9 y 45 de la noche,
cuatro vándalos se dirigen hasta el viejo árbol deshojado y maltrecho de la
plaza de armas, el mismo al que atacó un terrible hongo que terminó por
desahuciarlo. Se suben a la copa, algunos se descuelgan de las ramas, parecen
orangutanes con “blin blin” y pantalones “urban fighters”.
El abusado árbol
parece exigir que lo despojen de tales parásitos. Gritan, chillan, lanzan
groserías entre ellos. Los mayores pasan con suma cautela rodeando al grupo de
desadaptados, para no interferir con sus delincuenciales actos.
En la esquina, al
borde de la plaza de armas, dos mujeres policías de tránsito, hablan con
exagerada elocuencia a través de sus celulares, al tiempo que las moto-taxis
irrumpen con giros violentos dentro de la zona rígida. Los acompaña un
estruendoso vibrar de parlantes que abofetea los oídos de transeúntes asustados
que despejan el camino, al ritmo del dembow de algún reggaetón obsceno.
10 en punto, las
mismas moto-taxis tomaron por asalto el ombligo de la ciudad. Sus ebrios
conductores protagonizan monólogos asquerosos que resbalan lisuras sobre el
mármol empapado de licor barato.
11 de la noche, son
muchos y pocos a la vez. Desde lo alto de San Cayetano con pendiente a
Colpacucho, la nueva ciudad arrastra sus pasos dando tumbos sin poder encontrar
su camino.
A la medianoche, el
profesor que se demoró en una reunión de docentes, exhala un suspiro de alivio
al cruzar la avenida Túpac Amaru. Solamente le robaron la billetera y el
celular. Pero no le despojaron su vida.
La nueva ciudad
vomita las noches de exceso, de juerga interminable que reúne a grupos de
diferentes sectores sociales, y que los aparta al mismo tiempo.
La nueva ciudad que
asesinó al pueblo anciano, por viejo y cobarde, parece andar sobre una
locomotora con rieles que desembocan en el barranco. El tiempo no corre igual,
las horas son distintas, el reloj del ayuntamiento fue vencido por el propio
tiempo, únicamente marca el meridiano y nada más. El viernes comienza el
miércoles, el lunes no existe porque la “cruda” no lo quiere así.
Los bares atienden
más tiempo que las boticas. Las casas se desploman, los contrabandistas se
frotan las manos, mientras que los capos de la “cosa nostra” le robaron el
crédito a Pepe Comesana, luego que convertidos en geómetras diseñan la nueva
ciudad a su antojo.
La nueva ciudad se
ha convertido en la tierra prometida, aunque más parezca a Sodoma o a Gomorra,
si es que no es una combinación de las dos. Las jovencitas ofrecen sexo abierto
al mejor postor con billetera gruesa o camioneta a la mano, amparadas bajo la
tutela de la dichosa “open mind”.
La nueva ciudad
sirve a muchos, y estos muchos se sirven de ella. El desorden es la máxima autoridad.
Los alcaldes no existen, seguro que todavía están acomodando el recto, en el
tieso sillón de gobierno que puede provocar hemorroides malignas.
La nueva ciudad
alborotada, apesta. Huele a heces, por las esquinas, por sus calles, por sus
aceras invadidas. Apesta y provoca aquello que Sartre llamó “La náusea”. Pero
también duele, al costado del pecho, en el músculo más traidor de todos, que
nos quiere convencer de que todo es una ilusión, y que forma parte de una
composición literaria.
El diástole y
sístole golpea los sesos, exigiendo que no hemos muerto, aunque lo quisiéramos
creer. Estamos vivos, pero deambulando como zombies, dentro de una ciudad que
hace mucho no es de nosotros, sino de “ellos”, de los vivos, y “vivazos”
Una ciudad
impresentable, que no se puede recomendar a nadie, por temor a quedar mal con uno
mismo y con los demás. Una ciudad convertida en jungla de cemento fresco. Una
ciudad que no es mía ni tuya, que no es de nadie, por eso todo es posible.
Una ciudad de M…
Quiero decir… de Muchos, que no significa de todos. Una ciudad con boleto
reservado al desbarajuste y al caos, sin identidad ni rumbo fijo. Sucursal del
cielo, y del averno su capital.
¿Dónde están los
hombres de ayer?, que los necesitamos para mañana. ¿Por qué se fueron todos?, ¿por
qué no se quedaron aquí?, a sufrir el dolor de ver perecer a un vetusto pueblo,
que agonizaba desde hace mucho, que enmudeció antes de pedir auxilio. Que cerró
los ojos antes de ver lo que ahora vemos. Que exhaló su aliento apolillado en
nuestras narices mientras respirábamos por la boca, del que no cobramos nada, y
hoy pagamos todo.
Desde mi luto
interno dibujo una sonrisa de burla dedicada a aquellos pelmazos, que se
jactaron de un ilusorio linaje europeo, y nunca se entendieron como celendinos.
Pobres diablos. Podrido infierno.
Ha muerto del todo,
la fecha, la hora, ya no interesa. Nadie oficializó su deceso, únicamente un
menesteroso escribidor se atreve a certificar su fallecimiento. Al tiempo que
los demás celebran la natividad de la nueva ciudad, que desde el embrión estaba
concebida como villana, que se fecundó de un espermatozoide de cianuro y un
ovulo de PBC, dentro de un vientre de alquiler, pagado por ambiciosos
politiqueros y comerciantes metálicos.
QEPD Celendín.
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