En un pueblecito metafísico, de ritos y leyendas, recostado, como quiera, sobre las faldas pétreas de un ramal olvidado de nuestras abruptas serranías, pueblecito del Huauco, en la provincia de Celendín, departamento de Cajamarca, humilde, a manera de la humildad de aquellos bendecidos poblados bíblicos que vieron pasar a Jesús de Nazaret, montado en su burrito obediente, sin saludar a nadie, meditativo y absorto; en ese pueblito de ollas y cántaros de arcilla, de tierras gruesas, de maizales arrogantes, de lindas mujeres obsequiosas, de muchachos malcriados, de viejecitas rezadoras cucufatas, de sombreros de paja maravillosamente tejido, de aguas duras emperladas, de aguaceros y truenos, de relámpagos y rayos; en ese pueblito – repito – se le ocurrió a mi madrecita linda la ocurrencia de nacerme allí, una tarde musga de setiembre 22 de 1891, Año del Señor, Día de los Afligidos, que nunca olvidaré, aunque muera. Y sentí nacerme, porque sentí la mano elástica y exangüe de una vieja mofletuda y bruta que me agarró del cuello en el vientre de mi madre y me arrancó de sus vísceras profundas en un desgarrón violento, casi infanticida, y guerrillero afuera.
Nací pues, circunstancialmente, en el pueblecito del Huauco, como hubiera podido nacer en Moscú, Pekín, New York, París, Roma o Madrid. Uno nace donde quieren hacerlo nacer. Así nací yo, donde mi madre quiso que naciera. Declaro como hombre, no como ciudadano, estar contento de haber nacido donde nací, en ese pueblecito que es para mi como el centro del Universo, el punto geométrico del Mundo.
Tan luego nací, cesaron de golpe, los gemidos espantosos de mi madre. Entro el Silencio sigilosamente a la habitación y se arrodilló junto a mi madre a orar en silencio… Una franja tenue de luz huía apresuradamente por las rendijas de la puerta sin goznes. Volvió asustada la calma vestida de blanco portando un ramo de flores en la mano, con el olor de un recuerdo inolvidable. Se escuchó el paso lento de júbilo en casa. Igual que el frotar de unas manos suaves y ágiles. Una sonrisa indecisa se dibujó en los labios secos de mi madre inmóvil. De pronto, caras femeninas, preguntonas, teñidas de curiosidad ardiente: “¿Hombrecito?”, “Si”, “Hombrecito” – contestó – la comadrona, que se había entornillado en el suelo sobre un petate de la habitación con las piernas cruzadas, como si hubiera sido dueña del susto supremo. Luego quedó tranquila la casa trajinada, tranquila como un desvelo, o mejor, como una confesada. Me rendí de tanto gritar en vano y me quedé dormido de nuevo, con una cosa extraña en la boca.
Cuchicheos vienen, cuchicheos van. En un ángulo muerto de la habitación dos viejos, amigos de casa, hablaban pausadamente: “Gracias a Dios que es hombrecito el recién venido”. “Debemos felicitarnos” – decía el otro. En verdad, dijeron ambos: “Faltan hombres”. “Si, Hombres”. “Hombres faltan”. “Ya no vale mentir”, repitieron los don ancianos: “Hay que decir con franqueza y en voz alta: “Sobran ciudadanos”, “Faltan hombres”, “Sobran casacas”. “Faltan hombres”, “Sobran Sabios”, “Faltan hombres”, “Sobran académicos”, “Faltan técnicos”, “Sobran idiotas”, “Faltan cuerdos”, “Sobran…”, “Faltan hombres, hombres, hombres”. De repente, se encendieron las lámparas de la censura y las linternas de las murmuraciones del pueblo. La lluvia caía lenta, sin cesar, toda la noche. La oscuridad crecía en reserva. Los charcos semejaban piedras blancas y aquellos que venían parecían que se van. Así son las noches de setiembre. Crecen ordinariamente, en extraordinario crecimiento.
A los ocho días de nacido, sentí que me bañaron con más esmero que nunca: Jabón Reuter, agua de cananga y toalla nueva, me rosearon con polvos de arroz. Me vistieron de Blanco, medias, botines y una gorrita blanca. Llegaron los padrinos y me sacaron al trote, rumbo al templo de la ciudad. En el trayecto deberíamos pasar por la plaza del pueblo. En ese instante vino a mi memoria el triste recuerdo de que fue allí, en esa plaza memorable que yo reverencio, donde cayó de bruces mi abuelo, donde Nazario Chávez Sánchez, herido de bala, por un grupo de sediciosos de fuera que trataron, en más de una vez, someter al glorioso pueblo del Huauco a la felonía de sus designios políticos. La dignidad y honra de un pueblo, es infinitamente superior al sacrificio de un hombre. Por eso, murió mi abuelo. Por eso, se sacrificó, entregando su vida, como un mensaje de amor a su pueblo. Llegará la hora de esta reparación histórica, levantándole un monumento en esa misma. Plaza que yo reverencio con toda unción confundiéndome con mi pueblo que me espera siempre con los brazos abiertos y sus aplausos cerrados.
En el templo, la comitiva, en extremo desairada por su número, fue recibida por un curita alto, delgado, no muy viejo, ni muy joven que digamos. Atravesado el infeliz. Al parecer era un tanto bueno. Los demás pecados los llevaba, ocultos por dentro.
Sin más, ni más, el tal curita me puso sal en la boca. Me agarró de las orejas. No se que me dijo. Hundió mi cabeza en una tina de agua fría. Me calatearon. Me descubrieron las espaldas y el pecho. Era justo que yo me arrancara a llorar. No por nada, sino de cólera por haberme hecho católico, sin consultarme previamente, y arreció mi quebranto cuando vi que mis padrinos, a regañadientes, sacaron de sus bolsillos trece reales cada uno y le untaron la mano al curita. Ya estaba metido hasta el cogote en la Religión Católica. A Dios gracias, cuando no habían todavía curas comunistas, curas hippies, curas pekineses, curas desertores de la religión. Desde entonces hasta aquí, las cosas han cambiado mucho, muchísimo. Ahora se organiza jaranas en las iglesias, con guitarras y cantos de muchachos barbudos, y de muchachas desnudas, con las piernas y los brazos desnudos, los calzoncitos calientes y otras cosas más. ¡Qué tiempos los de ahora doña Casimira! ¡Qué tiempos! Me hicieron Católico sin quererlo. Me hicieron pero no pudieron hacerme cristiano, que es cosa muy diferente. Una cosa es con guitarra y otra cosa es con violín. Ahora cada cual baila con su pañuelo. Ahora curita se amarra la sotana a la cintura y adentro se ha dicho. No hay primera sin segunda dice doña facunda. Quedé incorporado, así a la fila de los desgraciados, es decir a la fila de los hombres honorables, fila de los civiles por excelencia.
Entre tanto, lentamente me fui apartando del biberón y de mis juguetes. Llegué a sentarme solo, a gatear de pecho por el suelo, a pararme solo, agarrándome de una silla o de cualquier cosa que encontraba. Lo que quiere decir que ya tenía años suficientes para hacerlo. En mis andanzas de pecho, en mi gatear corrido y en mis paraditas alegres, aplaudiéndome yo mismo, encontré de repente un agujero que daba a la casa vecina. Me acerqué a el llorando a gritos, a llamar a mi hermano mayor que acababa de morir, porque no quería vivir, quien me crió hasta un cuarto de hora antes de su muerte, y por eso, lo buscaba, lo llamaba y lo lloraba, sin saber por qué. Vaya usted a sabiendo. Si era o no listo desde chiquito. Llamar por un agujero a mi hermano muerto. El caso se presta a estudio. ¿Sería el desarrollo prematuro del instinto? ¿Las voces tristes de una vida frustrada? ¿Sería la esperanza que no nos abandona nunca? ¿Sería quedarse algo de quien se ha ido para siempre? ¿Sería acaso una palpitación recóndita? ¿Un querer quedarse entre nosotros? No lo sé. Lo cierto es que de tanto llamar, de tanto buscar, de tanto llorar, me quede dormido junto al agujero y junto a mi llamada en vano que quedó prendida en mis labios. De pronto me cogió mi madre entre sus brazos. Me acostó en su regazo. Sentí que mi madre perseguía de muerte a los piojos en mi cabeza y a las pulgas de mi cuerpo. Le pregunté: Dime madre ¿Por qué esas gentes que viven al frente a nuestra casa pelean día y noche, mientras sus hijos lloran? A lo que mi madre contestó: Hijito mío: Esas gentes que pelean, pelean de hambre. Si, de hambre. Son los pobres del barrio. Son los pobres del mundo. La ternura de las palabras de mi madre aún resuena en lo más profundo de mi alma. Ahora comprendo. Mi madre era una mujer adelantada a su tiempo. La primera socialista del pueblo, la más humana del pueblo. La madre más madre que la madre de todas la madres juntas del pueblo.
Así las cosas. No dejé de crecer un solo instante durante nueve años. Sentí mi crecimiento a toda máquina. Tenía ganas de pegarle a cualquiera que se pareciera gente. Había nacido en mí, prematuramente una rara valentía. Un fuerte deseo de ser hombre con pantalones altos. Corría por todo mi cuerpo una virilidad espantosa que a mi mismo me daba miedo.
Un buen día mi padre me anunció que debía ir a la escuela. Lo pensaré – le contesté – aceptó mi viejo no de muy buenas ganas, lo que hizo entender que algo tenebroso se tramaba por ahí. Mi madre quería y no quería a la vez decirme lo que pasaba, pero yo tenía temor y duda. Y presumía que algo había contra mí.
Pasaron los días y mi padre me ordenó que debiera bañarme, que me pusiera el vestido menos rotoso que el otro que era el que llevaba conmigo y que me dieran mi desayuno temprano. No dejó de inquietarme sobremanera tal orden. La acaté pero no la cumplí.
Quien les dice a ustedes, dormí bien. Desperté temprano, me vestí como pude y precipitadamente salí a la calle con mis pantalones al brazo y las emprendí no sé a donde, con mi ponchó y mis llanques volteando la cabeza a cada paso.
Cuando mi padre penetró en mi habitación a despertarme, yo ya no estaba, cuando mi madre y mi padre salieron en mi búsqueda por todas las calles, yo, ya no estaba. Me encontraba arañando las faldas de los caminos a la “Lechuga”, un pequeño terreno que cultivaba mi padre, a seis leguas del Huauco.
No sé de qué manera llegó el chisme a mi padre a los pocos días. Lo evidente es que me encontró y me trajo. No podía dejar de hacerlo. Pero lo hizo sin una palabra de reproche, lo que me hizo suponer que algo extraño me sucedería: “Paliza segura” o cualquier otro castigo. Pero no hay corazón traidor a su dueño, dice el adagio. Pensaba en mis costillas rotas y en otras cosas más crueles todavía. En cada paso que daba en el camino, quería encontrar escondidos un dolor y una pena. Fue todo un calvario mi retorno torturado por los halagos de mi padre. No existe, por cierto, una mayor tortura que un halago y todo aquello que se parece a un cariño desgraciado. El solo pensar de que un halago se convierte en castigo, es ya el comienzo de una desventura que viene.
Cuando llegamos al pueblo y entramos en la casa dolida de recuerdos, oí que mi padre, en alta voz, daba la orden inquisitorial que se me encerara en la habitación más segura. Se desentrañó al fin el halago. Buscaba un simple agujero para escaparme. Vano intento. Me sentía perdido. El menor ruido era como el desgarrón de un grito. Los pasos de mi padre den las baldosas del zaguán, tenían el eco de un dolor que naufraga. El canto de un pájaro lejano venía a mí como un odio, como un ultraje, como una ira, como un desengaño. Todo se hacía grande en mi encierro. Mi dolor, mi pobre dolor se había sentado a mi lado y se quedó dormido. El frío que sentía era un frio silvestre. Lo había recogido en mi ponchito nogal y no me abandonó un solo instante. Era como un perrito extraviado sin dueño. Era fiel a mi pena.
Cuando mi padre al día siguiente entró en mi habitación me encontró profundamente dormido sobre el suelo duro de mi inocencia. Lloré con ganas al verlo. Lloró sin ganas al verme, y ambos lloramos sin saber por qué. Pero lloramos con aflicción y quebranto. Mi madrecita corrió a mis brazos y mis brazos corrieron hacia ella. No lloramos pero hicimos llorar a nuestras almas, y los dos, mi madre y yo, nos arrodillamos ante mi padre y los tres lloramos como tres niños huérfanos.
Así fue. Al día siguiente, me desperté muy temprano. Yo mismo me lavé con el agua bendita de la madrugada. Busqué mi ropa. Me vestí. Mi padre me tomó de la mano y me dijo: “Así me gustan los hombres desde chicos, que saben cumplir su palabra y saben morir junto a ella”. ¿Acaso la muerte no es una simple decisión?
Al llegar a la escuela, en el frontispicio del salón se leía una inscripción que en letras grandes y negras decía: “Con sangre entra la letra” y no quiso decirme lo demás. Es un consejo y una enseñanza repitió. Pase niño. Y pasé con la arrogancia de un gallito sobrado que entra en corral ajeno.
A Cristo por ser Cristo, no se le hubiera ocurrido decir algo semejante “Con Sangre entra la letra”, que bien pudo haberlo dicho en ese trance de su historia vivida, porque con sangre se lavó el pecado de la cruz; porque con sangre se limpió las suciedades del mundo; porque con sangre se redimió a la humanidad; y esa humilde y triste escuelita de don Encarnación Sánchez Sánchez pretendió lavar con sangre el pecado de la ignorancia de los niños y lo lavó al fin de cuentas. Tendríamos para rato un dialogo sobre este tema. Véase como en las cosas más simples se esconden las más grandes.
Pues bien, el profesor Encarnación, verdadero justicialista de la época, era muy "justiciador". Por “quitarme esas pajas” a cualquier alumno lo ajusticiaba. A mí por ejemplo, me ajustició una vez, hasta sacarme sangre de las nalgas, que yo mismo daba compasión. Y así fue, como recibí con sangre la señal de la cruz y como aprendí el Padre Nuestro, el Credo, el Ave María y otras candilejadas.
De esa escuela pase a otra mas tolerante y menos pegadora. De ahí a otra más. De ahí a otra más clemente. Fue allí en esa escuela donde pasé de la ingenuidad a la malicia. De lo simple a lo compuesto. De lo prudente a la imprudencia. Del recato a la incorrección. De la timidez a la audacia. Del do, re menor al do mayor y así recorrí toda la escala Do-re-mi-fa-sol-la-si-do. Pasé asimismo de los ordinario a lo extraordinario , porque hay que saber que lo ordinario es una cosa corriente, menguada, bonachona, suelta, ingenua, vulgar si se quiere; en cambio lo extraordinario, es una cosa movida, penetrante , inquieta, de ejecución directa, de práctica dolorosa. Es decir de una situación ya hecha en el proceso del crecimiento humano. Es lo normal de los hombres que pasaron de la inmoralidad a la moralidad. La normalidad es un apego a la vida. La anormalidad es un querer a la muerte. Cuando echemos abajo ese huesero de palabras que se llama diccionario estaremos en condiciones de definir la vida independiente de toda la dependencia. Sólo así podremos dar paso a la vida de la anormalidad que es esencia de la normalidad más perfecta. Bethoven, Leonardo de Vinci, Miguel Ángel, Mozart, Nietzsche, y otros más fueron los más perfectos anormales del mundo y vivieron porque no pudieron morir la normalidad de su vida y murieron porque no pudieron vivir, este es el caso.
Crecí en voz, y crecí de brazo con la vida. Era demasiado amigo de don Jesús de Nazaret, a quien no le gustaba hacer favores. Pero si era muy delicado, muy señor, muy político y muy cortés además. Recto como ninguno. Don Jesús era un poco tacaño. No se afeitaba por no gastar. No fumaba. A veces le gustaba oler incienso quemado y se congratulaba hasta con sus enemigos, aunque él siempre decía no tenerlos. Don Jesús carecía de techo. Las más veces dormía a la intemperie en los atrios de los templos, casi desnudo. Era madrugador don Jesús. Le gustaba el trabajo sin remuneraciones.
Mi caro amigo, don Jesús de Nazaret era un autentico caudillo de la paz. Era nacionalista en extremo. Para él no había sino su pueblo de Judea. No quería saber nada de los demás pueblos de Europa, Asia, África y de los de América. Judea era el único pueblo de sus quebrantos, de sus sacrificios, de sus desventuras, de su amor, de sus desgracias. Lo demás no existía. Lo prueba el hecho de que por Judea, sufrió bofetadas, garrotazos, persecuciones, huelgas de hambre, desprecios, el peso de un madero verde, azotes, lanzazos, burlas, chacotas, resbalones, caídas y todo por su inolvidable pueblo de Judea.
Desesperado de tanto sufrimiento, llamó a Pedro en su ayuda, pero don Pedro, como era tan ingenuo, lejos de ayudarlo, negó a don Jesús ante el tribunal que lo juzgaba, diciendo que ni lo conocía… Y cuando en otro momento don Jesús pidió a Pedro que se acercara para que le lavara los pies. Pedro le mandó decir “Díganle a ese señor que yo no me dejo lavar las patas por nadie… Habrase visto que don Jesús quiere lavarme las patas… No faltaba más…”
Y es que don Pedro, era un pescador de esos, bonachón, gordo, voz gruesa de hombre, cara sucia pelos mal traídos que le dan apariencia de un tipo mozón, catchacanista, gritón, de sonrisa acabada, cuando en verdad don Pedro tenía alma de niño, un inocentón de esos, tipos de chacota, hablador, ingenuo, etc. Don Jesús que sabía de los dones que se manejaba don Pedro, lo estimaba mucho y lo hizo jefe de su iglesia.
Luego, andando el tiempo, crecí en alboroto. Corría en las pampas verdes y saltaba como un torito rosado, mientras las auroras abrían sus ojos grandes, los sapos croaban al compás de la lluvia menuda y las penas trepaban asustadas por las faldas de los cerros morados y los duendes dormían debajo de los puentes sin río o junto a los montones de culebras de las chacras sin dueño.
Comencé a ponerme serio como todo hombre, y mucho más serio, cuando se insinuaron las barbas tomar posesión de mi cara. Metía mi cabeza, por primera vez, a un mundo ajeno; a un mundo sin extensión ni medida, queriendo disparar una flecha sin arco. No me arrepiento de haberle dado a la vida mi palabra de honor, que no moriré sino a los ochenta y cinco años de edad, y creo cumplir mi palabra empeñada. Para lo que estoy ahora ahorrando energías, porque hasta para morir hay que tener energías. No se puede morir así nomás. Es muy difícil morir. En cuanto a mi estoy resuelto a morir cuando yo quiera y me dé la gana y cuando se acabe el mundo de mentiras y cuando muera la farsa de esta sociedad corrompida que organiza guerras, asaltos, robos y desaparezcan los traficantes del honor y de la dignidad de los pueblos.
ahora no es el tormento
de la penosa agonía de
mi vida; es la resaca de
las blasfemias de mi muerte
que aún vive todavía.
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