Por José Luis Aliaga Pereyra.
Quince de mayo, once de
la mañana. El preso cogió el retrato y con sumo cuidado lo apretó contra su
pecho. La celda donde purgaba condena era pequeña; había allí dos camarotes con
cuatro colchones y sus respectivas frazadas. Junto a la puerta, sobre una tosca
mesa, una cocinilla a kerosén, una tetera y una olla, ambas con tapas rojas,
ayudaban a mejorar, en los días de visita, la ración alimenticia de la cárcel.
En la pared, frente a la misma puerta, improvisados colgadores de ropa
sostenían dos pantalones y una casaca de corduroy negro. A un costado de los
colgadores brillaba un clavito de acero, sostén del retrato que ahora el preso
mantenía entre los brazos y su pecho.
Habían transcurrido ya
tres años. Su situación en lugar de mejorar iba empeorando. El Fiscal había
solicitado diez años de prisión.
Emeterio, así se llamaba
el preso, se arrodilló y rezó más que nunca. Todos los días lo hacía pero, para
él, este quince de mayo era muy especial. Los días quince de los mayos
anteriores también había rezado con igual devoción. Sin embargo, esta vez, un
presentimiento le anunciaba algo diferente. Con el rostro serio, contrito, sin
dejar el cuadro, estiró los brazos; miró fijamente la imagen enmarcada y,
cerrando los ojos, la besó sintiendo una frescura como si hubiese bebido agua
del ojo de la Quintilla (1); luego
un estremecimiento sacudió su cuerpo y, de pronto, se vio bañado por los
abrigadores rayos de un sol que acababa de esquivar a una nube impertinente. El
preso se vio ingresando al pueblo donde había nacido; se vio caminando
despacio, mirándolo todo con ternura, como queriendo llevar en sus pupilas lo
que observaba: las pampas, los eucaliptos y sauces, el colegio adornado con
descoloridas cadenetas de papel, los puentes de barandas conversadoras, la Posta
Médica y Puesto Policial; la casita destruida por el tiempo entre las calles
Cajamarca y Clodomiro Chávez, a la que miró, deteniéndose un momento, curioso y
dolido; para después avanzar igual, lentamente, tocando, como un niño, las
paredes de las casas; observando sus veredas y la sombra de sus techos sobre el
mudo asfalto. Emeterio escogió el jirón Venecia para llegar a la Plaza de
Armas, desplazándose a media sonrisa, recordando, triste, las calles empedradas
donde antes, por una acequia embaldosada, correteaba alegre el agua cristalina.
A la altura del jirón
Bolívar, donde hay una casa de material noble y a medio terminar, como si
saliera de un sueño, Emeterio se dio cuenta de algo sumamente extraño: el pueblo
parecía deshabitado. Al ingresar, notó que el campo amarillento y seco,
cubierto de un polvo blanquecino, moría de sed; no habían rastros de cosechas,
ni rastrojos; no observó a los animales que siempre pastaban; no escuchó el
balido de las ovejas ni el mugido de algún buey que araba la tierra concentrado
en su trabajo; tampoco oyó el trinar de los pájaros, ni llenaron sus oídos los
gritos de los niños que alegraban los minutos y las horas y, por último, no
encontró vecino alguno a quien saludar.
¡Seguro que están en la
iglesia!, pensó. Llegó a la Plaza de Armas. Subió las gradas de la casa de
Dios. Alzó la pierna derecha para cruzar el umbral del portón, porque encontró
abierta su pequeña puerta, e ingresó escuchando el eco de sus pasos. Recorrió,
aun con la mirada larga y nostálgica, las hileras de bancas silenciosas. Buscó
bajo el altar, como si el cura y el sacristán allí se hubieran escondido y,
entonces, recién entonces, comprobó que estaba completamente solo. ¡Parecía que
los habitantes de su pueblo, incluyendo en ellos a su familia, se hubieran
puesto de acuerdo y huían de su presencia! Un sabor amargo tragó su garganta.
Él no había cometido nada malo, sólo defendió a su pueblo descubriendo la
falsedad de algunos de sus habitantes, denunciando su hipocresía, su falso
amor. Dirigió su mirada al altar mayor donde se hallaba San Isidro Labrador,
patrón del distrito. Se detuvo un instante y sentóse en la banca más cercana
como si hubiera sido empujado por alguien.
De pronto escuchó una voz
que parecía provenir del interior de un baúl: — ¡Emeterio!
¡Emeterio!
Entonces, sorprendido,
salió de la iglesia. Cruzó la Plaza de Armas y se puso a mirar por los cuatro
costados sin encontrar un alma; ni siquiera sintió el zumbido del viento que
otras veces y a esas horas alborotaba las hojas de los árboles del convento y
hacía flamear los ponchos de los que salían de la iglesia. ¡Sucre era una
ciudad muerta, fantasmal! Subió por la calle Jorge Chávez, por la vereda del
costado del local municipal. Arrastró sus zapatos por el jirón 2 de Mayo. Pasó
por el
frente de la piscina, a la que miró con curiosidad: era una piscina amplia pero
se hallaba en completo abandono, cubierta de polvo y sin agua.
Siguió su camino pasando
por la “Escuelita de mujeres”. Extrañó los pinos que antes adornaban la casita
de don Romelio. Subió cuesta arriba por la calle de Los “Pajuros” donde sintió
mucha pena al ver que de estos árboles quedaban sólo negros esqueletos que
parecían sobrevivientes de algún incendio.
—¡Emeterio! ¡Emeterio! —se escuchó
nuevamente la voz.
Emeterio aligeró el paso
mirando al cielo cuyas nubes permanecían, increíblemente, estáticas.
Después de cruzar la
antigua y “natural” “plaza de toros”, llegó a la capilla del santo casamentero
y, ¡Emeterio! ¡Emeterio!, se escuchó de nuevo la voz; pero, esta vez, parecía
que eran dos personas las que habían gritado su nombre que lo escuchó provenir
del cementerio.
Al llegar al camposanto, un zumbido igual al que hacen
las abejas en su panal aturdieron sus oídos. Las puertas estaban cerradas;
pero, cuando intentó empujarlas con las manos, se abrieron bruscamente de par
en par antes de que pudiera tocarlas, y la colina donde se ubicaba el
cementerio comenzó a temblar. Emeterio se detuvo al costado de una vieja
pileta. Las cruces, los nichos y todos los adornos de las tumbas empezaron a
caer y abrióse, de trecho en trecho, la tierra, y de cada una de las aberturas,
que eran verdaderas zanjas, se escucharon voces que repetían su nombre y una
pregunta seguida de una explicación que lo desconcertó:
—¡Emeterio! ¡Emeterio!
¿Por qué no te hicimos caso? —decían las voces—. Al
comienzo todo era hermoso. La prosperidad llegó con la mina, dijimos; pero
después, a los pocos años de que te llevaron preso por defender el medio
ambiente de nuestro pueblo,
lo reconocemos hermano, esa prosperidad poco a poco se fue transformando: primero
comenzaron las enfermedades pulmonares, después el polvo secó a las plantas y, luego,
murieron nuestros animales. Los empresarios mineros
construyeron un tren donde, fácilmente, trasladaron el fruto de las entrañas de
nuestro suelo, y con ellos también se llevaron nuestras vidas. Como verás todo
se ha perdido y los únicos que pudieron salvarse ya no viven más en Sucre.
—¡Emeterio! —escuchó
su nombre fuerte y claro.
—¿Sí? —preguntó
levantando la cabeza de golpe sujetando, veloz, el cuadro que estuvo a punto de
caerse; entonces, miró asombrado a su compañero de celda y dijo:
—¡Ya son tres veces que se
repite esta maldita pesadilla!
—No es pesadilla amigo —dijo su
compañero—. Escucha los gritos fuera del penal.
Hasta su celda había
llegado un emisario de su pueblo quien le comunicó que su libertad era un hecho, ya que las pruebas de contaminación al medio ambiente
eran contundentes; mientras, en las afueras de
la cárcel se oía a una muchedumbre que gritaba:
—¡Emeterio es inocente!
—¡Emeterio libertad!
—¡Emeterio es del pueblo
y el pueblo vencerá!
(1) Ojo de la Quintilla.-
Especie de manantial de donde brota el agua del río Quintilla.
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