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domingo, 30 de septiembre de 2012

Cuento: EL ORO AJENO


Por Carlos Ernesto Cabrera.
– ¿El Arquelao no era como nosotros, dí? ¡Cómo es la vida!, nos conocemos sólo por afuera y por adentro qué cosas tan raras tendremos cada uno –comentó asombrada doña Pura, y luego de un suspiro continuó:

– Estos tres días me han pareciu un sueño, hermanita. Nunca pué en mis setenta años que vivo en esta tierra he pasao un velorio y un entierro tan feyo.

–Yo sabía que el Arquelao era curandero nomá, pero mira que era un malerazo de primera y tenía harta platita –agregó doña Inés mirando a su marido, don Jacobo.

– Sí, pué -dijo don Jacabo-, por tiempos se desaparecía el hombre, dicen que se iba a trabajar por las jalcas, allá por Tallambo, por Las Pajas. Quién va a pensar que era tan malo. En su almita estará la culpa de haber hecho tanto daño, hasta de haber matado a la gentecita con sus tomas y sus brujerías. Este hombre habrá trabajau con el diablo sino como pue ha teniu poder y conciencia para comportarse así... De seguro su alma estará en cualquier infierno, en el más horrible.

– De juro pué–repuso doña Pura– onde más... Así es Inecita, a este Arquelao lo han encontrau arriba en su casita muerto ya. Y la primera noche del velorio las velas se apagaban a todo rato; en la madrugada escuchábamos bulla afuera de la casa; trotes de caballo, ruidos de gatos, chivos. Teníamos tanto miedo que lo hemos pasau rezo y rezo, canto y canto, yo temblaba hermanita.

– La siguiente noche fue igualito –afirmó don Jacobo– y más feo toavía. Habrá sido la una de la mañana cuando el viento apagó las velas, nos quedamos en tinieblas y afuera también estaba oscurazo, yo tuve miedo; que pue eramos sólo seis acompañantes: el Juan, el Narciso, el Francisco, el Ñato y el Shalo. Hasta que encuentren los fósforos se demoraron y yo sentí que entraban gentes al cuarto pero no podía ver nada. Sólo olí una pestilencia como de caca de gato y así era pué, cuando encendieron las velas, a lado del muerto estaban dos gatos negros, uno arriba en la cabecera, el otro cerca de los pies y el muerto está elevándose a una alturita de medio metro, pa mí que lo querían llevar al cuerpo; al infierno pue. Pero, el Juan que estaba medio zampado, sacó su correa y gritando malas palabras le pegaba al suelo con la hebilla y los hizo correr.

Don Jacobo se sobó las manos y prosiguió:

– ¡Carajo!, tuvimos que armamos bien con nuestro bolo y calée y calée para botar el miedo, hasta que gracias a Dios amaneció.

– ¿Y éste hombre a viviu solo pue, di? -preguntó doña Inés.

– Solo pue –respondió doña Pura. No ha teniu a nadie. Pa enterrarlo han traiu un cajoncito que ha conseguido el teniente allá en el pueblo. Acá en el caserío no tenemos plata, apenas pa pasar los días. ¿Cómo hubiéramos hecho si no traían?...

– Hemos avisao que el entierro era a las dos de la tarde -continuó don Jacobo-. Y menos mal que nos hemos reunido mucha gentecita pa llevarlo al panteón. El Manuel y tres más ya habían hecho el hueco y el Felipe rapidito nos alcanzó una crucecita de palo, todos pue han colaborao para hacerle el bien a la almita.

– Yo pue también me ido al entierro –dijo doña Pura. Que feyo hermanita, ¡Que feyo!... a esta almita lo llevarán los shapingos.

–Así hay de ser –confirmó don Jacabo. Nunca ha pasau algo así en este sitio.

Tomó aire y mirando a su mujer se hizo la señal de la cruz, exclamando:

– ¡Ay Diosito, líbranos del maligno! –y continuó-. Vean pue que al sacarlo de la casa pa llevalo al entierro todo estaba bien, pero, faltando ya poquito pa llegar al cementerio, por la cordeladita de su terreno de doña Fidencia, el cajón se puso pesadazo, los cargadores pidieron ayuda y los reemplazantes no avanzaron más de diez metros cuando de nuevo pidieron cambio. Ya no podían, todos sudaban. La gente se asustó, lo vieron como algo raro, pero así con todo el pesazo lo iban llevando hasta que faltando unos diez metros para llegar a la puerta del cementerio pareció que a los cargadores los empujaron; sin saber cómo resultaron cayéndose sobre las pencas como si una fuerza que no vemos los hubieran tirao para que no entren a enterrarlo... Se levantaron todos heridos por las espinas de las pencas..., ¡y más! Todititos pálidos, hasta el Pedro que no le tiene miedo a nada lo vi amarillo, asustadazo. Nadie sabía qué disponer; recién eran las dos de la tarde y parecía que era ya las seis. Todos nos mirábamos pa que alguien nos ordene qué hacer o nos dé la solución porque la segunda vez que cargaron al ataúd los volvió a botar contra las pencas. Yo creía que nunca lo íbamos a meter estábamos enfrentándonos a una fuerza extraña. De seguro que en la entrada del panteón había una banda de diablos que no nos dejaban pasar, yo no tenía ninguna idea de cómo correrlos. Pero; Diosito sería, doña Nilda se adelantó machaza se paró frente al cajón que estaba alao de las pencas y ordenó como un hombre: ¡Abran el cajón, carajo! Rapidito lo abrieron, el hombre tenía la cara volteada como si no quisiera ver al cielo; ella se persignó y decidida le levantó los brazos. Para sorpresa de todos sacó de ahí bajo la axila, dos talegas muy pesadas; las desató y tiró por las pencas y a la acequia lo que ellas contenían. Eran joyas de oro: cadenas, aretes, pulseras, relojes, prendedores, en fin, más de cinco kilos de joyas de oro puro. "Estas joyas son del demonio", dijo, "que nadie ni hoy ni nunca las agarre hasta que las lleve su dueño o lo desaparezca la tierra". Después tapó el cajón y ordenó que lo carguen y lo metan a enterrar pero, por tercera vez, el cajón los tiró al otro lado del cerco asustando a toda la gente.

– ¡Carajo!, gritó doña Nilda, dénme una correa. Y mientras le alcanzaban ella dijo: "Esto ya no es del diablo esto es del alma". Y sin ningún temor cogió la correa por la hebilla y gritando groserías empezó a castigar al cajón como si fuera un hijo. "Tú ya estás muerto jijuna valienta y te llevamos a enterrar así que tranquilo pue mierda... yo soy mujer y soy madre y tengo derecho a castigar a los hijos malcriados... o te dejas enterrar tranquilo o te llevo a latigazos hasta tu fosa". Y reprendía al cajón con la correa en alto y con porte amenazador, sólo así pudimos avanzar hasta la sepultura.

– Si no era doña Nilda de repente no le enterrábamos, lo cargaban lo shapingos. –agregó doña Pura. Y es verdá pue hermanita lo que decían nuestros abuelos: "los diablos tienen su riqueza, que son los hombres malos y los metales de la tierra".

De la revista El Labrador, mayo 2012.

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