El alboroto de la fiesta del pueblo ha terminado, pero el frío de
sus noches continúa. La bufanda, el abrigo y un vino sobre la mesa, esperan.
Una, dos, tres copas y el atuendo sobre los cuerpos, incomoda.
— ¡Estás mucho más hermosa que antes!
— Gracias, tampoco tu estas mal.
— Salud.
— Salud.
Los acoge la humilde sala de una casa de familia convertida en bar. Él se ubica
en un rincón, lejos de la puerta, donde no los puedan ver los que aún caminan
por la plaza. Ella lo imita sigilosa y complaciente. Intercambian miradas,
llenan sus copas y otra vez brindan.
Silencios aterradores, las miradas hablan por sí mismas.
Sonríen.
— ¿Por qué nos pasa esto? —pregunta ella y al instante se retracta—. Disculpa no me hagas caso.
— Qué frío hace —disimula él.
El ambiente festivo, la masiva concurrencia, hicieron difícil su encuentro. Se
toman de la mano nerviosos, ¡se amaron tanto!
— ¿Cuántos años llevas de casada?
— Diez, quince, da igual.
Las palabras quedan cortas, como el tiempo. Ella envuelta en su bufanda y
abrigo; él recluido en su mirada enamorada y larga. Se despiden.
Sus rumbos son distintos, su amor el mismo. La salita–bar pierde el embrujo que
fugazmente le han dado estas dos figuras. Se torna oscura como la noche. Un
silencioso cantinero, dos copas, una botella de vino y una mesita de madera
saben lo que callan.
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