Por Aurelio Miroquesada S.
El favor de Dios era también indicio de "lo mucho
que había de ser servido y glorificado su santo nombre en esta cristianísima
ciudad" —escribe el mismo ilustre jesuita—. Y en efecto, desde el primer
siglo de vida de Lima brotaron místicas flores de santidad, que hicieron
alternar su fino aroma con el perfume intenso de los jardines y las huertas. A
la austeridad de los conventos se añadieron así estas galas valiosas y divinas,
que hicieron que la ciudad no fuera sólo centro de Virreinato y capital
religiosa y política, sino que se convirtiera en un retablo donde lucieran sus
virtudes Santos criollos o españoles, pero de carne y hueso.
De España llegó Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo,
segundo Arzobispo de Lima, organizador y misionero, pródigo de limosnas y
"celosísimo del bien espiritual de sus ovejas". De España vino también
San Francisco Solano, evangelizador andariego y vibrante, que ha dejado tantas
huellas ilustres en Lima, como las marcó en otras partes de América. Pera
además en Lima surgieron temperamentos suaves, consagrados al culto de Dios y a
la ternura, que, como un eco de los Reyes Magos que bautizaron el destino de
Lima, supieron también unir en un mismo anhelo las tres razas: la criolla
Isabel Flores y Oliva, Santa Rosa de Lima; el mulato Fray Martín de Porres; y
el indígena nacido en Chiclayo, pero avecindado en Lima, Nicolás de Dios
Ayllón.
De tales figuras religiosas, la más depurada y más
poética es la de la delicada Santa Rosa. Lírica voz de santidad, numen propicio
y permanente de la ciudad que la vio nacer y que la contempló ascender a la
gloria, la leyenda nos cuenta que un día hizo llover rosas sobre Lima y otro
día detuvo con sus rezos una amenazadora incursión de los piratas. Por eso los
limeños la miran como un símbolo de gracia, de leve sonrisa y de cariño; y
aunque se sabe que se desgarraba las carnes con cilicios, que se incrustaba
clavos en las sienes y se encerraba en una celda obscura, prefieren imaginarla siempre
fina, derramando ternuras y armonía, y aromando como una rosa auténtica que
—con las palabras de Luis Fernán Cisneros— floreció en el jardín de Lima hace
tres siglos,
y llena de perfume florece todavía...
Santa Rosa no tiene el drama íntimo ni la fuerza
constante de una Santa Teresa de Jesús. No es en realidad, quizá, una mística,
en el sentido de proceso mental, de adiestramiento del alma y la materia para
vencer las clásicas etapas de la purificación, la iluminación y la fusión
intensa y completa con Dios. En ella no hay aliento de vendaval, sino caricia
suave y serena de brisa. Si dialoga con Cristo, no es ante una efigie amoratada
y con llagas sangrantes, sino con Cristo Niño. Sus milagros son así bonancibles:
un día siembra en su huerto plantas de romero, que crecen solas en forma de cruz; unas noches, su rostro
sonriente se ilumina; otra vez alecciona a los mosquitos, que por ella ponen en
paz sus aguijones y zumban santamente en alabanza del Señor.
Por eso también, cuando compone poesías, no alcanza un
fervor de creación ni llega al ambiente ultraterreno de las canciones de San
Juan de la Cruz. Lo que hace es suavizar y endulzar lo sabido. Y así como
vuelve a lo divino una lejana canción amorosa:
(Las doce han dado,
mi Jesús no viene,
¿quién será la dichosa
que lo entretiene?)
En otra ocasión, jugando elegantemente con su nombre,
vierte a su modo una copla andaluza en homenaje del Guadalquivir:
¡Ay, Jesús de mi alma
qué bien pareces
entre "flores" y "rosas"
y "olivas" verdes!
De la misma pureza, y del mismo sentido lírico y
menudo, es el mulato Fray Martín de Porres. Hermano reducido y menor del Poverello,
en él no hay tampoco ímpetus dramáticos, arrestos de novela de aventuras,
pasión intensa y viva como en un libro de caballería a lo divino. En él todo es
suave y apacible; frescura de huerto o de jardín, lírica sombra de garúa
limeña. Sus atributos no son por eso una cruz, un corazón sangrante, o una
iglesia en la mano como los Santos fundadores de órdenes. Al mulato Martín
(Martín se le seguirá diciendo siempre, con deliciosa familiaridad, aunque se
le haya llevado a los altares) sólo se le pinta con tres símbolos leves: con
frascos de remedios, como enfermero; con una escobita, como humilde servidor
del convento; y con un gato, un perro y un ratón, por su prodigio más raro y
más sonado:
perro, pericote y gato.
Amigo de los animales, enfermero y portero del
convento, religioso que barre celdas y que toca campanas, Martín de Porres será
siempre uno de los nombres tutelares de Lima; y en Malambo y en Santo Domingo,
en Limatambo o en la Recoleta, en la iglesia de Nuestra Señora de la Cabeza o
en el Puente, entre los libros de Santo Domingo que por él dejaron de comer los
ratones, o en los olivos del nuevo barrio residencial de San Isidro, que son
retoños de los troncos plantados por él, se le seguirá mirando siempre con su
corazón iluminado; mulato de alma blanca, a quien, como en el verso de Clemente
Althaus, puede decírsele:
En vano, gran Martín, la noche fría
vistió tu rostro con su sombra obscura;
más que la nieve era tu alma pura
y más clara que el Sol de mediodía...
Del libro Lima, Tierra y Mar.
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