Por Ricardo Palma.
Lima, como
todos los pueblos de la tierra, ha tenido (y tiene) un gran surtido de tipos
extravagantes, locos mansos y cándidos. A esta categoría pertenecieron, en los
tiempos de la República, Bernardino, Basilio Yegua, Manongo Moñón, Bofetada del
Diablo, Salda mando, Cogoy, el Príncipe, Adefesios en misa de una, Felipa la
Cochina, y pongo punto por no hacer interminable la nomenclatura.
Por los
años de 1780 comía pan en esta ciudad de los Reyes un bendito de Dios, a quien
pusieron en la pila bautismal el nombre de Ramón. Era éste un pobrete de
solemnidad, mantenido por la caridad pública., y el hazmerreir de los muchachos
y gente ociosa. Hombre de pocas palabras, pues para complemento de desdicha era
tartamudo, a todo contestaba con un sí, señor, que al pasar por su desdentada
boca se convertía en chí, cheñó.
El pueblo
llegó a olvidar que nuestro hombre se llamaba Ramoncito, y todo Lima lo conocía
por Chicheñó, apodo que se ha generalizado después aplicándolo a las personas
de carácter benévolo y complaciente que no tienen hiel para proferir una
negativa rotunda. Diariamente, y aun tratándose de ministros de Estado, oímos
decir en la conversación familiar: — ¿Quién? ¿Fulano? ¡Si ese hombre no tiene
calzones! Es un Chicheñó.
En el año
que hemos apuntado llegaron a Lima, con procedencia directa de Barcelona, dos
acaudalados comerciantes catalanes trayendo un valioso cargamento. Consistía
éste en sederías de Manila, paño de San Fernando, alhajas, casullas de lana y
brocado, mantos para imágenes y lujosos paramentos de iglesia. Arrendaron un
vasto almacén en la calle de Bodegones, adornando una de las vidrieras con
pectorales y cruces de brillantes, cálices de oro con incrustaciones de piedras
preciosas, anillos, arracadas y otras prendas de rubíes, ópalos, zafiros,
perlas y esmeraldas. Aquella vidriera fue pecadero de las limeñas y tenaz
conflicto para el bolsillo de padres, maridos y galanes.
Ocho días
llevaba abierto el elegante almacén cuando tres andaluces, que vivían en Lima
más pelados que ratas de colegio, idearon la manera de apropiarse parte de las
alhajas, y para ello ocurrieron al originalísimo expediente que voy a referir.
Después de
proveerse de un traje completo de obispo, vistieron con él a Ramoncito, y dos
de ellos se plantaron sotana, solideo y sombrero de clérigo.
Acostumbraban
los miembros de la Audiencia ir a las diez de la mañana a Palacio en coche de
cuatro mulas, según lo dispuesto en una real pragmática.
El Conde de
Pozos Dulces don Melchor Ortiz Rojano era, a la sazón, regente de la Audiencia,
y tenía por cochero a un negro, devoto del aguardiente, quien después de dejar
a su amo en Palacio fue seducido por los andaluces, que le regalaron media
pelucona, a fin de que pusiese el carruaje a disposición de ellos.
Acaban de
sonar las diez, hora de almuerzo para nuestros antepasados, y las calles
próximas a la plaza Mayor estaban casi solitarias, pues los comerciantes cerraban
las tiendas a las nueve y media y seguidos de sus dependientes-iban a almorzar
en familia. El comercio se reabría a las once.
Los
catalanes de Bodegones se hacían llevar con un criado el almuerzo a la
trastienda del almacén, e iban ya a sentarse a la mesa cuando un lujoso
carruaje se detuvo a la puerta. Un paje de aristocrática librea, que iba a la
zaga del coche, abrió la portezuela y bajó el estribo, descendiendo dos
clérigos y tras ellos un obispo.
Penetraron
los tres en el almacén. Los comerciantes se deshicieron en cortesías, besaron
el anillo pastoral y pusieron junto al mostrador silla para su ilustrísima. Uno
de los familiares tomó la palabra y dijo:
—Su señoría
el señor obispo de Huamanga, de quien soy su humilde capellán y secretario,
necesita algunas alhajitas para decencia de su persona y de-su santa iglesia
Catedral, y sabiendo que todo lo que ustedes han traído de España es de última
moda, ha querido darles la preferencia.
Los
comerciantes hicieron, como es de práctica, la apología de sus artículos,
garantizando bajo palabra de honor que ellos no daban gato por liebre y
añadiendo que el señor Obispo no tendría que arrepentirse por la distinción con
que los honraba.
—En primer
lugar —continuó el secretario—, necesitamos un cáliz de todo lujo para las
fiestas solemnes. Su señoría no se para en precios, que no es ningún roñoso.
— ¿No es
así, ilustrísimo señor?
—Chí, cheñó —contestó el obispo.
Los
catalanes sacaron a lucir cálices de primoroso trabajo artístico. Tras los
cálices vinieron cruces y pectorales de brillantes, cadenas de oro, anillos,
alhajas para la Virgen de no sé qué advocación y regalos para las monjitas de
Huamanga. La factura subió a quince mil duros mal contados.
Cada prenda
que escogían los familiares la enseñaban a su superior, preguntándole:
— ¿Le gusta
a su señoría ilustrísima?
—Chí, cheñó —contestaba el obispo.
—Pues al
coche.
Y el
pajecito cargaba con la alhaja, a la vez que uno de los catalanes apuntaba el
precio en un papel.
Llegado el
momento del pago dijo el secretario:
—Iremos por
las talegas al palacio arzobispal, que es donde está alojado su señoría, y él
nos esperará aquí. Cuestión de quince minutos. ¿No le parece a su señoría
ilustrísima?
—Chí, cheñó —respondió el obispo.
Quedando en
rehenes tan caracterizado personaje, los comerciantes no tuvieron ni asomo de
desconfianza, amén que aquellos no eran estos tiempos de bancos y papel-manteca en que quince mil duros no
hacen peso en el bolsillo.
Marchados
los familiares, pensaron los comerciantes en el almuerzo, y acaso por llenar
fórmula de etiqueta, dijo uno ch ellos:
— ¿Nos hará
su señoría ilustrísima el honor de acompañarnos a almorzar?
—Chí, Cheñó.
Los
catalanes enviaron a las volandas al fámulo por algunos platos extraordinarios,
y sacaron sus dos mejores botellas de vino para agasajar al príncipe de la
Iglesia, que no sólo les dejaba fuerte ganancia en la compra de alhajas sino
que les aseguraba algunos centenares de indulgencias valederas en el otro
mundo.
Sentáronse
a almorzar, y no les dejó de parecer chocante que el obispo no echase su
bendición al pan, ni rezase en latín, ni por más que ellos se esforzaran en
hacerlo conversar, pudieran arrancarle otras palabras que chi, cheñó.
El obispo
tragó como un Heliogábalo.
Y
entretanto pasaron dos horas, y los familiares con las quince talegas no daban
acuerdo de sus personas.
—Para una
cuadra que distamos de aquí al palacio arzobispal ya es mucha la tardanza
—dijo, al fin, amoscado, uno de los comerciantes—. ¡Ni que hubieran ido a Roma
por bulas! ¿Le parece a su señoría que vaya a buscar a sus familiares?
—Chi, -cheñó.
Y calándose
el sombrero, salió el catalán desempedrando la calle.
En el
palacio arzobispal supo que allí no había huésped mitrado y que el obispo de
Huamanga estaba muy tranquilo en su diócesis cuidando de su rebaño.
El hombre
echó a correr vociferando como un loco, alborotóse la calle de Bodegones, el
almacén se llenó de curiosos para quienes Ramoncito era antiguo conocido,
descubrióse el pastel, y por vía de anticipo mientras llegaban los alguaciles,
la emprendieron los catalanes a mojicones con el obispo de pega.
De ene es
añadir que Chicheñó fue a chirona;
pero reconocido por tonto de capirote, la justicia lo puso pronto en la calle.
En cuanto a
los ladrones, hasta hoy (y ya hace un siglo), que yo sepa, no se ha tenido de
ellos noticia.
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