Por Juan C. Silva Escalante.
La suave llovizna
mañanera caía sobre la pequeña cabaña donde vivían los personajes de esta
historia, propietarios de la finca que se extendía más allá del Marañón. Aunque
el calor era sofocante, ese día podía percibirse el delicioso aroma que
desprendía la tupida vegetación cercana al lugar. La jungla insospechable.
Junto a la casa, aves
de corral y un apacible perro se paseaban tranquilamente. A un costado, un
cristalino arroyo bajaba de lo alto y desembocada en el gran río.
La tranquilidad
reinante hasta entonces se vio interrumpida por los gritos angustiados de una
mujer de mediana estatura, trigueña y caminar ligero.
¡Lucas... Lucas!
Que pasa contestó el
hombre que apareció por la rústica puerta que daba al interior de la casita.
Era alto y fuerte y
aunque ya bordeaba los 50, dejaba notar el temple de aquellos hombres que se
han forjado al amparo de la selva marañónica; enfrentando sus peligros y al
mismo tiempo, disfrutando la maravilla de la naturaleza cuando es pródiga con
ellos.
¡La vaca negra no hay!
... ¡sólo, está su becerrito! - explicó Juliana, que así se llamaba la mujer.
Lucas, no esperó más y sin decir una sola palabra se dirigió decididamente al
fondo de la cabaña. Ahí, tomó de un viejo armario una de las tres escopetas que
colgaban siempre cargadas y se ciñó un enorme y filoso machete... Luego salió.
La mujer al verlo
dirigirse hacia lo alto de la cañada temió por su marido pero no dijo nada.
Luego de unos minutos, Lucas había llegado a una explanada donde se encontraba
su ganado. Desde lo alto de una suave colina observó detenidamente. Parecía
hacer memoria y contar.
Luego, un rictus de
coraje y pena se marcó en su rostro. Caminó, a paso ligero, tratando de
encontrar una señal que lo haría encontrar a su vaca perdida, pero no halló
nada. Había transcurrido medio día y desconsolado se disponía a retornar,
cuando algo llamó su atención. En lo alto, sobre unas peñas, un grupo de
gallinazos, revoloteaban con su típico vuelo de muerte.
- ¡Jijuna! - gritó - ¡debe
haberse despeñado! - y corrió hacia el lugar, bajando con dificultad hasta el
fondo de un barranco en donde la vegetación era cada vez más tupida.
El cuadro que encontró
fue horripilante. Una vaca yacía despanzurrada, semidestrozada con gran parte
de sus vísceras esparcidas entre las piedras y los montes y varios gallinazos
continuaban su macabro festín.
Tratando de reponerse,
miró el suelo con cuidado y descubrió algo que lo hizo enfurecer y exclamar:
- ¡Oso! ... ¡Son
huellas de oso! ... ¡Maldito, te voy a encontrar! Empuñó fuertemente el arma y
luego de verificar su carga, se dispuso a seguir las huellas que se dirigían a
un monte cercano. El trayecto era harto difícil, todo tipo de ramas y espinas
dificultaban la tarea de Lucas, pero la cólera lo hacía continuar sin desmayo.
De pronto, al llegar a
un pequeño claro, lo vio. Era enorme y estaba medio adormilado sobre una gruesa
rama de un árbol, sus manazas colgaban perezosamente al haber tomado una
postura en la que el tronco lo sostenía por media panza, dejando ver sus
grandes garras que, ensangrentadas aún, se mostraban amenazantes.
El, se había detenido
a unos diez metros y procurando no ser visto, tomó mejor ubicación, parapetándose
detrás de unos pequeños arbustos.
- ¡Así te quería
encontrar! - masculló con odio - ¡Ahora vas a ver la cara de alguien que sí
puede defenderse - Carajo!
Acto seguido, se llevó
la escopeta a la cara y... ¡BRRAAMMM! Descargó un disparo.
La bestia se
estremeció al sentir el impacto y cayó pesadamente. Se retorcía en el suelo y
parecía estar muriendo.
El hombre dejó su
escopeta y tomando su machete, se acercó cautelosamente para tratar de
rematarlo con un golpe en la nuca. Sin embargo, un rápido reflejo de su cuerpo
en tensión lo salvó de una muerte segura. El oso al sentirlo cerca, había
levantado el brazo, en un neto ataque hacia él.
Lucas trató de ponerse
a salvo pero ya el animal lo había alcanzado. Sintió que sus colmillos se
hundían en su hombro y las garras le destrozaban la cintura.
Entonces ocurre algo
extraño. El oso dejó su presa en libertad y rugiendo de furia y dolor emprendió
la retirada. Lucas trató de coger el arma pero no pudo; sintió que la vista se
le nublaba y se desplomó.
La tarde caía y la mujer
estaba nerviosa. En eso, el cuerpo se le paralizó al ver un oso sangrando que
furioso se acercaba a ella.
Su primera reacción
fue correr hacia la pequeña vivienda y trancar la puerta. Afuera, se oía como
la fiera destrozada todo lo que encontraba. Y fue aquellos lo que transformó a
Juliana.
Tomando otra de las
escopetas que había en el armario, salió por la puerta trasera de la casa y
dando un rodeo, se encontró a menos de dos metros del furioso animal. Apuntó
apenas y disparó dos veces. Un proyectil alcanzó al oso en el vientre y el otro
en plena cara. No resistió y se derrumbó muerto instantáneamente.
Más tarde, Juliana
encontró a su marido, desmayado y sangrante en la cañada y lo transportó a su
cabaña en donde días después se recuperaba milagrosamente, dado su formidable
estado físico.
Afuera, en una cuerda,
gran cantidad de cecinas de oso se oreaban al viento.
De la revista El Labrar, 1998.
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