Jorge Horna
(Una experiencia personal)
En mi siempre recordado
Celendín, la celebración anual en el mes de julio se planifica y organiza en
homenaje a la Virgen
del Carmen. Después de las concurridas misas solemnes, novenas, quema de fuegos
artificiales, y de paso, el desfile escolar por la patria, todo el entusiasmo
de la población se dirige a las cinco tardes de corridas de toros.
Han escrito propios y
extraños detallados y emotivos relatos referidos al ruedo de madera ingeniosamente
construido para un solaz y pasajera jornada de tauromaquia. La originalidad es
evidente, y el jolgorio inevitable impulsado por una especie de interacción
social colectiva.
Con el riesgo de ser objeto
de variadas adjetivaciones, voy a exponer mi opinión, sabiendo que una multitud
con el fervor irreflexivo pretenderá cuestionarme.
Muchos celendinos y
celendinas -cuando niños- íbamos junto a nuestros padres al espectáculo.
La verdad es que nunca gocé de ello. Lo que sí me agradaba era jugar por las
noches con otros amigos en el tablado de los “chaques” y “palcos” hechos sobre la “barrera”. Y, ya adolescente,
escuchar en “La Feliciana ”
(la hoy plaza “Sevilla”), también por las noches las retretas con aires
musicales que apretaban el corazón ya platónicamente enamorado.
Mi indiferencia por las
corridas de toros al transcurrir el tiempo se hizo palpable. En alguna ocasión
preferí pasar la media tarde en un toldo bebiendo unos cuantos vasos de chicha
de jora, solo, pues todos –o casi todos-
estaban de espectadores taurinos.
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Retorné a la “fiesta brava”
después de más de veinte años con mis hijos de 15 y 12 años de edad. Fuimos a
la primera tarde de lidia, y en el “chaque” que alquilamos tuvimos que hacer
obligadas contorsiones y piruetas entre las tablas que fungían de inamovibles
asientes escalonados, hasta lograr una ubicación.
Toreros recibidos con
marineras, marchas, valses y vítores; luego de sus ritos, el inicio de la
corrida. Después de puyazos, varas, pinchazos de garapullos y estocadas, la luz
solar -ya crepuscular-
se reflejaba trágicamente en la sangre que a borbotones manaba por el
lomo del toro agonizante, los ojos humedecidos, nublados por la impotencia; y
los gritos y aplausos vacuos de los espectadores. Se entoldó el día cuando un
torero dio el puntillazo final.
Al día siguiente sugerí
nuevamente a mis hijos ir al espectáculo. No aceptaron, entonces les propuse
pasear por las campiñas del pueblo, faenas que las proseguimos en las restantes
tardes.
Luego de esta remembranza
estoy del lado de la corriente contemporánea mundial que manifiesta el rechazo
a este tipo de lidias, lamentablemente popularizadas.
El debate esta abierto.
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