Por José María
Arguedas.
Acepto con regocijo el
premio Inca Garcilaso de la Vega, porque siento que representa el
reconocimiento a una obra que pretendió difundir y contagiar en el espíritu de
los lectores el arte de un individuo quechua moderno que, gracias a la
conciencia que tenía del valor de su cultura, pudo ampliarla y enriquecerla con
el conocimiento, la asimilación del arte creado por otros pueblos que
dispusieron de medios más vastos para expresarse.
La ilusión de juventud
del autor parece haber sido realizada.
No tuvo más ambición que la de volcar en la corriente de la sabiduría y el arte
del Perú criollo el caudal del arte y la sabiduría de un pueblo al que se
consideraba degenerado, debilitado o "extraño" e
"impenetrable" pero que, en realidad, no era sino lo que llega a ser
un gran pueblo, oprimido por el desprecio social, la dominación política y la
explotación económica en el propio suelo donde realizó hazañas por las que la
historia lo consideró como gran pueblo: se había convertido en una nación
acorralada, aislada para ser mejor y más fácilmente administrada y sobre la
cual sólo los acorraladores hablaban mirándola a distancia y con repugnancia o
curiosidad. Pero los muros aislantes y opresores no apagan la luz de la razón
humana y mucho menos si ella ha tenido siglos de ejercicio; ni apagan, por
tanto, las fuentes del amor de donde brota el arte. Dentro del muro aislante y
opresor, el pueblo quechua, bastante arcaizado y defendiéndose con el
disimulo, seguía concibiendo ideas, creando cantos y mitos. Y bien sabemos que
los muros aislantes de las naciones no son nunca completamente aislantes. A mí
me echaron por encima de ese muro, un tiempo, cuando era niño; me lanzaron en
esa morada donde la ternura es más intensa que el odio y donde, por eso mismo,
el odio no es perturbador sino fuego que impulsa.
Contagiado para
siempre de los cantos y los mitos, llevado por la fortuna hasta la Universidad
de San Marcos, hablando por vida el quechua, bien incorporado al mundo de los
cercadores, visitante feliz de grandes ciudades extranjeras, intenté convertir
en lenguaje escrito lo que era como individuo: un vinculo vivo, fuerte, capaz
de universalizarse, de la gran nación cercada y la parte generosa, humana, de
los opresores. El vínculo podía universalizarse, extenderse; se mostraba un
ejemplo concreto, actuante. El cerco podía y debía ser destruido; el caudal de
las dos naciones se podía y debía unir. Y el camino no tenía por qué ser, ni
era posible que fuera únicamente el que se exigía con imperio de vencedores
expoliadores, o sea: que la nación vencida renuncie a su alma, aunque no sea
sino en la apariencia, formalmente, y tome la de los vencedores, es decir que
se aculture. Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente,
como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua.
Deseaba convertir esa realidad en lenguaje artístico y tal parece, según cierto
consenso más o menos general, que lo he conseguido. Por eso recibo el premio
Inca Garcilaso de la Vega con regocijo.
Pero este discurso no
estaría completo si no explicara que el ideal que intenté realizar, y que tal
parece que alcancé hasta donde es posible, no lo habría logrado si no fuera por
dos principios que alentaron mi trabajo desde el comienzo. En la primera
juventud estaba cargado de una gran rebeldía y de una gran impaciencia por
luchar, por hacer algo. Las dos naciones de las que provenía estaban en conflicto:
el universo se me mostraba encrespado de confusión, de promesas, de belleza más
que deslumbrante, exigente. Fue leyendo a Mariátegui y después a Lenin que encontré
un orden permanente en las cosas; la teoría socialista no sólo dio un cauce a
todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y lo
cargó aun más de fuerza por el mismo hecho de encauzarlo. ¿Hasta dónde entendí
el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico. No pretendí jamás
ser un político ni me creí con aptitudes para practicar la disciplina de un
partido, pero fue la ideología socialista y el estar cerca de los movimientos
socialistas lo que dio dirección y permanencia, un claro destino a la energía
que sentí desencadenarse durante la juventud.
El otro principio fue
el de considerar siempre el Perú como una fuente infinita para la creación.
Perfeccionar los medios de entender este país infinito mediante el conocimiento
de todo cuanto se descubre en otros mundos. No, no hay país más diverso, más múltiple
en variedad terrena y humana; todos los grados de calor y color, de amor y
odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores. No por
gusto, como diría la gente llamada común, se formaron aquí Pachacamac y
Pachacutec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo,
Mariátegui y Eguren, la fiesta de Qoyllur Riti y la del Señor de los Milagros;
los yungas de la costa y de la sierra; la agricultura a 4.000 metros; patos que
hablan en lagos de altura donde todos los insectos de Europa se ahogarían;
picaflores que llegan hasta el sol para beberle su fuego y llamear sobre las
flores del mundo. Imitar desde aquí a alguien resulta algo escandaloso. En
técnica nos superarán y dominarán, no sabemos hasta qué tiempos, pero en arte
podemos ya obligarlos a que aprendan de nosotros y lo podemos hacer incluso sin
movernos de aquí mismo. Ojalá no haya habido mucho de soberbia en lo que he
tenido que hablar; les agradezco y les ruego dispensarme.
Palabras de José María Arguedas en el acto de entrega
del premio "Inca Garcilaso de la Vega". (Lima, Octubre 1968.)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario