Por Gutemberg Aliaga Zegarra.
- ¡No importa pasar hambre,
sufrir insolaciones y noches de desvelo! -soliloqueaba Víctor Tambo, un curtido
ganadero josegalvino, a tiempo que con singular dulzura palmoteaba el anca de
su mimada vaca baya...
- Con tal que el ternerito
crezca sano y retozón, botaré los bofes cuidándolo -continúa el monólogo,
mientras se enjugaba con un pañuelo a medias limpio el sudor que perlaba su
ceñuda frente, a la vez que iba contemplando con paternal ternura el torete
que, ajeno a tales sentimientos, cabriolaba alrededor de la tierna madre.
El retorno, desde las
agrestes filas que colindan con Chuquibamba, iba a ser penoso. Había que
descender hasta el caluroso valle de Huanabamba.
Desde donde el grupo se
hallaba, se divisaba la lejana "banda", detrás de una neblina gris
celeste.
- Esperemos a que mengüe el
sol, a fin de que no se despeen los pobres -se dirigía Víctor a su compañero de
viaje.
Instantes después se iniciaba
el viaje de regreso. Lentamente, buscando afirmar las pisadas, soportando el
calor que ya empezaba a sentirse fuerte, iban dejando atrás quengos tras
quengos; de vez en cuando tomando los chaquiñanes, devorando poco a poco la
distancia rumbo al monárquico Marañón, cuyas playas avistaron al caer la tarde.
Poco después, la Oroya pendiente de sus seguros cables, seguía meciéndose en el
espacio, ufana por haber ayudado a los viajeros que acababan de utilizarla para
vadear el anchuroso río.
¡Alto! -Y el descanso fue
breve pero animador, para arremeter la subida al paso cansino de los vacunos,
que desafiaban la aplastante tortura del calor y la sed.
Caía la tarde lentamente,
como un sudario dorado se insinuaban las primeras sombras precursoras de la
noche cuando, al volver la vista, los hombres alcanzaron a divisar la espejeante
llanura de Combayo, muy a la retaguardia.
De pronto descubren en las
cercanías de la senda una choza solitaria, levantada casi al borde de un
precipicio y como la noche se había tendido ocultando sus misterios, ven
filtrarse por las rendijas de la destartalada puertucha el tenue rayo de una
luz mortecina, que aumentaba el acento tétrico de la hora.
Se acercaron cautelosos,
observando ávidos a través del intersticio y se sobresaltan al escuchar la
pregunta surgida de las entrañas tenebrosas de la choza:
- ¿Quién va?
- ¡Posada, por favor, buen
hombre! -responde Víctor Tambo.
- ¡Martes y viernes no recibo
visitas ni doy posada a peregrinos! -replicó la voz.
Y la puerta, entre abierta
hasta entonces, se cerró con violencia, quedando un olor extraño, como
azufrado, y la imborrable figura de un hombre cincuentón de barba hirsuta,
estrecha frente y mirar receloso.
Repuestos de la sorpresa y
decepción sufridas, los caminantes se acomodaron lo mejor que pudieron para
chacchar, mientras escuchaban intranquilos el gorgoteo del agua que caía por el
costado de la choza desde un cercano carrizal.
Este, que al comienzo
intranquilizó a los hombres, animó luego a Víctor a levantarse e ir a fisgar lo
que sucedía en la rústica habitación.
Mientras avanza, llega a
percibir un quejido casi inaudible y otras voces varoniles y altisonantes,
procedentes del interior. Víctor, el husmeador, se llega hasta la puerta, mira
cauteloso a través de una rendija y se queda pasmado y con los ojos enormemente
abiertos al descubrir la bárbara escena que tenía lugar en el interior de la
casa. Cinco chivos negros, armados de enorme cornamenta, se encontraban
sentados en sendos bancos de maguey, mientras en medio del cuarto el dueño, el
de la barba hirsuta, soportaba los ataques eróticos de un chivo mulato, de cuyos
brillantes ojos surgía una luz infernal. Víctor Tambo creyó, por un momento
fugaz, ser víctima de una pesadilla horrible; pero repuesto corrió al pie del
zapote, donde, ajeno a lo que ocurría en la choza, caleaba en un estado de
éxtasis budaica su compañero de viaje.
Tambo refirió a continuación,
entre espasmos de terror y agitación, lo que acaba de descubrir, concluyendo
los dos amigos en afirmar que el tal dueño de la choza tenía íntimo pacto con
el diablo.
Santiguándose, tomaron coraje
y los dos corrieron a forcejear la endeble puerta, momentos en que por lo alto
del cerro escuchaban bajar un tropel de bestias que, cercanas ya, se descubrió
que eran unas briosas mulas enjaezadas con muchos adornos que reflejaban
destellos en medio de las tinieblas. Los jinetes eran algo parecido a policías,
confundidos con la noche.
Víctor Tambo sacó fuerzas de
flaqueza y, botando el "bolo", se puso a rezar en voz alta la
ancestral "oración de las vacas."
No hay hombre como mi Dios,
ni mujer como María,
ni ángel como San Gabriel
ni luz como la del día.
Cuatro son las tres Marías,
cinco los diez elementos,
ocho las siete cabrillas,
nueve los diez mandamientos.
Qué alegre se va el demonio
al ver un alma perdida,
no llores Ángel Barón
le dijo la Virgen María,
que por los ruegos de mi hijo,
tu alma tendrá perdón.
En el cielo se ha formado
un hermoso regimiento
Cristo va de Coronel,
San Juan de Primer Sargento.
Quisiera pegar un vuelo
del coro al Altar Mayor
para ver aquel entierro
de Cristo, nuestro Señor.
Concluida la oración
salvadora, por cierto rezada en voz casi a gritos, mulas y jinetes
convirtiéronse, como por ensalmo, en enormes piedras que iban rodando al abismo,
provocando una alucinante nube de chispas y candelas.
El ambiente retornaba a la
calma; los espíritus de Víctor Tambo y su compadre volvieron a sus cuerpos.
Poco a poco, percibieron el
cadencioso rumiar de la vaca madre, ahítos observaban la imagen casi sepulcral
de la solitaria choza en aquel solar maldito de Choropampa. Mañana sería otro
día y el Sol y los pajarillos del valle traerían nuevos mensajes y una nueva
vida.
Del Libro El Sueño del Floripondio.
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