Escribe: Manuel Sánchez Aliaga.
Cualquiera hubiese
dicho que Anselmo sólo trató de fugar de su mundo de congoja, arrastrada desde
hacía años, cuando por primera vez se encontró de cara con inimaginable
realidad jamás antes conocida.
Cualquiera hubiese
dicho que Anselmo sólo trató de fugar de su mundo de congoja, o que evadió la
locura cuando se lo vio ir tras yerbas, componiendo brebajes, echando conjuros
y haciendo mil artilugios hasta que lo vimos transformado, irreconocible, vistiendo
el disfraz de brujo que tanto prestigio le dio en diversos pueblos donde
conoció al hombre en toda su infantil credulidad.
Cualquiera hubiese
dicho que Anselmo sólo trató de fugar de su mundo de congoja o que ya se volvió
loco cuando, como curandero eficaz, se enroló en la columna guerrillera que
ayer nomás pasó por aquí, por nuestro pueblo, comandada por el temido camarada
Miro.
Ahora hemos sabido que
toda la columna subversiva había muerto sin disparo alguno y que tan sólo a su
jefe se lo había encontrado morado y con la lengua afuera colgando de un árbol.
Aquella tarde,
preludio de desgracia, una inmensa culebra gris atravesó veloz delante de
Anselmo, desapareciendo entre la hojarasca de la orilla del camino tantas veces
transitado y a cuya vera, más allá, media hora más allá, asomada a la puerta de
la casa lo estaría esperando Rosalía, su «capulí» de crenchas ébano, junto a
Carlitos que recién empezaba a balbucir pa-pa; pa-pa... El abrazo mudo, la
caricia y el beso casi hosco, pero dulce y elocuente; y los mimos, el jugueteo
infantil, el ansiado solaz de alzar entre sus vigorosos brazos al fruto de su
amor, sucederían al encuentro, luego de periódicas ausencias obligadas como
vendedor de baratijas.
Poco antes de cruzarse
con la artera sierpe, anunciadora de mil desgracias hogareñas, en la posada
donde acostumbraba pasar la noche para continuar de madrugada hacia el bohío
que había levantado con sus propias manos, y ayudado por el callado amoroso
aliento de su amada Rosalía, oyó cantar al búho y a la vieja gallina negra que,
por vieja, no la destinó jamás a la olla la siempre ágil y habladora comadre
que lo hospedaba.
Dolorosos presagios lo
asaltaron anudando su corazón aquella noche. Y ahora, otra vez lo sintió
palpitar punzante mientras desenvainaba en vano el machete compañero, inútil
para deshacer el funesto sortilegio que se esfumó reptando hacia las
concavidades del áspero y siempre desigual terreno, desigual como la vida,
desigual como la suerte...
Aceleró la caminata
hasta convertirla en desenfrenada carrera. ¡No!, ¡no!, ¡no!, ¡no era posible
aquello! Su adorada «capulí» colgaba yerta del otro dulce capulí que, frondoso,
se alzaba ante el hogar... Como sacudidos por violenta tempestad le rodaron
gruesas gotas de dolor y se le dibujó crispada mueca de un larguísimo y ronco
grito taladrando el espacio silencioso de aquel lejano paraje.
Al espanto, la
angustia y el dolor sucedió aparente calma y despacio, muy despacio, casi sin
hacer ruido, con pisadas de puma que hubo aprendido en sus incursiones
nocturnas para atraparlo y evitar que diezmara su rebaño, se acercó al amado
cuerpo que se balanceaba al compás del viento. Lo depositó suavemente, casi
temiendo hacerla daño, en el poncho bayo con que lo obsequió Rosalía el día de
la boda; y para ver más, los espasmos de dolor y el rugido de su rabia y
desesperación se escucharon en el eco que desde la otra banda los devolvió en
incansable lamento.
Desesperado corrió
casa adentro. ¡Carlos!... ¡Carlos!... ¡Carlitos!...Gritó enloquecido, mas el
inerte bulto envuelto en pequeña manta gris fue la única respuesta.
Llameante cruzó el
recuerdo de Casimiro, indio altanero y prepotente que hacía mucho -antes de su
matrimonio- quiso hacerla suya a la fuerza, ¡a su Rosalía!, y tan sólo su tenaz
resistencia femenina y la filuda piedra que por siempre le dejara vejatoria cicatriz
en su fiera mejilla, la salvaron del traidor atropello.
Casimiro se había
marchado con una columna subversiva al poco tiempo y, de vez en vez, teníamos
noticias de él cuando se sabía de incursiones y fugaces encuentros con la
policía, de los que únicamente quedaban sangre, desolación, dolor,
incertidumbre y muerte.
De la revista El Labrador, mayo 1997.
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