Por Jorge Reina Noriega.
En nuestro Chachapoyas de antaño, en esa
ciudad hermosa metida en lo más profundo de nuestro ser, habían cosas y escenas
maravillosas, que tenían su tiempo y su lugar, para que los muchachos de ese entonces,
cumplamos casi a la perfección, como criaturas disciplinadas por reglas y
costumbres, emanadas de hadas encantadas que vivían esplendorosas en nuestra
imaginación.
Cómo olvidarnos la presencia de niños,
algunos con pantalón corto, pero casi todos nosotros descalzos y pata cala,
pispachos y uno que otro nigüento, que se concentraban generalmente en la plaza
de armas, alrededor del kiosco, frente a la catedral, muchos con la carita
sucia, pero formando un grupo compacto de amigos, que rivalizábamos sanamente,
aunque también nos trompeábamos, por el huaico, que ahora es el jirón Libertad,
que estaba lleno de tayos, marcos, pencas y ancocashas en los cercos…,
peleábamos hasta sacarnos chocolate de la nariz y terminábamos en un fuerte
abrazo de amistad y de perdón, sin ningún ápice de rencor, obligados a darnos
el abrazo de la paz, bajo la atenta mirada de la Zorra Albornoz, del tununo
Saberberín y ya en los últimos tiempos con la presencia del Mote Eguren o el
Huaranguito de Burgos, quien nunca se trompeó con nadie, pero a todos ganaba,
solo de boquilla.
Esos tiempos de los años 40, sin luz
eléctrica, con tres o cuatro chorritos, en sitios estratégicos, con pozos de
agua, a veces llenos de oltos o renacuajos, que bebíamos sin hervir y no en
vasos o tazas, sino en pates o jarritos de arcilla hechos en Huancas o Cheto.
Nadie se enfermaba del estómago, aunque, claro, éramos un poco poshecos y
barrigoncitos, porque las cuicas y las lombrices, eran nuestras fieles
compañeras, que las combatíamos con caldos de Paico y en último caso con cápsulas
de kenopodio que recetaban don Benjamín Reina, don Hildebrando Villacorta, el
muncha Rojas o don José Santos Vigil, para los que se sospechaba que tenían “solitaria”,
porque comían como chanchos y nunca engordaban.
Había épocas de bolas y de choloques y
los más pintados, como el macho Carrión, el Milico, el Lluquete de Burgos, el
tablitas Máximo Pizarro o el Walter de Ubilón, tenían sus caramelas, que eran
unas bolas un poco más grandes, de color blanco y con pintas negritas, que eran
las preferidas y que todos envidiábamos porque eran las ganadoras.
En la época de trompos había
competencias para saber quien lleva primero a la olla, donde el ganador cumplía
de dar el número de guactas que se había apostado, pero sin usar lezna, porque
eso entre caballeros, estaba prohibido y era motivo de “chócale pal Huayco”.
En la pega librada, previa chuzada,
jugábamos alrededor de las barandas del kiosco, saltando como gimnastas, para
evitar que nuestro perseguidor nos toque la espalda con movimientos de cintura,
que ya hubiesen querido tener los toreros o los rejoneadores a caballo de Acho.
Se practicaba el salta carnero, pero eso
sin hacer melo más fuerte que era un talonazo donde la espalda cambia de nombre,
o coquitos aperillados, que era saltar sobre la espalda del que estaba
chantado, con los puños, para que los nudillos de nuestros dedos se hundan en
sus lomos.
Claro que por esa época también había
partidos de futbol entre el San Juan contra la Guardia Civil y tratábamos de
imitar al Shanga Angulo, al negro Trigozo, al Mashio Más o al ñato Luis López,
cuando jugaban en Belén con pelota de blader, que era para los grandes. Estoy
seguro que en esa época solo había una o dos pelotas de cuero, una que lo
guardaba don Floro en el San Juan y la otra el Abdón o la vaca Reyna, guardada
en el Puesto de la GC. Nosotros, con mucha suerte teníamos una pelota de jebe
N° 3 y las más de las veces pocochas de carnero o de toro que comprábamos en el
Camal.
Cuando ya éramos un poquito más maltoncitos,
con la presencia de algunas niñas en las horas de visita y de tertulia de
nuestros viejos, jugábamos las escondidas y los más aventados nos atrevíamos a
tocar, disimuladamente y sin que se den cuenta, con nuestra mano húmeda y temblorosa, alguna parte del
cuerpo de nuestras compañeritas, escondidos, sin importarnos las espinas, dentro
de los geranios o los rosales. Cuando estas niñas crecieron, descubrimos que
nuestra timidez e inocencia, la tomaban como de tontos o upas, pero, felizmente
no de puites.
Pero, la época más maravillosa y que ha
calado hondo en mis recuerdos, es el mes de agosto, cuando todavía la Fiesta de
la Virgencita de Asunta, no tenía la pomposidad y la majestuosidad de ahora.
Era el mes de los vientos. El mes en que el aire soplaba fuerte, haciendo que
las pashcas de los árboles se muevan de un lado a otro, era el mes de los
remolinos de viento que levantaba el polvo de nuestras calles de tierra, alzaba
algunas polleras y despeinaba a nuestras dulcineas.
Este era el mes que nosotros mirábamos embelesados
al cielo azul de nuestra tierra, adornado con nubes blancas que se movían
lentamente, formando castillos o figuras diversas. Cuántos sueños, cuántas
ilusiones, en nuestras mentes que se adormecían mientras dormitábamos tendidos
entre la alfalfa o la grama de nuestras huertas.
Volar nuestras cometas, era todo un
acontecimiento…, teníamos que hacerlas con laminitas de carrizo bien flexible,
de preferencia obtenidas a escondidas de la huerta de don Felipe de la Boca del
Napo. Los papeles rojos, verdes, amarillos, blancos, comprados en la tienda del
Sonriente del Comercio, los pegábamos con goma de almidón de yuca. La rabija se
hacía con tiritas de tela, pañuelos viejos, una que otra corbata, tanteando y
siguiendo los consejos de los mestros, para que no cabecee cuando vuela. El
hilo era Cadena del número 10 untado con cera negra, para que pueda resistir el
corta cuchilla de los abusivos.
Íbamos a Tasia, cerca a los eucaliptos,
para aprovechar el fuerte viento y de vez en cuando darnos una zambullida
ciprachos en el Número 8, en la Guitarrilla o en la Sapona, dejando nuestra
ropa, bajo una chishca y cuidando que don Samuel de Pollapampa, no los lleve.
Don Samuel era fornido, de voz ronca, alto, blancón que mi viejo lo contrataba
para que la lleve cargada con su solpe en una silla a mi madrecita hasta Celendín, con tres o cuatro días de
viaje. Vaya si era macho don Samuel, a quien nunca más le volví a ver, pero su
imagen no se me olvida caminando por la
fila de Calla Calla, Huilca, Saullamur, Quebrada Honda o la cuesta del Limón.
Volviendo a las cometas las veíamos
volar en el cerro Colorado o en el Blanco, pero el quien si era un campeón de
todos los tiempos fue el ocalato Oscar Eguren que elevaba su cometa de tres
rabijas, desde el balcón de su casa de la plaza de armas y en el colmo del
ingenio lo ponía una lucecita tintineante a
eso de las 6 de la tarde, parecida a una estrellita que brillaba en el
firmamento.
Todas estas escenas de sana distracción
discurren por mi mente como en un sueño del que no quisiera despertar nunca.
En esa época no había discotecas, ni Smartphone,
ni tablets, ni laptops, que ahora aíslan a nuestros niños y jóvenes que no
tienen oportunidad de intimar y hacer una amistad franca.
Nosotros en nuestra niñez y adolescencia,
vivimos otra realidad, de repente más sana, sin drogas, sin alcohol, sin sexo.
Respetuosos de nuestros mayores, responsables de nuestros estudios. Con altos
valores éticos y morales. Sin embargo, en forma muy inocente aparecía la
llamita del enamoramiento, del primer amor de nuestros 8 o 10 años, que, ahora, por esos caprichos
del destino, nos ha vuelto a encontrar, pero, sin derecho a pedir que me ame,
sino a implorar que me permita amarla con la nostalgia de los años de la década
del 40.
Recuerdos de mi tierra bendita,
desconocida para muchos de los que viven ahora bajo su cielo azul, pero, inolvidable para las que la llevamos metida
en nuestro ser, como una herida sangrante que jamás se apartará de nuestro
corazón.
Pastillita para el Alma:
*AYÚDAME A AYUDAR*
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