Viajero Arguedas no solo recorrió el Perú profundo,
sino también estuvo en Nueva York, Quito y París. La impresionante ciudad de Nueva
York y la ternura de Quito captaron-cada una desde su propia naturaleza-, la
sensible atención de nuestro escritor.
Luego de visitar grandes
universidades de los Estados Unidos y ciudades importantes en una ruta trazada
desde Nueva York hasta Berkeley, llegamos a Quito en nuestro viaje de regreso.
Quito |
A la salida del templo
de San Francisco, caminamos unos pasos en la gran plaza y, como nunca antes, la
luz del templo reanimó toda nuestra experiencia de los Estados Unidos y de
América Latina.
No fue el Rockefeller
Center ni el Empire State lo que nos impresionó más de Nueva York; fue el
rascacielos de la Panamerican, elevándose durante la noche como una columna
rígida pero vivificada por la iluminación eléctrica, sobre el oscuro cuerpo del
edificio de la Estación Central del Ferrocarril, que tenía una sola ventana con
luz en su gran mole apagada.
¡NuevaYork! ¡Quito!
En búsqueda de la Ternura
En Nueva York los ojos
se olvidan de las montañas y de los ríos, de los arbustos floridos, de los
abismos sonoros o desérticos, del canto de los pájaros y de los hombres que
contemplan, absortos o tristes, en silencio, su propio corazón. Entre ese orden
de lo desmesurado entre los monstruos felices que son los puentes, las
prodigiosas carreteras, los rascacielos iluminados o quietos, el hombre camina
apurado, y yo también caminaba contagiado, al ritmo que los otros, pero
contemplando todo ese artificio descomunal con un entusiasmo casi infantil.
¡Obra del hombre, ese monstruo que debía asustarme solo estimulaba mi fe, lo
que hay de poderoso en la médula y en la mente humana! Y buscaba cómo en qué
parte de la ciudad, podía depositar mi mano para acariciar la ciudad. No
encontré símbolo alguno que lo representara. Quizá esa ciudad no acepta, no
conoce y aún rechaza la ternura. Y un buen latinoamericano, de adentro,
sospecha –con ingenuidad inconcebible– que ese gigante rechaza y probablemente
rechazará por mucho tiempo lo que más necesita.
Idéntico tono en la voz
-¿Ha dormido usted bien señor? ¿Ha estado calentita la cama? ¿Puedo aumentarle
una mantita?
La camarera del hotel
Embajador de Quito me miraba, de veras, como a un hermano.
-Estoy para servirle, señor...
"Desde La Paz
hasta Quito, la misma flor, el mismo canto, idéntico tono en la voz de la
gente".
Entre esa camarera y
yo hubo una misma corriente de simpatía instantánea de identificación gozosa,
de aldeano anhelo de desearse y procurarse el bien, el uno al otro.
La inmensa urbe
A medida que fuimos
alejándonos de la inconmensurable ciudad, alcanzamos a conocer algo a los
norteamericanos y su territorio, sus capitales, sus centros de enseñanza e
investigación, su "aterradora" abundancia, sus indescriptibles centros
industriales, Nueva York fue cambiando de semblante en nuestra memoria. Ese
castillo de luces, ese maremágnum que hierve en orden, se nos fue convirtiendo en
el ojo implacable de un monstruo demasiado tenso y harto, tan harto que, como
cualquier viviente de ese modo satisfecho, lo quiere todo para sí, aún cuanto
se desborda a través de sus poros, a causa del exceso de hartura. Los pocos
norteamericanos en quienes creí encontrar esta misma impresión de Nueva York,
me parecieron tan asustados como yo, pero desorientados algo perdidos,
royéndose las entrañas, entregándose a torturas tan intensas, acaso tan
estériles y solitarias como esa única ventana iluminada del inclemente muro de
la Estación Central, durante la noche. (...)
El Hierro y el oro
La iglesia de San
Francisco, la Compañía de Jesús, la Catedral de Quito, las altísimas y suaves
montañas que rodean, abrigan y dan su aliento a la ciudad; la ciudad y su
polícroma multitud, cargada de anhelos, de misterios, nos asombran, nos
recuerdan que somos necesitados, fraternos e inmortales. ¡Estamos felices,
ciudad de Quito! San Francisco y la Compañía son oro ardiente; ese oro y su
fuego son la imagen de nuestro poder. Nosotros hacemos arder el oro para que su
luz ilumine, no para que ciegue y mate la ternura. Nadie, que yo conozca,
fabricó crisoles tan candentes, tan sabios, tan nativos como Quito. En mi corazón
dos ciudades luchan desde que llegué del primero e inesperado viaje a los
Estados Unidos: Nueva York y Quito. Las fundieron a las dos en una sola. El
hierro y el oro para inspirar, para lanzarse al infinito. Quito: gran ciudad,
la más hermosa de cuantas he visto en el mundo, con la lengua del hombre andino
te hablo, regocijado: "Napaykuykimhatunllaqta.
Qam hina sumaq runa kachun, kaypipas,
maypachapipas". (Te saludo gran pueblo. Que el hombre sea hermoso como
tú, aquí, allá, en todas partes y en todo tiempo).
El Dominical, 17 de octubre de 1965.
Fragmentos.
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