"En el libro del destino del Perú está escrito un porvenir
grandioso".
"¡Jóvenes peruanos! Confiando en mi entusiasmo he emprendido un arduo
trabajo muy superior a mis fuerzas. Os pido, pues, vuestro concurso. Ayudadme,
dad tregua a la política, y consagraos a hacer conocer vuestro país y los
inmensos recursos que tiene".
Jorge Guillermo Llosa.
La lección de Raimondi ha sido recogida en ediciones
fragmentarias, que sólo comprenden una parte del vasto material acumulado en
sus apuntes; así como en sus colecciones científicas y en la evocación
constante que se hace de su memoria y de su obra. Sin embargo su figura siempre
permanece algo distante y no pasea, como debiera, familiarmente entre nosotros.
Los gruesos volúmenes repletos de abrumadoras observaciones, publicados en
forma restringida no han podido llegar al gran público, a la muchedumbre del
pueblo peruano y a esa juventud a la que el sabio tanto amó y en la que puso
tantas, esperanzas.
La presente antología aspira a lograr ese acercamiento
humano entre Raimondi y el Perú de hoy. Hemos seleccionado páginas de sus itinerarios
viajeros, (Antonio Raimondi. "Notas de Viajes para su obra El Perú".
Publicado por el ingeniero Alberto Jochamowitz. 4 tomos. Lima, 1948) buscando
en ellas las líneas que nos revelan al hombre, las observaciones y narraciones
amenas e ilustrativas que forman un libro de lectura incomparable y fundamental
para el lector y, principalmente, para el estudiante peruano. Un libro de
aventuras, en el más alto significado; peripecias y riesgos personales, emoción
de descubrimientos, goce puro de la inteligencia, placer de abrir caminos,
empaparse de naturaleza virgen, tratar de cerca a pueblos desconocidos, llegar
—como dijera Alonso de Ercilla— "a donde otro no ha llegado", recoger
en dibujos o en dulces pinceladas los rasgos de las ciudades muertas y la
lozanía de flores núbiles. Un libro, pues, educativo, como quería la pedagogía
ateniense: poético y racional, ejemplo de carácter y lección objetiva de
sabiduría, acicate al vuelo de la imaginación y donoso recreo del pensamiento
sobre la frescura de visiones inéditas.
Dejemos por un momento los textos, las especies raras,
los hallazgos arqueológicos, vegetales y minerales, las cartas geográficas, las
láminas y los dibujos. Busquemos el hilo conductor que sostiene esta masa
ingente de ciencia elaborada. No es más que una débil vida humana tendida sin
descanso, durante cuarenta años en el Perú, como la cuerda de un arco. Todo un
país inmenso e inexplorado materialmente recorrido, recogido, ordenado y
transcrito al lenguaje de las ciencias naturales. Este esfuerzo que es tanto de
gabinete como de campo, intelectual como físico, levanta a Raimondi a la altura
de los más grandes naturalistas clásicos; aquellos que palparon la tierra para
arrancarle sus secretos y quisieron, como nuevos dioses, darle un nombre y un
orden al mundo que nos rodea. En estos niveles de sobrehumana grandeza Raimondi
se compara a Plinio y Aristóteles, a Linneo y a Buffon, a Darwin y a Humboldt.
Detrás de la obra maciza y monumental emerge el genio
creador y en el fondo de él, el hombre, el niño milanés y el joven italiano que
a los 23 años de edad desembarca en el Callao para no alejarse más hasta el año
1890 en que la muerte lo recoge.
Su competente biógrafo. Ettore Janni, nos ha
transmitido algunas sugerentes imágenes del niño Raimondi. Aparecen nítidas,
desde la infancia, dos virtudes dominantes: la voluntad emprendedora y la sed
de conocer la naturaleza. Esta energía espiritual fue la que lo sostuvo y le
permitió realizar una empresa que era superior no sólo a sus fuerzas, como él
dijera, sino a las de cualquier ser humano. Tarea de investigador realizada con
medios irrisorios, en un ambiente desconocido, teniendo que afrontar los
pequeños miserables problemas de la subsistencia y de las obligaciones
rutinarias. Hazaña vital cumplida con lúcido estoicismo, en climas inclementes,
en alturas de aire enrarecido, frente a peligros como aquellos que recordaba
San Pablo, de malos caminos, salteadores y naufragios. Raimondi pagó tributo a
la verruga —el mal que inmortalizó a Carrión, mártir de la medicina peruana—, y
no retrocedió ni ante el peligro de abismos ni ante el brebaje ofrecido en
humeantes cabañas de salvajes.
Decía Momsen que la historia supera en interés y en
sorpresa a las obras de pura ficción. Así se nos aparece Raimondi, más audaz y
más sugestivo, en su mula caminera, que el sabio aventurero pintado por Julio
Verne en la novela "Los sobrinos del Capitán Grant".
En el genio emprendedor y tesonero del sabio parece
revivir el ímpetu de la raza lombarda que penetró, como un cuchillo, en la
Italia medieval, asentándose en la Mediolanus latina, la Milán laboriosa y
tenaz que es el hormiguero industrial de la península. Raimondi participó,
según piensa su biógrafo, en las Cinque giornate que convirtieron a la capital
lombarda en una hoguera lanzada contra el dominio austriaco.
La curiosidad científica empujaba al niño Raimondi a
actos de valiosa calidad moral. Gastaba sus propinas en adquirir las obras del
naturalista Buffon; empleaba sus feriados y horas libres en observar la
naturaleza, los animales de los parques zoológicos y las plantas exóticas de
los jardines botánicos. De esta entrega total a la ciencia nace su sentido
ascético de la vida, su heroísmo cívico y su energía inagotable. Sus biógrafos
y comentaristas han subrayado este fundamento moral de su personalidad como lo
distintivo, lo más señero de su figura tan admirable en todos los conceptos.
Refiriéndose a su significación dentro de la ciencia peruana, dice Honorio
Delgado que "El espíritu de Raimondi es abierto al mundo y dominado por un
entusiasmo lúcido, a la vez gozoso y grave, sin mezcla de propensión al caos ni
a la doctrina de escuela. Encarna la fuerza plástica segura de sí misma a causa
de la propia grandeza y de su dirección incondicional hacia lo auténtico".
Jorge Basadre, en la "Historia de la República
del Perú", nos ofrece este retrato moral sabio: "Demostró siempre ser
discreto y sereno aun ante el riesgo y la desgracia; lleno de buen sentido y de
agudeza; propenso en todo momento a juzgar las cosas sin violencia; inmune a la
fatiga, al abandono, a la pobreza y a la sociedad; inagotable en su curiosidad
y en su constancia; dedicado íntegramente a la contemplación de la naturaleza y
a la búsqueda de los secretos que en el campo de la botánica, la zoología, la
química, la mineralogía, la geografía ella alberga y por eso, según sus propias
palabras, "estimando en nada el interés y la gloria". Hizo suyas las
horas de júbilo, las horas de penuria y las horas de aflicción de la patria
adoptiva".
Raimondi, como todos los grandes hombres, es ejemplo
de una vida que sigue una trayectoria y no se resuelve simplemente a
desplazarse al capricho de las circunstancias. Su vocación se definió desde
niño por la naturaleza; dentro de ella por los países tropicales y, entre
estos, por el Perú. En la elección temprana de la que él consideraría su
segunda patria, hubo influencias intelectuales —la fama del país, el hecho de haber
sido relativamente poco estudiado, la variedad de climas y ambientes
geográficos dentro de su territorio—, pero también algo así como un mágico y
obscuro llamado. La vocación peruana de Raimondi nace cuando contempla, en un
jardín botánico, la sorprendente figura del "cactus peruvianos". El
joven acude al reclamo de esa naturaleza pródiga en formas grandiosas y
extrañas y se embarca hacia nuestras playas. Sus primeras actividades en Lima,
vinculadas al gran Cayetano Heredia, son de profesor, pero tan pronto puede se
escapa del cerco de la ciudad para echar un vistazo a los alrededores. Entonces
encuentra, humilde saludo, la presencia de una mata de higuerilla que le
produce una gran emoción. Recién ante esta planta silvestre se siente realmente
en el Perú, pues hasta ese momento aquel arbusto no lo había visto sino en el
artificial escenario de los jardines dedicados a la botánica tropical.
Los cuarenta años de Raimondi en el Perú, de 1850 a
1890, corresponden a un período contradictorio y desorientado de nuestra
nacionalidad. Es la falsa ilusión del guano y del salitre, lo que Basad re
llama "la prosperidad falaz"; es la audacia de las obras públicas,
los gastos rumbosos, la imprevisión que sería tan funesta, la confianza
irresponsable en el poder de las riquezas fácilmente habidas. Hay esfuerzos
meritorios de hombres de ciencia, de exploradores y estadistas peruanos que
tratan de posesionarse efectivamente del país profundo. Pero junto a ellos, ¡qué
frívola mentalidad virreinalicia!, ¡qué lamentable confusión entre la pasajera
riqueza fiscal y la pobreza profunda de un país abandonado!
Las provincias y la masa indígena llevan una
existencia soporífera. El tono que da Lima no es el de una capital rectora sino
el de una desocupada corte en la que se gesta la sociedad criolla, con montoneras
y juergas; los caudillos políticos tratan de halagar a un populacho mestizo
burlón y sensual, acostumbrado a la pompa del Virreinato. En la literatura
dominan los satíricos y costumbristas; Segura lleva a la escena la desfachatez
de los tipos callejeros, los mismos que retrata Pancho Fierro en sus acuarelas.
Una de ellas, precisamente, está dedicada al doctor Solari, médico italiano
amigo de Raimondi.
El sabio italiano se incorpora a la vida de este
Estado peruano, sujeto a tantas apostasías.
Forma parte de innumerables comisiones científicas,
entre ellas una para inspeccionar el guano de las islas de Chincha y otra los
depósitos salitreros de Tarapacá. Dos riquezas y dos símbolos. Raimondi
presenció las guerras que de ellas nacieron. Se siente orgulloso de la conducta
de los peruanos en el combate del 2 de mayo de 1866 contra la escuadra española
y del heroísmo derrochado en la trágica contienda de 1879. Al ser ocupada Lima,
el sabio confió sus tesoros científicos a la protección de la bandera italiana.
No quiso enviar sus manuscritos a Italia: "Son del Perú —dijo-- que corran
la suerte del Perú".
La paz precaria con Chile no aquietó las zozobras
nacionales. Al contrario con ella se iniciaba un largo y difícil periodo de
definiciones fronterizas con todos los vecinos. Raimondi fue designado miembro
de la Comisión Consultiva de Relaciones Exteriores —junto con Ricardo Palma— y
ofreció el concurso invalorable de su saber a la preparación de la defensa de
los derechos territoriales de nuestra Patria.
De su monumental obra escrita fluyen la realidad y la
lección del Perú. Lo que es la naturaleza y lo que el hombre debe realizar.
Entre los precursores de los que han buscado la esencia nacional y un programa
peruano de existencia, Raimondi ocupa un lugar de honor. El proceso del
despertar de nuestra conciencia, después del sacudón del 79, ha sido doloroso y
difícil. Solamente en las últimas décadas hemos hallado fórmulas de
interpretación histórica y social que nos permiten evaluar todos los aportes
que hacen a nuestra Patria y trazar con ellos una doctrina peruanista de vida
colectiva.
El sabio midió toda la dilatada extensión de nuestro
territorio —entonces más dilatado que ahora— y trazó cuidadosamente sus rasgos
en el grandioso mapa mural que hoy podemos admirar. Desde las salitreras del
sur hasta Tabatinga, en la amazónica frontera con el Brasil; desde las cumbres
de las nacientes del Marañón y de volcanes desconocidos, como el Huaynaputina,
hasta las espesuras del Ucayali, las quebradas perdidas de los Andes o los
arenales interminables de la costa. Sus recuerdos transmiten una presencia
poderosa de la magnitud física y natural del Perú y de sus caudalosas riquezas.
Pero, al mismo tiempo, el estado social y político de la época que describe no
puede ser más lamentable. La acción del Estado es prácticamente nula; no hay
vías de comunicación, ni protección policial, ni planes de industria, ni
aprovechamiento racional de los recursos. Sin embargo, el sabio no deja de
anotar todos los signos positivos de vida laboriosa y progresista. Describe las
pequeñas industrias, los cultivos, las diversas técnicas, las artes, el esfuerzo
individual —como el del señor Monteblanco de Chancha mayo—, las posibilidades inmediatas,
que de haber sido atendidas —como en el caso del caucho— habrían dado al Perú
una riqueza actual incalculable. La primera lección del naturalista Raimondi es
un inventario de nuestros recursos; un llamado de atención hacia aquello que
somos físicamente, aquello con lo que contamos; nuestro patrimonio. Lección
necesaria y urgente, entonces como ahora, en un país en el que se hizo
costumbre el hábito virreinal de la riqueza monetaria y de aquella que se traduce
exclusivamente como caudal exportable. Para Raimondi la riqueza verdadera es la
que deben movilizar los peruanos en primer lugar para ellos mismos, para elevar
su nivel de existencia, olvidándose del maleficio de una economía concebida en
términos de coloniaje y de capitalismo foráneo.
El Perú que nos presenta es una unidad
transitoriamente desarticulada. Indirectamente apreciamos que los personajes
geográficos y los tipos humanos sostienen una personalidad característica,
sellada por la naturaleza y por la historia como peruana. Raimondi quiso
recoger esa unidad despedazada y lo hizo atando todos los cabos de la patria
con sus propios viajes y reuniéndolos, en totalidad racional, dentro de las
páginas de su libro múltiple, El Perú. En este sentido es un testimonio
particularmente valioso el que nos ofrece sobre la vida en la región amazónica,
que ignorantemente se osó disputarnos, en la que la obra de los colonos
peruanos despierta a la selva con los primeros signos de la civilización
moderna, levanta ciudades, tiende sobre los ríos la navegación a vapor y lleva
hasta la obscuridad del mundo primitivo las luces de la conciencia y de la
emoción nacional.
Raimondi representa la voluntad de rescatar al Perú de
la enajenación económica y de devolverle la conciencia de su unidad. Unidad
física pero, también y sobre todo, unidad de destino. Por eso debe ser
considerado uno de los forjadores de nuestra nacionalidad y por eso, también,
pudo decir Raúl Porras Barrenechea que él representa en la geografía, como
Palma en la Literatura y Garcilaso en la historia, una de las grandes
coordenadas de la cultura nacional.
Así como observa Raimondi que se ha producido una
desintegración del cuerpo físico, también es sensible a la notoria ruptura en
la tradición histórica que la República decimonónica no llegó a advertir. Como
buen buscador del Perú el sabio quiso rescatar junto con las riquezas
naturales, el alma del pasado, que es la única que puede vertebrarnos como un
cuerpo social. Por eso su cuidadoso interés en anotar y copiar sobre el papel
los monumentos arqueológicos y los vestigios artísticos de la época
prehispánica. Sin ser un especialista, logra hallazgos felicísimos, como el más
famoso, el de la estela pétrea de Chavín que hoy lleva su nombre. Lugares menos
célebres, como Huánuco Viejo, Huanta y Tantamayo, son minuciosamente descritos.
La obra de los antiguos peruanos, que él como hombre de ciencia estaba en
aptitud de apreciar, despierta su admiración entusiasta. En algunos casos, como
ante la fortaleza de Paramonga o ante las moles de Ollantaytambo, las compara
ventajosamente con las construcciones medievales europeas. Intrigado por los
restos antiguos, el sabio permite evasiones a su imaginación y formula algunas
conjeturas sobre el destino y significado de los edificios. Atribuye al
"dios del mal" el santuario de Chavín, y objeta las versiones
populares sobre los métodos de trabajar la piedra que tenían los incas. Observa
atentamente los canales subterráneos de Nazca y cavila sobre las
"quilcas" o petroglifos de Tambo.
Dolido por la ignorancia o el despilfarro de las
riquezas materiales se limita a comprobar y a sugerir soluciones. Pero la
incuria frente a la irreparable destrucción de los monumentos prehispánicos le
hace perder la paciencia. Aquí aparecen, entonces, las raras frases iracundas,
contra los conquistadores españoles, "pelotón de vándalos" y contra
la desidia de los propios peruanos que desmantelan ras ruinas para construir viviendas.
Sus descripciones arqueológicas están inspiradas no sólo en un interés o
curiosidad científica sino en el más alto empeño de preservarlas de la total
destrucción y de atraer hacia ellas la atención de los estudiosos y la
protección de las autoridades.
El etnólogo y el folklorista encontrarán en estas
páginas de Raimondi un material interesantísimo. Es particularmente valiosa la
pintura que traza de las costumbres de los indígenas del Ucayali. Revela ante
ellos una sincera admiración por sus dotes artísticas y su sabia adecuación al
ambiente. En cambio no oculta un ánimo burlón hacia el espíritu de algunos
provincianos que han abandonado las antiguas tradiciones éticas de su raza a
expensas de formas puramente decorativas y básicas de la cultura occidental. Su
prosa, habitualmente llana, se matiza y colorea al contarnos la "Fiesta en
Tomas", las "jaranas" de los chavinenses, y la manía de los
coronguinos de trabajar en Lima como heladeros y mozos de café para regresar a
su pueblo con una buena capa y derrochar las economías en sonadas borracheras.
Raimondi es parco en narrar sus penurias de viajero;
sin embargo basta lo que cuenta para compartir sus largos viajes en mula, en
lugares como la pampa de "matacaballos" cerca de Pativilca, o para
que nos sintamos junto a él vadeando ríos o hundidos en inestables canoas. El
hombre de aventura no desmerece, en tales casos, la talla del científico.
Salpicadas con la emoción de las peripecias personales sus crónicas viajeras,
tan instructivas y fecundas, se hacen aún más sugestivas. El lente objetivo y
veraz de su pluma nos ha transmitido un retrato fiel del Perú de ayer y de siempre.
Casi sin quererlo, desbordan los renglones el sentimiento del paisaje y la
ternura del hombre que amó entrañablemente el suelo que nos sustenta.
Fuente: Antonio Raimondi,
Libro viajes por el Perú 13 de julio de 1966. Jorge Guillermo Llosa.