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lunes, 22 de agosto de 2011

Escenario: ECOLOGÍA DEL ESPÍRITU.



Visiones, purgas, psicoterapias y reconciliación con la naturaleza: descubra el sorprendente universo del ayahuasca.

La zona de la Amazonía es rica en plantas medicinales. No es raro entonces que sea cuna de pueblos llamados "vegetalistas", cuyo sistema de pensamiento gira en torno a un profundo conocimiento de la flora regional. Según algunos etnólogos, estos pueblos se perciben a sí mismos como inmersos en una solidaridad mística con la jungla. El uso ritual y terapéutico de alucinógenos como el ayahuasca es cotidiano. El siguiente es un reportaje que incluye un imprescindible testimonio personal.

Por Oswaldo Chanove.

Cura / cura / cuerpecito, canta el chamán, con los ojos cerrados. Frente a él están los que tienen algún dolor, los que buscan algo. La luz de la luna se cuela al interior de la gran choza y confiere a todos un perfil irreal. El curandero se acerca a un muchacho de pelo irremediablemente erizado y le empapa la coronilla con alcanfor. Su gesto es escrupuloso, como el de un cirujano frente a su quirófano favorito. El coro de grillos satura la noche de la jungla. Un pájaro llamado chicua grita: ¡chicua!, tres veces. En medio de la sombras se enciende, como una luciérnaga, el cigarro del chamán. Este abre la boca y sopla el humo contra la indomable maraña de pelos del muchacho flaco que, devotamente, se mantiene inmóvil.

José Campos, curandero peruano.
En la selva, a los que han estudiado en universidades y llevan mandil blanco les dicen facultados. Allí los chamanes no se llaman chamanes, les dicen médicos. Y ellos curan desde una muñeca retorcida por un enemigo hasta cualquier variedad de la invencible melancolía. Su misión en la vida es curar el daño. El ayahuasca es su maestra. El ayahuasca les enseña todo lo que saben, les enseña a mirar: porque el que mira con profundidad, aprende y sabe cómo estar vivo, cómo alejar a la muerte.

Etnias como la de los yagua, de Loreto, tienen perfectamente clasificadas diversas variedades de alucinógenos que consumen en sus rituales: en primer lugar están los que hacen ver y los que hacen viajar; luego los que enseñan el arte de curar o de hechizar; después los que calientan el cuerpo o los que afinan y embellecen la voz para seducir; siguen los que dan fuerza, los que queman las almas o cicatrizan las heridas y, finalmente, están los que se intercambian con las entidades invisibles. Jacques Mabit, médico francés que desde hace 10 años investiga el ayahuasca como posibilidad terapéutica, afirma que esta pócima ancestral amplifica la actividad cerebral y las percepciones sensoriales y que el sujeto experimenta un ensanchamiento de su conciencia y una amplificación trascendental de su ego.

Los relatos de las visiones provocadas durante la mareación –como denominan al trance producido por la ingesta del brebaje– han despertado en los últimos años una creciente curiosidad. Los que se han atrevido a experimentarla tienden a asumir una actitud respetuosa frente al poder alucinógeno de este bejuco y suelen coincidir en que induce a una visión cósmica de la realidad, a través de la cual el hombre diluye su vieja enemistad con la naturaleza.

Los curanderos, sin embargo, no parecen hacer una distinción entre lo existencial y lo profano, e incluyen entre su clientela a gente que exige la solu­ción de algún misterio, el desenmascaramiento de un ladrón o la simple cauterización de una úlcera duodenal.

Hoja de sangre
Para tomar ayahuasca hay que prepararse limpiando radicalmente las vísceras con yawarpanga. Cuando desgarramos una hoja de yawarpanga vimos fluir un líquido rojo como la sangre. Esta planta produce vómitos. Llegamos temprano y el curandero señaló una esquina en la choza. Nos acomodamos frente a un balde vacío y una jarra azul rebosante de agua del río. El agua era para llenar el estómago; el balde para arrojar todo lo escondido en el estómago. La evacuación es tan exhaustiva que algunos afirman haberse desembarazado por fin de un amargo jarabe consumido mucho tiempo antes. El yawarpanga tiene un sabor inolvidable, de pesadilla. Pero limpia el organismo como el mejor detergente.

Luego de un día de ayuno regresamos a la gran choza y buscamos nuestro lugar en un semicírculo en torno al chamán. No hacía calor, pero tampoco frío. Estábamos un tanto inquietos, temiendo haber llegado a un momento decisivo. Quizá peligroso. El chamán nos miró sin vernos y luego, cuando se apagaron todas las luces y sólo quedó la luna, escuchamos nuestro nombre. El chamán tomó la botella con el cocimiento de ayahuasca y chacruna –planta que hace viable el alcaloide del bejuco– y lo mezcló con el denso humo de los mapachos –cigarros artesanales de tabaco negro, sin alquitrán. La pócima no tiene tan mal sabor como dicen algunos. La bebimos hasta la última gota y regresamos a nuestro puesto a esperar un gran acontecimiento.

No pasó ni media hora cuando empezó todo. Fue algo alarmante. Fue como un sordo impacto en el tórax, cuya onda expansiva avanzó hasta las uñas de los dedos. Escalofríos. Abrimos la boca para respirar mejor. Agitamos la cabeza asustados, atacados por el desasosiego. Se nos ocurrió cobardemente gritar: ¡socorro! Pero, antes de que pudiésemos declararnos en emergencia, de pronto el estruendo se sedimentó y una luz tranquilizadora se apoderó de todo. Como cuando empieza una película. Pero en este caso estábamos den­tro. Dijimos: huele a génesis. Las imágenes eran envolventes, asombrosamente nítidas y llenas de color. Sentimos una noble felicidad, como acaso experimentó el privilegiado espectador del primer día de la Creación. Luego nos entregamos a asuntos más domésticos. Pasamos las páginas del álbum de nuestras vidas. El chamán cantaba los ícaros, unos versos que son como oraciones o reclamos propiciatorios: pinta / pinta / las visiones. Y nosotros veíamos.

Pintura de Pablo Amaringo.
Algo que nos asombró fue nuestra serenidad frente al desfile de sucesos rememorados. Escuchamos voces. Percibimos cercanías y distancias. Y cuando alzamos la vista vimos a los otros y notamos, consternados, que sus cuerpos producían una emanación, y que a través de esa emanación ellos vivían. Esa emanación los definía, los revelaba. El chamán miraba esa emanación sin miedo: identificaba el daño y tomaba medidas. Extraía el mal y, por medio del mariri, una flema mágica, lo envolvía para luego escupirlo. Un trabajo peli­groso. Entonces entendimos que los chamanes son gente especial. Ahí está, por ejemplo, el caso de Pablo Amaringo, pintor de visiones.

Visiones del yagé
Cuando lo visitamos en su casa de Pucallpa, atravesando el fango rojizo del jirón Sánchez Cerro, don Pablo Amaringo (57) nos contó que sus obras eran vistas por 30.000 personas cada semana en el American Visionary Art Museum de Baltimore, Maryland, EE.UU. Nacido en Puerto Libertad, una chacra cerca del caserío de Tamanco, a orillas del río Ucayali, uno de los principales afluentes del Amazonas, Amaringo ha visitado Estados Unidos y Europa físicamente, y Egipto y la India en diversas mareaciones. En todos esos lugares, según cuenta, se le concedió el trato deferente que se reserva a los maestros.

Pablo Amaringo
Pablo Amaringo no se inició en la pintura por razones estrictamente mágicas. Cuenta que siendo casi un adolescente tenía que compartir con sus numerosos hermanos una sopa poco sustanciosa. Eso le quitaba la alegría. Notó, sin embargo, que la cantidad y calidad de los almuerzos variaba de acuerdo a los diferentes dibujos que estaban impresos en el papel moneda. Le maravilló que una simple figura pudiese ser tan trascendente. Fue entonces cuando decidió intervenir en su destino.

Tomó un billete de cinco soles y, luego de un meticuloso trabajo con tinta china que le tomó varios días, se lo entregó a su madre sin decirle nada. Ella compró alimentos por valor de diez soles. Fue algo deslumbrante. Por desgracia, cuando repitió la operación con un billete más grande, terminó recibiendo una visita poco amable de la Guardia Civil que, por suerte, no tuvo demasiadas consecuencias, pues los agentes de la ley comprobaron que el talentoso dibu­jante estaba inocentemente convencido de que cambiar la sustancia de las cosas era algo justo y saludable. Sin embargo, lo obligaron a que se le grabase en la mente que pintar imágenes a veces convoca a demonios.

Aún tendría que pasar algún tiempo para que el joven Amaringo estuviese en condiciones de entablar un sereno contacto con el lado mágico de este mundo. Su vida se hizo sencilla y regular gracias a un trabajo en la capitanía de puerto; de seguro se hubiese establecido tranquilamente a no ser porque un día empezó a dolerle el corazón. Eran punzadas que le hacían cerrar los ojos. Alguien le recomendó a una curandera que vivía en una cabaña cerca del río y con ella empezó a tomar ayahuasca. Amaringo relata que por alguna razón los espíri­tus de aquella vieja empezaron a quererlo más a él; hasta que una noche cualquiera se quedaron ahí, dentro de su pecho. Empezó a ver lo que los demás no veían.

Tuve que perderme siete meses en el monte, sin mujeres, sin comer manteca, sin nadie, sólo purgando. Pero ¡atención!, yo he sido curandero, nunca brujo ni hechicero.
El brujo hace daño. El hechicero es un asesino.

Y durante 10 años cada noche bebió un trago de ayahuasca para ver y aprender. Los espíritus son una materia hiperquímica que penetra nuestras células y nos produce la mareación.

-¿Pero cómo es una mareación?

-La marcación viene en ondas. Pesa la mareación. Uno puede percibir con los oídos cómo la mareación viene sonando como una tempestad ¡Fuerte! En cada una de esas ondas, como anillos, vienen seres de todo reinado. No se sabe cuántos millones hay. Unos en forma de animales, de gente de diferentes colores, otros sin ojos, con la cabeza invertida, con muchas piernas, o en forma de plantas. La repercusión rítmica del universo es provocada por el ultrasonido de los espíritus.

Pablo Amaringo habla sin pestañear. Parece un viejo profesor que se pasea junto al garabateado pizarrín. Es de baja estatura y, como todos los quechuas, proyecta una edad incierta. Sus zapatos son del tipo casual shoes y, pese al calor, él no suda. En 1990 la Organización de las Naciones Unidas le concedió la distinción Global 500, por la contribución de su arte en la preservación de las tradiciones y culturas indígenas del planeta.

A partir de 1985 empezó a pintar sus visiones por sugerencia de Luis Eduardo Luna, un investigador colombiano que más tarde le dedicó un exhaustivo estudio suntuosamente editado en Estados Unidos. Se ha publicado mucho sobre su trabajo. En un reciente artículo un crítico limeño de arte, Luis Lama, afirma que la obra de Amaringo ha dado origen a un movimiento sin precedentes en la plástica peruana, (ya que) sus cuadros y los de sus discípulos seducen por su aliento incontaminado como el mundo que reproducen. En Europa, el suizo Jeremy Narby ha escrito un volumen titulado LE SERPENT COS MIQUE, donde afirma que en la iconografía de Pablo Amaringo hay elementos que claramente prefiguran el ADN. No obstante, hace muchos años que el maestro se mantiene alejado del alcanfor, de la timolina, del perfume Tabú y del humo de los mapachos, aderezos imprescindibles en la ceremonia del ayahuasca.

— ¿Por qué se retiró, por qué dejó de ser curandero?

—Tuve que devolverle los espíritus a aquella mujer. Me quería matar. Le devolví todo porque ella pensaba que yo se los había robado.

— ¿Y ahora qué hace?

—Dirijo la escuela de arte Usko Ayar. Además me voy a casar.

Su novia se llama Ginger Limbert y es blanca y anglosajona. Vive en Miami. Pablo Amaringo nos mira intentando adivinar nuestros pensamientos, como en los viejos tiempos, y sonríe.

Nos despedimos. Antes de traspasar el umbral de la puerta, le dirigimos una última mirada: está sentado en un sillón, inmóvil, sereno, mirándose las palmas de las manos. Recordamos una frase que nos dijo: Yo he tratado con ángeles.

De la revista Perú Mágico, El dorado.



Oswaldo Chanove, poeta peruano cuyo tercer libro se titula EL JINETE PÁLIDO (1994), publicará un nuevo poemario que editará este verano, en el cual incluye algunas versiones literarias sobre sus investigaciones y experiencias con el ayahuasca y el sampedro.

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