El aroma intelectual y la belleza
de París provocaron en Arguedas la reflexión sobre la influencia de Europa en
el Nuevo Mundo.
Por: José María Arguedas
Siempre habíamos temido
de las ciudades su artificio, su deformidad con respecto a las cosas naturales.
[...] Todo individuo de la ciudad se nos presentaba como el producto de un
proceso especial de "domesticación" que lo hacía distinto de los
demás y diferente de los hombres del campo. [...] Grandes ciudades, como Londres,
Nueva York y París, se nos figuraban aun más temibles. Pero en cuanto a París
quisiera afirmar que la naturaleza y el contacto del hombre con lo principal de
ella, han sido en cierta forma, magnificados.
Fue en San Michel;
teníamos delante de nuestros ojos la Catedral de Notre Dame, el Sena y los
puentes. Gentes de todas las razas, vestidos de los trajes más diversos, por
extranjeros o por ser productos del capricho o de la libertad irrestricta de
elegir de que se goza en París, pasaban por el boulevard. Y de pronto, sentimos
que en ninguna parte, salvo en nuestra propia casa y en nuestro pueblo nativo,
nos habíamos sentido, tan cómodos y satisfechos, tal "puestos en sí"
como se suele decir. No, no me sentía extranjero. Y tuve un verdadero impulso por
hablarle a algún transeúnte en mi lengua materna, en quechua. Tenía la ilusión
de que me entenderían. Esta ciudad no obliga a nada. Ninguna arquitectura,
ninguna concepción de lo urbano se hizo con tan profundo respeto por el objeto
mismo de lo creado, que es el hombre. Los palacios no asustan, no abruman, a
pesar de que son de lo más espléndidos y grandiosos del mundo.
Si quien tiene
posibilidades para la creación artística se "europeiza" aquí, no es porque se le obligue, es porque no
puede hacer otra cosa. Y no hablamos de europeización con criterio despectivo.
Nos parece absurdo hablar con menosprecio de lo europeo. Fue como resultado de
una especie de embriaguez nacionalista o "indigenista" que se empezó
a aplicar peyorativamente este concepto en nuestro país. Hace pocos días leí
[...] una cita de Antenor Orrego [...]: la raíz principal de todos nuestros
males la encontraremos en nuestra europeización. ¿A qué se refería este autor?
Tenemos mucho de la España feudal –que, es zona marginal de Europa- y ahora, en
gran medida, de la versión norteamericana de la cultura europea; y todo esto en
un estado no bien definido aún, de transición, no sabemos todavía hacia qué.
Nos parece, y afirmamos esto con toda humildad, que lo único permanente y
valioso de nuestra creación artística fue obra de criollos profundamente admiradores
de la cultura europea, y versados en ella, como Valdelomar, Gonzales Prada y Eguren,
o de mestizos respetuosos del arte occidental hasta apagar su sed y realizarse en
ese alimento, como Garcilaso y Vallejo. [...] Somos un país mestizo; la
historia ha demostrado que mantendremos una personalidad indígena; pero siempre
tendremos por fortuna, una élite europea. Pertenecemos al ciclo occidental. Con
México y Brasil, somos los países "incas" (Ecuador, Perú y Bolivia)
los que sin duda podemos hablar de una mayor originalidad de nuestra cultura,
hasta de la posibilidad de una nueva versión de la cultura occidental.
Recuerdo unos versos
de Whitman: "Tremenda y deslumbrante la aurora me mataría si yo no llevara
otra aurora dentro de mí". Hay que llevar sólidamente a la patria dentro
para no ser desintegrado en París. Una aurora para alcanzar a poseer otra. Toda
sensibilidad débil, no sustentada por raíces profundas, pueden ser perturbadas
por la visión y el gozo de tanta belleza reunida, a pesar de su externa
mansedumbre. [...] Nosotros los bárbaros, los "imperfectos", los
mestizos, quienes nos resistimos, como Machado o Vallejo, aquellos que pueden
vivir sus patrias intensamente en París, más fecunda y tenazmente que en sus
patrias, tanto más duras y crueles cuando más hermosas; nosotros le hemos dado
jugo siempre a esta capital de Occidente. Y quien no ha bebido de esas fuentes
varias cargadas de esencias, se golpea el pecho y lloriquea.
Dominical 7 de diciembre de 1958. Fragmentos.
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