Por Ciro Alegría.
Allá lejos, en esa
laguna de aguas negras que no tiene caño de entrada ni de salida y está rodeada
de alto bosque, vivía en tiempos viejos una enorme panki. Da miedo tal laguna
sombría y sola, cuya oscuridad apenas refleja los árboles, pero más temor
infundía cuando aquella panki, tan descomunal como otra no se ha visto, aguaitaba
desde allí.
Claro que los
aguarunas enfrentamos debidamente a las boas de agua, llamadas por los blancos
leídos anacondas. Sabemos disparar la lanza y clavarla en media frente. Si hay
que trabarse en lucha, resistiendo la presión de unos anillos que amasan carnes
y huesos, las mordemos como tigres o las cegamos como hombres, hundiéndoles los
dedos en los ojos. Las boas huyen al sentir los dientes en la piel o caer
aterradamente en la sombra. Con cerbatana, les metemos virotes envenenados y
quedan tiesas. El arpón es arma igualmente buena. De muchos modos más, los
aguarunas solemos vencer a las pankis.
Pero en aquella laguna
de aguas negras, misteriosa hasta hoy, apareció una panki que tenía realmente
amedrentando al pueblo aguaruna. Era inmensa y dicen que casi llenaba la
laguna, con medio cuerpo recostado en el fondo legamoso y el resto erguido,
hasta lograr que asomara la cabeza. Sobre el perfil del agua, en la manchada
cabeza gris, los ojos brillaban como dos pedruscos pulidos. Si cerrada, la boca
oval semejaba la concha de una tortuga gigantesca; si abierta, se ahondaba
negreando. Cuando la tal panki resoplaba, oíase el rumor a gran distancia. Al
moverse, agitaba las aguas como un río súbito. Reptando por el bosque, era como
si avanzara una tormenta. Los asustados animales osaban ni moverse y la panki
los engullía a montones. Parecía pez del aire.
Al principio, los
hombres imaginaron defenderse. Los virotes envenenados con curare, las lanzas y
arpones fuertemente arrojados, de nada servían. La piel reluciente de la panki
era también gruesa y los dardos valían como el isango, esa nigua mínima del
bosque, y las lanzas y arpones quedaban como menudas espinas en la abultada bestia.
Ni pensar en lucha cuerpo a cuerpo. La maldita panki era demasiado poderosa y
engullía a los hombres tan fácilmente como a los animales. Así fue que los
aguarunas no podían siquiera pelear. Los solos ojos fijos de panki paralizaban
a una aldea y era aparentemente invencible. Después de sus correrías, tornaba a
la laguna y allí estábase, durante días, sin que nadie osara ir apenas a
columbrarla. Era una amenaza escondida en esa laguna escondida. Todo el bosque
temía el abrazo de la panki.
Habiendo asolado una
ancha porción de selva, debía llegar de seguro a cierta aldea aguaruna donde
vivía un guerrero llamado Yacuma. Este memorable hombre del bosque era tan
fuerte y valiente como astuto. Diestro en el manejo de todas las armas, ni
hombres ni animales lo habían vencido nunca. Siempre lucía la cabeza de un
enemigo, reducida según los ritos, colgando sobre su altivo pecho. El guerrero
Yacuma resolvió ir al encuentro de la serpiente, pero no de simple manera.
Coció una especie de olla, en la que metió la cabeza y parte del cuerpo, y dos
cubos más pequeños en los que introdujo los brazos. La arcilla había sido
mezclada con ceniza de árbol para que adquiriera una dureza mayor. Con una de
las manos sujetaba un cuchillo forrado en cuero. Protegido, disfrazado y armado
así, Yacuma avanzó entre el bosque a orillas de la laguna. Resueltamente entró
al agua mientras, no muy lejos, en la chata cabezota acechante, brillaban los
ojos ávidos de la fiera panki. La serpiente no habría de vacilar. Sea porque le
molestara que alguien llegase a turbar su tranquilidad, porque tuviese ya
hambre o por natural costumbre, estiróse hasta Yacuma y abriendo las fauces, lo
engulló. La protección ideada hizo que, una vez devorado, Yacuma llegara sin
sufrir mayor daño hasta donde palpitaba el corazón de la serpiente. Entonces,
quitóse las ollas de greda y ceniza, desnudó su cuchillo y comenzó a dar recios
tajos al batiente corazón. Era tan grande y sonoro como un maguaré.
Mientras tanto, le panki
se revolvía de dolor, contorsionándose y dando tremendos coletazos. La laguna
parecía un hervor de anillos. Aunque el turbión de sangre y entrañas revueltas
lo tenía casi ahogado, Yacuma acuchilló hasta destrozar el corazón de la sañuda
panki. La serpiente cedió, no sin trabajo porque las pankis mueren lentamente y
más ésa. Sintiéndola ya inerte, Yacuma abrió un boquete por entre las
costillas, salió como una flecha sangrienta y alcanzó la orilla a nado.
No pudo sobrevivir
muchos días. Los líquidos de la boa de agua le rajaron las carnes y acabó
desangrado. Y así fue como murió la más grande y feroz panki y el mejor
guerrero aguaruna también murió, pero después de haberla vencido.
Todo esto ocurrió hace
mucho tiempo, nadie sabe cuánto. Las lunas no son suficientes para medir la
antigüedad de tal historia. Tampoco las crecientes de los ríos ni la memoria de
los viejos que conocieron a otros más viejos.
Cuando algún aguaruna
llega al borde de la laguna sombría, si quiere da voces, tira arpones y observa.
Las prietas aguas siguen quietas. Una panki como la muerta por el guerrero
Yacuma, no ha surgido más.
De leyendas y cuentos peruanos.
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