Visiones, purgas, psicoterapias y
reconciliación con la naturaleza: descubra el sorprendente universo del
ayahuasca.
La zona de la Amazonía es rica en plantas
medicinales. No es raro entonces que sea cuna de pueblos llamados
"vegetalistas", cuyo sistema de pensamiento gira en torno a un
profundo conocimiento de la flora regional. Según algunos etnólogos, estos
pueblos se perciben a sí mismos como inmersos en una solidaridad mística con la
jungla. El uso ritual y terapéutico de alucinógenos como el ayahuasca es
cotidiano. El siguiente es un reportaje que incluye un imprescindible testimonio
personal.
Por Oswaldo Chanove.
Cura / cura / cuerpecito, canta el chamán, con los ojos cerrados.
Frente a él están los que tienen algún dolor, los que buscan algo. La luz de la
luna se cuela al interior de la gran choza y confiere a todos un perfil irreal.
El curandero se acerca a un muchacho de pelo irremediablemente erizado y le
empapa la coronilla con alcanfor. Su gesto es escrupuloso, como el de un
cirujano frente a su quirófano favorito. El coro de grillos satura la noche de
la jungla. Un pájaro llamado chicua
grita: ¡chicua!, tres veces. En medio
de la sombras se enciende, como una luciérnaga, el cigarro del chamán. Este
abre la boca y sopla el humo contra la indomable maraña de pelos del muchacho
flaco que, devotamente, se mantiene inmóvil.
José Campos, curandero peruano. |
En la selva, a los que
han estudiado en universidades y llevan mandil blanco les dicen facultados. Allí los chamanes no se
llaman chamanes, les dicen médicos. Y ellos curan desde una muñeca retorcida
por un enemigo hasta cualquier variedad de la invencible melancolía. Su misión
en la vida es curar el daño. El
ayahuasca es su maestra. El ayahuasca
les enseña todo lo que saben, les enseña a mirar: porque el que mira con
profundidad, aprende y sabe cómo estar vivo, cómo alejar a la muerte.
Etnias como la de los
yagua, de Loreto, tienen perfectamente clasificadas diversas variedades de
alucinógenos que consumen en sus rituales: en primer lugar están los que hacen ver y los que hacen viajar; luego los que enseñan
el arte de curar o de hechizar; después los que calientan el cuerpo o los que afinan
y embellecen la voz para seducir; siguen los que dan fuerza, los que queman
las almas o cicatrizan las heridas y,
finalmente, están los que se intercambian
con las entidades invisibles. Jacques Mabit, médico francés que desde hace 10
años investiga el ayahuasca como posibilidad terapéutica, afirma que esta
pócima ancestral amplifica la actividad cerebral y las percepciones sensoriales
y que el sujeto experimenta un ensanchamiento de su conciencia y una amplificación
trascendental de su ego.
Los relatos de las
visiones provocadas durante la mareación
–como denominan al trance producido por la ingesta del brebaje– han despertado
en los últimos años una creciente curiosidad. Los que se han atrevido a
experimentarla tienden a asumir una actitud respetuosa frente al poder
alucinógeno de este bejuco y suelen coincidir en que induce a una visión cósmica de la realidad, a través
de la cual el hombre diluye su vieja enemistad con la naturaleza.
Los curanderos, sin
embargo, no parecen hacer una distinción entre lo existencial y lo profano, e
incluyen entre su clientela a gente que exige la solución de algún misterio,
el desenmascaramiento de un ladrón o la simple cauterización de una úlcera
duodenal.
Hoja de sangre
Para tomar ayahuasca
hay que prepararse limpiando radicalmente las vísceras con yawarpanga. Cuando desgarramos una hoja de yawarpanga vimos fluir
un líquido rojo como la sangre. Esta planta produce vómitos. Llegamos temprano
y el curandero señaló una esquina en la choza. Nos acomodamos frente a un balde
vacío y una jarra azul rebosante de agua del río. El agua era para llenar el
estómago; el balde para arrojar todo lo escondido en el estómago. La evacuación
es tan exhaustiva que algunos afirman haberse desembarazado por fin de un
amargo jarabe consumido mucho tiempo antes. El yawarpanga tiene un sabor inolvidable, de pesadilla. Pero limpia el
organismo como el mejor detergente.
Luego de un día de
ayuno regresamos a la gran choza y buscamos nuestro lugar en un semicírculo en
torno al chamán. No hacía calor, pero tampoco frío. Estábamos un tanto
inquietos, temiendo haber llegado a un momento decisivo. Quizá peligroso. El
chamán nos miró sin vernos y luego, cuando se apagaron todas las luces y sólo
quedó la luna, escuchamos nuestro nombre. El chamán tomó la botella con el
cocimiento de ayahuasca y chacruna
–planta que hace viable el alcaloide del bejuco– y lo mezcló con el denso humo
de los mapachos –cigarros artesanales
de tabaco negro, sin alquitrán. La pócima no tiene tan mal sabor como dicen
algunos. La bebimos hasta la última gota y regresamos a nuestro puesto a
esperar un gran acontecimiento.
No pasó ni media hora
cuando empezó todo. Fue algo alarmante. Fue como un sordo impacto en el tórax,
cuya onda expansiva avanzó hasta las uñas de los dedos. Escalofríos. Abrimos la
boca para respirar mejor. Agitamos la cabeza asustados, atacados por el
desasosiego. Se nos ocurrió cobardemente gritar: ¡socorro! Pero, antes de que pudiésemos declararnos en emergencia,
de pronto el estruendo se sedimentó y una luz tranquilizadora se apoderó de
todo. Como cuando empieza una película. Pero en este caso estábamos dentro.
Dijimos: huele a génesis. Las imágenes eran envolventes, asombrosamente nítidas
y llenas de color. Sentimos una noble felicidad, como acaso experimentó el
privilegiado espectador del primer día de la Creación. Luego nos entregamos a
asuntos más domésticos. Pasamos las páginas del álbum de nuestras vidas. El
chamán cantaba los ícaros, unos versos que son como oraciones o reclamos
propiciatorios: pinta / pinta / las
visiones. Y nosotros veíamos.
Pintura de Pablo Amaringo. |
Algo que nos asombró
fue nuestra serenidad frente al desfile de sucesos rememorados. Escuchamos
voces. Percibimos cercanías y distancias. Y cuando alzamos la vista vimos a los
otros y notamos, consternados, que sus cuerpos producían una emanación, y que a
través de esa emanación ellos vivían. Esa emanación los definía, los revelaba.
El chamán miraba esa emanación sin miedo: identificaba el daño y tomaba medidas.
Extraía el mal y, por medio del mariri,
una flema mágica, lo envolvía para luego escupirlo. Un trabajo peligroso.
Entonces entendimos que los chamanes son gente especial. Ahí está, por ejemplo,
el caso de Pablo Amaringo, pintor de visiones.
Visiones del yagé
Cuando lo visitamos en
su casa de Pucallpa, atravesando el fango rojizo del jirón Sánchez Cerro, don
Pablo Amaringo (57) nos contó que sus obras eran vistas por 30.000 personas
cada semana en el American Visionary Art Museum de Baltimore, Maryland, EE.UU.
Nacido en Puerto Libertad, una chacra
cerca del caserío de Tamanco, a orillas del río Ucayali, uno de los principales
afluentes del Amazonas, Amaringo ha visitado Estados Unidos y Europa
físicamente, y Egipto y la India en diversas mareaciones. En todos esos lugares, según cuenta, se le concedió el
trato deferente que se reserva a los maestros.
Pablo Amaringo |
Pablo Amaringo no se
inició en la pintura por razones estrictamente mágicas. Cuenta que siendo casi
un adolescente tenía que compartir con sus numerosos hermanos una sopa poco
sustanciosa. Eso le quitaba la alegría. Notó, sin embargo, que la cantidad y
calidad de los almuerzos variaba de acuerdo a los diferentes dibujos que
estaban impresos en el papel moneda. Le maravilló que una simple figura pudiese
ser tan trascendente. Fue entonces cuando decidió intervenir en su destino.
Tomó un billete de
cinco soles y, luego de un meticuloso trabajo con tinta china que le tomó
varios días, se lo entregó a su madre sin decirle nada. Ella compró alimentos
por valor de diez soles. Fue algo deslumbrante. Por desgracia, cuando repitió
la operación con un billete más grande, terminó recibiendo una visita poco
amable de la Guardia Civil que, por suerte, no tuvo demasiadas consecuencias,
pues los agentes de la ley comprobaron que el talentoso dibujante estaba
inocentemente convencido de que cambiar la sustancia de las cosas era algo
justo y saludable. Sin embargo, lo obligaron a que se le grabase en la mente
que pintar imágenes a veces convoca a demonios.
Aún tendría que pasar
algún tiempo para que el joven Amaringo estuviese en condiciones de entablar un
sereno contacto con el lado mágico de este mundo. Su vida se hizo sencilla y
regular gracias a un trabajo en la capitanía de puerto; de seguro se hubiese
establecido tranquilamente a no ser porque un día empezó a dolerle el corazón.
Eran punzadas que le hacían cerrar los ojos. Alguien le recomendó a una
curandera que vivía en una cabaña cerca del río y con ella empezó a tomar
ayahuasca. Amaringo relata que por alguna razón los espíritus de aquella vieja
empezaron a quererlo más a él; hasta que una noche cualquiera se quedaron ahí,
dentro de su pecho. Empezó a ver lo que los demás no veían.
Tuve que perderme siete meses en el monte, sin
mujeres, sin comer manteca, sin nadie, sólo purgando. Pero ¡atención!, yo he
sido curandero, nunca brujo ni hechicero.
El brujo hace daño. El
hechicero es un asesino.
Y durante 10 años cada
noche bebió un trago de ayahuasca para ver y aprender. Los espíritus son una materia hiperquímica que penetra nuestras células
y nos produce la mareación.
-¿Pero cómo es una mareación?
-La marcación viene en ondas. Pesa la mareación.
Uno puede percibir con los oídos cómo la mareación viene sonando como una
tempestad ¡Fuerte! En cada una de esas ondas, como anillos, vienen seres de
todo reinado. No se sabe cuántos millones hay. Unos en forma de animales, de
gente de diferentes colores, otros sin ojos, con la cabeza invertida, con
muchas piernas, o en forma de plantas. La repercusión rítmica del universo es
provocada por el ultrasonido de los espíritus.
Pablo Amaringo habla
sin pestañear. Parece un viejo profesor que se pasea junto al garabateado
pizarrín. Es de baja estatura y, como todos los quechuas, proyecta una edad
incierta. Sus zapatos son del tipo casual
shoes y, pese al calor, él no suda. En 1990 la Organización de las Naciones
Unidas le concedió la distinción Global 500, por la contribución de su arte en
la preservación de las tradiciones y culturas indígenas del planeta.
A partir de 1985
empezó a pintar sus visiones por sugerencia de Luis Eduardo Luna, un
investigador colombiano que más tarde le dedicó un exhaustivo estudio
suntuosamente editado en Estados Unidos. Se ha publicado mucho sobre su
trabajo. En un reciente artículo un crítico limeño de arte, Luis Lama, afirma
que la obra de Amaringo ha dado origen a un
movimiento sin precedentes en la plástica peruana, (ya que) sus cuadros y los
de sus discípulos seducen por su aliento incontaminado como el mundo que
reproducen. En Europa, el suizo Jeremy Narby ha escrito un volumen titulado
LE SERPENT COS MIQUE, donde afirma que en la iconografía de Pablo Amaringo hay
elementos que claramente prefiguran el ADN. No obstante, hace muchos años que
el maestro se mantiene alejado del alcanfor, de la timolina, del perfume Tabú y
del humo de los mapachos, aderezos imprescindibles en la ceremonia del
ayahuasca.
— ¿Por qué se retiró,
por qué dejó de ser curandero?
—Tuve que devolverle los espíritus a aquella
mujer. Me quería matar. Le devolví todo porque ella pensaba que yo se los había
robado.
— ¿Y ahora qué hace?
—Dirijo la escuela de arte Usko Ayar. Además me
voy a casar.
Su novia se llama
Ginger Limbert y es blanca y anglosajona. Vive en Miami. Pablo Amaringo nos
mira intentando adivinar nuestros pensamientos, como en los viejos tiempos, y
sonríe.
Nos despedimos. Antes
de traspasar el umbral de la puerta, le dirigimos una última mirada: está
sentado en un sillón, inmóvil, sereno, mirándose las palmas de las manos.
Recordamos una frase que nos dijo: Yo he tratado con ángeles.
De la revista Perú Mágico, El dorado.
Oswaldo Chanove,
poeta peruano cuyo tercer libro se titula EL JINETE PÁLIDO (1994), publicará un
nuevo poemario que editará este verano, en el cual incluye algunas versiones
literarias sobre sus investigaciones y experiencias con el ayahuasca y el
sampedro.
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