Por Manuel Sánchez Aliaga.
Es
noche. Desencadena el viento su silbido agudo en los tímpanos transeúntes del
oleaje humano, A lo lejos, en la semioscuridad, se divisa el portón de una
vieja casa que parece estar habitada por murciélagos y vampiros. En frente de
esa casona se levanta un templo moribundo y desde él los cuervos atisban el
paso lento de las horas.
La
puerta se abre; un débil candil alumbra el espacioso zaguán que nos conduce
hasta unos cipreses hábilmente recortados por manos féminas; son las tres de la
mañana. Una figura digitígrada se desliza silenciosa hasta el aposento del
costado. En la penumbra alguien la recibe. Después de un penoso silencio cruje
un lecho; luego, el silencio absoluto.
¿Desde
cuándo esta escena advierten los nocturnos cuervos?
Cuenta
el pueblo, generación tras generación, que una tibia noche, un engreído minino
era acariciado por una hermosa dama a la luz de las sombras. Palabras tan
dulces le decía que, arqueando el lomo, el gatito consentido, amorosamente
hacia mil caricias a la encopetada dama.
Traslúcidas
cortinas lánguidamente se dejan caer el dintel de la puerta que mira al patio y
a través de inquietas auscultan las estrellas las diversas escenas que ambos
personajes paladean en la alcoba. Taciturna se encuentra una mesa de noche y
las flores antes betas, que uno de los rincones, perfumaban el ambiente, dejan morir
sus corolas; y una araña se detiene, cegada ya, sobre das lágrimas de su tela,
transida de dolor.
Por
el portón medio abierto penetran pisadas rosas y resueltas. Sobresaltada, la
dama aleja de sí a su preferido acompañante y ligera, va al sillón más próximo
y se deja caer. La mirada inquieta del felino quiere vislumbrar la fuga pero...,
¡oh destino! , en el umbral se yergue imponente la figura del esposo.
Santer,
ése es su nombre mira alternativamente a Zemir, su esposa, y al intruso; y sus
pupilas reflejan el despecho, la ira y los celos,
¡Cómo
es posible que su querida Zemir dispense más caricias y atenciones a un mísero
animal hipócrita que siempre lleva las zarpas escondidas! En la cúspide de su furor
propina puñetazos y puntapiés al asustado felino y volviendo la cara furibunda,
con desgreñado pelo e intensa palidez en el rostro, descarga su enloquecido
pecho en las carnes voluptuosas de su adorada Zemir.
Momento
tan propicio no pudo desperdiciar el micifuz y a Prisa a toda Prisa, como si
fuese un Personal satánico, desapareció. Saciada su venganza, Santer recoge sus
pasos y abandona el hogar.
Con
guiños asustados las estrellas contemplan los ennegrecidos ojos de Zemir que
acaso sean el trasluz de su culpa, el florero caído, las sillas rotas y
nuevamente las corolas abiertas. El graznido de los cuervos está ahora lejano,
tan lejano como Santer
Y
desde entonces, graznado siempre los noctámbulos testigos de aquella historia,
cuentan al pueblo que noche tras noche en la tétrica y sombría mansión una figura
gatuna se desliza a las 3 de la mañana y se dirige al aposento del costado; una
sombra la recibe en la penumbra. Después de un penoso silencio cruje un lecho;
luego, el silencio absoluto.
De la revista El Labrador, mayo 2004.
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