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jueves, 19 de julio de 2012

Autobiografía: MIS MIL DÍAS DEL FRONTÓN

Por Nazario Chávez Aliaga.
Transcurrieron los días y, penosamente, los meses y los años. Presumía, muy a menudo, mi prisión y se cumplió. Prisión que bien pude evitarla. Pero, no hay duda, existen fuerzas ocultas que están por sobre la voluntad y el querer de los hombres. Ellas actuaron, esta vez, con gran imperativo sobre mí.

Se me capturó. Se me condujo luego a la Intendencia y después a los Aljibes del Callao o Real Felipe, donde me tuvieron cerca de un año, encerrado en una habitación sin aire, sin luz, sin agua y sin misericordia de Dios.

De los Aljibes fui trasladado al "Frontón", una mañana de neblina y de frío. Me hicieron cargar mi colchón, mi almohada de paja sucia, llena de pulgas, chinches y garrapatas y mi frazada desteñida de azul, mi única compañera inseparable, que la conservo con singular cariño. A empellones me metieron violentamente a una camioneta y me condujeron a la lancha que hace servicios al Frontón.

Como era costumbre en el Frontón, cada vez que amarraba una lancha al muelle, los presos políticos tenían la curiosidad de ver quién o quiénes llegaban a engrosar nuestras filas. Esta vez llegaba yo. Al verme subir las escalas con mi colchón y mi inseparable frazada a cuestas, me reconocieron muchos de ellos, "Es Nazario Chávez Aliaga" —gritaron— "Sí, es el mismo". Corrieron al patío a darme la bienvenida, me incorporé y les rogué me dejaran descansar.

Bueno. Ya estoy aquí, en lo desconocido. Aquí, en el calvario del Frontón me decía— frente a frente al absoluto de las cosas inanimadas. Sin bienes. Sin odios. Sin reproches. Con las pupilas vacías. Con las miradas derramadas, en un mundo en que todo lo incierto se hace cierto por voluntad de uno mismo.

Se me había hecho creer que el Frontón está lleno de miedos, como quien dice, lleno de llantos, de penas, de desdichas, de brujos, de demonios heridos y no sé de cuántas cosas más.

De otro lado, se me había afirmado que el miedo es una cosa muy subjetiva. Debe serlo. Si así no fuere hay que hacerlo subjetivo. Estamos en la hora de que cada cual haga su propio mundo. Que debe vivir cantando sin reír y llorando sin cantar. Lo dicho, convencerá a quien lo dice, pero a mí no me convence. Una cosa es estar convencido y otra cosa es convencer.

Se ha aseverado que el amor es ciego. ¡Qué vengan a mí con ese cuento! Jesús de Nazaret, con los párpados pegados todavía. Recién nacido en el pesebre de Belén, condujo al Reino de los Cielos a los viejos descreídos, a los réprobos, a los malvados, a los peleadores, a los perjuros, a los obscenos y demás, es decir, casi a todos.

La ilusión de lo incierto entró en mí como un puñal guardado mucho tiempo. Después de todo, yo, ya me había acostumbrado a no tener miedo a nada. Todo está en acostumbrarse a tal o cual situación, por más dura y peligrosa que ella fuera. Todo es cuestión de costumbre. Yo me había acostumbrado tanto al dolor, que cuando él me faltaba sufría inmensamente. Me había acostumbrado tanto a los celos de mi resignada mujer, que, declaro honradamente que me sentía, el ser más despreciado de la tierra, cuando mi mujer no me celaba. Por eso, he llegado a la conclusión de que hay que vivir de acuerdo con su propia filosofía. Hay que crear para vivir, si es que uno no quiere caer en desgracia ruinosa.

Por todas partes miraba con asombro y con pena cuanto había en el Frontón. Vi sus grandes fauces abiertas. Sentí su dolor seco y su rumor lleno de agua. Me dije para mí: O el Frontón me come, o yo, como al Frontón. Tremendo dilema que siempre repetía a los compañeros. Mejor dicho: O vivir o morir. El mundo del Director del Frontón, Comandante José Vargas Mazén estaba vacío. No tenía mundo en realidad. Vargas Mazén no sabía que no tiene mundo. El creía tenerlo. Era un tonto, el más tonto de los tontos que había en el Frontón. No sabía que su tontería o miedo no le permitían tener parecido a nadie. Era tan tonto que le tenía miedo al miedo. Sin saber que era él el miedo personificado.

Cuando y cada vez que salía de su cuarto, lo hacía con dos pistolas cargadas al cinto y otra en la mano. Además, con una chaveta en el fundillo. El miedo lo devoraba. No sabía que de miedo bufan las bestias y graznan los cuervos. Por miedo muerden y patean los tiranos. Al decir de sus biógrafos, Federico Nietzche, desde las páginas célebres de su formidable libro "Así Hablaba Zaratustra" parecía devorar a todo el mundo, cuando, en realidad, Nietzche era el más miedoso y cobarde que todos los hombres juntos. Era el proceso de las antinomias. ¿Acaso no es cierto que por miedo a la muerte se curan los enfermos? ¿Qué por miedo a ser viejos, los viejos se tiñen las canas de la cabeza? Y así, todo es por miedo, quieran o no. ¿No es cierto que por miedo chocan dos automóviles; miedo a no querer pasar antes que el otro? ¿No es verdad que por miedo mata un hombre al otro, antes de que éste lo mate al otro?

El tal José Vargas Mazén —quien no sé si está vivo o ya estiró la pata—, no sólo era un corrupto, sino un sádico. Invitaba cada fin de semana, a un grupo de mujeres provocadoras, que se contorneaban al pasar por las riberas del Frontón. Todo esto, unido a la maldad de algunos presos que en las noche se ufanaban decir: "Mira compañero, en aquel auto que va a paso lento por la costanera, allí va una mujer recostada sobre los hombros de un militar con botas. Era para volverlo loco a cualquiera, por más que la serenidad se hubiese quedado dormida.

Más de cuatro o cinco veces, fui llevado a la "Parada". La Parada era lugar de castigo y castigo brutal. Consistía en encerrar al preso en un cajón demasiado estrecho, que apenas le permitía moverse, y no salía sino después de comprobar que sus piernas ya estaban hinchadas, a juicio de los carceleros.

Los presos políticos estábamos prohibidos trabajar. También bañarse a más de un metro mar adentro. Degradado el recluso que desobedeciera esta orden. Una o dos descargas de fusiles enmendaba el camino. La lectura de revistas estaba proscrita definitivamente. Por consigna, todo preso debía salir bruto del Frontón, idiota, imbécil o loco. En el Frontón se aprendía a ser bruto.

La organización del Frontón era una cosa horrible. Los familiares que iban de visita a sus presos, sufrían la vergüenza de ser desnudados, así fueran madres, hermanas o hijos de los detenidos; si eran hombres, tenían que sacarse los pantalones. Si hubiera existido en aquellos tiempos una escuela de "sádicos", estoy seguro que José Vargas Mazén, Director del Frontón, hubiera sido el alumno número uno del sadismo.

"Las Loberas", eran otro tipo de torturas, consistía en macerar al preso con agua salada de día y de noche. Una especie de canal de agua que crecía y bajaba con el flujo y reflujo del mar. El preso estaba dentro del canal que, muchas veces, le daba hasta el cuello y tenía que soportarlo durante ocho días. Además de sostener, algunas veces, tremendas luchas con los lobos que iban a dormir en sus guaridas. De allí su nombre. Durante el invierno, la cosa era seria. Tenía el preso que soportar el intenso frío del agua.

Había además, otra clase de tortura„ que consistía en no dejar dormir ni de día ni de noche a los presos. Se trataba de dar con el paradero del Periódico oral que se publicaba en las cuatro salas que ocupaban los detenidos apristas.

El Director del Frontón, había dado orden de requisar el periódico oral que él sabía, se editaba en el Frontón. Con tal motivo, los empleados del penal, incluso los gendarmes, se echaban a buscar dicha publicación. Nos despertaban a las doce, una, dos, tres, o cuatro de la madrugada, abrían las puertas y con linterna en mano destripaban el colchón de los sospechosos, como autores de dicho periódico. Tan torpe actitud se repetía casi siempre.

Ya se puede imaginar el lector los sinsabores que representaba esta tortura moral, acaso la más inhumana de todas las torturas.

En realidad, el cuerpo de redacción del periódico oral estaba constituido de la siguiente forma:

Director: Nazario Chávez Aliaga.
Jefe de Redacción: José Santos Rugel.
Redactores: Arturo Sabroso, Luis y Octavio Barrantes Castro, Orfilio Sagástegui, Napoleón Temoche y otros.

Hemos visto, más de una vez, a los presos políticos, salir locos o medio locos del Frontón, tanto por estos castigos infamantes, como por las tremendas crisis nerviosas, debido a la muerte o enfermedad de algún familiar o por la tragedia de su hogar disuelto o abandonado.

Una de esas mañanas, vimos que en la lancha que atracaba al muelle, traían a bordo al "Camiseto", Luis A. Flores, héroe de los siete marineros y a N. Rivera (alías) "El gallo". Gran escándalo en el Frontón. Hubo silbidos estruendosos de parte de los apristas. Vivas a los marineros, granearon insultos a los visitantes, a cuyas manifestaciones se sumaron los presos comunes. No estuvieron mucho tiempo en el penal, y una noche, una noche toda llena de murmullos y de música de alas en que ardían en la sombra nupcial y húmeda las luciérnagas fantásticas, como si un presentimiento de amarguras infinitas hasta el más secreto fondo de sus fibras se agitara, por el mar lleno de brumas sobre las olas tristes de la isla se agitara y se fueron como una sombra larga y se fueron como una sombra larga... y se fueron llevando muchas flores negras.

Y así pasaba el tiempo indiferente a todo. Había que decidirse por algo o hacer algo que nos pusiera al margen de toda humillación. Era tan dura mi lucha, que al fin me decidí por algo: fugar de la prisión.

Por una de esas bienaventuradas casualidades, me hice amigo de un preso común, que la injusticia humana clavó sus dientes agresivos en el cuerpo sano de un buen señor. Hombre culto, de ideas fijas y de voluntad inquebrantable. Un buen día y a boca de jarro, me propuso fuga del Frontón. Feliz coincidencia —esta es la mía— me dije para mí. Me explicó, a grandes rasgos, la manera de hacerlo. Acepté seguir conversando. El caso era para pensarlo diez o más veces. La idea, como un clavo ardiente, penetró en mi carne viva. El plan era tentador, como todo plan de peligro, original, audaz y, por ende, artístico. Transcurrieron los días en suspenso. La tentación iba minando mi conciencia. Me venció. Manos a la obra me dije.

Se trataba de simular una fuerte disentería, con complicaciones de una neumonía fulminante. Era domingo, día de visita. Debía llegar ese día un gallo que mi amigo hizo pedir al Callao. Un gallo complicado en el delito de farsa. Afortunadamente, o no sabía cantar el gallo o el gallo ya era muy viejo y se había olvidado de cantar. Es lo cierto que el gallo no cantó. Era el gallo de la pasión. Murió el infeliz derramando sangre inocente en una bacinica, y, luego, mi amigo se encargó de ejecutar, artísticamente, todo lo demás. El escándalo de mi muerte asumió inauditas proporciones en todo el Frontón. "Se muere Nazario Chávez Aliaga", era voz de consigna general. "Médico", "Farmacéutico" y Director del Frontón se movilizaron con inusitado escándalo, "se muere" —gritaban los compañeros—. Al hospital pedían todos. Protesté cínicamente. "No me voy al hospital". "Yo quiero morir entre los míos" —decía con voz moribunda—, y gritaba mi protesta desde el lecho de mi dolor fingido. De pronto, dos gendarmes me ataron a la fuerza a una camilla, y yo seguía fingiendo mi muerte. Encendía la lancha sus motores. "Hay que apurarse" gritaban todos los compañeros, y también ese gran amigo, autor de la escena viva del fraude. Un cuarto de hora antes de morir, todavía vivía el gallo. El gallo quiso cantar cuando ya no podía. "Pobre gallo" decía yo. Ya que tú no vas a cantar, te canto yo con toda la ilusión de sentirme vivo, a pesar de mi muerte.

En el lado izquierdo de la lancha se había sentado una fina dama, "ojos de aprisco", como dijera Herrera Reisig, "y reían sus labios de leche precoz", como dijera el mismo lírico poeta uruguayo, y me parecía que me miraba con alguna desconfianza por mis años. Pero me miraba, "ya que así me miráis miradme al menos", como decía Gutiérrez de Cetina. Tenía ganas de caerme en sus faldas, pero usé de prudencia y me abstuve, para no echar por tierra mi actitud siniestra. Estaba ahorcado y deseaba una mujer más que ajustara mi garganta. Los grandes críticos consideraban a Herrera Reisig, como el poeta vanguardista más grande y original de los creadores de la metáfora atrevida. Porque eso de decir a una dama que tiene ojos de "aprisco" que es lo mismo que ojos de chiquero, es mucho atrevimiento. Pero es así. Habían por allí también dos andantes caballeros y decían los condenados, "ojalá se muriera este viejito, y, frente a ellos, con sus manos trenzadas una viejecita murmuraba "yo no he traído plata, sino le diera para su pasaje al otro mundo". Todo escuchaba yo. La caricia de una mosca me despertó. Quería pararme y me caí de bruces sobre las piernas de la dama de los ojos de aprisco y no me dijo nada, ni yo le dije nada, pero me caí de rodillas y abracé sus piernas. Me pagué de mi gusto. ¡Qué piernas esas, Dios mío!

Una inquietud de pena suscitó en el alma sana de cuantos miraron mi cara y mis gesticulaciones sombrías. Yo simulaba llorar sin saber por quien. No lloraba por nadie. Fingía llorar. Me retorcía de dolor pagano. Me puse los ojos e carnero. Me resbalé no sé cuantas veces y me caí muchas más sobre las faldas de una vieja cascarrabias a por añadidura; así como sobre otras mujeres verdes gritonas, sin compasión ninguna, pero si con un poco de malicia en las caderas. Lo que buscaba era despertar el dolor ajeno con mis decisiones aprendidas. Me revolcaba por el piso de la lancha. Me sentía agonizar. Me contorneaba de dolor insatisfecho. Me abrazaba de todas las mujeres que volvían del Frontón, después de haber llevado un poquitín de consuelo al ser querido, que dejaban allá sobre las arenas tristes y en los matorrales de aquellas sombras negras del silencio piadoso. "Háganlo por sus hijos que los dejan allá junto al sol negro de la playa" decían unas, al verme caído. Otras, gritaban "Verdugos", "asesinos", "matarifes". Al fin me quedé dormido por unos momentos, sin saber cuántos minutos tiene un momento. "Se murió" gritaban un par de viejitas que discutían acaloradamente sobre arios, pintarrajeadas las pobres de crin a cola. Me movían para ver si ya había estirado la pata; y yo seguía durmiendo la farsa. A veces sostenía mi respiración a trechos. "Ya entró en agonía —prorrumpie­ron a gritos dos mozuelas de esas originariamente sicodélicas— y yo, seguía durmiendo apresuradamente. Por ese entonces no era muy viejo que digamos, como lo soy ahora. Me sobreponía a mi propia vejez cardinal y seguía durmiendo con mis ojos jóvenes todavía.

Confieso que al oír eso de que "Nazario Chávez Aliaga ha muerto", me creía muerto de verdad. Esto no es bien conmigo —me decía yo confidencialmente. — Y repetían a tono la frase que me daba ganas de morirme para siempre jamás. Era la broma más pesada de mi vida. Nadie se atrevió a morirse como yo. Verdad es que me había tiroteado con un celendino, llamado Zoilo Silva, un duelo de verdad, pero lo de ahora era una broma de plomo.

"Es el cadáver de Nazario Chávez Aliaga el que lo acaban de desembarcar del Frontón" —comentaban las gentes amontonadas en el muelle de atraque—. No, no, nada me gustaba el tremendo disparate, que me indignaba minuto a minuto por mucha farsa de que estaba revestido el acto de simular mi propia muerte. En verdad me sentía muerto o por morirme. Todo esto no era bien. Yo mismo me estaba dando miedo de mi muerte.

Todo me parecía verdad y me desanimaba de la farsa. Yo mismo me olía a cadáver. Tenía ganas de quitarme la sábana con que se me había tapado para cubrir la estupidez y salir corriendo por la verdad; pero la farsa tenía garra y la farsa se abrió paso por entre la estupidez de los cretinos del Frontón.

Así se me condujo al Callao. En el muelle se había aglomerado la gente, ante la noticia de que venía en la lancha un muerto del Frontón. Al desembarcar al muerto, las gentes querían quitar la sábana con que venía cubierto el cadáver y así identificarme. No lo consiguieron por la intervención de los gendarmes.

Muchos perros, hijos de perras, olfateaban el cadáver de Nazario Chávez Aliaga. Más de un perro malcriado levantaba la pata y me orinaba impúdicamente. Los canillitas gritaban "El mercio..., la ronica... con la muerte de Nazario Chávez Aliaga. "Pescado frito" decían las vendedoras. En el muelle del Callao me caí al agua. Nadie me manejaba. "Está vivo —gritaban todos—, está vivo, se ha caído al agua". Ya en el hospital, me metieron a la sala de los tísicos, junto a dos que estaban en las últimas. Vomitaban sangre caliente a toda hora. "Esto no es conmigo —me dije—. Me declaré en huelga de alimentos y de remedios. Protesté todo un día y una noche, sin ser escuchado. Pedía a gritos cambio de sala. Al fin, después de tres días, me hicieron caso.

La nueva habitación era para mí un cielo abierto, vi las paredes, las ventanas, el pasto verde, tres cajones vacíos, la altura de los muros, las distancias, etc. "Esta es la mía —me dije. — Me frotaba las manos. Me conversaba un chinito que estaba hospitalizado en la misma sala. El policía que me custodiaba era muy bueno. Se dejó conquistar muy pronto por mí. Me atendía con fruta, bizcochos, pan especial, etc. Se hizo muy amigo mío. No podía jugarle sucio. Me daba pena y tenía remordimiento de hacerlo. Sólo cuando él estaba de servicio, podía yo limar los barrotes de las ventanas y preparar otros menesteres para mi fuga. Nada más. Me resistía hacerle daño. Era quitarle el pan de sus hijos. Pero vino otro guardia que acababa de llegar de Trujillo, un cholo él, zambo, bozalón, desde que entró, entró gritando: "¿dónde está el preso"? —dijo con voz asesina—, y dirigiéndose a mí violentamente me dijo: ¿quién me había autorizado estar fuera de la sala de mi prisión? ¡Adentro zamarro! —me repuso—, usted va a vérselas conmigo, y me dio dos empujones y me metió a mi cuarto. Muy bien dije para mí. A este tipo sí que lo jodo. Este no se me escapa de ningún modo. Y seguía paseándose el bandido alrededor de la sala de mi prisión hasta que en una de esas, burlé su vigilancia, rompí los barrotes de las ventanas, ya limadas de antemano. Corrí velozmente hasta las paredes, donde ya había colocado los tres cajones de kerosene, unos sobre otros y di un salto felino a la calle se ha dicho. Cinco disparos de fusil escuché, cuyas balas pasaron silbando por mis orejas, fue todo lo que pudo hacer el desalmado policía. Un automóvil me esperaba y me las emprendí tranquilamente por la costanera. Luego, supe que lo apresaron al guardia, me alegré mucho. Supe que lo habían separado de la Guardia Civil. Tuve pena. Supe que juró matarme. También me alegré. Así hay tipos en la vida, tan brutos... no lo sé. Tipos que son los enemigos de Dios, tan estúpidos... no lo sé.

De libro Autobiografía.

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