Transcurrieron los
días y, penosamente, los meses y los años. Presumía, muy a menudo, mi prisión y
se cumplió. Prisión que bien pude evitarla. Pero, no hay duda, existen fuerzas
ocultas que están por sobre la voluntad y el querer de los hombres. Ellas
actuaron, esta vez, con gran imperativo sobre mí.
Se me capturó. Se me
condujo luego a la Intendencia y después a los Aljibes del Callao o Real
Felipe, donde me tuvieron cerca de un año, encerrado en una habitación sin
aire, sin luz, sin agua y sin misericordia de Dios.
De los Aljibes fui
trasladado al "Frontón", una mañana de neblina y de frío. Me hicieron
cargar mi colchón, mi almohada de paja sucia, llena de pulgas, chinches y
garrapatas y mi frazada desteñida de azul, mi única compañera inseparable, que
la conservo con singular cariño. A empellones me metieron violentamente a una
camioneta y me condujeron a la lancha que hace servicios al Frontón.
Como era costumbre en
el Frontón, cada vez que amarraba una lancha al muelle, los presos políticos
tenían la curiosidad de ver quién o quiénes llegaban a engrosar nuestras filas.
Esta vez llegaba yo. Al verme subir las escalas con mi colchón y mi inseparable
frazada a cuestas, me reconocieron muchos de ellos, "Es Nazario Chávez
Aliaga" —gritaron— "Sí, es el mismo". Corrieron al patío a darme
la bienvenida, me incorporé y les rogué me dejaran descansar.
Bueno. Ya estoy aquí,
en lo desconocido. Aquí, en el calvario del Frontón me decía— frente a frente
al absoluto de las cosas inanimadas. Sin bienes. Sin odios. Sin reproches. Con
las pupilas vacías. Con las miradas derramadas, en un mundo en que todo lo
incierto se hace cierto por voluntad de uno mismo.
Se me había hecho
creer que el Frontón está lleno de miedos, como quien dice, lleno de llantos,
de penas, de desdichas, de brujos, de demonios heridos y no sé de cuántas cosas
más.
De otro lado, se me
había afirmado que el miedo es una cosa muy subjetiva. Debe serlo. Si así no
fuere hay que hacerlo subjetivo. Estamos en la hora de que cada cual haga su
propio mundo. Que debe vivir cantando sin reír y llorando sin cantar. Lo dicho,
convencerá a quien lo dice, pero a mí no me convence. Una cosa es estar convencido
y otra cosa es convencer.
Se ha aseverado que el
amor es ciego. ¡Qué vengan a mí con ese cuento! Jesús de Nazaret, con los
párpados pegados todavía. Recién nacido en el pesebre de Belén, condujo al
Reino de los Cielos a los viejos descreídos, a los réprobos, a los malvados, a
los peleadores, a los perjuros, a los obscenos y demás, es decir, casi a todos.
La ilusión de lo
incierto entró en mí como un puñal guardado mucho tiempo. Después de todo, yo,
ya me había acostumbrado a no tener miedo a nada. Todo está en acostumbrarse a
tal o cual situación, por más dura y peligrosa que ella fuera. Todo es cuestión
de costumbre. Yo me había acostumbrado tanto al dolor, que cuando él me faltaba
sufría inmensamente. Me había acostumbrado tanto a los celos de mi resignada
mujer, que, declaro honradamente que me sentía, el ser más despreciado de la
tierra, cuando mi mujer no me celaba. Por eso, he llegado a la conclusión de
que hay que vivir de acuerdo con su propia filosofía. Hay que crear para vivir,
si es que uno no quiere caer en desgracia ruinosa.
Por todas partes
miraba con asombro y con pena cuanto había en el Frontón. Vi sus grandes fauces
abiertas. Sentí su dolor seco y su rumor lleno de agua. Me dije para mí: O el
Frontón me come, o yo, como al Frontón. Tremendo dilema que siempre repetía a
los compañeros. Mejor dicho: O vivir o morir. El mundo del Director del
Frontón, Comandante José Vargas Mazén estaba vacío. No tenía mundo en realidad.
Vargas Mazén no sabía que no tiene mundo. El creía tenerlo. Era un tonto, el
más tonto de los tontos que había en el Frontón. No sabía que su tontería o
miedo no le permitían tener parecido a nadie. Era tan tonto que le tenía miedo
al miedo. Sin saber que era él el miedo personificado.
Cuando y cada vez que
salía de su cuarto, lo hacía con dos pistolas cargadas al cinto y otra en la
mano. Además, con una chaveta en el fundillo. El miedo lo devoraba. No sabía
que de miedo bufan las bestias y graznan los cuervos. Por miedo muerden y
patean los tiranos. Al decir de sus biógrafos, Federico Nietzche, desde las
páginas célebres de su formidable libro "Así Hablaba Zaratustra"
parecía devorar a todo el mundo, cuando, en realidad, Nietzche era el más
miedoso y cobarde que todos los hombres juntos. Era el proceso de las
antinomias. ¿Acaso no es cierto que por miedo a la muerte se curan los enfermos?
¿Qué por miedo a ser viejos, los viejos se tiñen las canas de la cabeza? Y así,
todo es por miedo, quieran o no. ¿No es cierto que por miedo chocan dos
automóviles; miedo a no querer pasar antes que el otro? ¿No es verdad que por
miedo mata un hombre al otro, antes de que éste lo mate al otro?
El tal José Vargas
Mazén —quien no sé si está vivo o ya estiró la pata—, no sólo era un corrupto,
sino un sádico. Invitaba cada fin de semana, a un grupo de mujeres
provocadoras, que se contorneaban al pasar por las riberas del Frontón. Todo
esto, unido a la maldad de algunos presos que en las noche se ufanaban decir:
"Mira compañero, en aquel auto que va a paso lento por la costanera, allí
va una mujer recostada sobre los hombros de un militar con botas. Era para
volverlo loco a cualquiera, por más que la serenidad se hubiese quedado
dormida.
Más de cuatro o cinco
veces, fui llevado a la "Parada". La Parada era lugar de castigo y
castigo brutal. Consistía en encerrar al preso en un cajón demasiado estrecho,
que apenas le permitía moverse, y no salía sino después de comprobar que sus
piernas ya estaban hinchadas, a juicio de los carceleros.
Los presos políticos
estábamos prohibidos trabajar. También bañarse a más de un metro mar adentro. Degradado
el recluso que desobedeciera esta orden. Una o dos descargas de fusiles
enmendaba el camino. La lectura de revistas estaba proscrita definitivamente.
Por consigna, todo preso debía salir bruto del Frontón, idiota, imbécil o loco.
En el Frontón se aprendía a ser bruto.
La organización del
Frontón era una cosa horrible. Los familiares que iban de visita a sus presos,
sufrían la vergüenza de ser desnudados, así fueran madres, hermanas o hijos de
los detenidos; si eran hombres, tenían que sacarse los pantalones. Si hubiera
existido en aquellos tiempos una escuela de "sádicos", estoy seguro
que José Vargas Mazén, Director del Frontón, hubiera sido el alumno número uno
del sadismo.
"Las
Loberas", eran otro tipo de torturas, consistía en macerar al preso con
agua salada de día y de noche. Una especie de canal de agua que crecía y bajaba
con el flujo y reflujo del mar. El preso estaba dentro del canal que, muchas
veces, le daba hasta el cuello y tenía que soportarlo durante ocho días. Además
de sostener, algunas veces, tremendas luchas con los lobos que iban a dormir en
sus guaridas. De allí su nombre. Durante el invierno, la cosa era seria. Tenía
el preso que soportar el intenso frío del agua.
Había además, otra
clase de tortura„ que consistía en no dejar dormir ni de día ni de noche a los
presos. Se trataba de dar con el paradero del Periódico oral que se publicaba
en las cuatro salas que ocupaban los detenidos apristas.
El Director del
Frontón, había dado orden de requisar el periódico oral que él sabía, se
editaba en el Frontón. Con tal motivo, los empleados del penal, incluso los gendarmes,
se echaban a buscar dicha publicación. Nos despertaban a las doce, una, dos,
tres, o cuatro de la madrugada, abrían las puertas y con linterna en mano
destripaban el colchón de los sospechosos, como autores de dicho periódico. Tan
torpe actitud se repetía casi siempre.
Ya se puede imaginar
el lector los sinsabores que representaba esta tortura moral, acaso la más
inhumana de todas las torturas.
En realidad, el cuerpo
de redacción del periódico oral estaba constituido de la siguiente forma:
Director: Nazario
Chávez Aliaga.
Jefe de Redacción:
José Santos Rugel.
Redactores: Arturo
Sabroso, Luis y Octavio Barrantes Castro, Orfilio Sagástegui, Napoleón Temoche
y otros.
Hemos visto, más de
una vez, a los presos políticos, salir locos o medio locos del Frontón, tanto
por estos castigos infamantes, como por las tremendas crisis nerviosas, debido
a la muerte o enfermedad de algún familiar o por la tragedia de su hogar
disuelto o abandonado.
Una de esas mañanas,
vimos que en la lancha que atracaba al muelle, traían a bordo al
"Camiseto", Luis A. Flores, héroe de los siete marineros y a N.
Rivera (alías) "El gallo". Gran escándalo en el Frontón. Hubo silbidos
estruendosos de parte de los apristas. Vivas a los marineros, granearon
insultos a los visitantes, a cuyas manifestaciones se sumaron los presos
comunes. No estuvieron mucho tiempo en el penal, y una noche, una noche toda
llena de murmullos y de música de alas en que ardían en la sombra nupcial y
húmeda las luciérnagas fantásticas, como si un presentimiento de amarguras
infinitas hasta el más secreto fondo de sus fibras se agitara, por el mar lleno
de brumas sobre las olas tristes de la isla se agitara y se fueron como una sombra
larga y se fueron como una sombra larga... y se fueron llevando muchas flores
negras.
Y así pasaba el tiempo
indiferente a todo. Había que decidirse por algo o hacer algo que nos pusiera
al margen de toda humillación. Era tan dura mi lucha, que al fin me decidí por
algo: fugar de la prisión.
Por una de esas
bienaventuradas casualidades, me hice amigo de un preso común, que la
injusticia humana clavó sus dientes agresivos en el cuerpo sano de un buen señor.
Hombre culto, de ideas fijas y de voluntad inquebrantable. Un buen día y a boca
de jarro, me propuso fuga del Frontón. Feliz coincidencia —esta es la mía— me
dije para mí. Me explicó, a grandes rasgos, la manera de hacerlo. Acepté seguir
conversando. El caso era para pensarlo diez o más veces. La idea, como un clavo
ardiente, penetró en mi carne viva. El plan era tentador, como todo plan de
peligro, original, audaz y, por ende, artístico. Transcurrieron los días en
suspenso. La tentación iba minando mi conciencia. Me venció. Manos a la obra me
dije.
Se trataba de simular
una fuerte disentería, con complicaciones de una neumonía fulminante. Era
domingo, día de visita. Debía llegar ese día un gallo que mi amigo hizo pedir
al Callao. Un gallo complicado en el delito de farsa. Afortunadamente, o no
sabía cantar el gallo o el gallo ya era muy viejo y se había olvidado de
cantar. Es lo cierto que el gallo no cantó. Era el gallo de la pasión. Murió el
infeliz derramando sangre inocente en una bacinica, y, luego, mi amigo se
encargó de ejecutar, artísticamente, todo lo demás. El escándalo de mi muerte
asumió inauditas proporciones en todo el Frontón. "Se muere Nazario Chávez
Aliaga", era voz de consigna general. "Médico",
"Farmacéutico" y Director del Frontón se movilizaron con inusitado
escándalo, "se muere" —gritaban los compañeros—. Al hospital pedían
todos. Protesté cínicamente. "No me voy al hospital". "Yo quiero
morir entre los míos" —decía con voz moribunda—, y gritaba mi protesta
desde el lecho de mi dolor fingido. De pronto, dos gendarmes me ataron a la
fuerza a una camilla, y yo seguía fingiendo mi muerte. Encendía la lancha sus
motores. "Hay que apurarse" gritaban todos los compañeros, y también ese
gran amigo, autor de la escena viva del fraude. Un cuarto de hora antes de
morir, todavía vivía el gallo. El gallo quiso cantar cuando ya no podía.
"Pobre gallo" decía yo. Ya que tú no vas a cantar, te canto yo con
toda la ilusión de sentirme vivo, a pesar de mi muerte.
En el lado izquierdo
de la lancha se había sentado una fina dama, "ojos de aprisco", como
dijera Herrera Reisig, "y reían sus labios de leche precoz", como
dijera el mismo lírico poeta uruguayo, y me parecía que me miraba con alguna desconfianza
por mis años. Pero me miraba, "ya que así me miráis miradme al
menos", como decía Gutiérrez de Cetina. Tenía ganas de caerme en sus
faldas, pero usé de prudencia y me abstuve, para no echar por tierra mi actitud
siniestra. Estaba ahorcado y deseaba una mujer más que ajustara mi garganta.
Los grandes críticos consideraban a Herrera Reisig, como el poeta vanguardista
más grande y original de los creadores de la metáfora atrevida. Porque eso de
decir a una dama que tiene ojos de "aprisco" que es lo mismo que ojos
de chiquero, es mucho atrevimiento. Pero es así. Habían por allí también dos
andantes caballeros y decían los condenados, "ojalá se muriera este
viejito, y, frente a ellos, con sus manos trenzadas una viejecita murmuraba
"yo no he traído plata, sino le diera para su pasaje al otro mundo".
Todo escuchaba yo. La caricia de una mosca me despertó. Quería pararme y me caí
de bruces sobre las piernas de la dama de los ojos de aprisco y no me dijo
nada, ni yo le dije nada, pero me caí de rodillas y abracé sus piernas. Me pagué
de mi gusto. ¡Qué piernas esas, Dios mío!
Una inquietud de pena
suscitó en el alma sana de cuantos miraron mi cara y mis gesticulaciones
sombrías. Yo simulaba llorar sin saber por quien. No lloraba por nadie. Fingía
llorar. Me retorcía de dolor pagano. Me puse los ojos e carnero. Me resbalé no
sé cuantas veces y me caí muchas más sobre las faldas de una vieja cascarrabias
a por añadidura; así como sobre otras mujeres verdes gritonas, sin compasión
ninguna, pero si con un poco de malicia en las caderas. Lo que buscaba era
despertar el dolor ajeno con mis decisiones aprendidas. Me revolcaba por el
piso de la lancha. Me sentía agonizar. Me contorneaba de dolor insatisfecho. Me
abrazaba de todas las mujeres que volvían del Frontón, después de haber llevado
un poquitín de consuelo al ser querido, que dejaban allá sobre las arenas
tristes y en los matorrales de aquellas sombras negras del silencio piadoso.
"Háganlo por sus hijos que los dejan allá junto al sol negro de la
playa" decían unas, al verme caído. Otras, gritaban "Verdugos",
"asesinos", "matarifes". Al fin me quedé dormido por unos
momentos, sin saber cuántos minutos tiene un momento. "Se murió"
gritaban un par de viejitas que discutían acaloradamente sobre arios,
pintarrajeadas las pobres de crin a cola. Me movían para ver si ya había
estirado la pata; y yo seguía durmiendo la farsa. A veces sostenía mi
respiración a trechos. "Ya entró en agonía —prorrumpieron a gritos dos
mozuelas de esas originariamente sicodélicas— y yo, seguía durmiendo
apresuradamente. Por ese entonces no era muy viejo que digamos, como lo soy ahora.
Me sobreponía a mi propia vejez cardinal y seguía durmiendo con mis ojos
jóvenes todavía.
Confieso que al oír
eso de que "Nazario Chávez Aliaga ha muerto", me creía muerto de
verdad. Esto no es bien conmigo —me decía yo confidencialmente. — Y repetían a
tono la frase que me daba ganas de morirme para siempre jamás. Era la broma más
pesada de mi vida. Nadie se atrevió a morirse como yo. Verdad es que me había
tiroteado con un celendino, llamado Zoilo Silva, un duelo de verdad, pero lo de
ahora era una broma de plomo.
"Es el cadáver de
Nazario Chávez Aliaga el que lo acaban de desembarcar del Frontón"
—comentaban las gentes amontonadas en el muelle de atraque—. No, no, nada me
gustaba el tremendo disparate, que me indignaba minuto a minuto por mucha farsa
de que estaba revestido el acto de simular mi propia muerte. En verdad me
sentía muerto o por morirme. Todo esto no era bien. Yo mismo me estaba dando
miedo de mi muerte.
Todo me parecía verdad
y me desanimaba de la farsa. Yo mismo me olía a cadáver. Tenía ganas de
quitarme la sábana con que se me había tapado para cubrir la estupidez y salir
corriendo por la verdad; pero la farsa tenía garra y la farsa se abrió paso por
entre la estupidez de los cretinos del Frontón.
Así se me condujo al
Callao. En el muelle se había aglomerado la gente, ante la noticia de que venía
en la lancha un muerto del Frontón. Al desembarcar al muerto, las gentes
querían quitar la sábana con que venía cubierto el cadáver y así identificarme.
No lo consiguieron por la intervención de los gendarmes.
Muchos perros, hijos
de perras, olfateaban el cadáver de Nazario Chávez Aliaga. Más de un perro
malcriado levantaba la pata y me orinaba impúdicamente. Los canillitas gritaban
"El mercio..., la ronica... con la muerte de Nazario Chávez Aliaga.
"Pescado frito" decían las vendedoras. En el muelle del Callao me caí
al agua. Nadie me manejaba. "Está vivo —gritaban todos—, está vivo, se ha
caído al agua". Ya en el hospital, me metieron a la sala de los tísicos,
junto a dos que estaban en las últimas. Vomitaban sangre caliente a toda hora.
"Esto no es conmigo —me dije—. Me declaré en huelga de alimentos y de remedios.
Protesté todo un día y una noche, sin ser escuchado. Pedía a gritos cambio de
sala. Al fin, después de tres días, me hicieron caso.
La nueva habitación
era para mí un cielo abierto, vi las paredes, las ventanas, el pasto verde,
tres cajones vacíos, la altura de los muros, las distancias, etc. "Esta es
la mía —me dije. — Me frotaba las manos. Me conversaba un chinito que estaba
hospitalizado en la misma sala. El policía que me custodiaba era muy bueno. Se
dejó conquistar muy pronto por mí. Me atendía con fruta, bizcochos, pan
especial, etc. Se hizo muy amigo mío. No podía jugarle sucio. Me daba pena y
tenía remordimiento de hacerlo. Sólo cuando él estaba de servicio, podía yo
limar los barrotes de las ventanas y preparar otros menesteres para mi fuga.
Nada más. Me resistía hacerle daño. Era quitarle el pan de sus hijos. Pero vino
otro guardia que acababa de llegar de Trujillo, un cholo él, zambo, bozalón,
desde que entró, entró gritando: "¿dónde está el preso"? —dijo con
voz asesina—, y dirigiéndose a mí violentamente me dijo: ¿quién me había
autorizado estar fuera de la sala de mi prisión? ¡Adentro zamarro! —me repuso—,
usted va a vérselas conmigo, y me dio dos empujones y me metió a mi cuarto. Muy
bien dije para mí. A este tipo sí que lo jodo. Este no se me escapa de ningún
modo. Y seguía paseándose el bandido alrededor de la sala de mi prisión hasta
que en una de esas, burlé su vigilancia, rompí los barrotes de las ventanas, ya
limadas de antemano. Corrí velozmente hasta las paredes, donde ya había
colocado los tres cajones de kerosene, unos sobre otros y di un salto felino a
la calle se ha dicho. Cinco disparos de fusil escuché, cuyas balas pasaron
silbando por mis orejas, fue todo lo que pudo hacer el desalmado policía. Un
automóvil me esperaba y me las emprendí tranquilamente por la costanera. Luego,
supe que lo apresaron al guardia, me alegré mucho. Supe que lo habían separado
de la Guardia Civil. Tuve pena. Supe que juró matarme. También me alegré. Así
hay tipos en la vida, tan brutos... no lo sé. Tipos que son los enemigos de
Dios, tan estúpidos... no lo sé.
De libro Autobiografía.
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