Francisco Miró Quesada C., filósofo y
codirector general de El Comercio, recuerda en estas líneas a su amigo José
María Arguedas.
Por: Francisco Miró Quesada C.
Era imposible no estimarlo
y admirarlo desde el momento mismo en que se le conocía. De toda su persona
irradiaba un aura de autenticidad y de calidad humana que suscitaba afecto a
primera vista. Por eso, desde que nos conocimos, apenas terminada la Segunda
Guerra Mundial, surgió entre nosotros una entrañable amistad.
Es difícil decir qué
aspecto de su personalidad era el más interesante. Pero el que más me
impresionó fue su identificación con el Perú autóctono, con los comuneros campesinos
de los Andes, con el idioma quechua. Lo extraordinario de esta identificación
es que, a pesar de ser plena, apasionada, no producía en él ningún rechazo de
la civilización europea. Su identificación con el hombre autóctono no tenía
nada que ver con el indigenismo fanático que rechaza todo lo occidental y,
sobre todo, lo hispánico. Lo que José María Arguedas rechazaba era la actitud
despreciativa y prepotente de algunos peruanos frente al "indio".
Para él, el Perú era una síntesis del Occidente y la civilización andina.
Y la enseñanza principal
de Arguedas era que el problema más grave y de más urgente solución del Perú
era el de la integración. Una integración en el verdadero sentido de la palabra,
es decir, consistente en la unión de dos factores igualmente significativos: la
civilización occidental y la civilización andina. Querer integrar el Perú
pensando que uno de los elementos de la integración es inferior al otro solo
puede producir su desintegración. La realidad quechua es demasiado fuerte,
demasiado profunda para prescindir de ella o para querer anularla.
Como todo maestro
auténtico, José María Arguedas practicaba lo que predicaba. Para lograr el
reconocimiento de la importancia de la cultura autóctona dedicó su vida a estudiarla.
Este conocimiento le
permitió organizar un espectáculo folclórico de indescriptible riqueza. Hacia
fines de 1963, cuando era director de la Casa de la Cultura, presentó en el
Teatro Municipal una visión de conjunto de nuestro folclor andino que abarcaba
desde las manifestaciones del norte, pasando por las del centro, hasta las del
sur. A este espectáculo asistieron el arquitecto Femando Belaunde Terry, en ese
entonces presidente de la República, y la mayor parte de los embajadores de los
países latinoamericanos y europeos.
Recuerdo claramente
que el embajador de un importante país europeo hizo el siguiente comentario:
"Nunca imaginé que el folclor peruano fuera tan rico. Si ustedes crean un
cuerpo folclórico bien organizado y lo llevan a Europa, barrería con todos, no
tendría rival".
José María veía con
amor el proyecto de crear el gran cuerpo del ballet folclórico peruano y, con
toda seguridad, habría logrado realizarlo. Pero, desgraciadamente, la política impidió
la materialización de su sueño. Debido a una serie de ataques, tan absurdos
como injustos, se vio obligado a renunciar a la dirección de la Casa de la Cultura,
y la inmensa posibilidad que él había ofrecido al Perú se desvaneció en el
olvido. Otro de sus proyectos, que pudo ser grandioso, pero que también se
frustró debido a su renuncia, fue la educación musical del pueblo.
Apenas lo nombraron director de la Casa de la
Cultura tuvo la idea de llevar la Orquesta Sinfónica Nacional a los barrios
marginales. Nadie creyó en esta posibilidad pero, a todas las objeciones,
Arguedas respondía: el pueblo peruano es artista, todo lo que sea arte, le
atrae.
El aprendizaje al lado
del maestro no tenía límites. Un día era el folclor, otro día el sentido
musical del pueblo peruano; una vez era el darnos cuenta de las posibilidades
expresivas del quechua, otra vez era conocer el sentimiento de solidaridad que
se produce cuando se baila la ronda al compás del charango. Pero siempre era el
Perú, ese Perú que no ha cuajado porque no hemos sabido aún cómo integrarlo.
Por eso, la obra de José María Arguedas es tan importante, porque en ella
encontramos el camino que puede conducimos hacia la meta.
El Dominical, 3 de diciembre de 1989.
Fragmentos.
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