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jueves, 13 de diciembre de 2012

Huellas: UN MONTONERO


Por Ricardo Palma
La batalla de Huamachuco, último y heroico esfuerzo del patriotismo peruano contra el engreído vencedor en Chorrillos y Miraflores, se libró el 10 de julio de 1883.

Poco más de dos mil peruanos, a las órdenes del General Cáceres, con armamento desigual, escasos de municiones y careciendo de bayonetas, emprendieron desesperado ataque sobre la aguerrida y bien prevista división mandada por el Coronel Gorostiaga.

Esta fuerza llegó a encontrarse en situación aflictiva, y su derrota se habría consumado si, al estrecharse los combatientes hubieran podido los peruanos oponer bayonetas a bayonetas.

La hecatombe fue horrible: no hubo cuartel. Como en Miraflores, hubo repase de heridos.

Los peruanos tuvieron mil doscientos muertos; esto es, el sesenta por ciento de sus fuerzas, y el enemigo ciento setenta bajas.

El adversario tendría justicia en considerar la de Huamachuco como una de las más espléndidas victorias alcanzadas por el Ejército, si el mismo Coronel Gorostiaga no se hubiera encargado de rebajar los quilates del triunfo.

Gorostiaga, al ordenar el fusilamiento de Emilio Luna, de Florencio Portugal y de otros jefes y oficiales que reclamaban las preeminencias de prisioneros, declaró que los vencidos eran montoneros y no soldados, y que, como a tales montoneros, los consideraba fuera de las leyes de la guerra.

Victoria de soldados disciplinados sobre montoneros es victoria barata y de la que no hay por qué enorgullecerse.

¿Los laureles de la gloria se hicieron acaso para ceñir la frente de un vulgar vencedor de montoneros?

Y sin embargo, esa matanza de cobardes montoneros, mereció que Gorostiaga alcanzase los entorchados de General; ¡premio honroso para el jefe que vence a tropas regulares y no a turbas sin organización ni disciplina!

El jefe chileno, en su parte oficial, confiesa que combatió contra un verdadero cuerpo de ejército, que maniobraba con perfecta instrucción en la táctica y que estaba sometido a rigurosa disciplina de cuartel. Hónrese allí al vencedor honrando a los soldados vencidos.

Pero Gorostiaga necesitaba disculpar ante el mundo su ferocidad felina, su insaciable sed de sangre, vengarse del terror que tuvo al ver sus batallones casi en derrota, y estampa la palabra montoneros, sin tener en cuenta que al estamparla empequeñece la valentía de los suyos y su propio merecimiento.

Ahora véase que sólo los hombres de la legendaria Esparta sabían morir por su patria tan heroicamente como los montoneros de Huamachuco.

El 14 de julio un soldado chileno, que vagaba por una de las quebradas, oyó ligeros quejidos exhalados por un joven que yacía en tierra.

—Acércate —le dijo el caído—, soy el Coronel Leoncio Prado... Pon el cañón de tu rifle sobre mi frente, y dispara.

El soldado sorprendido ante esa energía de espíritu, se alejó en busca de sus compañeros, y en una camilla condujo al herido al cuartel general de Huamachuco.

Leoncio Prado tenía una pierna hecha astillas por un balazo.

Gorostiaga dispuso que inmediatamente se pusiera al prisionero en capilla, y en ella (dice el escritor chileno a quien seguimos fielmente en este relato) estuvo Prado en tan alegre conversación como si se hallara en su propio campamento.

Cuando vio que ya se presentaban para fusilarlo, pidió una taza de café, y al probarlo dijo:

—Hace tiempo que no gustaba un café tan exquisito.

Y volviéndose al Oficial que mandaba a los tiradores chilenos, preguntó:

— ¿A qué hora emprenderé el viaje para el otro mundo?
—Cuestión de minutos — contestó el Oficial.
—Pues bien: pido una gracia, y es que se me permita mandar el fuego.
—No hay inconveniente.
— ¿Tienen capellán las fuerzas chilenas?
—No, señor.
— ¡Paciencia!... He hecho lo que he podido por mi patria, y moriré contento.

En seguida pidió que, en vez de dos tiradores, se colocaran cuatro, y que le apuntasen dos al corazón, y dos a la cabeza. Acordada esta nueva gracia, dijo:

—Al concluir esta taza de café se me harán los puntos, y al dar con la cuchara un golpe en el pocillo, se hará fuego.

Y continuó tomando reposadamente su café.

Ninguna idea triste nublaba su rostro. Veía sin zozobra agotarse el dulce líquido, sabiendo que en el último sorbo estaba la amargura.

Bebió tranquilo el último trago, tocó con energía la cuchara en el pocillo, y cuatro balas diestramente dirigidas lo hicieron dormir el sueño eterno.

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