Por Nazario Chávez Aliaga.
Lo que estoy viviendo ahora no es el tormento de la penosa agonía de
mi vida; es la resaca de las blasfemias de mi muerte que aún vive
todavía.
Ya había entrado a lo
extraordinario de mi vida. Ya era un tipo extraordinario que es mucho ser. Me
preocupaba mucho mi destino. Consideraba muy en serio la situación económica
aflictiva de mis padres. No sabía por qué decidir. O seguir estudiando o
trabajar independientemente para ayudar a las exigencias cotidianas del hogar
común. Mi padre —pese a sus exiguas condiciones económicas— quería a todo
evento que siguiera mis estudios y ser abogado. Reflexioné mucho antes de tomar
una decisión que podría definir mi suerte. Aquí me planto, me dije. También
plantarse es correr una aventura. La corro. Preferí correrla. Venga lo que
venga, me dije. Pero hay que tomar resoluciones definitivas y categóricas. Las
tomé con valentía.
Eran los años dorados
del Oriente Peruano. Me deslumbró el brillo de las libras esterlinas, el
"Oro Negro", como así se llamaba al caucho en aquel entonces. Muchachos
de mi edad se lanzaban día a día a esa gigantesca y peligrosa gimnasia. No
podía quedarme atrás. Y un día tentador de adolescencias, también me lancé yo. Atravesé
cordillera y ríos caudalosos por fragosos caminos, donde por primera vez, oí el
maullido del tigre, el silbido de las víboras y el canto de los papagayos.
Llegué como pude al pintoresco puerto de Yurimaguas, donde me hacía la ilusión
de encontrar lo que buscaba, o, cuando menos, saber lo que buscaba. Comencé a
rajarme el coco de tanto pensar. Dormía poco. Comía nada y contemplaba absorto
el maravilloso paisaje de la selva seductora. Quien debiera pensar que al
cuarto día de mi llegada a ese lugar fui capturado por orden de mi padre. Me
zamparon al calabozo y luego, debidamente recomendado, me devolvieron al
Huauco. Mi retorno fue para un capítulo muy constructivo de mi vida. Pensaba
noche y día en la infelicidad de los agricultores de la selva, en los
quehaceres tristes de las mujeres, en el llanto amargo de los niños y en el
ruego de Dios por los inocentes que gimen en el desamparo de aquella inhóspita
región. Y, sobre todo, lloraba mi alma al considerar el calvario del maestro,
en aquellos lugares que no tuvieron la suerte de recibir la bendición de Dios.
Los maestros,
reflexionaba yo, están demasiado maltratados, disminuidos. ¿Cómo puede enseñar
un maestro que no tiene qué comer y se acuesta de hambre? No duerme. Se levanta
de hambre y no toma desayuno, porque le ganó el hambre y se fue más allá del
límite de su hambre y todo cuanto se le parece, viven, actúan y se mueven
dentro de su límite. Bolívar salió de su límite y murió. ¿Cómo puede enseñar un
maestro con los pantalones desfundados, con la camisa sudada, con los dedos fuera
de los zapatos? ¿Cómo podía yo comer las hambres del maestro aumentar el frío
del maestro y aumentar sus padecimientos? Me duele el alma ver que un pobre
maestro llegue a la escuela con las tripas vacías, con los ojos tristes de
carnero viejo, con las manos en las filriqueras y los pelos en derrota batida.
En todo este penoso proceso, debiera reparar el Estado, si es que se quiere tener
—como se vocea diariamente— un nuevo hombre para formar una nueva sociedad. No
hay que olvidar que el alumno tiene puestos los ojos en el maestro. Por tanto,
necesitamos maestros alegres y entusiastas, regularmente vestidos, desayunados,
almorzados y bien comidos. Reclamamos docencia, que infunda respeto, confianza
y buen ejemplo. Recuerde-se bien que la escuela es el templo sagrado en donde
se hace obligatoria la liturgia del educador que forma parte de su austera
personalidad.
Desde más de medio siglo
se ha venido pregonando que el maestro debe estar a cubierto de toda
preocupación. Muy bien. De acuerdo. Pero ¿quién sino el Estado puede resolver
este problema que cada día reviste proporciones miserables? Por eso yo me
resistía seguir estudiando, y tan no quería estudiar, que consideraba
juiciosamente que mi presencia en la escuela, o en las universidades
significaba una tremenda pesadilla, ya que el humilde profesor tenía que
resolver sus hambres o enseñarme, dedicándose a otras actividades foráneas.
¿Cuál era mi situación
entonces? Fugar con rumbo desconocido. Fugar al Oriente Peruano, como acabo de
decir, a probar fortuna.
Esta fuga me sirvió de
mucho. Me sentí independiente. Dueño de mí y de mis actos. Rompí todo
compromiso con mis padres. A veces tenía pena, pero a la maldita pena, había
que retorcerle el cuello y ahí quedaba como una perra hambrienta. Me enseñó,
además, que debía tener gran respeto a las inquietudes y a las pasiones de la
juventud. No hay que tocarlas, ni jugar con ellas, ni mucho menos, pretender
someterlas. Ellas son la vida y el destino del hombre. Son, además, las fuerzas
creadoras de la perfección humana, los atributos de la responsabilidad y de la fe,
las banderas desplegadas de las grandes conquistas y el pacto solemne que
celebramos con el futuro. Todo esto aprendí en mi largo camino de regreso que
duró 33 días, que fueron de verdadera tortura que nunca olvidaré. Me decía
amargamente, esta vez no me escapo. Pensaba, como en aquella otra vez que mi
padre me debía colgar ahora. Pero no fue así. Mi padre, mi madre y todos mis
hermanos me recibieron con los brazos abiertos, con besos y lágrimas, con
consejos, recomendándome y suplicándome mi madre con sus dedos trenzados, no
volver a reincidir en tales aventuras. Accedí y prometí de todo corazón. De
pronto, me invadió un sicológico dolor, cuando mi madre, con voz dulce, dijo a
todos: "Vamos a comer hijitos por el regreso de vuestro hermano". Se
repitió con este hecho la escena del hijo pródigo. Yo sudaba mi vergüenza miserable.
Buscaban mis ojos que habían rodado por el suelo y enmudecí como un réprobo.
No salí de mi casa varios
días. Me perseguía por todas partes la cobardía de mi vuelta. Mis amigos se
paraban en las esquinas de mi casa para verme. No pocas veces me silbaron. Lo
más grave para mí era que no me hacían caso. Muy por el contrario, se burlaban
de mí, al verme salir de mi casa. Me ladraban los perros creyéndome otro perro.
Me gritaba ¡cobarde! Esta palabra cobarde me dolió mucho por mucho tiempo. Me
dolió como una herida abierta a garrotazos. Buscaba por todo mi cuerpo la
cobardía. Todo fue en vano. No podía encontrarla. Monté en rabia y me tiré al
suelo.
Esta tremenda odisea
por el Oriente Peruano y su realidad social y cultural, me hicieron pensar muy seriamente
en la orientación que debiera darle a mi vida. Decidí, entonces, seguir
estudiando. Viajé a Cajamarca. Me matriculé en el Colegio Nacional de San Ramón
y reinicié mis labores con el mayor empeño y con la más grande responsabilidad,
en mi afán de ser útil a mi país, cuya realidad acababa de observar
personalmente, midiendo sus dificultades con la planta de mis pies y con el
corazón henchido de esperanzas en su futura grandeza. Felizmente, conté con la
protección modesta de mi padre y cursé mis estudios hasta cumplir el 3er. año
de Instrucción Secundaria, ya me defendía por mí mismo, si se tenía en cuenta
que fui nombrado Inspector del colegio, no obstante de ser alumno del 4to. y
último año de Instrucción Media, apercibiendo un modesto sueldo con el que
atendí a mis propias necesidades. Esta condición de inspector, me impuso la
obligación de internarme en dicho establecimiento, con lo que tenía: habitación
y alimentación propias.
Concluidos mis
estudios, con buen éxito, retorné al Huauco, sin perder la esperanza de abrirme
paso en la vida.
Durante mis estudios
secundarios, se produjo el conflicto de fronteras con el Ecuador —1909-1910—.
El Perú debía organizarse para defender la agresión y movilizar sus efectivos y
prepararse para la guerra.
Del libro Autobiografía, Nazario Chávez Aliaga,
Set. 1972.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario