Por Enrique López Albujar.
Me había dado a la
coca. No sé si al peor o al mejor de los vicios. Ni sé tampoco si por atavismo
o curiosidad, o por esa condición fatal de nuestra naturaleza de tener siempre
algo de qué solerse o avergonzarse. Y, mirándolo bien, un vicio, inútil para mí;
vicio de idiota, de rumiante, en que la boca del chacchador acaba por semejarse a la espumosa y buzónica del sapo, y
en que el hombre parece recobar su
ancestral parentesco con la bestia.
Durante el día la
labor del papel sellado me absorbía por completo la voluntad. Todo eran
decretos, autos y sentencias. Vivía sumergido en un mar de considerandos
legales; filtrando el espíritu de la ley en la retorta del pensamiento; dándole
pellizcos, con escrupulosidad de asceta, a los resobados y elásticos artículos
de los códigos, para tapar con ellos el hueco de una débil razón; acallando la
voz de los hondos y humanos sentimientos; poniendo debajo de la letra
inexorable de la ley todo el humano espíritu de justicia de que me sentía
capaz, aunque temeroso del dogal disciplinario, y secando, por otra parte, la
fuente de mis inspiraciones con la esponja de la rutina judicial.
Bajo el peso de este
fardo de responsabilidades, el vicio, como murciélago, sólo se desprendía de
las grietas de mi voluntad y echábase a volar a la hora del crepúsculo. Era
entonces cuando a la esclavitud razonable sucedía la esclavitud envilecedora.
Comenzaba por sentir sed de algo, una sed ficticia, angustiosa. Daba veinte
vueltas por las habitaciones, sin objeto, como las que da el perro antes de
acostarse. Tomaba un periódico y lo dejaba inmediatamente. Me levantaba y me
sentaba enseguida. Y el reloj, con su palpitar isócrono, parecía decirme: chac…
chac… chac… chac… chac... chac... chac… Y la boca comenzaba a hacérseme agua.
Un día intenté rebelarme.
¿Para qué es uno hombre sino para rebelarse? "Hoy no habrá coca — me
dije—. Basta ya de esta porquería que me corrompe el aliento y deja en mi alma
pasividades de indio"! Y poniéndome el sombrero salí y me eché a andar por
esas lóbregas calles como un noctámbulo.
Pero el vicio que en
las cosas del hombre sabe más que el hombre, al verme salir, hipócrita,
socarrón, sonrió de esa fuga. ¿Y qué creen ustedes que hizo? Pues no me cerró
el paso; no me imploró el auxilio del deseo para que viniese a ayudarle a
convencerme de la necesidad de no romper con la ley respetable del hábito; no
me despertó el recuerdo de las sensaciones experimentadas al lento chacchar de
una cosa fresca y jugosa; ni siquiera me agitó el señuelo de una catipa evocadora del porvenir, en las
que tantas veces había pensado. "Anda, pareció decirme; anda, que ya
volverás más sometido que nunca". Y comencé a andar, desorientado,
rozándome indiferente con los hombres y las cosas, devorando cuadras y cuadras,
saltando acequias, desafiando el furioso tartamudeo de los perros, lleno de
rabia sorda contra mí mismo y procurando edificar, sobre la base de una
rebeldía, el baluarte de una resolución inquebrantable.
Y cuando más libre
parecía sentirme de la horrible sugestión, una fuerza venida de no sé donde,
imperiosa, irresistible, me hizo volver sobre mis pasos, al mismo tiempo que
una voz tenue, musitante, comenzó a vaciar sobre la fragua de mis protestas un
charro inagotable de razonamientos, interrogándose y respondiéndoselo todo.
— ¿Has caminado mucho?
¿Te sientes fatigado? ¿Sí? No hay nada como una chaccha para la fatiga; nada.
La coca hace recobrar las fuerzas exhaustas, devuelve en un instante lo que el
trabajo se ha robado en un día. Di la verdad, ¿no quieres hacer una chacchita, una ligera chacchita? Parece que mi pregunta no te
ha disgustado. Pero para eso es indispensable sentarse, y en la calle esto no
sería posible. El cargo y el traje te lo impiden. Si estuvieras de poncho...
¿Qué? ¿No quieres volver a tu casa todavía? ¡Una tontería! Porque para lo que
hay que ver a estas horas y en estas calles... Y luego que lo que hay que ver
lo tienes ya visto, y lo que no has visto es porque no lo debes ver. Vamos,
cede un poco. La intransigencia es una camisa que debe mudarse lo menos dos veces
por semana, para evitar el riesgo de que huela mal. No hay cosa que haga
fracasar más en la vida que la intransigencia. Y si no, fíjate en todos
nuestros grandes políticos triunfadores. Cuando han ido por el riel de la
intransigencia, descarrilamiento han ido por Cuando han ido por la carretera de
las condescendencias y de las claudicaciones, han llegado. Y en la vida lo
primero es llegar. No te empecines, regrésate. A no ser que prefieras una
chaccha sobre andando. Porque lo que es coca no te ha de faltar. Busca, busca.
¿Estás buscando en el bolsillo de la izquierda? En ése no; en el de la derecha.
¿Ves? Son dos hojitas que escaparon de la chaccha devoradora de anoche. Dos,
nada más que dos. ¿Cómo? ¿Vas a botarlas? ¡Qué crimen! Un rasgo de soberbia, de
cobardía, que no sienta bien en un hombre tan fuerte como tú. ¿Tanto le temes a
ese par de hojitas que tienes en la mano? ¡Ni que fueras fumador de opio!
Mira, el opio es
fiebre, delirio, ictericia, envilecimiento. El opio tiene la voracidad del
vampiro y la malignidad de la tarántula. Carne que cae entre sus garras la aprieta,
la tortura, la succiona, la estruja, la exprime, diseca, la aniquila... Es un
alquimista falaz que, envuelto en la púrpura de su prestigio oriental, va por
el mundo escanciando en la imaginación de los tristes, de los adoloridos, de
los derrotados, de los descontentos, de los insaciables, de los neuróticos, un
poco de felicidad por gotas. Pero felicidad de ilusión, de ensueño, de nube que
pasa dejando sobre la placa sensible del goce fugaz el negativo del dolor.
La coca no es así. Tú
lo sabes. La coca no es opio, no es tabaco, no es café, no es éter, no es
morfina, no es hachish, no es vino, no es licor... Y, sin embargo, es todo eso
junto. Estimula, abstrae, alegra, entristece, embriaga, ilusiona, alucina, impasibiliza...
Pero, sobre todos aquellos cortesanos del vicio, tiene la sinceridad de no disfrazarse,
tiene la virtud de su fortaleza y la gloria de no ser vicio. ¿Que sí lo es?
Bueno, quiero que lo sea. Pero será en todo caso un vicio nacional, un vicio
del que deberías enorgullecerte. ¿No eres peruano? Hay que ser patriota hasta
en el vicio. No sólo las virtudes salvan a los pueblos sino también los vicios.
Por eso todos los grandes pueblos tienen su vicio. Los ingleses tienen el suyo:
el whisky. Una estupidez destilada de un tubérculo. ¿Y los franceses? También
tienen su vicio. Fíjate: el ajenjo, que en la paz le ha hecho a Francia más
estragos que Napoleón en la guerra. ¿Y los rusos? Tienen el vodka; y los
japoneses tienen saké; y los mejicanos el pulque. Y los yanquis ginjoismo, que
también es un vicio. Hasta los alemanes no escapan a esta ley universal. Son
tan viciosos como los ingleses y los franceses juntos. ¿Qué sería de Alemania
sin la cerveza? Pregúntale a la cebada y al lúpulo y ellos te contarán la
historia de Alemania. La cerveza es la madre de sus teorías enrevesadas y
acres, como arenque ahumado, y de su militarismo férreo, militarismo frío,
rudo, mastodóntico, geófago que ve la gloria a través de las usinas y de los
cascos guerreros. Si. Según lo que se come y lo que se bebe es lo que se hace y
lo que se piensa. El pensamiento es hijo del estómago. Por eso nuestro indio es
lento, impasible, impenetrable, triste, huraño, fatalista, desconfiado sórdido,
implacable, vengativo y cruel. ¿Cruel he dicho? Sí; cruel sobre todo. Y la
crueldad es una fruición, una sed de goce, una reminiscencia trágica de la
selva. Y muchas de esas cualidades se las debe a la coca. La coca es superior
al trigo, a la cebada, a la papa, a la avena, a la uva, a la carne... Todas
estas cosas, desde que el mundo existe, viven engañando el hambre del hombre.
¿Qué cosa es un pan, o un tasajo, o un bock de cerveza, o una copa de vino ante
un hombre triste, ante una boca hambrienta? La bebida engendra tristezas
pensativas de elefante o alegrías ruidosas de mono. Y el pan no es más que el
símbolo de la esclavitud. Un puñado de coca es más que todo eso. Es la
simplicidad del goce al alcance de la mano; una simplicidad sin manipulación,
ni adulteraciones, ni fraudes. En la ciudad el vino deja de ser vino y el pan
deja de ser pan. Y para que el pobre consiga comer realmente pan y beber
realmente vino, es necesario que primero sacrifique en la capilla siniestra de
la fábrica un poco de alegría, de inteligencia, de sudor, de músculo, de
salud... La coca no exige estos sacrificios. La coca da y no quita. ¿Te ríes?
Ya sé por qué. Porque has oído decir a nuestros sabios de biblioteca que la
coca es el peor enemigo de la cédula cerebral, del fluido nervioso. ¿La han
probado ellos como la has probado tú?... Te pones serio. ¿Crees tú que la coca
usada hasta el vicio sea un problema digno de nuestros pedagogos? Tal vez así
lo piensen los fisiólogos. Tal vez así lo crean los médicos. Pero tú bien
puedes reírte de los médicos, de los químicos y de los fisiólogos...
Y es que la coca no es
vicio sino virtud. La coca es la hostia del campo. No hay día en que el indio
no comulgue con ella. ¡Y con qué religiosidad abre su huallqui, y con qué unción va sacando la coca a puñaditos
escogiéndola lentamente, prolijamente, para enseguida hacer con ella su santa
comunión! Y para augurar también La coca habla por medio del sabor. Cuando
dulce, buen éxito, triunfo, felicidad, alegría... Cuando amarga, peligros,
desdichas, calamidades, pérdidas, muerte... No sonrías. Es que tú nunca has
querido consultarla. Te has burlado de su poder evocador. Te has limitado a
mascarla por diletantismo. No bebes, no fumas, no te ateromanizas, ni te quedas
estático, como cerdo ahíto, bajo las sugestiones diabólicas del opio. Tenías
hasta hace poco el orgullo de tu temperancia; de que tu inspiración fuese obra
de tu carne, de tu espíritu, de ti mismo. Pero aquello no era propio de un
artista. El arte y el vicio son hermanos. Hermandad eterna, satánica. Lazo de
dolor... Nudo de pecado. Los imbéciles no tienen vicios; tienen apetitos,
manías, costumbres. ¿Una herejía? ¡Verdad!.. El vicio es una fruición, algo que
al pasar por el cuerpo se transforma en esencia de vida, en combustible
intelectual. El vicio es para el cuerpo lo que el estiércol para las plantas.
Tenías por eso que tener un vicio: tu vicio. Como todos, Poe lo tuvo;
Baudelaire lo tuvo... y Cervantes también: tuvo el vicio de las armas, el más
tonto de los vicios.
¡Bah!, debes estar
contento de tener tú también tu vicio. Ahora, si dudas de la virtud
pronosticatoria de la coca, nada más fácil: vuélvete a tu casa y consúltala. Pruébala
aunque sea una vez, una sola vez. Una vez es ninguna, como dice el adagio.
Mira, llegas a tu casa, entras al despacho, te encierras con cualquier
pretexto, para no alarmar a tu mujer, finges que trabajas y luego del cajón que
ya tu sabes, levemente, furtivamente, como quien condesciende con la debilidad
de un camarada viejo y simpático, sacas un aptay,
no un purash, como el indio glotón,
nada más que un aptay de eso; y en
seguida te repantigas, y después de prometerte que será la última vez que vas a
hacerlo, la última —hasta podrías jurarlo para dejar a salvo tu conciencia de
hombre fuerte— comienzas a mascar unas cuantas hojitas, no por vicio, por
supuesto. Puedes prescindir del vicio en esta vez. Lo harás por observación. Tú
eres observador y hay que observar in corpore sano los efectos de la hoja
alcalina. Y sobre todo, consultarla, es decir, hacer una catipa. ¿Qué perderías con ello? Si te irá bien en el viaje que
piensas hacer a la montaña... Si tu próximo vástago será varón o hembra Si
estás en la judicatura firme, tan firme que un empujón político no te podrá
tumbar. (Porque en este país, como tú sabes, ni los jueces están libres de las
zancadillas políticas). O si estás en peligro de que los señores de la Corte te
cojan cualquier día de las orejas y te apliquen una azotaina disciplinaria. Y
al hacer tu cutipa debes hacerla con fe,
con toda la fe india de que tu alma mestiza es capaz. Te ruego que no sonrías.
Tú crees que la palabra es solamente un don del bípedo humano, o que sólo con
sonidos articulados se habla. También hablan las cosas. Las piedras hablan. Las
montañas hablan. Y los vientos y los ríos y las nubes... ¿Por qué la coca —esa
hada bendita— no ha de hablar también?
¿No has visto al indio
bajo las chozas, tras de las tapias, en los caminos, junto a los templos,
dentro de las cárceles, sentado impasiblemente, con el huallqui sobre las piernas, en quietud de fakir, masticando y
masticando horas enteras, mientras la vida gira y zumba en torno suyo, cual
siniestro enjambre? ¿Qué crees tú que está haciendo entonces? Está orando, está
haciendo su derroche de fe en el altar de su alma. Está haciendo de sacerdote y
de creyente a la vez. Está confortando su cuerpo y elevando su alma bajo el
imperio invencible del hábito. La coca viene a ser entones como el rito de una
religión, como la plegaria de un alma sencilla, que busca en la simplicidad de
las cosas la necesidad de una satisfacción espiritual. Y así como el hombre
civilizado tiende a la complicación, al refinamiento por medio de la ciencia,
el indio tiende a la simplicidad, a la sencillez, por medio de la chaccha. El hombre civilizado tiene la
superstición complicada de los oráculos, de los esoterismos orientales; el
indio, la superstición del cocaísmo, a la que somete todo y todo lo pospone.
Una chaccha es goce; una catipa, una oración. En una chaccha el
indio es una bestia que rumia; en la catipa,
un alma que cree. Prescinde tú de la chaccha, si quieres, pero catipa de cuando en cuando, y así serás
hombre de fe. La fe es la sal de la vida. Por eso el indio cree y espera. Por
eso el indio soporta todas las rudezas y amarguras de la labor montañesa, todos
los rigores de las marchas accidentadas y zigzagueantes, bajo el peso del fardo
abrumador, todas las exacciones que inventa contra él la rapacidad del blanco y
del mestizo. Posiblemente es la coca la que hace que el indio se parezca al
asno; pero es lo que hace también que este asno humano labore en silencio
nuestras minas; cultive resignado nuestras montañas antropófagas; transporte la
carga por allí por donde la máquina y las bestias no han podido pasar todavía;
que sea el más noble y durable motor del progreso andino. Un asno así es
merecedor de pasar a la categoría de hombre y de participar de todas las
ventajas de la ciudadanía. Y todo, por obra de la coca. Si, a pesar de tu
incrédula sonrisa. ¿Qué te crees tú? Si hubiera un gobierno que prescribiera el
uso de la coca en las oficinas públicas, no habría allí despotismos de lacayo,
ni tratamientos de sabandija. Porque la coca —ya te lo he dicho—comienza
primero por crear sensaciones y después, por matarlas. Y donde no hay
sensaciones los nervios están demás. Y tú sabes también que los nervios son el
mayor enemigo del hombre. ¡Cuántos cambios ha sufrido la historia por culpa de
los nervios! Las batallas se pierden generalmente por falta de freno en los
nervios. La fatiga, el hambre, el horror, el dolor, el miedo, la nostalgia, son
los heraldos de la derrota. Y la derrota es un producto de la sensibilidad.
¡Ah! Si se le pudiera castrar al hombre la sensibilidad —la sensibilidad moral
siquiera— la fórmula de la vida sería una simple fórmula algebraica. Y quién
sabe si con el álgebra el hombre viviría mejor que con la ética.
¿Has meditado alguna
vez sobre la quietud brahmánica? Ser o no ser en un momento dado es su ideal:
según la vieja sabiduría indostánica, es la perfección, el desprendimiento del
karma, la liberación del ego. ¡La liberación! ¿Has oído? Y la coca es un
inapreciable medio de abstracción, de liberación. Es lo que hace el indio:
nirvanizarse cuatro a seis veces al día. Verdad es que en estas nirvanizaciones
no entra para nada el propósito moral, ningún deseo de perfeccionamiento. El
sabe, por propia experiencia, que la vida es dolor, angustia, necesidad,
esfuerzo, desgaste, y también deseos y apetitos; y como la satisfacción o
neutralización de todo esto exige una serie de actos volitivos, más o menos
penosos, una contribución intelectual, más o menos enérgica, un ensayo continuo
de experiencias y rectificaciones, el indio, que ama el yugo de la rutina, que
odia la esclavitud de la comodidad, prefiere, a todos los goces del mundo,
esquivos, fugaces y traidores, la realidad de una chaccha humilde, pero al
Alcance de su mano. El indio, sin saberlo, es shopenhauerista. Schopenhauer y
el indio tienen un punto de contacto: el pesimismo, con esta diferencia: que el
pesimismo del filósofo es teoría y vanidad, y el pesimismo del indio,
experiencia y desdén. Si para el uno la vida es un mal, para el otro no es ni
mal ni bien, es una triste realidad, y tiene la profunda sabiduría de tomarla
como es. ¿De dónde ha sacado esta filosofía el indio? ¿No lo sabes tú doctor de
la ley? ¿No lo sabes tú, repartidor de justicia por libras, buceador de
conciencias pecadoras, sicólogo del crimen, químico jubilado del amor, héroe
anónimo de las batallas nauseabundas del papel sellado? ¡Parece mentira! ¿Pues
de dónde había de sacarla sino del huallqui…? Del huallqui, arca sagrada de su
felicidad. ¿Y hay nada más cómodo, más perfecto, que sentarse en cualquier
parte, sacar a puñados la filosofía y luego, con simples movimientos de
mandíbula, extraer de ella un poco de ataraxia, de suprema quietud? ¡Ah!, si
Schopenhauer hubiera conocido la coca habría dicho cosas más ciertas sobre la
voluntad del mundo. Y si Hindenburg hubiera catipado después del triunfo de los
Lagos Manzurianos, la coca le habría dicho que detrás de las estepas de la
Rusia estaba la inexpugnable Verdún y la insalvable barrera de Marne.
Sí, mi querido
repartidor de justicia por libras; la coca habla. La coca revela verdades
insospechadas, venidas de mundos desconocidos. Es la Casandra de una raza
vencida y doliente; es una Biblia verde de millares de hojas, en cada una de
las cuales duerme un salmo de paz. La coca, vuelvo a repetirlo, es virtud, no
es vicio, como no es vicio la copa de vino que diariamente consume el sacerdote
en la misa. Y catipar es celebrar, es
ponerse el hombre en comunión con el misterio de la vida. La coca es la ofrenda
más preciada del jirca, ese dios
fatídico y caprichoso, que en las noches sale a platicar en las cumbres andinas
y a distribuir el bien y el mal entre los hombres. La coca es para el indio el
sello de todos sus pactos, el auto sacramental de todas sus fiestas, el manjar
de todas sus bodas, el consuelo de todos sus duelos y tristezas, la salve, de
todas sus alegrías, el incienso de todas sus supersticiones, el tributo de
todos sus fetichismos, el remedio de todas sus enfermedades, la hostia de todos
sus cultos…
Después de haberme
oído todo esto ¿no querrías hacer una catipa?
¿Estás seguro de tu porvenir? ¿No querrías saber algo de tu porvenir? ¿Te
molesta mi invitación? ¡Ingrato!.. Ya estás cerca de tu casa. Apura un poco más
el paso. Así... así. Has subido a trancos las escaleras. Buena señal. Ya estás
en el despacho. Siéntate. ¿Para qué te descubres? La catipa puede hacerse encasquetado. Es un rito absolutamente plebeyo.
El respeto es convencionalismo. ¿Qué cosa ha crujido? ¡Ah! es el cajón que ya
tú sabes. ¡Y cómo cruje también lo que hay adentro! Parece que se rebela contra
los codiciosos garfios de tu diestra. La coca es así: cuando se entrega parece
que huye. Como la mujer... como la sombra... como- la dicha... Pero no importa
que cruja. Ya la has cogido. ¿Quisieras ahora catipar? ¿Sí? ¡Muy bien! Pero pon fe, mucha fe. Escoge aquella de
pintas blancas; es la más alcalina y 'la que mejor dice la verdad del misterio.
¿La sientes dulce? No. No te sabe a nada todavía. Sólo vas sintiendo un poco de
torpor en la lengua; es la anestesia, hada de la quietud y del silencio, que
comienza a inyectar en tu carne la insensibilidad. ¡Cuidado con que llegues a
sentirla amarga! ¡Cuidado! ¿Qué? ¿Te has estremecido? ¿Sientes en la punta de
la lengua una sensación? ¿Te está pareciendo amarga? ¿No te equivocas? Es que
le has preguntado algo. ¿Qué le has preguntado?... Callas, la escupes. ¿Te ha dado
asco? No. Es que la has sentido amarga, muy amarga. ¡Perdóname! Yo habría
querido que la sintieras dulce, pero muy dulce.
Cuarentiocho horas
después, a la caída de una tarde, llena de electricidad y melancolía, vi un
rostro, bastante conocido, aparecer entre la penumbra de mi despacho. ¿Un
telegrama? Me asaltó un presentimiento. No sé por qué los telegramas me azoran,
me disgustan, me irritan. Ni cuando los espero, los recibo bien. No son como
las cartas, que sugieren tantas cosas, aun cuando nada digan. Las cartas son
amigos' cariñosos, expansivos, discretos. Los telegramas me parecen gendarmes
que vinieran por mí.
Abrí el que me traía
en ese instante el mozo y casi de un golpe leí esta lacónica y ruda noticia:
"Suprema suspendido usted ayer por tres meses motivo sentencia juicio.
Roca-Pérez. Pida reposición".
¡Un hechizo brutal, el
más brutal de los que había recibido en mi vida!
Del libro leyendas y
cuentos peruanos.
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