y, en las tinieblas, su cuerpo parecía nimbado como una nebulosa en una noche azul. Tenía una claridad lechosa y vibrante. Chasqueó las olas espumosas y empezó a llorar desconsoladamente.

—Oh, desdichado de mí —decía— soy un rey y soy el más infeliz de mi reino. ¡Cuánto más dichosa es la carpa más ruin de mis estados!
— ¿Por qué eres tan desdichado, señor? —interrogó la viuda—. Un rey bien puede darse la felicidad que quiera. Todos sus deseos serán cumplidos. Pide a tus súbditos la felicidad y ellos te la darán...

—Ah, gentil y bella señora —repuso el Hipocampo de oro—. Mis súbditos pueden darme todo lo que tienen, hasta su vida que es suya, pero no la felicidad. ¿De qué me valen estos criaderos de perlas negras que me sirven de alfombra? ¿De qué los corales de que está fabricado mi palacio en el fondo de las aguas sin luz?, ¿Para qué quiero los innúmeros ejércitos de lacmas que iluminan el oscuro fondo marino cuando salgo a visitar mi reino? ¿De qué los bosques de yuyos cuyas hojas son como el cristal de mil colores? Yo puedo hacer la felicidad de todos los que habitan en el mar, pero ellos no pueden hacer la mía, porque siendo yo el rey tengo distintas necesidades y deseos distintos de mis siervos; tengo distinta sangre.

— ¿Y qué necesidades son esas, señor Hipocampo de oro? —Interesóse la señora Glicina.
—Es el caso, señora mía —agregó éste— que tengo una conformación orgánica algo extraña. Sólo hay un Hipocampo, es decir, sólo hay una familia de Hipocampos. Se encuentran en el fondo del mar toda clase de seres; verdaderos ejércitos de ostras, carpas, anguilas, tortugas... Hipocampos no habemos sino nosotros.
— ¿Y vuestros siervos saben que vos padecéis tales necesidades?
—Esa es mi fortuna; que no lo sepan. Si mis siervos supieran que su rey podía tener deseos insatisfechos, cosas inaccesibles, perderían todo respeto hacia la majestad real y me creerían igual a ellos. Mi reino caería hecho pedazos. Y a pesar de todos los dolores, señora mía, ser rey es siempre un grato consuelo, una agradable preeminencia... Y agregó con una profunda tristeza.
—No hay más grande dolor que ser rey, por la sangre y por el espíritu, y vivir rodeado de plebeyas gentes, sin una corte siquiera, capaz de comprender lo que es el alma de un rey.
— ¿Y se puede saber, señor Hipocampo de oro, en qué consisten esas necesidades y cuál es la causa de tan doloridas quejas?

Acercóse a la orilla el Hipocampo de oro; alisóse las aletas de plata incrustadas de perlas grandes como huevos de paloma y a flor de agua, mientras su cola se agitaba deformándose en la linfa, dijo:

—Me ocurre, señora, una cosa muy singular. Mis ojos, mis bellos ojos —y se los acarició con la cresta de una ola— mis bellos ojos no son míos...
— ¿No son vuestros, señor Hipocampo de oro? —exclamó asustada la viuda.
—Mis bellos ojos no son míos —agregó bajando la cabeza mientras un sollozo estremecía su dorado cuerpo—. Estos ojos que veis no me durarán sino hasta mañana, a la hora en que el horizonte corte en la mitad el disco del sol. Cada luna, yo debo proveerme de nuevos ojos y si no consigo estos ojos nuevos volveré a mi reino sin ellos. No sólo es esto. Cada luna yo debo proveerme de mi nueva copa de sangre, que es la que da a mi cuerpo esta constelada brillantez; y si no la consigo volveré sin luz. Cada luna debo proveerme del azahar del durazno de las dos almendras que es lo que me da el poder de la sabiduría para mantener sobre mí la admiración de mi pueblo y si no lo consigo volveré sin elocuencia y sería el último de los peces yo que soy el primero de los reyes. Mis súbditos no necesitan la sabiduría e ignoran dónde se nutre, de dónde viene la luz; no comprenden la belleza e ignoran dónde reside el secreto de los ojos.

La señora Glicina guardó silencio un breve instante y el Hipocampo continuó:

—Mi vida, señora, es una sucesión de dolor y de felicidad, es una constante lucha. Mi placer, inefable placer consiste en buscar nuevos ojos; buscarlos, mirarlos, amarlos y luego... robarlos, tenerlos para mí, poseerlos. ¡Gozarlos durante una luna, una luna íntegra! Mas, luego viene la tortura; en los últimos días mi felicidad se opaca, tengo el temor de perderlos, sé que van a concluirse, que sólo han de durarme un tiempo determinado, y que tendré que sufrir, que buscar otros, que comenzar de nuevo. ¡Y si sólo fuesen los ojos! ¡Pero y la copa de sangre! ¡Y el azahar del durazno! ¡Ya veis qué tortura! Un dolor que se renueva cada veintiocho días. Una felicidad tan breve. Pero creedme: bien vale el placer tal sacrificio. Bien cierto es que no hay angustia más grande que la mía mientras estoy buscando los nuevos ojos, pero cuando los encuentro, cuando gozo con aquel estado de duda, cuando veo los que son para mí —porque yo comprendo cuáles ojos me están predestinados desde que los veo— cuando recibo su primera mirada, cuando a través de la distancia los nuevos ojos clavan en los míos sus rayos inteligentes, elocuentes, fascinantes...
— ¿Habéis cambiado ya muchos ojos?
—Tantos como lunas llevo vividas. Sabed que los Hipocampos somos más longevos que las tortugas. Yo he tenido ojos azules, azules como el cielo, como el agua clara, como esas noches que dejan ver la vía láctea, azules como el borde de las conchas que crecen en la desembocadura de los grandes ríos. Con ellos veía yo todo azul, azul, azul... ¿Os ocurre lo mismo? —preguntó con una cortesía verdaderamente real.
—Continuad, continuad.
—He tenido ojos verdes como las algas que crecen al pie de los muros de mi palacio y que son las que dan al mar ese color verde que admiráis tanto, señora. Los he tenido negros, negros como el fondo del mar, como un pecado, como la noche, como la germinación de un crimen, como una deslealtad, como el alma de la sombra, negros como esta perla en la cual termina mi cuerpo torneado —dijo con vanidoso acento—. ¡Y amarillos, y pardos y... todos eran tan bellos!

Dos ojos iban sobre el motivo de estos versos:

¡... De un melocotonero
tal el primer y sazonado fruto,
velloso y perfumado en cuya pulpa
la fibra es miel y carne
baja la Primavera rosa y áurea!

— ¡Se acostumbra uno tanto! Después de haber encontrado las pupilas nuevas ya es imposible la paz. Es tan dulce alcanzarlas, que nada importa la angustia que cuesta conseguirlas. Pudiera sufrir diez veces más en este empeño y siempre la felicidad excedería al sufrimiento. El mismo sufrimiento cuando es por un par de pupilas nuevas llega a parecerme una felicidad. Es como… no sabría decirlos, señora... pero es el amor, es más que el amor, más, mucho más. Tenéis vosotros, los seres de la tierra, un concepto tan limitado de las cosas...

Luego, cambiando de tono, recostada la cabeza sobre un banco de arena, abandonando su cuerpo al vaivén de las olas entre las cuales su cola se movía mansa y tranquila como un péndulo, agregó, mirando fijamente a la viuda:

—A propósito, qué ojos más bellos tenéis, señora mía.
—Os parecen bellos —repuso la señora Glicina— porque vos los necesitáis, pero a mí sólo me sirven para llorar. A veces pienso —agregó— que si no tuviésemos ojos, no lloraríamos; no tendrían por dónde salir las lágrimas...
—Oh, entonces saldrían del lado izquierdo del pecho o de aquí, de la frente —dijo señalando la suya donde brillaba una perla rosada.
—Y ¿qué haréis si mañana, a la hora en que el horizonte corte por la mitad el disco rojo del sol, no habéis encontrado nuevos ojos, nueva copa de sangre y nuevo azahar de durazno?
—Ya lo veis, moriré. Moriré antes de volver a mi palacio donde no me reconocerían y donde me tomarían por un mondacarpas

Y sollozó larga, dolorosa y conmovedoramente.

— ¿Qué darías, oh rey de oro, por conseguir estas tres cosas?
—Daría todo lo que me fuera solicitado. Hasta mi reino.
— ¡Y qué cosas podría dar! Podría dar el secreto de la felicidad a todos los que no fueran de mi reino. Todo lo que los hombres anhelan está en el fondo del mar. Del mar nació el primer germen de la vida. Aquí, un Hipocampo de oro antecesor mío, fue rey de los hombres cuando los hombres sólo eran protozoarios, infusorios, gérmenes, células vitales. Aquí, en el mar, están sepultadas las más altas y perfectas civilizaciones, aquí vendrán a sepultarse las que existen y las que existirán. El mar fue el origen y será la tumba de todo. Vuestra felicidad, que consiste en desear aquello que no podéis obtener, existe aquí, entre las aguas sombrías. Yo os podría dar todo lo que me pidiereis. Tengo yo en la tierra un amigo a quien mi más antiguo abuelo hizo un gran servicio. El, si él pudiera caminar, vendría a mí y me daría lo que tengo menester cada luna. Pero él es inmóvil y está pegado a la tierra. El debe la vida y posee una virtud, merced a uno de mi familia. ¿Vos necesitáis algo?

—Sí —dijo la señora Glicina—. Yo amé a un príncipe rutilante que vino del mar. Le amé una noche. Y me dijo:
—Cuando pasen tres años, tres meses, tres semanas y tres noches, ve hacia el sur, por la orilla y nacerá el fruto de nuestro amor como tú lo desees... Y he venido y aquí me veis. Y os daría mis ojos, os llenaría la copa de sangre y buscaría el durazno de las dos almendras, si vos me diérais el secreto para que nazca el fruto de mi amor tal como yo lo deseo.

Brillaron en la noche los ojos ya mortecinos del Hipocampo de oro, alegróse su faz y tembló de emoción.

—Pues bien —dijo el Hipocampo de oro—. Vuestro hijo nacerá. Oidme y obedecedme. Iréis caminando hacia el oriente. Encontraréis un bosque, penetraréis a él, cruzaréis un río caudaloso y terrible y cuando éste os envuelva en sus vórtices diréis: "La flor de durazno de las dos almendras, la copa de sangre y las pupilas mías son para el Hipocampo de oro" y llegaréis a la orilla opuesta. Lo demás vendrá solo. Cuando tengáis la flor de los tres pétalos, vendréis con ella, me entregaréis vuestras pupilas, me daréis la copa de sangre y la flor del durazno, y moriréis en seguida, pero vuestro hijo habrá nacido ya. ¿Estáis resuelta?
—Estoy resuelta, dijo la señora Glicina.

Y marchó hacia el punto señalado.

V
Tal como se lo había dicho el rey, la señora Glicina llegó a la orilla del río caudaloso. Pero había llegado con las carnes desgarradas, con las uñas fuera de los dedos, y apenas podía tenerse en pie. Sentóse bajo la copa de un árbol y cayeron sobre ella, como alas de mariposas blancas los pétalos de un durazno en flor.

— ¿Dónde estará el Durazno de las dos almendras? —exclamó:
— ¿Quién me quiere? —susurró entre la brisa una dulce VOZ.
—El rey del mar, el Hipocampo de oro, me manda a ti. Vengo por el azahar de los tres pétalos que crece en el Durazno de las dos almendras.
—Es lo más amado que tengo, dijo el Durazno, pero es para el rey que fue bueno conmigo. ¡Córtalo!

Y la señora Glicina cortó el azahar, y el Durazno se quedó llorando.

VI
Muy poco faltaba para que la línea del horizonte cortara por la mitad el disco del sol cuando llegó la señora Glicina. El Hipocampo de oro la esperaba lleno de angustia.

— ¡Llena mi copa de sangre! —dijo.

Y la dama sin lanzar un grito de dolor, se abrió el pecho, cortó una arteria y la sangre brotó en un chorro caliente haciendo espuma hasta llenar la copa del rey que la bebió de un sorbo.

— ¡Dame el azahar del durazno de las dos almendras! —dijo.

Y la dama, sin lanzar un grito de dolor le dio los tres pétalos que el rey guardó en el corazón de una perla. — ¡Dame tus ojos que son míos! —dijo.

Y la dama, sin lanzar una queja, se arrancó para siempre la luz y entregó sus ojos al Hipocampo de oro, que se los puso en las cuencas ya vacías.

— ¡Ahora dame mi hijo! —exclamó.
—Llévate el tallo del cual has arrancado los tres pétalos y mañana tu hijo nacerá. ¿Qué quieres que le dé? Puedo darle todas las virtudes que los hombres tienen, puedo ponerle de una de ellas doble porción, pero sólo de una. ¿Cuál porción quieres que le duplique?

— ¡La del amor! —dijo la dama.
—Sea. ¡Adiós! Tú lo quieres así. Mañana, después del crepúsculo morirás, pero tu hijo vivirá para siempre.
—Gracias, gracias, ¡oh rey del mar! ¿Qué vale lo que te he dado, cuanto tú me has dado un hijo?...

Las últimas palabras no las oyó el Hipocampo de oro porque ya su cuerpo rollizo y torneado, se había hundido en el mar dejando una estela rutilante entre las ondas frágiles.

Tomado de Cuentos Peruanos. 
Fotografías - dibujo: tomadas de Internet - Por Greys y Giovana

martes, 12 de marzo de 2013

Cuento: CALIXTO GARMENDIA


Escribe: Ciro Alegría
Déjame contarte, —le pidió un hombre llamado Remigio Garmendia a otro llamado Anselmo, levantando la cara—. Todos estos días, anoche, esta mañana, aún esta tarde, he recordado mucho... Hay momentos en que a uno se le agolpa la vida ... Además, debes aprender. La vida, corta o larga, no es de uno solamente.

Sus ojos diáfanos parecían fijos en el tiempo. La voz se le fraguaba hondo y tenía un rudo timbre de emoción. Blandíanse a ratos las manos encallecidas.

—Yo nací arriba, en un pueblito de los Andes. Mi padre era carpintero y me mandó a la escuela. Hasta segundo año de primaria era todo lo que había. Y eso que tuve suerte de nacer en el pueblo, porque los niños del campo se quedaban sin escuela. Fuera de su carpintería, mi padre tenía un terrenito al lado del pueblo, pasando la quebrada, y lo cultivaba con la ayuda de algunos indios a los que pagaba en plata o con obritas de carpintería: que el cabo de una lampa o de hacha, que una mesita, en fin. Desde un extremo del corredor de mi casa, veíamos amarillear el trigo, verdear el maíz, azulear las habas en nuestra pequeña tierra. Daba gusto. Con la comida y la carpintería, teníamos bastante, considerando nuestra pobreza. A causa de tener algo y también por su carácter, mi padre no agachaba la cabeza ante nadie. Su banco de carpintero estaba en el corredor de la casa, dando a la calle. Pasaba el alcalde. "Buenos días, señor", decía mi padre, y se acabó. Pasaba el subprefecto. "Buenos días, señor", y asunto concluido. Pasaba el alférez de gendarmes. "Buenos días, alférez", y nada más. Pasaba el juez y lo mismo. Así era mi padre con los mandones. Ellos hubieran querido que les tuviera miedo o les pidiese o les debiera algo. Se acostumbran a todo eso los que mandan. Mi padre les disgustaba. Y no acaba ahí la cosa. De repente venía gente del pueblo, ya sea indios, cholos o blancos pobres. De a diez, de a veinte o también en poblada llegaban. "Don Calixto, encabécenos para hacer este reclamo". Mi padre se llamaba Calixto. Oía de lo que se trataba, si le parecía bien aceptaba y salía a la cabeza de la gente, que daba vivas y metía harta bulla, para hacer el reclamo. Hablaba con buena palabra. A veces hacía ganar a los reclamadores y otras perdía, pero el pueblo siempre le tenía confianza. Abuso que se cometía, ahí está mi padre para reclamar al frente de los perjudicados. Las autoridades y los ricos del pueblo, dueños de haciendas y fundos, le tenían echado el ojo para partirlo en la primera ocasión. Consideraban altanero a mi padre y no los dejaba tranquilos. Él ni se daba cuenta y vivía como si nada le pudiera pasar. Había hecho un sillón grande que ponía en el corredor. Ahí solía sentarse, por las tardes, a conversar con los amigos. "Lo que necesitamos es justicia", decía. "El día que el Perú tenga justicia, será grande". No dudaba de que la habría y se torcía los mostachos con satisfacción, predicando: "No debemos consentir abusos".

Sucedió que vino una epidemia de tifo, y el panteón del pueblo se llenó con los muertos del propio pueblo y los que traían del campo. Entonces las autoridades echaron mano de nuestro terrenito para panteón. Mi padre protestó diciendo que tomaran tierra de los ricos, cuyas haciendas llegaban hasta la propia salida del pueblo. Dieron de pretexto que el terreno de mi padre estaba ya cercado, pusieron gendarmes y comenzó el entierro de los muertos. Quedaron a darle una indemnización de setecientos soles, que era algo en esos años, pero que autorización, que requisitos, que papeleo, que no hay plata en este momento... Se la estaban cobrando a mi padre, para ejemplo de reclamadores. Un día, después de discutir con el alcalde, mi viejo se puso a afilar una cuchilla y, para ir a lo seguro, también un formón. Mi madre algo le vería en la cara y se le prendió del cogote y le lloró diciéndole que nada sacaba con ir a la cárcel y dejarnos a nosotros desamparados. Mi padre se contuvo como quebrándose. Yo era niño entonces y me acuerdo de todo eso como si hubiera pasado esta tarde.

Mi padre no era hombre que renunciara a su derecho. Comenzó a escribir cartas exponiendo la injusticia. Quería conseguir que al menos le pagaran. Un escribano le hacía las cartas y le cobraba dos soles por cada una. Mi pobre escritura no valía para eso. El escribano ponía al final: "A ruego de Calixto Garmendia, que no sabe firmar, Fulano". El caso fue que mi padre despachó dos o tres cartas al diputado por la provincia. Silencio. Otras al senador por el departamento. Silencio. Otra al mismo Presidente de la República. Silencio. Por último mandó cartas a los periódicos de Trujillo y a los de Lima. Nada, señor. El postillón llegaba al pueblo una vez por semana, jalando una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por la puerta de la casa y mi padre se iba detrás y esperaba en la oficina de despacho, hasta que clasificaban la correspondencia. A veces yo, también iba. "¿Carta para Calixto Garmendia?" preguntaba mi padre. El interventor, que era un viejito flaco y bonachón, tomaba las cartas que estaban en la casilla de la G, las iba viendo y al final decía: "Nada, amigo". Mi padre salía comentando que la próxima habría carta. Con los años, afirmaba que al menos los periódicos. Un estudiante me ha dicho que, por lo regular los periódicos creen que asuntos como esos carecen de interés general. Esto en el caso de que los mismos no estén a favor del gobierno y sus autoridades y callen cuanto pueda perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse de reclamar lejos por las alturas, varios años.

Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón que aún no tenía cadáveres, para afirmar su propiedad. Lo tomaron preso los gendarmes, mandados por el sub-prefecto en persona, y estuvo dos días en la cárcel. Los trámites estaban ultimados y el terreno era de propiedad municipal legalmente. Cuando mi padre iba a hablar con el síndico de Gastos del Municipio, el tipo abría el cajón del escritorio y decía como si ahí debiera estar la plata: "No hay dinero, no hay nada ahora. Cálmate, Garmendia. Con el tiempo se te pagará". Mi padre presentó dos recursos al juez. Le costaron diez soles cada uno. El juez los declaró sin lugar. Mi padre ya no pensaba en afilar la cuchilla y el formón. "Es triste tener que hablar así —dijo una vez—, pero no me darían tiempo de matar a todos los que debía". El dinerito que mi madre había ahorrado y estaba en una ollita escondida en el terrado de la casa, se fue en cartas y en papeleo.

A los seis o siete años del despojo, mi padre se cansó hasta de cobrar. Envejeció mucho en aquellos tiempos. Lo que más le dolía era el atropello. Alguna vez pensó en irse a Trujillo o a Lima a reclamar, pero no tenía dinero para eso. Y cayó también en cuenta de que, viéndolo pobre y solo, sin influencias ni nada, no le harían caso. ¿De quién y cómo valerse? El terrenito seguía de panteón, recibiendo muertos. Mi padre no quería ni verlo, pero cuando por casualidad llegaba a mirarlo, decía: " ¡Algo mío han enterrado ahí también!

¡Crea usted en la justicia!". Siempre se había ocupado de que les hicieran justicia a los demás y, al final, no la había podido obtener ni para él mismo. Otras veces se quejaba de carecer de instrucción y siempre despotricaba contra los tiranos, gamonales, tagarotes y mandones.

Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi padre no le quedó otra cosa que su modesta carpintería. Apenas tuve fuerzas, me puse a ayudarlo en el trabajo. Era muy escaso. En ese pueblito sedentario, casas nuevas se levantarían una cada dos años. Las puertas de las otras duraban. Mesas y sillas casi nadie usaba. Los ricos del pueblo se enterraban en cajón, pero eran pocos y no morían con frecuencia. Los indios enterraban a sus muertos envueltos en mantas sujetas con cordel. Igual que aquí en la costa entierran a cualquier peón de caña, sea indio o no. La verdad era que cuando nos llegaba la noticia de un rico difunto y el encargo de un cajón, mi padre se ponía contento. Se alegraba de tener trabajo y también de ver irse al hoyo a uno de la pandilla que lo despojó. ¿A qué hombre, tratado así, no se le daña el corazón? Mi madre creía que no estaba bueno alegrarse debido a la muerte de un cristiano y encomendaba el alma del finado rezando unos cuantos padrenuestros y avemarías. Duro le dábamos al serrucho, al cepillo, a la lija y a la clavada mi padre y yo, que un cajón de muerto debe hacerse luego. Lo hacíamos por lo común de aliso y quedaba blanco. Algunos lo que­rían así y otros que pintado de color caoba o negro y encima charolado. De todos modos, el muerto se iba a podrir lo mismo bajo la tierra, pero aun para eso hay gustos.

Una vez hubo un acontecimiento grande en mi casa y. en el pueblo. Un forastero abrió una nueva tienda y resultó mejor que las otras cuatro que había. Mi viejo y yo trabajamos dos meses haciendo el mostrador y los andamios para los géneros y abarrotes. Se inauguró con banda de música y la gente hablaba de progreso. En mi casa, hubo ropa nueva para todos. Mi padre me dio para que la gastara en lo que quisiera, así, en lo que quisiera, la mayor cantidad de plata que había visto en mis manos: dos soles. Con el tiempo, la tienda no hizo otra cosa que mermar el negocio de las otras cuatro, nuestra ropa envejeció y todo fue olvidado. Lo único bueno fue que yo gasté los dos soles en una muchacha llamada Eutimia, así era el nombre, que una noche se dejó coger entre los alisos de la quebrada. Eso me duró. En adelante no me cobró ya nada y si antes me recibió los dos soles, fue de pobre que era.

En la carpintería, las cosas siguieron como siempre. A veces hacíamos un baúl o una mesita o tres sillas en un mes. Como siempre, es un decir. Mi padre trabajaba a disgusto puliendo y charolando cualquier obrita y le quedaba muy vistosa. Después ya no le importó y como que salía del paso con un poco de lija. Hasta que al fin llegaba el encargo de otro cajón de muerto, que era plato fuerte. Cobrábamos generalmente diez soles. Dele otra vez a alegrarse mi padre, que solía decir: " ¡Se fregó otro bandido, diez soles!-; a trabajar duro él y yo; a rezar mi madre, y a sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí acababa todo. ¿Eso es vida? Como muchacho que era, me disgustaba que en esa vida estuviera mezclada tanto la muerte.

La cosa fue más triste cada vez. En las noches, a eso de las tres o cuatro de la madrugada, mi padre se echaba unas cuantas piedras bastante grandes a los bolsillos, se sacaba los zapatos para no hacer bulla y caminaba medio agazapado hacia la casa del alcalde. Tiraba las piedras, rápidamente, a diferentes partes del techo, rompiendo las tejas. Luego volvía a la carrera y, ya dentro de la casa, a oscuras, pues no encendía luz para evitar sospechas, se reía. Su risa parecía a ratos el graznido de un animal. A ratos era tan humana, tan desastrosamente humana, que me daba más pena todavía. Se calmaba unos cuantos días con eso. Por otra parte, en la casa del alcalde solían vigilar. Como había hecho incontables chanchadas, no sabían a quién echarle la culpa de las piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar, volvía a romper tejas. Llegó a ser un experto en la materia. Luego rompió tejas de la casa del juez, del sub-prefecto, del alférez de gendarmes, del Síndico de Gastos. Calculadamente, rompió las de las casas de otros notables, para que si querían, se confundieran. Los ocho gendarmes del pueblo salieron en ronda muchas noches, en grupos y solos, y nunca pudieron atrapar a mi padre. De mañana salía a pasear por el pueblo para darse el gusto de ver que los sirvientes de las casas que atacaba, subían con tejas nuevas a reemplazar las rotas. Si llovía era mejor para mi padre. Entonces atacaba la casa de quien odiaba más, el alcalde, para que el agua la dañara o, al caerles, los molestara a él y su familia. Llegó a decir que les metía el agua a los dormitorios, de lo bien que calculaba las pedradas. Era poco probable que pudiese calcular tan exactamente en la oscuridad, pero él pensaba que lo hacía, por darse el gusto de pensarlo.

El alcalde murió de un momento a otro. Unos decían que de un atracón de carne de chancho y otros que de las cóleras que le daban sus enemigos. Mi padre fue llamado para que hiciera el cajón y me llevó a tomar las medidas con un cordel. El cadáver era grande y gordo. Había que verle la cara a mi padre contemplando el muerto. El parecía la muerte. Cobró cincuenta soles, adelantados, uno sobre otro. Como le reclamaron por el precio, dijo que el cajón tenía que ser muy grande, pues el cadáver también lo era y además gordo, lo cual demostraba que el alcalde comió bien. Hicimos el cajón a la diabla. A la hora del entierro, mi padre contemplaba desde el corredor cuando metían el cajón al hoyo, y decía: "Come la tierra que me quitaste, condenado; come, come". Y reía con esa su risa horrible. En adelante, dio preferencia en la rotura de tejas a la casa del juez y decía que esperaba verlo entrar al hoyo también, lo mismo que a los otros mandones. Su vida era odiar y pensar en la muerte. Mi madre se consolaba rezando. Yo, tomando a Eutimia en el alisar de la quebrada. Pero me dolía muy hondo que hubieran derrumbado así a mi padre. Antes de que lo despojaran, su vida era amar a su mujer y a su hijo, servir a sus amigos y defender a quien lo necesitara. Quería a su patria. A fuerza de injusticia y desamparo, lo habían derrumbado.

Mi madre le dio la esperanza con el nuevo alcalde. Fue como si mi padre sanara de pronto. Eso duró dos días. El nuevo alcalde le dijo también que no había plata para pagarle. Además, que abusó cobrando cincuenta soles por un cajón de muerto y que era un agitador del pueblo. Esto ya no tenía ni apariencia de verdad. Hacía años que las gentes, sabiendo a mi padre en desgracia con las autoridades, no iban por la casa para que las defendiera. Con este motivo ni se asomaban. Mi padre le gritó al nuevo alcalde, se puso furioso y lo metieron quince días en la cárcel, por desacato. Cuando salió, le aconsejaron que fuera con mi madre a darle satisfacciones al alcalde, que le lloraran ambos y le suplicaran el pago. Mi padre se puso a clamar: " ¡Eso nunca! ¿Por qué quieren humillarme? ¡La justicia no es limosna! ¡Pido justicia!". Al poco tiempo, mi padre murió.

De libro Cuentos Peruanos.

sábado, 16 de febrero de 2013

Cuento: EL AMIGO BRAULIO



Por Manuel Gonzalez Prada
1848-1918

I

En ese tiempo era yo interno de San Carlos. Frisaba en los diez y ocho años y tenía compuestos algunos centenares de versos, sin que se me hubiera ocurrido publicar ninguno ni confesar a nadie mis aficiones poéticas. Disfrutaba una especie de voluptuosidad en creerme un gran poeta inédito.

Repentinamente nacieron en mí los deseos de ver en letras de molde algunos versos míos. Por entonces se publicaba en Lima un semanario ilustrado que gozaba de mucha popularidad y era leído y comentado los lunes entre los aficionados del colegio: se llamaba El Lima Ilustrado.

Después de leer veinte veces mi colección de poemas, comparar su mérito y rechazar hoy por malísimo lo que ayer había creído muy bueno, concluí por elegir uno, copiarlo en fino papel y con la mejor de mis letras.

Temblando como reo que se dirige al patíbulo, me encaminé un domingo por la mañana a la imprenta de El Lima Ilustrado. Más de una vez quise regresarme; pero una fuerza secreta me impelía.

Con el sombrero en la mano y haciendo mil reverencias penetré en una habitación llena de chivaletes, galeras, cajas, tipos de imprenta.

—¿El Señor Director? —pregunté queriendo mostrar serenidad, pero temblando.
—Soy yo, joven.

Me dio la respuesta un coloso de cabellera crespa, color aceitunado, mirada inteligente y, modales desembarazados y francos. En mangas de camisa, con un mandil azul, cubierto de sudor y manchado de tinta, se ocupába en colar fajas y pegar direcciones.

—Me han encargado le entregue a usted una composición en verso.
—Pasemos al escritorio.

Ahí se cala las gafas, me quita el papel de las manos y sin sentarse ni acordarse de convidarme asiento, se pone a leer con la mayor atención.

Era la primera vez que ojos profanos se fijaban en mis lucubraciones poéticas. Los que no han manejado una pluma no alcanzan a concebir lo que siente un hombre al ver violada, por decirlo así, la virginidad de su pensamiento. Yo seguía, yo espiaba la fisonomía del director para ir adivinando el efecto que le causaban mis versos: unas veces me parecía que se entusiasmaba, otras que me censuraba acremente.

—Y ¿quién es el autor? —me dijo, concluida la lectura.

Me puse a tartamudear, a querer decir algún nombre supuesto, a murmurar palabras ininteligibles, hasta que concluí por enmudecer y tomarme como una granada.

—¿Cómo se llama usted, joven?
—Roque Roca.
—Pues bien: yo publicaré la composición en el próximo número y pondré el nombre de usted, porque usted es el autor: se lo conozco en la cara, ¿Verdad?

No pude negarlo, mucho más cuando el buen coloso me daba una palmada en el hombro, me convidó asiento y se puso a conversar conmigo como si hubiéramos sido amigos de muchos años.

Al salir de la imprenta, yo habría deseado poseer los millones de Rothschild para elevar una estatua de oro al director de El Lima Ilustrado.

II

Cuando el semanario salió a luz con mis versos, produjo en San Carlos el efecto de una bomba. ¡Poetam habemus!, gritó un muchacho que se acordaba de no haber podido aprender latín. En el comedor, en los patios, en el dormitorio y hasta en la capilla escuchaba yo alguna vocecilla tenaz y burlona que entonaba a gritos o me repetía por lo bajo una estrofa, un verso, un hemistiquio, un adjetivo de mi composición.

La insolencia de un condiscípulo mío llegó a tanto que al pedirle el profesor de literatura un ejemplo de versos pareados, indicó los siguientes:

El poeta Roque Roca
Echa flores por la boca.

Con decir que el mismo profesor lanzó una carcajada y me dirigió una pulla, basta para comprender el maravilloso efecto de los dos pareados: a la media hora los sabía de memoria todo el colegio y andaban escritos con lápiz negro en las paredes blancas y con polvos blancos en las pizarras negras. No faltaban variantes, como:

El poeta Roque Roca
Echa coles por la boca;

El poeta Roque Roca
Echa sapos por la boca.

Un bardo anónimo, no muy versado en la colocación de los acentos, escribió:

El poeta Roque Roca
Es un inconmensurable alcornoque.

Agotada la paciencia, recurrí a las trompadas; mas como el remedio empeoraba el mal, acabé por decidir que el partido más cuerdo era no hacerles caso y no volver a publicar una sola línea.

Sólo encontré una voz amiga. Había un muchacho a quien llamábamos el Metafórico, por su manera extraña y alegórica de expresarse. El Metafórico me llamó a un lado y me dijo con la mejor buena fe:

—Mira, no les hagas caso y sigue montando en el Pegaso: el ruiseñor no responde a los asnos; poeta-aurora, desprecia a los hombres-coces.

Las palabras me consolaron, aunque venían de un chiflado. ¡Qué voz no suena dulce y agradablemente cuando se duele de nuestras desgracias y nos sostiene en nuestras horas de flaqueza!

Yo contaba con un amigo de corazón: Braulio Pérez. Juntos habíamos entrado al colegio, seguíamos las mismas asignaturas y durante cinco años habíamos estudiado en compañía. En cierta ocasión, una enfermedad le retrasó en sus cursos: yo velé dos o tres meses para que no perdiera el año. ¿Quién sino él estaría conmigo? Como ni palabra me había dicho sobre mis versos ni salido a mi defensa, su conducta me pareció extraña y le hablé con la mayor franqueza.

—¿Qué dices de lo que pasa?
—Hombre —me contestó— ¿por qué publicar los versos sin consultarte con algún amigo?
—De veras.
—Tú sabes que yo ...
—Cierto.
—Estoy hasta resentido de tu reserva conmigo.
—Lo hice de pura vergüenza.
—Si alguna vez vuelves a publicar algo .
—¿Publicar?, antes me degüellan.

Mantuve mi resolución un mes, y la habría mantenido mil años, si el director de El Lima Ilustrado no se hubiera aparecido en el colegio a decirme que se hallaba escaso de originales en verso y que me exigía mi colaboración semanal. Quise excusarme, pero el hombre —lisonjero— me comprometió a enviarle cada miércoles una composición en verso.

Ocurrí al amigo Braulio, le conté lo sucedido y le enseñé todo mi cuaderno de versos para que me escogiera los menos malos; pero no logramos quedar de acuerdo: todas mis inspiraciones le parecían flojas, vulgares, indignas de ver la luz pública en un semanario donde colaboraban los primeros literatos de Lima. Imposible sacarle de la frase: "Todas están malas". A escondidas del amigo Braulio, copié los versos que me parecieron mejores y se los remití al director de El Lima Ilustrado.

La tormenta se renovó con mi segunda publicación; pero fue amainando con la tercera y cuarta: a la quinta, las burlas habían disminuido, y sólo de cuando en cuando algún majadero me endilgaba los pareados o me dirigía una pulla de mal gusto.

El único implacable era el amigo Braulio, convertido en mi Aristarco severo, todo por amistad, como solía repetírmelo. Apenas recibía el número de El Lima Ilustrado, se instalaba en un rincón solitario y lápiz en mano, se ensañaba en la crítica de mis versos: uno era cojo, el otro patilargo; éste carecía de acentos, aquél los tenía de más. En cuanto al fondo, peor que la forma.

—Mira —me lanzó en una de esas expansiones íntimas que sólo se concibe en la juventud—; mira, el hombre no sólo se deshonra con robar y matar, sino también con escribir malos versos. A ladrones o asesinos nos pueden obligar las circunstancias; pero ¿qué nos obliga a ser poetas ridículos?

III

Hacía dos meses que publicaba yo mis versos, cuando en el mismo semanario apareció un nuevo colaborador que firmaba sus composiciones con el seudónimo de Genaro Latino. Mi amigo Braulio empezó a comparar mis versos con los de Genaro Latino.

—Cuando escribas así, tendrás derecho a publicar —me dijo sin el menor reparo.

Fui constantemente inmolado en aras de mi rival poética: él era Homero, Virgilio y Dante; yo, un coplero de mala muerte. Cuando mi nombre desapareció de El Lima Ilustrado para ceder el sitio al de Genaro Latino, muchos de mis condiscípulos me reconocieron el mérito de haber admitido mi nulidad y sabido retirarme a tiempo. Sin embargo, algunos insinuaron que el director del semanario me había negado la hospitalidad.

Todos creían envenenarme las bilis con leerme los versos de mi rival, figurándose que la envidia me devoraba el corazón. Braulio mismo me atacaba ya de frente, y se le atribuía la paternidad de este nuevo pareado:

Ante Genaro Latino,
Roque Roca es un pollino.

Un día, Braulio, triunfante y blandiendo un papel, se instala sobre una silla, pide la atención de los oyentes y empieza a leer una silva de Genaro Latino, publicada en el último número de El Lima Ilustrado. De pronto, cambia de color, se muerde los labios, estruja el periódico y le guarda en el bolsillo.

—¿Por qué no sigue leyendo? —le pregunta una voz estentórea—. Era el Metafórico.
— ¡Que siga, que siga! —exclamaron algunos.
—Yo seguiré —dijo el Metafórico.

Se encaramó en la silla que el amigo Braulio acababa de abandonar y leyó:

Nota de la Dirección.— Como hay personas que se atribuyen la paternidad de obras ajenas, avisamos al público (a riesgo de herir la modestia del autor) que los versos publicados en El Lima Ilustrado con el seudónimo de Genaro Latino son escritos por nuestro antiguo colaborador el joven estudiante de jurisprudencia don Roque Roca.

El amigo Braulio no volvió a dirigirme la palabra.

Del libro Cuentos Peruanos.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Antología del Cuento Peruano: TAITA DIOS NOS SEÑALA EL CAMINO

Por Francisco Vegas Seminario.
De pájaro bobo, totoras y dorados carrizos, con una costra de barro en el tejado, era la casa de Manuel Yamunaqué. Junto a la entrada dormía todo el tiempo un perro que apenas podía ladrar, y sobre tabancos de algarrobo se deshojaban, al viento del sur, unas plantas de buenas tardes y jazmines. En el corral balaban de hambre varias cabras de flácidas ubres, indiferentes a las exigencias de un macho cabrío tan grande, cornudo y hediondo como el que representaba al diablo en el Medioevo. Dos burros, bajo un algarrobo, masticaban hojas secas; y en el chiquero, un puerco gruñón y voraz, perdía carnes entre lodo podrido.

En la tristeza de esa choza vivía Yamunaqué con su mujer. Sentados durante el día junto a la cocina; y afuera en las noches, si la luna embrujaba los campos, rumiaban su pena silenciosa. Cúmulo de presagios revoloteaba alrededor de sus almas atormentadas. Y de esto hacía ya dos meses. De conocer la coca, como sus hermanos andinos, se habrían consolado chacchándola. De vez en cuando se escapaba de sus bocas desdentadas un monosílabo envuelto en suspiros.

Una mañana clara, alegre para las salas y los chiroques, pero melancólica para ellos, el anciano, abandonando su inmovilidad, tomó la lampa y salió del rancho.

—Manuel —le advirtió su mujer, pronunciando con esfuerzo la frase— hoy no es día de trabajo.
—Ya sé que hoy es Jueves Santo.
—Y entonces, ¿a dónde vas con la lampa?
—A huaquear, María.

Y llevado por la misma superstición de todos los indios de la zona, de que en el día de la Pasión salen hasta la superficie de la tierra las momias y los huacos de los antiguos cementerios incaicos, encaminóse hacia una loma pelada, cuyas arenas calcinaba el sol de abril. El perro le seguía.

Al atravesar el camino cercano a la casa de la hacienda, vago recuerdo le hizo volver el rostro, y su mirada, turbia de odios ancestrales, abarcó el paisaje agreste, al fondo del cual resplandecía el tejado de zinc entre un bosque de algarrobos.

El viejo caminaba, caminaba, sin que las dantas de sus pies, escamosas y duras, percibiese el ardor del suelo ni los pinchazos de las espinas.

Media hora más tarde empezaba a cavar en los lugares de costumbre. Un hoyo aquí, otro allá; pero al golpe del instrumento solo aparecían callanas o huesos pulverizados, que él u otros habían enterrado en pasados Jueves Santos. A veces encontraba una pieza de cerámica ordinaria, que denotaba la primitiva sencillez de las tribus esparcidas siglos atrás por esa región tan apartada de los centros civilizados del vasto imperio del Tahuantinsuyo. Pero, lleno de tímida delicadeza, empleaba las manos para cavar y cubría la vasija con el poncho a fin de preservarla del cambio brusco de temperatura, un ruido seco le anunciaba que el huaco se había roto.

Dos horas llevaba en esta entretenida tarea, amontonando huesos y trozos de barro cocido, y la cosecha sólo se resumía a unos cuantos cántaros de tosca manufactura, prestigiados por ingenuos dibujos, y a restos de telas podridas, provenientes de la indumentaria de las momias.

A pesar de que el sol, agresivo y despiadado, le hacía sudar a chorros, Yamunaqué, empeñado en buscar vasijas imaginarias, hundía la lampa en la arena amarillenta con el vigor propio de un mozo.

Llegado el mediodía el rústico arqueólogo soñaba ya en el arroz, las yucas y la cecina seca que estaría preparando su compañera, cuando el perro abandonando el zapote bajo el cual dormía, vino a olfatear en el hoyo y a escarbar con sus débiles patas. Sin duda, algo debía haber advertido su instinto para que saliera tan bruscamente de sus hábitos de valetudinario. Tentado por la curiosidad, Yamunaqué continuó las excavaciones con afiebrado tesón, guiado por los nerviosos movimientos del animal. Pero a medida que el hoyo adquiría mayores proporciones, sus ojos, azulencos por la impiedad de los años, iban descubriendo el cuerpo de un individuo que no debía pertenecer a remotas edades. Fresco estaba, y el olor que despedía perturbaba su trabajo en el bochorno de la pampa. ¿A quién se le había ocurrido enterrar allí a un muerto?, se preguntaba. ¿Acaso el cementerio no estaba tan cerquita? Y afanoso de matar el día, adivinando el enigma, se propuso exhumar el cadáver.

Poco a poco fue desenterrando las piernas; luego, el amplio busto, cubierto por una camisa llena de desgarrones; en seguida, el robusto cuello, y, finalmente, al retirar la tierra que cubría las pálidas facciones, el indio se quedó perplejo, apretando la lampa entre las manos, mientras el perro aullaba medroso. Era Juan, su hijo, el que estaba tendido en aquel hueco ignorado, en aquella sepultura sin cruz, sin seña alguna. Lo reconocía, a pesar de los trastornos de la descomposición y las heridas de la cara. ¡Y él que le creía vagando por tierras lejanas, en donde no podría alcanzarle el odio del patrón!

Ningún músculo facial del anciano sufrió la más leve contracción. Sus tempestades sentimentales, como todas las que padecen los hombres de su raza, sólo estallaban en su mundo interior.

Allí estaba a sus pies el mozo rebelde y altivo, que una tarde salió del hogar para no volver más. ¿Y cómo iba a regresar, si se habían empeñado en perseguirle con ensañamiento?

Bien recordaba Yamunaqué el disgusto que le causó al patrón la vuelta de su hijo. La presencia de un hombre de tal temple, que respondía airado, mirando de frente, y que leía de corrido y escribía con letra redonda y clara, no le convenía en sus dominios, más aún cuando estorbaba su plan de convertir en dulce complacencia los desdenes de la Juana, novia del mozo.

"Gringo" le llamaban al propietario de "Arenales"; gigantesco europeo de violentos ademanes, anchas espaldas, cuello de novillo, cabeza maciza, en donde el cabello crecía recto y puntiagudo como un penacho en el límite de la frente, y ojos miopísimos, cuya mirada inquisitiva y rencorosa disimulaba el haz de reflejos de sus gruesos lentes.

Intrépido aventurero, el "Gringo" había saltado de un lado a otro desde sus años mozos, ávido de enseñorearse de la fortuna, de domeñarla a su antojo. Al aparecer por esas tierras con un nombre plagado de consonantes, difícil de pronunciar, nadie supo de dónde venía. Compró, por escaso dinero, un campo montaraz e impenetrable, abandonado de sus dueños, y pronto fue extendiendo los tentáculos de su ambición en tierra vecina. El fundo que ahora poseía era su obra: su obra de pocos años de abusos y robos. Para eso tenía audacia y cinismo, fuerzas físicas y calidad de extranjero naturalizado. Con la pipa en la boca —aseguraban que dormía con ella— pasaba a menudo horas enteras pescando en una laguna. Otras veces arrastrado por furor andariego, recorría la hacienda dando órdenes, aumentando los alquileres y las horas de trabajo, castigando con el fuete a los que no le saludaban o rehuían sus falaces interrogatorios. Pero este hombre implacable se transformaba completamente, descubriendo los dobleces serviles de su espíritu o los rezagos de su baja procedencia, cuando llegaban a su casa personas de importancia; jueces, autoridades, comerciantes adinerados, cuya influencia podía comprometer o mejorar su situación. Entonces se esforzaba en derrochar buen humor, engarzando chistes insulsos en un español quebrado y gutural, y extremaba sus atenciones brindando a sus visitantes botellas de Whisky y cerveza en íntimas fiestas, al final de las cuales, viéndoles embria­gados, les tuteaba o palmeaba con rudeza.

Cuando el cabo Juan Yamunaqué regresó del servicio militar, exhibiendo esa natural desenvoltura y libertad de espíritu que dan la ciudad y el mismo cuartel, el "Gringo" le consideró un torete rebelde y peligroso que podía sembrar el mal ejemplo y el desorden entre el pacífico rebaño. Y su desconfianza y antipatía alcanzó mayor virulencia, al saber que la Juana, graciosa muchacha, cuyo rostro poseía el tinte mate y la serenidad del indio, y su espigado cuerpo, la tentadora voluptuosidad del zambo, le consideraban como su prometido.

Muy pronto se dio cuenta Yamunaqué del secreto drama, y así le habló a su mujer:

—María, no me gusta que haya venido Juan. Mejor se hubiera quedado en la ciudad buscándose la vida.
— ¿Por qué, Manuel?
—Porque el patrón le tiene entre ojos, y mi cholo se maneja un geniecito. Y no olvides que el "blanco" es más malo que la yuca de caballo.

El presentimiento del anciano se hizo realidad dos semanas más tarde, cuando el "Gringo", haciendo irrupción en su rancho, reprochó groseramente al mozo su altanería y desidia, culpándole, de paso, de supuestos robos. Encendido por la indignación, el agraviado estuvo a punto de perder la cabeza, y la hubiera perdido, convirtiendo el altercado en riña sangrienta, de no haber intervenido a tiempo la llorosa madre.

Desde entonces los dos viejos vivieron en una penosa zozobra que se transformó en aflicción, muda y resignada, no bien se dieron cuenta de la misteriosa desaparición del hijo.

Aquel Jueves Santo, al atardecer, mientras se acentuaba el clocar de las ranas en la laguna y los loros pasaban en bandadas bajo el cielo refulgente de arreboles, el viejo fatigado y sombrío, entró en el rancho con el cadáver a cuestas.

—Aquí tienes a tu hijo —le dijo a su mujer, sin la menor alteración en la voz, a la vez que acostaba al muerto sobre la barbacoa que había ocupado en vida—. ¡Qué perro destino me ha deparado Dios! ¡Maldita la hora en que fui a huaquear!

Las palabras de Yamunaqué sacaron a la María de su trágico ensimismamiento.

—Ya sabía yo que había pasado esto desde que cantaron las lechuzas. Pero, ¿por qué blasfemas, hombre?
—Digo lo que digo, porque mejor hubiera sido no encontrarlo. Así hubiéramos muerto con la ilusión de que vivía.
—Hereje —le reprochó la pobre mujer— ¿hubieras preferido que tu hijo durmiese por los siglos en un rincón, como un perro, y no en la tierra bendita?
—Anda, anda, María —le ordenó Yamunaqué— anda e invita a todos nuestros vecinos y prepara la chicha para las honras.

Después de lavar el cadáver y ponerle el uniforme militar, le cubrieron de yerbas aromáticas. Y en la noche, mientras la María preparaba la ceremonia acompañada de dos sobrinas, el anciano se fue quedando dormido junto al hijo, arrullado por el ruido monótono de la piedra que molía el maíz sobre el batán.

Tres días duraba la fiesta y los invitados ya habían agotado varios cántaros de chicha y algunos galones de aguardiente. Bajo la mirada buena del viejo, que se emborrachaba a la cabecera del difunto, hombres y mujeres participaban de la ceremonia mortuoria, cuyo rito tenía más de orgía pagana que de honras fúnebres.

Un cura de lejano pueblo había pasado entre ellos el primer día, confortando a los padres, lanzando hisopadas de agua bendita sobre el muerto, bebiendo y comiendo las sabrosas viandas condimentadas de ají, mientras las plañideras llenaban la choza de desgarradores gemidos y los borrachos disputaban acaloradamente.

Los Yamunaqué habían sacrificado el puerco, dos de sus mejores cabras y algunas gallinas. La carne fresca, colgada en sogas, negreaba bajo una nube de moscas. En un rincón de la cocina se alineaban los cántaros, de los cuales las hembras jóvenes sacaban la chicha y la servían en pulidos mates. Debajo de las mesas, roían huesos perros flacos y voraces.

Celebrando con inusitado derroche la despedida del muerto, los viejos sentían esa honda satisfacción que experimentan los indios en iguales circunstancias y que es como un bálsamo suave sobre sus heridas. Se consolaban también pensando que ellos muy pronto irían a buscar al hijo en ignotas regiones, en regiones luminosas y felices donde reina la libertad. Y cuando más bebían, más clara y armoniosa les parecía esta concepción celestial, inspirada por las tradiciones y las pláticas del cura.

Al segundo día llegó un arpista, templó algunas cuerdas, y sus manos empezaron a robar al instrumento rosarios de notas conmovedoras. Eran pasillos, tonderos, marineras, yaravíes.

Con el alboroto y las frecuentes libaciones, pocos se acordaban ya del difunto. El tema de su misteriosa muerte apenas si había sido tratado. El terror que sentían por el patrón les cohibía de comentar semejante drama; pero todos sabían que el desalmado "gringo" lo había matado a palos. ¡Capaz era de ese crimen y de otros mayores!

Concluida la merienda, el viejo Yamunaqué observando que el Juez de Paz del vecino pueblo se encontraba en aquel estado en que las confidencias y las respuestas salen sin querer, se le acercó humildemente.

—Don Pedro, con su permiso —le pidió el indio ventrudo y escurridizo—. ¿No le parece que se deben hacer las diligencias para descubrir al asesino?
—Sin duda, don Manuel, eso se hará; no faltaba más. Este ha sido un crimen, porque si es cierto que un cristiano puede morir de repente y en cualquier parte, no se le ocurre meterse por su propio gusto bajo tierra. ¿Sospecha usted de alguien? ¿Tenía enemigos el pobre Juan?
—Sí, uno.
— ¿Se puede saber quién era?
—El mismo que piensa usted. El Juez protestó.
—Yo no sé nada don Manuel. Al Juzgado de Paz, no ha venido nadie a presentar la queja; usted como taita del difunto, puede hacer la denuncia.
—Bueno, don Pedro, entonces la hago ante usted: fue el "gringo".
— ¡El patrón de la hacienda! —exclamó fingiendo alarmarse, el taimado indio—.
— ¿Tiene usted pruebas? —Ninguna.
—Y, entonces, ¿cómo quiere inculpar a un hombre respetable porque se le ha metido a usted en la cabeza que él ha sido el delincuente?
—Yo no me equivoco —afirmó Yamunaqué—.
— ¿Se lo han contado las lechuzas? Vaya, vaya, don Manuel, la chicha le da a usted unas ideas...
—Yo no me equivoco —repitió el viejo—.
—A no ser que sospeche por lo de la Juana... Pero tenga en cuenta que cuando vino el finadito ya la muchacha se las entendían con el "Gringo". Por lo menos así dicen las malas lenguas.

Como ya lo llevaba en germen, de pronto brotó el rencor en el espíritu de Yamunaqué a manera de un hongo monstruoso. Y lo fue cultivando con aguardiente y chicha durante esa noche y el día siguiente, mientras los presentes ingerían tan grandes cantidades de líquidos y de comidas que sólo el estómago de un indio puede soportar.

Al llegar la noche del tercer día, el arpa seguía gimiendo; aquí y allá sobre las barbacoas, recostados en los troncos y en el suelo roncaba la mayoría. El candil soltaba bocanadas de humo, y un olor indefinible, extraña mezcla de frituras, chicha agria, aromas, y yerbas y podredumbre, dominaba en el ambiente.

Llegando la medianoche, Yamunaqué se levantó y dijo:

—Ya es hora de ir al cementerio.

Entonces, los que todavía mantenían despejado el cerebro despertaron a los otros, y los familiares, fieles a la costumbre de la región, sentaron al muerto sobre el lomo de una burra, sostenido en tal forma por una estaca de sauce, que el cuerpo se mantenía erguido dando la impresión de estar vivo. Y bajo la luna de abril, blanca y redonda como fuente de agua bendita, cuya luz, diáfana y malhechora, ensalmaba los campos e infiltraba influencias malignas en los espíritus, partieron por el camino nacarado.

La vieja burra, moviendo las largas orejas, caminaba lentamente; las mujeres rezaban y los hombres contagiados de la pena de los deudos, callaban. Varios Perros seguían el cortejo.

Adelante, la sombra del macabro jinete se proyectaba sobre la tierra del sendero, larga, fantástica, inquietante. Ráfagas de viento hacían estremecer a las gentes, cubiertas con el ligero poncho.

Transcurrida media hora pisaban la encrucijada en donde el camino que conduce al cementerio atraviesa el de la casa de la hacienda. Y llegando a este sitio, la burra, acostumbrada a llevar leña para la cocina del "Gringo", torció instintivamente hacia dicho sendero, sin que el cortejo de borrachos, soñolientos y meditabundos, reparara en el falso rumbo.

Guiado el doliente rebaño por el fatigado animal, avanzaba, avanzaba, hasta que de repente un furioso ladrido vino a sacar a todos de su letargo. Los indios cuchichearon alarmados, sin saber qué hacer. Pero cuando uno de ellos, temeroso de provocar un incidente corrió para detener la burra, el indio Yamunaqué alzó la voz:

—Taita Dios nos señala el camino, ¡sigamos!

Algo increíble, inimaginado, sucedió entonces. Aquellos individuos, humildes y miserables, acostumbrados a curar con la resignación los resquemores que produce el desprecio y la humillación, sintiéronse fuertes, rebeldes, altivos. Un soplo extraño, venido a través de los siglos desde remotos pasado, removió en su interior sentimientos dormidos, exaltó virtudes anestesiadas.

— ¡Sí, sigamos! gritó uno.
— ¡Sigamos! —dijo otro, como un eco. — ¡Sigamos! —repitieron todos—.

Y la misma humana, impulsada por el odio y el rencor, marchó más ágil, más ligera, más firme. Hasta el fantástico jinete movió sus miembros descarnados, al trote de la cabalgadura.

Al frente estaba la casa. Cincuenta pasos más y podrían entrar en ella. La jauría del "Gringo" se precipitó al ataque, eran perros finos, adquiridos a altos precios en los mercados europeos. Pero los canes flacos y pulguientos de los indios, fieles hasta la muerte, les salieron al encuentro. Y mientras los animales combatían y se desangraban, los indios llegaban al cerco.

Sonó un tiro, otro; cayeron dos hombres. Surgieron gritos fieros, amenazas. Brazos hercúleos rompieron la puerta, y ya adentro, lanzóse el grupo sobre el fornido gigante que apretaba en su mano el revólver. Resonó un tercer tiro, y un cuarto y un quinto. Y cuando el hacendado buscaba otras armas y la ayuda de sus peones, los invasores, enardecidos por el quejido de los heridos, le alcanzaron al fondo del corredor. Fue una lucha desigual, cruenta, horrible, que duró escaso tiempo. De nada le valió al "Gringo" emplear sus músculos de acero, sus puños de catapulta. Las manos vengativas de sus esclavos le cegaron rápidamente la vida.

Al retirarse los indios, un guiñapo informe quedó entre las sombras, ultrajado por los perros ávidos de sangre.

El cortejo, con tres muertos más, tomó la verdadera ruta del cementerio, alumbrada con mayor intensidad por la antorcha de la luna.

De Antología del Cuento Peruano

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Francisco Vegas Seminario
Escritor y diplomático nacido en Piura el 25 de septiembre de 1899. Estudió en el “San Miguel” y en Lima se titula como odontólogo en la UNM de “San Marcos”. Regresa a Piura, iniciándose en el periodismo, con una columna titulada “Crónicas frívolas” en el diario La Industria, así como notas humorísticas en el diario “El Tiempo”. En 1932, con el gobierno de Sánchez Cerro, ingresa al servicio diplomático y es nombrado cónsul en Sevilla, luego en Bremen, Ámsterdam, Berlín, Ginebra y en 1942 siendo cónsul de Marsella fue entregado por los colaboracionistas de Vichy a la policía nazi alemana, confinado en el campo Bad Godesberg, hasta que un año después fue canjeado por cinco agentes alemanes que estaban presos por las fuerzas aliadas. Luego de este incidente fue adscrito a la legación suiza (1944), continuando su carrera diplomática en Polonia, Checoslovaquia, Brasil, Italia, Venezuela, Chile y Costa Rica, donde se retira en 1968. Recién en 1946 publica su primera obra, “Chicha, sol y sangre”. Luego, en 1954 aparece “Montoneras” que narra las luchas entre caceristas y pierolistas, bandos antagónicos dirigidos por miembros de la familia Seminario. “Montoneras” recibe un Premio Nacional. En 1955 publica su libro de cuentos “Entre Algarrobos”. En 1956 aparece “Taita Yoveraqué” que gana el primer premio del Concurso Anual de Novela. En 1957, “Honorable Ponciano”. En 1958,  “Tierra embrujada”. Luego viene su triología histórica formada por: en 1959, “Cuando los mariscales combatían”, en 1960, “Bajo el signo de la mariscala” y en 1961, “La gesta del Caudillo”, novelas estas que relatan de modo ameno los agitados sucesos de los años inmediatamente posteriores a la Independencia. Póstumamente, en 1999 se publica “Hotel Dresden” sobre su experiencia de prisionero de guerra. Recibió condecoraciones en Chile, Alemania, Italia y Perú.
 

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