Por José María Arguedas.
Noche de luna en la
quebrada de Viseca.
Pobre palomita por dónde has
venido,
buscando la arena por Dios, por
los suelos.
– ¡Justina! ¡Ay,
Justinita!
En un terso lago canta la
gaviota,
memorias me deja de gratos
recuerdos.
– ¡Justinay, te
pareces a las torcazas de Sausiyok'!
– ¡Déjame, niño, anda
donde tus señoritas!
– ¿Y el Kutu? ¡Al Kutu
le quieres, su cara de sapo te gusta!
– ¡Déjame, niño
Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos
de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.
La cholita se rió,
mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como dos luceros. – ¡Ay, Justinacha!
– ¡Sonso, niño, sonso!
–habló Gregoria, la cocinera.
Celedonia, Pedrucha,
Manuela, Anitacha... soltaron la risa; gritaron a carcajadas.
– ¡Sonso, niño!
Se agarraron de las
manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio, el charanguero.
Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé fuera del círculo,
avergonzado, vencido para siempre.
Me fui hacia el molino
viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban
en las laderas del Chawala. Los eucaliptos de la huerta sonaban con ruido largo
e intenso; sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del
molino, subí a la pared más alta y miré desde allí la cabeza del Chawala: el
cerro, medio negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la
hacienda. Daba miedo por las noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y
en las noches claras conversaban siempre dando las espaldas al cerro.
– ¡Si te cayeras de
pecho, tayta Chawala, nos moriríamos todos! En medio del witron (patio grande WK, 1933 El witron estaba
recubierto de lajas y era destinado originalmente al acopio de material para
extraer metales. Esta palabra deriva, sin duda, de la española buitrón), Justina
empezó otro canto:
Flor de mayo, flor de mayo,
flor de mayo primavera,
por qué no te libertaste
de esa tu falsa prisionera.
Los cholos se habían
parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles
sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de tender cueros.
–Ese puntito negro que
está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se
ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese
puntito negro?
Los indios volvieron a
zapatear en ronda. El charanguero daba vueltas alrededor del círculo, dando
ánimos, gritando como potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un
sauce que cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba
miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al
sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse
sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero don
Froylán apareció en la puerta del witron.
– ¡Largo! ¡A dormir!
Los cholos se fueron
en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.
– ¡A ése le quiere!
Los indios de don
Froylán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda, y don Froylán
entró al patio tras ellos.
– ¡Niño Ernesto!
–llamó el Kutu.
Me bajé al suelo de un
salto y corrí hacia él.
–Vamos, niño.
Subimos al callejón
por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del witron; sobre
el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que
fueron de las minas del padre de don Froylán.
Kutu no habló nada
hasta llegar a la casa de arriba.
La hacienda era de don
Froylán y de mi tío; tenía dos casas. Kutu y yo estábamos solos en el caserío
de arriba; mi tío y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían
en la chacra, a dos leguas de la hacienda.
Subimos las gradas sin
mirarnos siquiera; entramos al corredor, y tendimos allí nuestras camas para
dormir alumbrados por la luna. El kutu se echó callado; estaba triste y
molesto. Yo me senté al lado del cholo.
Kutu! ¿Te ha
despachado Justina?
– ¡Don Froyián la ha
abusado, niño Ernesto!
– ¡Mentira, Kutu,
mentira!
– ¡Ayer no más la ha
forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañarse con los niños!
--¡Mentira, Kutullay,
mentira!
Me abracé al cuello
del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba. Empecé a
llorar, como si hubiera estado solo, abandonado en esa gran quebrada oscura.
– ¡Déjate, niño! Yo,
pues, soy "endio", no puedo con el patrón. Otra vez, cuando seas
"abugau", vas a fregar a don Froyián.
Me levantó corno a un
becerro tierno y me echó sobre mi catre.
– ¡Duérmete, niño!
Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a dormir otro día
con ella ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres
muchacho todavía, tiene miedo porque eres niño.
W. Kuyay, Oleo de Lorenzo Talaverano |
Me arrodillé sobre la
cama, mire al Chawala que parecía terrible y fúnebre en el silencio de la noche.
-¡Kutu: cuando sea
grande voy a matar a don Froylán!
– ¡Eso si, niño
Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak'tasu!
La voz gruesa del
cholo sonó en el corredor como el maullido del león que entraba hasta el caserío
en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera tumbado al
puma ladrón.
–Mañana llega el
patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El patrón seguro te hace dormir en su
cuarto. Que se entre la luna para ir.
Su alegría me dio
rabia.
– ¿Y por qué no matas
a don Froylán? Mátale con tu honda, Kutu, desde el frente del río, como si
fuera puma ladrón.
– ¡Sus hijitos, niño! ¡Son
nueve! Pero cuando seas "abugau" ya estarán grandes.
– ¡Mentira, Kutu,
mentira! ¡Tienes miedo, como mujer!
–No sabes nada, niño.
¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los hombres no los
quieres.
– ¡Don Froylán! ¡Es
malo! Los que tienen hacienda son malos; hacen llorar a los indios como tú; se
llevan las vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral. ¡Kutu,
don Froylán es peor que toro bravo! Mátale no más, Kutucha, aunque sea con
galga, en el barranco de Capitana.
– ¡"Endio"
no puede, niño! ¡"Endio" no puede!
¡Era cobarde! Tumbaba
a los padrinos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a látigos el lomo
de los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos cuando
entraban a los potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!
Le miré de cerca: su
nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados, ennegrecidos por
la coca. ¡A éste le quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre
limpia, sus ojos negros quemaban; no era como las otras cholas, sus pestañas eran
largas, su boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la
quería; sus pechitos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era
de Kutu, desde tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena
se parecía mucho a la muerte. ¿Y ahora? Don Froylán la había forzado. – ¡Mentira,
Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella misma!
Un chorro de lágrimas
saltó de mis ojos. Otra vez el corazón me sacudía, como si tuviera más fuerza
que todo mi cuerpo,
– ¡Kutu! Mejor la
mataremos los dos a ella ¿quieres?
El indio se asustó. Me
agarró la frente: estaba húmeda de sudor.
– ¡Verdad! Así quieren
los Mistis
– ¡Llévame donde
Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala!
–Cómo no, niño, para
ti voy a dejar, para ti solito. Mira, en Wayrala se está apagando la luna.
Los cerros
ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo;
el viento silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos
de la huerta; más abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con
su voz áspera.
* * *
Despreciaba al Kutu;
sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de rabia.
– ¡Indio, muérete
mejor, o lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán como a
perro! –le decía.
Pero el novillero se
agachaba no más, humilde, y se iba al witron, a los alfalfares, a la huerta de
los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de don Froylán. Al
principio yo le acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral;
escogíamos los becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía en las
manos, empuñaba duro el zurriago, y les rajaba el lomo a los torillitos. Uno,
dos, tres... cien zurriagazos; las crías se retorcían en el suelo, se tumbaban
de espaldas, lloraban; y el indio seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba
en un rincón y gozaba. Yo gozaba.
– ¡De don Froylán es,
no importa! ¡Es de mi enemigo!
Hablaba en voz alta
para engañarme, para tapar el dolor que encogía mis labios e inundaba mi
corazón.
Pero ya en la cama, a
solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma y lloraba dos, tres
horas. Hasta que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El llorar no
bastaba; me vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama,
descalzo, corrí hasta la puerta; despacito abrí el cerrojo y pasé al corredor.
La luna ya había salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los árboles, rectos,
silenciosos, estiraban sus brazos al cielo. De dos saltos bajé al corredor y
atravesé corriendo el callejón empedrado, salté la pared del corral y llegué
junto a los becerritos. Ahí estaba Zarinacha, la víctima de esa noche; echadita
sobre la bosta seca, con el hocico en el suelo; parecía desmayada. Me abracé a
su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos
negros y grandes.
– ¡Niñacha, perdóname!
¡Perdóname, mamaya!
Junté mis manos y, de
rodillas, me humillé ante ella.
– Ese perdido ha sido,
hermanita, yo no. ¡Ese Kutu canalla, indio perro! La sal de las lágrimas siguió
amargándome durante largo rato.
Zarinacha me miraba
seria, con su mirada humilde, dulce,
– ¡Yo te quiero,
niñacha, yo te quiero!
Y una ternura sin
igual, pura, dulce, como la luz en esa quebrada madre, alumbró mi vida.
* * *
A la mañana siguiente
encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba limpio y alegre,
los campos verdes, llenos de frescura. El Kutu ya se iba, tempranito, a buscar
"daños" en los potreros de mi tío, para ensañarse contra ellos.
–Kutu, vete de aquí
–le dije–. En Viseca ya no sirves. ¡Los comuneros se ríen de ti, porque eres
maula!
Sus ojos opacos me
miraron con cierto miedo.
–¡Asesino también
eres, Kutu! Un becerrito es como criatura. ¡Ya en Viseca no sirves, indio!
– ¿Yo no más acaso? Tú
también. Pero mírale al tayta Chawala: diez días más atrás me voy a ir.
Resentido, penoso como
nunca, se largó a galope en el bayo de mi tío.
Dos semanas después,
Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él, como si hubiera perdido a su
hijo.
Kutu tenía sangre de
mujer: le temblaba a don Froylán, casi a todos los hombres les temía. Le
quitaron su mujer y se fue a ocultar después en los pueblos del interior,
mezclándose con las comunidades de Sondondo, Chacralla... ¡Era cobarde!
Yo, solo, me quedé
junto a don Froylán, pero cerca de Justina, de mi Justinacha ingrata. Y no fui
desgraciado. A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las torcazas y
de las tuyas, yo vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que
yo, en esa misma quebrada que fue mi nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo
su risa, mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque mi amor por Justina
fue un "warma kuyay" y no
creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de
un hombre grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos roncos y peleara a
látigos en los carnavales. Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las
cosechas, las siembras con música y jarawi, viví alegre en esa quebrada verde y
llena del calor amoroso del sol. Hasta que un día me arrancaron de mi
querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que no quiero, que no
comprendo.
* * *
El Kutu en un extremo
y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su elemento; en un pueblecito
tranquilo, aunque maula, será el mejor novillero, el mejor amansador de
potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y
pálido, como un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre
los arenales candentes y extraños.
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