Por Palujo
La casa de tejas y adobe que tiene el corral pequeño y el patio grande, ha quedado sola. La casa de tejas y adobe que tiene, entre sus dos puertas, un portón de madera, ha quedado dolorosamente sola. Y la casa de tejas y adobe que lucía sobre su puerta izquierda el Escudo peruano, en un latón pintado, ha comenzado a sufrir de soledad y quizás de abandono. Pero no sólo la casa de tejas y adobe de la calle Dardanelos signada con el número cuatrocientos tres ha quedado sola; en nuestro pueblo hay muchas, demasiadas casas solas. Casas de paredes aparentemente mudas, de habitaciones tristes y vacías.
Al caminar por las calles de nuestro Sucre, observamos que a las casas solas les falta poco para llorar. La grama crecida de sus corrales y veredas empedradas, los cimientos y paredes carcomidas por el tiempo, el polvo y las telarañas, configuran sus lágrimas que lo dicen todo.
- ¡Mírame como estoy! -gritan.
- ¡Soy el vientre donde creciste! -claman.
El vecino, es decir el auténtico sucreño, también se encuentra triste. Las casas solas lo miran pasar y envidian a las otras; a las que viven con sus fogones calientes, a las que miran con los ojos de sus cielos rasos o de sus carrizos, la alegría o tristeza de sus hijos, a aquellas de orgullosos techos que festejan las patadas de sus niños o que aún sienten el caminar cansado de sus viejos. Y las envidian realmente, no sólo por su falta de goteras y de sus puertas que se abren y se cierran, las envidian más cuando lucen pintadas o con reparaciones, todas modernas y coquetas para las fiestas.
En esos días de jolgorio, no las saludan al despertar por las mañanas; sólo conversan entre ellas, chismean bajito cuando las ven.
- ¿Y ésta qué se habrá creído? -se preguntan-. Sus hijos un día viajarán, no sabe lo que la espera.
Mientras tanto:
- ¡Ay, cuántas casas solas! -suspira la iglesia inflando sus altas y anchas paredes.
El Municipio, haciéndose el fuerte, la consuela:
- No te preocupes -le habla muy quedo- tienen que volver, aunque sea para mayo tienen que volver.
Las mujeres feas son como los jardines abandonados; donde, de pronto, entre enredaderas y malahierbas, te sorprende una delicada azucena o la perfección de una rosa. Las casas solas son igual, jardines abandonados, donde, no sólo nos sorprenden las azucenas y las rosas, sino también los recuerdos que saltan puros y dulces, como el del hermano menor que lloró en un rincón desesperado por un trompo; o como el recuerdo de aquel amigo que llamaba con conocidos toques o silbidos a tu puerta; o, mucho mejor, cuando a tus ojos se presenta la casa de ella, la del primer amor, y de pronto sientes que nada ha cambiado, que sigue todo incólume dentro de tí; ¡cómo regresa tu alma a vestir el uniforme de estudiante y goza y padece todo como si sucediera por vez primera.
La casa de tejas y adobe, que tiene el corral pequeño y el patio grande, está llorando su soledad. Hoy llora por sus tejas rotas, mañana por unas cuantas pajitas y después llorará por sus paredes desnudas.
La casa de tejas y adobe que tiene el corral pequeño y el patio grande, ¡señores!, como el pueblo entero, está llorando.
Dios y mi corazón lo saben.
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sábado, 7 de noviembre de 2009
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