LA GUACHA
Hombre:
pégate a la tierra y enraízate en
ella.
Y oirás su voz.
Es preciso que sientas y crées la
voz
de la Naturaleza.
Hijo de la Patria, tienes que
hablarle
con su propia palabra, con su
propia
música, con su propia alma.
Sólo así la grandeza del futuro
deslumbrará y será eternidad.
Por Julio Garrido Malaver.
1
En tiempos buenos para
aquella tierra, la claridad llega primero que para cualquier otra. Fue tal vez
allí donde el sol se ha entrenado años de años en declamar sus poemas de luz,
aun cuando a veces se equivoca.
De allí las sombras de
las noches negras que duelen van primero en ausencia disciplinada, todos los
días, a mitad y mitad de sus largas veinticuatro horas.
Aquella tierra parece
ser el punto más cercano al cielo. Cuando las noches se maduran de azul, entran
unas ganas traviesas de ponerse en puntillas y coger con las manos las
estrellas... De desprenderlas del cielo... De arrancarlas como hacen los niños
con las primeras frutas que amanecen, ernpelusadas de ingenuidad, en el árbol
de durazno que un abuelo renegón sembró en el patio de la casa de pueblo.
Cuando los días son
limpios, purísimos, sin nubes ni voces oscuras de tempestad, un azul intenso,
que nos provoca un grito largo e interminable, flamea sobre nuestras cabezas como
un inmenso pañuelo de seda que nos azulea hasta los ojos, hasta la carne...
Noches hay de
invierno, terribles, cargadas de malos agüeros y neblinas. Entonces, los
caminos se entrecruzan, se crucifican. Una pisada en falso basta al animal o al
hombre —a la muerte de esos lugares le da igual— para dejar de ser. Lamentos y
gritos se redondean rodando unos segundos. El final. No hay más.
En esas noches hay un
fatigado aliento de sombras que trajinan profundidades, arrastrándose,
agarrándose, arañando a las faldas de los cerros que le sirven de base a esa
tierra, como para ascender en un ardid de salvación. A veces un rayo interrumpe
el afán y las sombras ruedan a lo profundo de los abismos, para comenzar de
nuevo sus fatigas...
Siempre hay viento. En
los días es palabra, arenga o advertencia oportuna de granizal o de aguacero.
En las noches, es flauta sin fin en los labios de la eternidad, que no se
conoce ni presiente, o látigo de pedernal, que azota a sus manadas de horas por
los pardos y severos desfiladeros. . . ¡Cómo deben dolerle al tiempo tales
flagelaciones. . .!
Por su suelo han
corrido muchas generaciones de "gentiles" dejando rastros que casi se
han borrado, sin importar a nadie hasta el presente, más que a las ovejas y a
los mitayos. Para ellos una piedra que silba por sus poros al taladreo del
viento será un misterio o cualquier cosa de embrujo.
Tendidas hay hermosas
y grandes cintas de pasto justamente apretado contra la tierra negruzca.
Andenes verdes como si hubiesen sido hechos para correr desnudos y caerse de
alegría cristalina sin romperse los huesos...
Por las extensidades
serpean riachuelos y ondulan las felpas amarillo-verdosas de los gualtes. Como
lunares móviles, orillados de palpitaciones que no desmayan nunca, están los
depósitos de aguas verdes salpicadas de patos, garzas y otras variedades de
animales con alas. Por los campos, pájaros de plumajes grises —sordo color de
frío, pena y ausencias— dan gritos en vez de undir trinos y maravillas de
sonido. Saltan en lugar de volar. Y se mueren sin tener el orgullo de haber
dado al mundo una última canción, la más leve.
Hay sapitos de oro y
sapitos de esmeralda que se resbalan bajo los pies desnudos, porque allá los
zapatos no tienen la insolencia de hacernos pisar como caballos herrados.
Bajadas interminables
alfombradas de orificadas sonrisas. También peñas contra las que los rayos del
sol se quiebran y diseñan bocetos de extrañas alegrías.
Por todas partes
surten coros de montañas inmensas, pero tienen la cortesía de dar la sensación
de ser menores en altura, a la frente de Chrifsul Alto, nombre de esa tierra.
Allá, por donde el Sol
se asoma en los días que se deja ver, se elevan tres cerros juntos, de plata.
Son los nevados picos de Cashurco, centinelas de la brava Laguna de las Quinuas.
En todos sus abajos,
Chrifsul Alto tiene vibraciones arboladas y diversas. . .
Nadie sabe cuántos
años hace que la vida se instaló en aquel retazo de mundo, pero debe de hacer
muchos para los pies del hombre, que por lo demás siempre estuvo y en antes
debió ser de más violentas bellezas.
Ya el hombre ha tenido
estadas que dejaron huellas. Allí está por ejemplo la Cueva de los Brujos, en
la que se dice que en las estaciones de cambios lunares se oye gritos, lamentos
y canciones extrañas. En las partes de peña que aún no han sido totalmente
tapadas por las "llocllas", se distinguen manchas de humo, orín del
fuego que debió ser encendido por manos sedentarias.
También hay mudos
promontorios de tierra; deber haber sido refugios o sepulcros. Y surcos endurecidos
por la ausencia y la indiferencia, en las hoyadas, como vientres vacíos de
esperanza...
Pero lo que sí tiene
forma de constancia y vigencia son los títulos por los cuales se conoce a un
viejo octogenario apellidado Ucta como dueño de aquellas tierras, que su padre
o abuelo, eso no importa, se las dejó de herencia al morir. Debió ser
apolillado de viejo, porque dicen que fue de la buena "madera
antigua".
Don Vitaliano Ucta
cada año revisa sus campos y sus rebaños; entonces reniega con sus mitayos,
cuenta los aumentos en el número de "gastos", regala a sus pastores
unas camisas de tocuyo y se regresa a su casa de pueblo donde vive
"gozando" su fortuna en medio de avarientas privaciones. La gente que
lo ve y le conoce "el pulso", exclama:
—Dios dio barbas al
que no tiene quijada y mocos al que no tiene pañuelo.
Don Vita está ya viejo
y no tiene herederos; a lo mejor un día muere y aparecen dueños insospechados
que han de disputarse tales tenencias a balazos y puñaladas...
2
La choza es de champas,
cuyas paredes por afuera están forradas de pastos y musgo. Tiene apenas dos
piezas. No se atina cuál de las dos es cocina, ni cuál es otra cosa.
Hay varias camas y son
tarimas de palo traídas de las hoyadas donde hay pequeñas poblaciones de árboles.
En ellas duerme la mitayada, sobre cueros de ovejas rodadas o sacrificadas por
el león o el zorro, o matadas por las tremendas tempestades anuales.
El techo de la choza
es de un color sucio enmugrecido por las lluvias y el humo.
En un pequeño alar del
mojinete hay rumas de leña que cuotidianamente recogen los pastores para
aplacar sus fríos que son intensos en su época, así como para capturar a los
piojos blancos que florean por los cuellos de sus camisas mugrientas.
Demasiados pobres son
los utensilios. Una batea grande en la que comen pobrezas los "perros
ovejeros". Viejas ollas de barro en las que cuecen las mujeres los parcos
y descoloridos alimentos, sin aderezos de ciudad, apenas con unas hojas de
"yuyos" que ellas mismas piden a la tierra.
Y comen los
"timbuches" con cucharas toscas de palo hechas por ño Nico con la
paciencia de su cuchilla centenaria. ..
Aunque agua se bebe
poco por el intenso frío, ella no falta en más de un "porongo"
traído, por encargo, del pueblo más cercano. Agua hay además para lavar la ropa
y las papas, que casi siempre se comen sancochadas con cáscara, en una pequeña
laguna a menos de unos cincuenta metros de la choza.
Bajo esa choza, el
sueño debe llegar porque sencillamente no hay más remedio, mientras los perros
redondean el horizonte con los cuchillos tibios y humeantes de sus agudos
ladridos. Perciben al león que olfatea desde lejos, ascendiendo de las
quebradas, y se desvelan. Para ellos, ese es su destino. Ese su deber de
fidelidad y de raza.
3
Vive en la choza más
de una docena de personas. Todas de un aspecto que duele y de una alma que está
apenas a unos minutos de la primitiva, pero sobajada, inutilizada para los
grandes gestos de exigir un derecho, una deferencia.
De todos, es el jefe
don Nico, viejo barbudo y arrugado. "Desde que nació", y de ello debe
hacer ya más de unos ochenta años, no ha hecho otra cosa que recorrer los
pastales en recogimiento de los rebaños y en cuida permanente. No se ha
enfermado nunca, tiene una salud de hierro. Sus dientes sucio-verdosos por
efecto de la coca, dan la impresión de clavos de cobre despuntados a golpes del
tiempo. No sabe leer y es de una virgen ignorancia. No sabe ni siquiera una
mala oración, ni la más inútil para consuelo de su insignificancia. Toda esa
gente es así. ¡Tal vez sean los hombres más felices del mundo aquellos! Deben
ser felices ya que con ellos mismos se llenan sus mundos de apenas un
horizonte. Donde comienzan, terminan. El más allá, sea de la forma que sea,
para ellos no existe. ¡Qué decir de un futuro! Son gentes que ese lujo ni
siquiera lo han presentido. Pero ni los caminos que modulan invitaciones a recorrerlos
los incitan. ¿Para qué la partida cuando no hay una luz que guíe?
Viven pegados a la
tierra desde que nacen. Ella debe haber aprendido a soportarlos, ya que es lo
irremisible. Por lo demás son gente sin historia. Unas capeadas al rayo que ya
les es familiar, una suerte al león que no le tienen miedo, son sus únicas hazañas;
con ellas cualquier fanfarrón se haría una leyenda, pero a ellos nada de eso
les interesa, ni lo comprenden, ni les es menester comprenderlo.
Lo terrible y trágico
de la vida para esos hombres está en la suerte de las manadas que aumentan o
disminuyen al capricho de los elementos. Eso de que una oveja se pierda, una oveja
se extravíe, eso, les vale una pateadura, una paliza, que para esos hombres
debe ser cada año más dolorosa, puesto que los arios hacen más sensible la
carne y los ojos dejan escapar sus lágrimas por "quítame estas
pajas..."
4
Hoy día está claro el
cielo. Dentro del alma pueden verse claramente brotes nuevos. ¡Los mitayos
nunca se advierten de estos anunciamientos!
Día luminoso éste en
Chrifsul. Lejos y dentro se distinguen las pirámides de humo que se levantan de
los "rosos quichuinos". ¡Pirámides de humo espeso que se clarean con
la altura en su pretensión de infinito!
También se divisan
hileras polvorientas y afanosas de viajeros que se cruzan por los caminos altos
y por los caminos que bajan.
Se ve como se escurren
a las hondonadas las manchas de ganados. Y en Chrifsul habrá recuento de
ovejas. Lo ha ordenado don Vitaliano que llegó renegando y de anochecida.
Don Vita se frota las
manos arrugadas, a la puerta de la choza, bajo su poncho cabritilla de lana.
Toma su cañazo en una copa de cacho.
Están ladrando los
perros desde la altura.
El último gallo que ha
quedado con vida, los demás que son en número de dos han sido sacrificados para
el almuerzo "del patruncito", empina su canto y lo ejecuta con
maestría salvaje.
Relincha un potro
mañanero que sabe de amanecidas claras. Y clarinadas de voces crecen hacia el
infinito de las alturas y hacia las bajadas en vértigo de abismos...
—Taita Nico, es hora
—apunta el viejo Vita. —Ujú —asiente el viejo mitayo. Hace señas a sus hijos y
con un trote gastado guía al viejo dueño de aquellas tierras y de todo lo que
en ellas existe.
—Vamos pué velay —es
la voz final, y todos se encaminan hacia el plano en un hueco donde están los
corrales de las ovejas.
Cuando las ovejas se
advierten, se mueven. Un intenso vaho de estiércol se levanta. Los animales se
estiran briosamente sobre sus miembros sucios. La tufarada del estiércol
caliente de la última noche que se mete por las narices...
Don Nico y don Vita
contemplan, cada cual con su sentido. El gran corral es una inmensa laguna
blanca, una sábana que vibra y se empelusa del resuello de los animales
calientes, cuerpo a cuerpo...
Blanca manta, hermosa
y viva, donde los ojos de los animales no se distinguen. Donde los tamaños de
las ovejas se uniforman.
Blancura suave como
una sonrisa de Dios, si es que El sabe reír. Blancura salpicada de lunares: son
los corderos negros, las ovejas negras o prietas.
No se sabe si hay o no
hay animales felices. Si hay, no se puede saber cuál es él. Muchos agitan de
repente sus sexos. ¿Habrá alguna oveja triste en este rebaño? ¿Algún victorioso
carnero?
Ya los "perros
ovejeros" en número de unos doce se han hecho rabiza de don Nico, de esa
ancianidad sin nada de alegría.
— ¡Giiisha! ¡Güisha!
—gritan los hombres desde la cerca grande agitando sus rebenques, mientras por
un portillo salen las ovejas y el "contador" traído del pueblo
anuncia a don Vita:
— ¡Van cien!
— ¡Van doscientas...!
Todos los años la
operación del recuento es lo mismo y el final para los pastores siempre es
igual. Si falta más de una, insultos, reniegos y hasta de palos reciben los
pastores. Si hay grandes aumentos, por lo que sin provecho se esfuerzan los
mitayos, don Vita calla y les advierte al irse que espera que "mejoren el
año venidero".
Cuando cae la noche y
ya no hay más que contar, todos se recogen a la choza, "echando" sus
buenas "armadas", mientras las ovejas rumian encerradas en el gran
corralón: una luna más que se va.
5
Hoy día la luna es de
mes propicio para la trasquila, por eso han venido de los lejanos alrededores
una gran cantidad de "mingas". Como todos Pos arios no falta gente en
abundancia para estas jornadas. Han venido, casi en número iguales, mozos y
mozas.
También es día claro.
Bajo las improvisadas
chozas de gualte hay un bullicio que, anualmente hace su estación en Chrifsul
Alto.
El sol ya se ha hecho
presente.
Más de una pareja se
hace el amor. Tal vez allí, al fin, han llegado a convenir el afán de sus vidas.
Puede haber, cuando la noche venga con luna, rebelarse de sangres y nuevas
simientes de humanidad....
Tomando el
"caliente" las gentes se disponen al trabajo.
Don Vita,
"desconfiado", ordena. Los mitayos, entonces, abren el corral y
arrojan a la manada inmensa por los campos inmensos.
Van los perros
ladrando cada vez más lejanos con la fuerza de un almuerzo de harina de cebada
y papas frías del día anterior....
Han quedado en el
corral unas decenas de ovejas, Esas serán las primeras "trasquiladas".
Con ellas se hace la operación sencilla de cogerlas de una pata y, por la lana
de la nuca, tumbarlas luego a tierra y manearlas con "chantes"
expresamente preparados, Entonces caen las mozas y los mozos con sus tijeras y
bastan pocos minutos para levantar en sus manos un flamante vellón, mientras
corre hacia la hoyada cercana una oveja desnuda, gradeada la piel por
tijeretazos innúmeros.
Bullicio enorme y
risas metálicas de hembras y machos le dan a la vida hoy, en este mundo de
soledades y tristezas, un aire de resurrección que durará algunos días ...
Mientras tanto, también más de un "capón" ha sucumbido para la
alimentación de tan entusiasta brigada de "mingas".
Cuando ya las
"mingas" regresan a sus estancias y a sus pueblos, llevan en sus
"quipes" o sus alforjas, unos buenos vellones, como paga, con los que
han de hacer los ponchos protectores, para sus hombres, las mujeres; o si son
hombres entregarán los vellones "ganados" a sus madres, o a sus
mujeres para que les hagan algún pantalón y hasta floreadas alforjas para los
viajes.
Sin dejar huellas de
provecho para los infelices pastores, terminan las visitas anuales de
"trasquiladores”.... Lo de siempre continúa, dolorosamente... fríamente...
sin sentido o con sentido que no es de los mitayos adivinar...
Han pasado ya varias
semanas de la "trasquila". Las ovejas están llenando sus cueros con
lana nueva y comienza a llover.
Todavía no son de
temer las amanecidas de invierno aunque el año está ya llegando a su fin.
El rebaño salta y
rebalsa por los amplios pastales.
Los perros lanudos, en
cumplimiento de su misión cuotidiana, se sacuden los primeros fríos y corren
arreando y ladrando a las manadas.
Nada hay de anormal.
Siempre es lo mismo para el hombre que vive en ese mundo. Pero en el rebaño pasa
algo que es difícil advertir. ¡Falta en el campo un animal! Una borrega blanca
como un copo de nieve, que albea en su carrera de fuga del conjunto, todavía
entre la marejada de animales, corre y corre desesperadamente. Mira a una y
otra oveja. Unas le dan de trompetazos. Otras la miran con extraña indiferencia
mientras que engullen el pasto que han arrancado de la "huaylla".
Pasa por el vacío que dejan dos carneros pendencieros en el momento en que
retroceden para darse el cabezazo, de muerte algunas veces...
La borreguita corre y
corre.
Bala y bala, Bala y
bala, llamando... llamando... inútilmente.
Cuando todo el rebaño
se ha escurrido por entre las modulaciones del pastal, la borreguita blanca,
con no más de sus tres meses de edad, queda fuera de la gran población de
animales de la que había comenzado a ser militante al día de nacida.
¡Vaga el animalito por
los campos, así como un sueño que a veces se nos pierde sin remedio!
Los perros ovejeros no
la sumaron al grupo inmenso mordiéndole en las corbitas delicadas. Al
consentirla sola, apenas si la han mirado con indiferencia. Parece que esos
perros tienen la noción de la importancia. ¡Para ellos, por más que sea
blanquita y delicada, no merece el cuidado que todo el rebaño!
Vaga el animal
buscando y llamando en vano, hora tras hora. Cuando llueve, el animalito busca
la choza, llega hasta ella y se acurruca de frío y orfandad en el alar
insignificante...
Hecha la
"oración", nombre que le dan sin saber por qué los pastores, a la
anochecida, encuentran a la borreguita acurrucada en el alar, y le espetan este
desdén:
— ¡Qué yá pué tuvo'sta
porquería!
Los animales también
parece que nacen con su sino de fatalidad como los hombres. También a los
animales deben truncárseles sueños y cariños. Orgullosas esperanzas. Como a los
hombres, en lo mejor del camino, al iniciarlo a veces, se les debe arrancar
algo que tiene todo el significado grande de lo mejor y más amado.
También a los animales
les sucede lo mismo que a las criaturas humanas. Un día pierden la madre, con
ella las esperanzas en futuros, adivinados o no, pero de todas maneras de los
futuros que no llegarán, ¡Todos esperamos algo que debe ser lo mejor, lo más
inmenso! ¡Todos lloramos lo que se nos queda sin llegar!
Aquella borreguita
era, pues, una frustración de hija feliz. Había quedado de la noche a la
mañana, sin saberlo, huérfana, "guacha", como dicen las gentes del
campo.
Desde aquel día, el
infeliz animalito parecía vivir en meditación constante.
Si prendía su fino
hociquito en el agua de los arroyos o de las lagunas o de la batea de la puerta
de la choza, era por fuerza de una sed que no entendía.
Si hundía su hociquito
fino en los pastos, era porque tenía la necesidad de vivir, sin saber por qué.
¡Los pastores saben más del porque de la vida de los animales que cuidan y de
los peligros que ellos corren si los abandonan!
Balaba el animal una
honda tristeza que inmensamente la debieron sentir aquellos campos y aquellos
vientos.
Su madre había sido
una oveja blanca, grande y peleona cuando le atropellaban o querían atropellarle
la cría.
Había sido una oveja
hermosa distinta de las demás ovejas.
Había cuidado en su
cría el recuerdo de su macho que murió en las garras de un león forastero al
borde de una trágica anochecida en la que fueron sacrificados más de dos
perros.
Era una oveja sin
igual para la huerfanita cordera.
Había desaparecido la
madre oveja sin saberse a qué hora, ni dónde. Preocupaba a los pastores esto,
más que la pena de la triste borrega. Cuando la otra vez, uno de los mitayos,
el más joven que había, murió despeñado, no se pensionaron tanto. Esto habría
impresionado a cualquiera más que a la ovejita blanca, de tener razón y juicio
en... el doloroso asunto.
Que su madre se había
perdido sin remedio, eso no sabía la ovejita. Pero la lloraba incansablemente.
Tal vez fue uno de los
días en que ella se entrenaba en retozar por los campos siguiendo el ejemplo de
algún chivato. O buscando una altura para enseñarle a su cría las lejanías que
se tienden... incansables.
Más tarde toda la
tragedia de la desaparición
se sabría.
7
Los "perros
ovejeros" aullaron uno de los días siguientes.
Aullaron y aullaron,
arriba, en una loma. Aullaron desesperadamente alrededor de unos gualtales con
las puntas dobladas a tierra.
Don Nico y más de uno
de sus hijos corrieron a la llamada de los perros.
Mano y mano
descubrieron un hoyo demasiado profundo, el que exhalaba un aliento de muerte.
Fetidez de carne podrida.
En ese hoyo había
caído la oveja. Se había caído sobre su cabeza comba. Se había desnucado y
muerto.
Trágicamente había
sangrado hasta por los ojos salidos y reventados.
Cuando la sacaron
valiéndose de un lazo de cuero, su lana se despegaba al simple roce de las
manos. Sus ojos estaban colgados de desesperación.
¡Puede que haya tenido
tiempo para el parpadeo y para las lágrimas! ¡Puede que haya tenido tiempo de
pensar en su cría!
¡Qué semejanza en su
mirada destemplada, extraviada, a la de una mujer madre que se apaga en una
tragedia y se le escapan de las manos los seres queridos, los retoños amados de
sus entrañas dolorosas...!
Y la infeliz corderita
nunca tendría la dicha de saber que su padre existió para pedirle un amparo. ..
Jamás. Aunque esto
sería para los humanos un mejor destino, cuando son negados por la maldad que
se escuda en la simple negación:
---- ¡No es mi hija! ¡No
es mi hijo!
8
Han pasado las
semanas.
La "guacha"
ha crecido un tanto y es una verdadera estampa de belleza perfecta y linda.
Blanca y de finísima lana.
Orejitas delicadas y
advertidas para la mínima de las sorpresas que suelen campanear en los campos,
especialmente en las noches.
Ojos vivísimos como
dos perlitas especialmente buriladas por manos de artífice.
Un rabito como puntero
de un haz de hilos de seda, cortado a menos de "a raíz".
Finos cascos
brillosos.
Y una voz de claridad
triste y penetrante, voz de aquella tierra enorme y ni siquiera imaginada.
La ovejita no va a los
campos porque don Nico teme que se vaya a perder, mientras sí va su hijo
Juancho, que tiene una llaga en la rodilla, consecuencia de un cabezazo que le dio
un carnero al momento de quererlo atrapar para lavarle el "moquillo".
No va a los campos
lejanos con todo el rebaño.
Cuando los perros le
han obligado algunas veces a ir con la manada, ella ha buscado un descuido para
verse desvigilada y regresar a la choza en donde ha hecho costumbre de vivir.
Por primera vez en don
Níco ha despertado un sentimiento de cariño, el animal. No se cansa de
contemplarlo y tolerarle sus algunas travesuras.
Cuando en las tardes
llega el viejo, cansado, le hace cariños y le da en sus secas manos de comer
unos granos de "cancha anotada" por el frío.
A veces el viejo se
enfurece por algún percance del día, riñe con todos, menos con la oveja que le
sirve de refugio y de alegría. También el animalito ha aprendido a querer al
viejo.
Alguna noche, doña
Sheba, la mujer de don Nico, la arrojó afuera, pero como el viejo oyera los
balidos del animal, indignado ordenó que abrieran la tranca para que entrase la
"guachita". Así lo hicieron y el animal buscó su refugio de
costumbre, las tulipas del fogón.
No solamente los
perros son los únicos animales fieles y agradecidos. Un día que don Nico vino
del campo con un tobillo dislocado y apoyándose en un palo, la ovejita salió a
encontrarlo. Le hizo ronda y lo acompañó hasta su cama en la que le guardó
vigilancia más de una semana.
Habían traído unas
yerbas para curar a don Nico; otras veces la borreguita las comía, pero esta
vez se limitaba a olerlas. Parecía adivinar la finalidad a que estaban
dedicadas.
Es la primera vez que
don Nico ha caído en la cama y es la primera leal compañía que ha tenido y de
la que está agradecido.
En las noches el
animalito ha dormido con su aliento pegado al cuello del enfermo.
9
El cielo se ha puesto
totalmente obscuro y parece que arriba alguien gigantesco se ha trabado en
pelea con alguien también gigantesco.
Parece que chocan espadas
gigantes y desprenden rayos que deslumbran.
Ruedan los truenos
como cuerpos de gigantes desplomados.
Los perros y los
pastores apuran la manada al corral.
Se inicia un fuerte
granizal. Se desata la tormenta. Terrible aguacero. Parece que desde el cielo
estuviesen derramando agua a manos llenas... Sombras de mal agüero se instalan
en las tierras de Chrifsul Alto. ¡Algo terrible va a suceder! ¡Rayos y rayos!
Crecimiento de sombras
que hacen dura y pesada su carne.
El viento que brama
como un toro salvaje cavando abismos. Como un toro bravo que hubiese olido la
sangre de algún hermano suyo asesinado.
¡Llueve, y de qué
manera!
—Dios mío —dice don
Nico. ¡Le ha salido esta exclamación por el terrible miedo que le tiene a las desgracias
del rebaño! Por él, ¡no importa! Ha dicho un ¡Dios mío! que no lo habría
pronunciado jamás. Es que el temor le ha arrancado esta exclamación. Él ni lo
sabe, ni de qué fondo suyo le ha brotado. — ¡Dios mío! —repiten los mitayos sin
saber lo que repiten. A lo mucho, otras veces lo que más han hecho ha sido
salir al umbral de la choza, escupir a la lluvia para que se
"amaine". O las mujeres han levantado de atrás sus pollerones y le
han enseñado al viento, a la tempestad desencadenada o desencadenándose, para
que huya y no moleste. Pero hoy han invocado la palabra Dios. ¡Es que el viejo
Nico está ya demasiado viejo, o se anuncia en esa forma espontánea una tragedia
grande, como la misma exclamación!
Todos los mitayos se
acurrucan en su cuero de oveja. También la borreguita ha encontrado su lugar de
siempre.
Llueve terriblemente.
Debe ser ya más de la me• día noche.
Los mitayos se
levantan, pero por más esfuerzos que hacen para localizar un estruendo de
derrumbe que les ha llegado a los oídos no lo consiguen. No hay más que esperar
que llegue la mañana. La única cosa que presienten es que de seguro algo le va
a pasar al rebaño.
Toda la noche los
perros han aullado y corrido bajo la tempestad sus grandes desesperaciones.
¡Animales heroicos que no se rinden ante las furiosas acometidas de la
naturaleza, que aprovechan de las noches horribles!
... Llega la mañana y
lo hace con una claridad miedosa.
La ovejita salta hacia
afuera de la choza. Cosa igual hacen los pastores.
Un perro viene desde
las lomas corriendo con el rabo entre las piernas.
--¡Qué le pasará a
este grajiento!— refunfuña doña Sheba.
—Algo ha'ide ser—
agrega don Nico.
Y todos corren hacia
la loma de donde se divisa el corral de las ovejas...
¡Espanto consumado!
¡Lágrimas de los mitayos! No es hoy pena por lo sucedido, sino por el
"patrón". — ¡Y aura pué!— gime doña Sheba.
— ¡Y aura pué,
patruncitu!— gimen todos en ademán de imploración.
— ¡Contra la tempestad
no podemos, patruncitu! ¡Cómo había llovido aquella noche!
Los campos están
anegados de agua.
Ajados los gualtales.
Y el corral de las
ovejas inundado con los desagües de todas las medianas alturas. Nunca se había
'empozado" el agua allí desde que tiene recuerdo don Nico, pero esta vez
por el lado que se hacía el desagüe de la hoyada todos los inviernos, había
habido un derrumbe y había cortado la retirada a las aguas caídas en tempestad
tan monstruosa.
¡Qué terribles afanes
encararían los perros que estaban mudos y con los "rabos entre las
piernas", sentados en la loma cercana al corral inundado casi en su
totalidad!
¡Qué duro habrá sido
el sufrimiento de los animales que no tuvieron un escape y se ahogaron con el
agua sobre sus cuerpos, sin un espacio para sus respiros!
Allí estaba la mayor
parte de la mortandad bajo el fango. Flotando algunas ovejas.
De ser un pueblo de
humanos, se habría dicho que aquello era un castigo merecido de Dios. Pero
aquellos animales, ¿qué tenían que ver con El para ser castigados tan
duramente? ¿O es que Dios también tiene que castigar excesos en los animales?
¿Es que aquellos rebaños habían caído en desgracia con el Señor?
Menos de la mitad se
había salvado. Eso sí era doloroso para los mitayos. ! ¡Qué diría el patrón! Esas
eran sus mayores cavilaciones ante cuadro tan desgarrador.... Lo demás, ellos,
sus mortificaciones, sus desvelos, eso era cosa sin importancia...
Tuvieron que mandar al
pueblo por primera vez a juancho para que le avisara a su patrón.
El patrón,
presintiendo la magnitud del desastre, trajo una gran cantidad de sal y muchos
compradores de carne. Las borregas muertas fueron vendidas hasta a dos reales.
Se "saló" un poco de carne. La mayor parte se puso verde y se
"oliscó" con el frío y la lluvia y, además, una tarde de sol
perverso.
Los gallinazos que
vinieron sin invitación y los buitres que salieron de sus balcones elevados de
las peñas se colmaron en el festín. Todavía una epidemia de las
"güishas", casi las extermina.
Cuando don Vita
regresó a su pueblo era para caer en la cama muchas semanas y habiendo
reconvenido a los mitayos, y desafiándoles con arrojarlos si, en el transcurso
de los tiempos venideros, les acontecía semejante cosa, ¡como si de ellos
dependieran las furias de la naturaleza...!
¡La ovejita tal vez sí
comprendió la magnitud de la tragedia, porque lo vio todo y la tristeza en las
únicas caras que estaba ya acostumbrada a ver! Tal vez si hasta haya pensado en
los peligros que se corre en la vida... ¿Para ella habrían cuántos de esos
peligros?
10
La enseñanza de la
tempestad ha hecho pensar a don Vitaliano en que el corralón de las ovejas debe
estar ubicado en una altura en donde las inundaciones no sean posibles. Por eso
ha ordenado al viejo Nico que construyan un gran corral de piedras en la loma
que queda frente no más a la choza. Todavía tiene que ser para unos cientos de
animales.
La Lomita Amarilla
aprende de lo que significa sostener cimientos de piedra, y tiene que ser así,
para que las "hishpas" de las "güishas" no destruyan la
obra.
Sí, es cierto que allí
en el nuevo corral que se levanta no han de trepar las aguas de las
inundaciones, pero siempre habrá peligros, como son, por ejemplo, los terribles
azotes del viento en los meses de abril. Más a todo se acostumbran los seres y
llegará el día en que les serán indiferentes los fríos latigazos
"chicoteados" desde lejos.
De otras amenazas
estarán los mitayos sobre aviso cuando ladren y aúllen los perros, como
acostumbran a su tino, a su manera de servir.
Eso que está trazado
con cenizas, en parte ya con los cimientos puestos, plantados mejor, será el
teatro borreguno en el que las "güishas" volverán a rumiar sus lunas.
¡Cuando por las
mañanas hagan flamear sus balidos como pañuelos calientes y blancos, será que
las ovejas han pasado una noche más en la vida!
Mientras que la
existencia sea una sucesión de cambios, las partidas o pasos de un proceso a
otro, serán estaciones nuevas que dejen su huella al de finirse. Hay entonces,
diversidad de anunciaciones. Insinuaciones que tienen sus raíces hondas y que
son tentativas del relativo final. Etapas, más etapas se suceden, hasta que se
llega a lo que nos parece completito y descubierto. La tendencia de lo vivo es completarse.
Acumular un acervo de paisajes anímicos que constituyen la experiencia. Sólo
cuando se ha vivido bastante se pueden balancear los saldos. ¡Ay del que ha
pasado los procesos de su vida sin acumular para sus rumiadas de meditación!
En los seres vivos,
hombre o animal, sus comienzos están prendidos a su misma sangre, son la esencia
de ella en total...
El instinto es guía
que de por sí clarea y perfecciona. Clarea y perfecciona el sentido de lo
vital. La revelación de los sexos en sus actividades precisadas conducen hacia
la perduración de la especie. No puede ser de otra manera. Y todo ello al calor
de un sentimiento que no se posible definirlo mientras bulle y trata de
colorear los impulsos.
Sorda voz en los oídos
habla.
Temblor en los nervios
y un moverse de alas inconfundibles, pero en confusión en las llanuras del
alma.
Tropeles de músicas y
clarinadas infinitas. Palabras hondas, de hondas dulzuras que se oyen y no se
oyen.
Frutos que se maduran
en nuestras manos y que no tocamos.
Campanazos y chispas
que nos encienden los ojos hasta quemarnos el velo azul que tenemos frente,
desde que nacemos.
Entonces desaparece el
velo y gritamos con los labios apretados aferrándonos a la piedra dulce del
minuto sublime...
La proclama de la
carne está oída y realizada, crece una nube verde y nos incendia. Nos brotan en
las manos, y en todo, colores y pájaros. Y la esencia de la vida canta por
nuestros labios...
¿Qué ser con vida será
aquél que no sea actor de la rebelión dolorosa de su propia materialidad a lo
extático?
¡Si con dolor comienza
el sacrificio de la dulzura, por el dolor está el camino a las grandes
sublimidades! No haber sentido un dolor en la vida es estar muy lejos de la
felicidad. ¡A las grandes tempestades suceden, debe ser por eso, los días
luminosos de bonanza y floración!
Todos hemos tenido
nuestro clímax. Hasta los animales. ¡Bendita la voz de la sangre!
11
Hoy el día es hermoso.
Para las cosas
hermosas no hay días horribles por más que se presenten preñados de dolores y
negruras. Si vienen así, se transfiguran. Se divinizan.
Bello día en comienzo.
¡Toca el sol su cuerno
de oro para todos los pastores del mundo! Se hace oír en los ojos que
parpadean. En las manos que se restriegan. Hoy en Chrifsul Alto. Bello día para
los perros y las ovejas que se estiran y escurren su pereza y bostezan el sueño
demás de la noche pasada.
Hoy día el viento
descalzo y hablándoles despacito a las gotas de rocío.
A los manantiales.
A las lagunas.
A los pequeños árboles
que apenas ensayan un aplauso de hojas tímidas y diminutas.
A los pastales que se
mueven en despertar.
A las piedras. A los
buitres que están tendiendo a orearse sus alas tremendas y temidas por los
corderos inocentes.
A todo sin excepción.
A todo.
Por el gualte vuela un
olor que llega a las narices como una palabra que hace cosquillas y obliga a
gritar una orden cualquiera, con tal que no sea un crimen.
¡Otra vida parece que
llega desde muy lejos con su azafate de perfumes!
Hasta los pájaros
grises que no saben volar grandes distancias embanderan colores en sus plumas.
Colores que titilan.
Hasta en la olla de
caldo pobre mañanero de los mitayos hay un sabor desconocido y agradable, que
embriaga y satisface.
Las arrugas y barbas
de don Nico, el pollerón raído de ña Sheba, en todo hay algo nuevo que invita a
pensar que de repente se renueva la vida de aquellas tierras...
Hoy día que comienza,
cuántos hombres del mundo sacarán a lucir sus finas joyas de recuerdos. De
metales finos y preciados. Pero para los pastores esto no tiene importancia. Ni
siquiera lo han pensado. Para ellos la vida pasa sin dejar huellas y un día
como hoy les es igual a un día lluvioso, con tal que no muera alguna borrega.
Entre los seres de
aquella tierra, la "Guacha" es el único de los que parece tuviera un
destino, aunque el suyo ha comenzado como una tragedia.
Está blanca. Está
linda.
¡Qué finura la de su
lana que parece escarmenada por manos delicadas!
¡Sus ojos encendidos
de aceite extraño girando con dulzura, que bien puede ser amor o cualquier otra
virtud!
Ya su rabito es un
precioso mechón de claridad. Bien parece su cabecita un puño luminoso de alguna
grande alegría salvajemente pura...
Flamea su lenguita
rosada que le sirve de pañuelo limpio.
Se hunde el suelo bajo
sus cascos relucientes como pedernales deslumbrantes.
La "Guacha"
es hermosa, no cabe duda.
¡Cómo se ha engreído!
¡Un año de edad en belleza tan magnífica!
Puede el animalito,
preciosura de mañana, ser novia perfecta del más hermoso de los borregones.
Mujer completa del carnero más garañón. Todo eso y más puede. No lo sabe. Pero
debe sentir a su cuerpo vibrando como una guitarra... porque uno de los mitayos
ha dado la noticia:
—La guacha s'tá
viciosa.
El animalito salta en
el aire. "Chibrinquea". Corre. No sabe lo que busca. Se queda de repente
quieta lamiéndose una pierna.
Después, como movida
por resortes infinitos, vuelve a correr y saltar y balar. Se mira de frente en
el cielo. Debe ser la primera vez que lo ha visto tan inmenso. ¡Tan lindo!
En el suelo de los
seres que están en la tierra, el animal, no ha visto a ninguno en afanes
distintos. Todos son iguales, tal como en días anteriores
Esto tal vez la lleva
a la realidad y hace que ella misma se diferencie de los otros, de todos.
Nadie le ha dicho
nada, pero sí obedece a una voz de la sangre subida a su garganta y se encamina
hacia el corral de la manada que está rumiando los rezagos de un sueño.
Tampoco en el rebaño
parece que hay interés por el animalito caliente que bala y busca como cernirse
en la manada.
No puede la
"Guacha" ingresar al conjunto, por- que don Nico no ha dado todavía
la orden a los animales para que abandonen la "majada"…
Sigue vagando la
borreguita blanca, como hasta hoy, como todo lo pasado de su vida, sin saber
para qué, ni por qué...
12
Para todos los lugares
del mundo, por lo menos para los que son conocidos, hay campanas sordas de
rayado y rajado sonido. También campanas que parecen de oro, pregonando
incansables las horas y la disciplina del tiempo, pero para Chrifsul Alto no
hay nada. Nadie se ha preocupado ni siquiera de un fierro colgado a una viga de
la choza. Después de todo, ¿para qué? Cuando basta a los moradores llenar
algunas formalidades y funciones, y eso a manera de hábito.
Allá no hay medida del
tiempo, puesto que nada, ni el dolor, tienen allí precio ni medida.
El rebaño debe salir
todos los días y eso de la hora, ¿qué importa? Sale y no hay control de tiempo.
Si el día se prolongara en su claridad indefinidamente, no importaría...
Todo allí se reduce a
que los perros redondeen la manada con sus ladridos, a que la manada se sumerja
en el campo por el lado de los pastales que no han sido invadidos más de dos
semanas. A, que los mitayos salgan en labor de vigilancia
"chacchando", cuando no se han agotado las raciones.
Basta que los pastores
estén mirando a la borregada y apuntando con sus escopetas al primer peligro
que se presente, para que la noción del tiempo sea más bien una de las cosas
fastidiosas e inútiles.
En Chrifsul no hay
campana, pero debe oírse una honda y metálica.
No hay malos agüeros.
Para las ciudades debe ser "un día de los más calurosos con helados, caras
chaposas y demás chirimiyas".
No hay malos agüeros.
Hoy día no corre peligro ninguna güisha.
— ¡Güisha! ¡Güisha!
—también es grito de mando para la "Guacha". Ella obedece y alcanza a
zambullirse en la manada. Los machos ni la huelen, pero el ojo del viento hace
sus itinerarios por su cuerpo. Y lo sabe la más blanca y la más tierna. En su
pelusa limpia, vellón de claridad, aun no se ha pegado la "majada"
tremenda del corral...
Así pasan las cosas y
el día. Para la "Guacha" nada nuevo, salvo unos cuantos cuernazos de
sus hermanas de sexo, de las que tienen cuernos, o algunos mordiscos o
cabezazos de las que no los tienen.
Se está poniendo
tarde. Son en Chrifsul hermosos los atardeceres. De una hermosura que desespera
cuando se piensa que las gentes que allí nacieron para morir allí los ven pasar
con indiferencia.
Si por acá llegaran
los pintores y los fotógrafos ¡qué efectos magníficos conseguirían!
¡Esos anaranjados de
ocaso! ¡Esos puentes de luz tendidos entre la tierra y el cielo!
¡Esos copos de nubes
suaves, delicadas, como azucenas deshojándose!
¡Ese azul maduramiento
de las distancias...!
¡Si por acá llegarán
músicos, qué maravillas cantaría y qué revelaciones haría al mundo...!
Pero a la gente de
estos lugares, a los tristes y miserables mitayos, nada de eso les interesa.
Tal vez ni les disgusta ni les gusta.
El sol ganó distancias
altas y ha descrito el arco de su pausado salto de oro. Se prepara para una
sumergida tras de las lejanías que quedan abiertas a las espaldas de los
filudos cerros de Cashurco.
¡Hay paz en la tierra
aquella!
Los mitayos están
coqueando. Aumentan de rato en rato el bolo de sus únicas emociones y placeres,
y hasta sueños deben ser. En los nudos huesudos de sus manos golpean su
"poro calero" veces y veces.
Después, con el
chufrán, clavo largo, más bien aguja, sujeta a la tapa del "poro
calero", colocan unas partículas de cal quemada de piedra con estiércol,
en días de verano, en el centro del bolo. La cal acciona sobre las hojas
húmedas por la saliva y se produce
la satisfacción de que
se ha olvidado del mundo. De que se ingresó a otro cuerpo saliendo del propio, doloroso.
El día es claro y
alucinante. Hoy no se espera atrevimientos de los enemigos de las borregadas.
Sin embargo los perros han dejado de ladrar contra el cielo. Olfatean hacia el
abajo de los pastales. Hacia todos los abajos que están subiendo con lentitud
de asalto.
Olfatean y olfatean.
De pronto las ovejas
se hacen un remolino de espanto. Corren despavoridas.
— ¡Échale! ¡Échale!—
gritan los pastores animando a los perros que pueden haberse olvidado de los
peligros y de su misión.
— ¡Échale! ¡Échale!— y
los pastores corren también espantados más que los perros y las ovejas, hacia
donde surte el susto de la manada... Se atropellan. Corren despavoridos. —
¡Échale! ¡Échale!
--¡Negro! — ¡Lanudo! —
¡Llushpe!
Ladridos de perros
ovejeros se llevan alargando al horizonte de hace algunos instantes, redondo. ‘Luego
el tuluuuuuummmmm de la escopeta...
¡Ayay! ¡ayay!, del
perro más nuevo.
Era el zorro, a lo
mejor, en su primer asalto.
Tal vez aguijoneado
por el hambre o la ilusión de una primera aventura se había arrojado contra la
manada. sin saber que eso sólo se hace con éxito mientras la neblina es espesa.
La víctima del zarpazo
ha sido un cordero de algunos meses. Lo llevan. Tiene varias heridas en el
cuerpo. Lo llevan con cuidado para que no se vaya a morir o le entren las
queresas por la herida y se "engusane".
Una vez en la choza se
disponen a la curación. Doña Sheba es especialista, médica en estos casos. Le
lava las heridas al cordero con agua de kreso. Después le espolvorea hojas
"riutas" de arabisco traídas de los "temples".
En la pared frontal de
la choza han templado un cuero de zorro. Se lo mandarán para el patrón un día
que haya con quién hacerlo.
La "Guacha"
se ha sumado a los balidos de dolor del cordero herido, lo ha visto todo. Lo ha
manifestado con los golpes de sus patitas en el suelo. Repetidas. Insistidas.
Ya el cielo está con
estrellas y de buena luna.
En las ciudades,
cuánto se daría por tener noches tan hermosas. ¡Soledades tan solemnes! ¡Claridades
tan infinitas!
13
Mañana, que la sobra
del zorro se vaya con la manada, ha ordenado don Nico en esta frase severa: ¡Que'te
guacho no quiero velo aquí!
Y él, bajo el pequeño
alar que le ha servido de hospital y de refugio, parece que adivina, porque
está rumiando y rumiando, con la mirada perdida en lo lejano, mientras alguna
luciérnaga, rara en la época, lo vuelve a la realidad. Dirá tal vez con pena:
— ¡Es mi última noche!
¡Y ya estaba acostumbrado a la felicidad de tener cuidados especiales y hogar!
Allí en la choza ha
estado el mocito cordero varias semanas. La "Guacha", con su carne
floreada de sexo, sin sospecha para ella, le ha olido el aliento noches y días.
También le ha hecho dúo en sus dolorosos balidos de medias noches.
Motivando un gesto, le
ha mordido una oreja más de una vez en la oscuridad. Hasta se le ha parado
encima.
Con el alba le ha
lamido muchas veces las heridas hasta dejarlas limpias. Sanaron así.
¡El y su compañera que
han tenido libertad para transitar por los rincones de la choza, qué de cosas
han visto! ¡Qué de extrañas sorpresas no han tenido, sin explicarse ninguna!
El y ella han visto
varias veces como el mitayo Juan con su chola Margaracha, en la que ha tenido
ya dos crías, se trenzaban en la tarima algunas veces, mientras los otros
mitayos pastoreaban.
Los dos animalitos han
oído el latir violento de dos corazones humanamente tormentosos. Han oído el
quedarse quietos de dos seres, con los cuerpos y las ropas en desorden, sobre
la cama de pellejos de ovejas.
Y hasta sin saber por
qué, ni para qué, les han lamido los pies desnudos y curtidos por los fríos y
los bravíos gualtales.
También han recogido
el preludio de esos actos, sin comprenderlo; han oído sus hablares gomosos, el
chocar de sus bocas cuerudas, ásperas, pero tremendamente calientes.
A veces, en más de una
noche, han oído a don Nico, acezando como si hubiese acabado de llegar de muy
lejos y en una carrera dislocada... Soñaba
Aquella noche sería la
última en que descansarían bajo techo los dos animales.
Amigos eran ya, pero
sus carnes reclamaban la primera "pisada" que él había ensayado una
serie de veces con su propia madre, pero sin consumarla, por demasiado tierno,
por la impotencia de su niñez.
Juntos los dos
corderos, amigos, a más de media noche despertaron.
Por bajo el ala de la
choza miraron el cielo unos instantes. Luego balaron y fijaron sus ojos en la
tierra.
Volvieron a balar
sobre la luna pálida, de alegría tal vez. El primer canto del gallo les cortó
la inspiración y volvieron a "echarse" sobre sus rodillas grises de
tierra.
Está que no durmieron,
porque cuando amaneció totalmente los dos amigos tenían sus hociquitos
prendidos en el suelo, goteando una mala noche...
Ña Sheba los despertó
después que todos los mitayos habían tomado su buen "verde de paico"
cogido el día anterior de la única chacra que cultivan y a la que le
encomiendan todos los años sus semillas de papa "guagalina".
Y el ordinario mandato
llegó:
— ¡Vamos güishas!
¡Güishas! ¡Güishas!
Era el mandato para
los animalitos amigos.
Ellos se pusieron de
pie. Se estiraron sobre sus miembros y bruscamente se empinó el macho. Y antes
de poseer a su hembra, lo alcanzó un rebencazo de ño Nico.
— ¡Juera de aquí, só
grajos!
Los dos animales
hicieron varias rondas a la choza.
Ella corría a saltos y
saltos, dando corcobos.
El la perseguía
oliendo y arrugando sus jetas rosadas, adoptando el ademán garañón de los
carneros padres.
La seguía entusiasmado
hasta la insolencia de casi tumbar a doña Sheba que estaba orinando a un lado
de la choza.
¿De dónde se iba a
imaginar el cordero varón que llegaba su final a pasos apresurados, final que
le privaría de tener cría, una hembra, y hasta ser el amo del rebaño de
hembras?
Perseguía el animal
con su sangre hirviendo a la borrega, la que se escapaba nerviosa y
"meando" de desesperación. "Meando" de querer y no querer
la primera "pisada".
En esas andanzas, la
"Guacha" se emparedó contra la choza hasta que llegó la terrible
orden de don Nico:
—Pa su santo dil
patruncitu hei qui hacer unus caponis.
—Que se'ian los más
bonitus— apuntó doña Sheba.
Por eso fue que los
mitayos antes de arrojar a las manadas del corral, se dieron a escoger los más
hermosos "capaderos".
—Po lo menus seis—
advirtió Juancho.
El rebaño se asustó
escurridizo y se perdió en el campo. Apenas cinco habían sido los capturados.
Los manearon a los cinco de uno por uno. Y de uno por uno también, don Nico les
abrió las "shicras" con su cuchilla capadora y luego de unos
ajustones y frotaduras, les desprendió los duros testículos que semejaban
frutos veteados de mármol, frutos que luego serían sancochados y comidos por
los pastores.
Hechos cinco capones,
don Nico agregó:
—Caramsho, nus falta
unu. Ná más qu'iunu.
Y dirigiéndose al
cordero, "sobra" del zorro, decidió:
—Está güeno. Catay.
Manéenlu.
Y corrió la suerte de
los cinco anteriores. Había tentado el animalito escaparse, escurrirse de manos
de sus perseguidores como una protesta a su destino, pero desgraciadamente no
logró salvarse. Un perro chusco, el más feo de los perros, le había capturado
de las corbas y lo había tirado a tierra.
Cumplida la labor de
don Nico, el animalito se levantó, todo "shurnbul". Es que era ya un
capón más que no tendría en su vida más misión que comer y comer pasto y
engordar hasta que la hora del cuchillo al cuello llegue y termine con su vida.
Cuando se levantó
acurrucado en su dolor y con una gotera tenue de sangre entre las piernas, vio
que la vida de hacía unos minutos, se había oscurecido completamente. Ardía en
sus heridas el kreso y la ceniza que le habían aplicado para cauterizar y
cerrarle la puerta a los gusanos y a la muerte.
Así se frustraba la
gloria de un carnerito inocente que apenas había estado en trance de oír los
llamados de sus instintos, el grito de su sangre, la oración de su carne.
Esto más había
presenciado la pobre ovejita que daba y daba vueltas alrededor del capón que ya
ni miraba por más que se le acercara y le diera de ciquichazos... Inútilmente
esperaría de él una "cubrida".
Todo en la vida es
así. Apenas se empuña un camino que aparece luminoso y de follajes dulces,
cuando se ha caído en el dolor de saber que él no nos conducirá al paraje en el
que hemos comenzado a soñar. Placeres originales se truncan en la vida de hora
a hora. Parece que el mundo está destinado a ensañarse con los que aprenden,
con los que se buscan en las selvas de su incomprensible. Será nuestra ley,
pero de todos modos se siente el doloroso cumplimiento...
Las tragedias son para
todos los seres con vida. No hay duda, para el hombre debe ser menos doloroso
todo eso, por la fuerza de su razón, pero a lo mejor en un carnero capado hay
más filosofía de consuelo que en un hombre de cultura inmensa que cae en la
imposibilidad de cumplir su destino de especie. Nadie sabe. Cómo se pudiera
inspeccionar en los dos fondos, porque todos los seres tenernos nuestros
propios fondos, nuestros propios contenidos. . .
Esto de que la
"Guacha" perdiera a su macho decidió al animal a rebelarse en la
soledad y en la lejanía del rebaño, por eso tentó en vano desobedecer a los
mitayos. No quiso ir tras del grupo de ovejas que ya estaban pastando hacía
varios minutos.
Pero tenía que
abandonar la choza, porque como era tan traviesa no le permitirían estar
molestando a los seis capones con la consigna dada por el dolor, de no moverse
del sitio en que los habían dejado.... después de la dolorosa operación...
14
A la puerta de la
choza uno de los perros se echa en un cuero que han puesto para que se orée de
las "hishpas" de la última hija de la Margaracha.
El perro se levanta,
da unas vueltas sin mirar a ninguna parte y se vuelve a echar. El día está
tranquilo y claro.
El perro sigue en el
mismo afán; parece que no encuentra comodidad, pero es anuncio de otra cosa,
porque doña Sheba ha dicho descubriéndolo en afanes tan inquietos:
—¡Catay pué va'lluver!
Los pollos nuevos y
jaques, ajiseco el uno y flor de habas el otro, describen un semicírculo a toda
carrera, con las alas levantadas, hasta que se juntan y se quedan pico con
pico, quietos, largamente inmóviles.
—¡Juera, hoisí
llueve!— agüerea don Nico.
Dicen otras gentes que
eso de la conversación de las gallinas o de los pollos es siempre indicio de
que algo grave va a suceder. Dicen, por ejemplo, que cuando conversan dos
gallinas viejas es posible alguna viudez. Cuando conversan dos gallos, lo que
es muy raro, fijo es que habrá pelea y hasta una muerte. Cuando conversan dos
pollas es que las cosechas van a perderse. Cuando conversan dos pollos, va a
morir el dueño de ellos. Pero para los mitayos de Chrifsul, eso indica; tienen
la unánime convicción de que va a venir tiempo malo, quizás arrastrando una
ambición de mortandad de ovejas.
—Va ber aguacero— se
dicen los pastores.
De pronto, una gallina
que ha dejado de estar clueca hace unos pocos días, agita sus plumas
racha-pozas y ensaya un canto que le sale desgajado, terriblemente extraño.
Don Nico que ha oído a
la gallina, coge una vara de lloque que le sirve a doña Sheba de rueca, y con
ella, lentamente, trata de colocarse a pocos pasos de la gallina... Se
acurruca. Apunta y ¡caj! de un solo golpe en la cabeza del animal, lo bota por
el suelo palpateando y desplumándose...
Cuando la gallina se
da el último estirón, don Nico respira con aire de seguridad, por haberse
salvado de la muerte, o por haber salvado tal vez la vida de su patrón...
Porque dicen que cuando se mata inmediatamente a la gallina que canta en ella
se apacigua la muerte y no se empeña en la presa que ha elegido y que se ha
hecho anunciar por la garganta de una gallina...
--¡Catay la tapia!—
termina don Nico. Levanta a la gallina por las alas y 'la entrega a su mujer
para que la "pele". No hay más remedio en estos casos que comer
gallina, aunque sea flaca.
Se sigue asomando el
día cargado de presentimientos. A medida que deben estar avanzando las horas,
hay una especie de tristeza cósmica que se adentra y tijeretea a los nervios.
El viento poco a poco
se va convirtiendo en un indignado mensaje. Mensaje de tempestad.
Lejos se ven nubes
desgarrándose, que semejan telas o cortinas desgajadas. Es la lluvia que se desnuda
plenamente y cae con ímpetu de desplome y estruendos.
Allá lejos se tienden
o, mejor, chorrean hilos azules de aguacero.
Allá en frente, lejos
también, flamean como banderas enormes unas nubes preñadas. Parece que estuvieran
amarradas a los picos altos de los respetables cerros de Cashurco.
El azul de todas las
lejanías se ha ensuciado de
56
gris. Color de acero
se ha hecho la carne del cielo, de un acero inmensamente trajinado por el aire.
Latidos de relámpagos se suceden.
Se arrastran los
truenos por los ámbitos como cansadas palabras de palo remojado...
Cortinas de neblina se
levantan lentamente desde los puquiales y los riachuelos y las lagunas y las
quebradas orladas de árboles...
Todos malos augurios.
No cabe duda que el día va a ser uno de los terribles que saben desfigurarse
así. ¿Será el zorro? ¿El león? ¿Qué será al fin?
— ¡Güisha! ¡Güisha!
Ante tan tremendas
anunciaciones, que la "Guacha" parece haberlas entendido, se suma,
para no quedar sola, a la manada.
— ¡Güisha! ¡Güisha!
Y como siempre el
rebaño grande se pierde en la inmensidad del pastal, recortado de pausas y
silencios caros, bien rarísimos.
Al medio día estaba ya
madura la tormenta con todas sus fructificaciones de amenaza.
Cuando los mitayos,
después de recoger el inmenso rebaño, regresaron a la choza, estaban empapados
en agua hasta los huesos. A más de uno le ha dado cólico; por eso le han hecho
beber orines y los está eructando...
—Le hacin bien— dice
la vieja Sebastiana.
Es la noche entera del
día anunciado como terrible por los agüeros malos y por los propios elementos
de la naturaleza. Nada ha sucedido aún terrible.
Es la noche perfecta.
Es la noche obscura.
Las luciérnagas insisten en iluminarla y con ello le dan, más culpa de aparecer
terrible.
Por todas partes andan
sombras negras, horrorosamente negras. A veces, un florecimiento de luminarias
lejanas que apenas se divisan.
Adentro de la hoyada
del Este, que es lo que se alcanza a distinguir, porque aún no ha sido presa de
la neblina, se ve una luz que deambula, intensa y pausada.
Una cantidad de sapos
están tocando sus pitos de frío, que hacen doler los oídos.
Podría pensarse que es
algún ser humano perdido, pero, ¡para qué, y a esas horas, recorriendo los
campos cercanos de Chrifsul! No hay rebaños. ¿Qué será? ¿Quién llevará esa luz?
—Es el caerbuncro—
afirma don Nico.
Dicen que el
caerbuncro es un bello animal en forma de gato, color negro azabache, que lleva
en la frente —esa es la luz que enciende cuando camina en las noches que son
demasiado obscuras— un diamante tan grande que parece un espejo; si el hombre
lo sorprende a unos pasos esconde su luz. ¡Bien hace para estafar a la envidia
de los hombres!
Hay quien asegura que
se le ha presentado en más de una oportunidad, y que entonces le ha pasado por
las canillas frotándolas muchas veces, pero que por miedo le ha huido más bien.
A ese quien, cuando ha hecho el relato, le han tirado a la cara la imprecación
de ¡imbécil! Pues afirman que sólo se presenta en esa forma porque es su
voluntad de dar la gran fortuna del hermoso brillante.
Cree la gente de todos
los lugares donde hay esas luces, como faros nochemiegos deambulando, que una
vez que se le ha quitado su piedra valiosa al animal, muere.
¡Cuánta gente sabiendo
de esto, teniendo la certidumbre de que es una verdad firme, dejaría sus
cómodos sillones para dedicarse a la caza de luces bajo la noche!
¡Pero la noche sigue
tremenda y obscura! ¿Qué es, pues lo que puede suceder?
De morir uno u otro
viajante lejano, no falla. Pero eso será en otras partes. ¿Pero en Chrifsul?
Los mitayos se
revuelcan intranquilos sobre sus tarimas y sus pellejos de oveja.
¡Quién sabe en el
corral! Con esa idea, de rato en rato, don Nico ordena a dos de sus hijos que
vayan a echar de menos a los animales, lo que hacen topateándose con la neblina
tímidamente iluminada por un "hachón de güira", bajo los ponchos.
La noche es
ciertamente pesada y horrendamente negra, tan negra que hasta la propia luz del
hachón de los mitayos, también se vuelve negra.
Es negra la noche para
la tierra que la soporta -y que le debe pesar horriblemente. Para el látigo que
le quisiera huir. Para todo es negra la noche. Para todos es dolorosa la noche.
Pero seguramente más
que a nadie ha de dolerle a la "Guacha", que es la primera vez que se
encuentra perdida en el rebaño jadeante y asustadizo. Bala toda la noche el
animal y trata de hallar un escape de huida, porque además algunos machos
garañones, olvidando la oscuridad, tratan de cubrirla aprovechándose del
desconcierto.
Es un fornido carnero
el que la ha olido como propicia para el apetito de su sexo. Hasta que alguna
hora debió ser que la cubrió. La cubrió plenamente. La ovejita se sintió
apuñaleada, pero en la punta de ese puñal candente sintió la extraña sensación
del sexo maduro. ¡Vaya a saberse si el animal hubiese sentido lo mismo si
hubiera sido cubierta por el que hace horas lo habían convertido en un capón
inhábil para tales funciones!
Habían entrado, pues,
la borreguita, sin saberlo ni haberlo querido, esa noche, a la fila de los
proyectos de madres ovejas. No volvería en su vida a dormir en la choza. Ni lo
pensaría seguramente...
Aquella noche siguió
tronando y lloviendo.
De amanecida, en los
cientos de hocicos borregunos floreaba el vapor de resuellos apaciguados...
Y la vida en su
continuo sucederse, con variaciones para todos, menos para los mitayos, que les
da lo mismo...
15
Catay que la
Guacha'stá pelichando!— dicen los pastores después de varias semanas de aquella
noche negra para ella.
Ella se distingue de
las demás ovejas, porque aún está más limpia y más blanca que las que toda su
vida han vivido en el conjunto.
Ha engordado el animal
y su vientre ya presenta el abultado anuncio del fruto de sus entrañas.
Como ya no está
viciosa, y cuando lo estuvo fue por corto tiempo, no la festeja ningún carnero.
Más bien le dan de topetazos cuando engrosa el núcleo inmenso.
No está sola. Los
corderitos blancos, sucios, la siguen —deben ser huerfanitos— por los campos y
dentro del mismo corral.
Tal vez si ella habrá
pensado ya dentro de algunas semanas ha de tener su cría linda. Quizá habrá
creído que de todas maneras tiene que ser linda, aunque no sabe cuál del rebaño
sea el padre, ya que fue en noche y sin que ella lo hubiese consentido ni menos
buscado.
El vientre de la
"Guacha" sigue abultándose. Los mitayos que lo advierten vaticinan:
—Caral la
"Guacha" ya está hartita, ya ha'i de parir...
16
Un día, muy cercana la
oración, cuando los perros cansados de ladrar y corretear conducen en silencio
a la manada, uno de los mitayos se adelanta descuidando su lado por el que la
manada se alarga hacia atrás.
Hay espesa neblina en
el campo.
Viento calmoso y frío.
"Hora
propicia", habrá dicho un león forango y hambriento que saltando de entre
unos matorrales se ha lanzado contra la punta atrasada del rebaño.
Una oveja perfora el
silencio con su alocado balido que instantáneamente se debilita y se apaga.
— ¡El puma! ¡El puma!—
gritan los mitayos y animan a los perros a perseguirlo.
— ¡Échale lanudo!
— ¡Échale chusco!
— ¡Échale! ¡Échale!
Y perros y mitayos
corren bajada adentro, tras del animal atrevido y salteador.
Era el león. Hacía
tiempo que no había dado la sorpresa. Creían los pastores que el que mató el
año pasado un burro "hechor" que estaba de arriendo con las yeguas de
don Vita, les habría sido enseñanza a los demás pumas que largo tiempo no
habían aparecido. En verdad, el año pasado un león había venido en busca de
presa y, acampando en noche, quiso comerse una yegua "calienta", pero
el burro "hechor" la supo defender. Pues el león se encaró al burro y
hasta alcanzó a prenderse de su nuca dura. Pero él, que tiene un instinto
bravísimo de defensa, se parece que emprenden un vuelo para cogerlo en el aire.
Por el instante la fiera se salva de los agudos colmillos de los
"ovejeros" porque alcanza una rama de árbol y se trepa a la mayor
altura que le proporciona.
Los perros quisieran
alas para cogerlo de allí y bajarlo y masticarlo hasta el cansancio. Pero no hacen
más que dar saltos y volver a ladrar su odio que debe ser inmenso.
Arriba, el león se
lame los una resolución. Está tan alto llarse en trance de muerte no salto y
burlar a los perros.
Van a tomar parte los
mit manera de liquidar al león.
Un disparo de escopeta
no, porque el animal se vería obligado a saltar olvidando la altura a que se
encuentra, tal vez contra los mitayos mismos o contra alguno de los perros, y
causarles la muerte, y eso es lo que quieren evitar.
Surge por fin la idea.
Don Nico corta una vara larga de entre los árboles que son de regular estatura,
le quita las ramas y hasta algunas de sus asperezas, y a la punta le amarra con
el chante con que él se asegura su pantalón a las canillas, su daga, que nunca
deja en la choza, que ha sido su compañera desde su juventud y que no ha
utilizado para matar a nadie hasta hoy día.
Los otros mitayos
preparan sus machetes. Los perros se agitan más y ladran.
El león parece
indeclinable en su actitud y refunfuña.
Don Nico levanta la
vara y su punta en la que está la muerte, la dirige hacia arriba por entre las
hojas del viejo "quishuar".
Cuando la punta de la
daga está ya a unos cuantos centímetros del cuerpo del animal, le imprime a la
vara todo el empuje de sus años inquebrantables. Una, dos y tres veces hunde
su daga en el mostachos y no atina que no obstante ha-se aventura a dar el ayos.
Piensan alguna dio unas revolcadas en el suelo y se libertó de las garras
amenazantes. Cuando el león osó una nueva embestida, el burro
"hechor" le dio el encuentro con sus patas traseras que le partieron
la frente y lo dejaron "seco", con los sesos blanqueando. Por eso
los ingenuos pastores creían que el león no volvería más. Pero lo cierto era
que había vuelto. Muchas guaridas de ellos se dice que hay por aquellas
hoyadas arboledas.
Había vuelto y dado un
asalto bueno y oportuno. Había cogido a una oveja, de las buenas y gordas, y la
había llevado a la rastra hasta los matorrales, para devorarla.
Perros y pastores se
prenden a la ruta de sangre, hasta que lo cercan.
El león se da cuenta
del "sitio" en que ha caído, abandona su presa y se acurruca contra
un tronco viejo de raíces revueltas y cavernosas.
Se empeña entonces la
sangrienta batalla, con los perros antes que con los mitayos, ya que aquéllos
son los primeros en llegar hasta cerca de él.
Lo acometen los perros
con odio feroz y violento.
Se defiende el león a
gruñidos y zarpazos.
Los perros retroceden
varias veces para acometerlo con más violencia. Uno, el más atrevido, se aleja
gritando el fuerte arañón que ha hecho impacto en su nariz sudosa, para luego
volver lamiéndose el hocico y dar otra acometida.
El animal cercado,
aceza. Uno de los perros se abalanza sobre la fiera y es víctima de los Mudos
dientes de ella. Era el más tierno y pequeño de los perros. Le bastó una
cerrada de hocico al león para destrozarle la cabeza.
Los perros ya no
ladran. Están callados y desafiantes. No hay duda que estudian la manera de
atraparlo. En eso, llegan los mitayos y refuerzan la ofensiva de los perros.
Se advierte el puma
-de su fin trágico y con sus miradas terribles se abre un escape, salta; los perros
parece que emprenden un vuelo para cogerlo en el aire. Por el instante la fiera
se salva de los agudos colmillos de los "ovejeros" porque alcanza una
rama de árbol y se trepa a la mayor altura que le proporciona.
Los perros quisieran
alas para cogerlo de allí y bajarlo y masticarlo hasta el cansancio. Pero no
hacen más que dar saltos y volver a ladrar su odio que debe ser inmenso.
Arriba, el león se
lame los una resolución. Está tan alto llarse en trance de muerte no salto y
burlar a los perros.
Van a tomar parte los
mit manera de liquidar al león.
Un disparo de escopeta
no, porque el animal se vería obligado a saltar olvidando la altura a que se
encuentra, tal vez contra los mitayos mismos o contra alguno de los perros, y
causarles la muerte, y eso es lo que quieren evitar.
Surge por fin la idea.
Don Nico corta una vara larga de entre los árboles que son de regular estatura,
le quita las ramas y hasta algunas de sus asperezas, y a la punta le amarra con
el chante con que él se asegura su pantalón a las canillas, su daga, que nunca
deja en la choza, que ha sido su compañera desde su juventud y que no ha
utilizado para matar a nadie hasta hoy día.
Los otros mitayos
preparan sus machetes. Los perros se agitan más y ladran.
El león parece
indeclinable en su actitud y refunfuña.
Don Nico levanta la
vara y su punta en la que está la muerte, la dirige hacia arriba por entre las
hojas del viejo "quishuar".
Cuando la punta de la
daga está ya a unos cuantos centímetros del cuerpo del
animal, le imprime
a la vara todo el empuje de sus años inquebrantables. Una, dos y tres veces
hunde su daga en el cuerpo del león, con una rapidez que la fiera
no puede burlar. El león grita y se desangra. Los perros juntan con sus lenguas
babosas las gotas rojas que caen al suelo, sobre las hojas y los gualtes que
allí crecen demasiado cobardes.
Otras puñaladas más
suben hasta el cuerpo sangrante del león que se aferra a la vida, de las ramas.
¡Al fin cae desplomado! ¡Puede que la daga haya llegado al corazón!
Sobre el suelo, el
animal pretende incorporarse, pero ha sido totalmente vencido. Entonces los
perros se abalanzan y entierran sus dientes filudos en su carne caliente y
sangrante.
— ¡Juera, perros,
juera!— grita el menor de los mitayos, para no dejar que los perros lo
despedacen.
Don Nico que se ha
dado cuenta de la orden a los perros, impartida por su hijo menor, se enfada y
le grita:
— ¡Déjalu, su chulo
burru!
Y es que sólo él sabe
lo importante que es de que los perros mastiquen al león, aunque ya esté
vencido. Eso de que los perros gusten la sangre del león es importante, porque
así se hacen más bravos y afinan su olfato para que a la distancia puedan
descubrir en sus acechos a los pumas dañinos.
Los perros mastican y
mastican, a las quitadas, el cuerpo del león vencido. Tienen los animales un
olor de cacho quemado en los dientes filudos.
Después, los mitayos
se llevan las manos y las orejas del león, así como el rabo, porque dicen que
con ellos se consigue suerte y, además, para que don Vitalino Ucta sepa lo
acontecido y no crea que la borrega desaparecida la han "tragado",
como les suele increpar en las épocas del recuento.
La "Guacha"
ha podido ser la víctima. Tal vez si en ella ha cavilado al día siguiente,
cuando ha olido en el pasto que cogía, bajo los quishuares, sangre y cacho quemado... ¡Puede que al hijo que va a
tener no le toque la misma suerte...!
17
Hoy, después de los
terribles aguaceros cargados de infinitas amenazas para los animales de lana apelmasada,
el día se ha hecho de repente una verdadera sorpresa de alegría. No está tan
fuerte el viento remolineador. Hay un tibio aire de paz en Chrifsul Alto.
También en los crudos inviernos se suelen instalar días que son todo oración y
primor.
No hay frío y
solamente algunas nubes vagan por el cielo como empujadas por suaves manos de
pausas.
Las lomas, la Loma
Blanca, la Loma Amarilla del corral, la Loma Negra, la Loma del Gualte Tendido,
todas las lomas están pobladas de luz y de un poco de sol. Promisión de un buen
día. Todo de repente se ha teñido en resplandores nuevos.
El agua de las pequeñas
lagunas se levanta en las alas de sus perennes habitantes, convertida en hilos
y láminas de plata, que se rompen contra los objetos y contra los rayos tímidos
del sol.
La tierra exhala un
vaho suave de eternidad. Una tufarada de naturaleza que despierta evocaciones.
Hasta los viejos
mitayos, especialmente don Nico, pueden respirar, a pulmón entero, aire tibio,
suave aire, caricia emocionada de la tierra que ama o se ha acostumbrado a
soportar la vida de los hombres.
Sobre los pastales
tendidos, como en oración, vibra un no se sabe qué de misterio. ¡Dulce misterio
de la belleza en contemplación de lo infinitamente grande!
Por los inmensos mares
de pasto navegan unas mariposas de alas rachapientas y unos mosquitos en
manchas grandes como si avisaran que hay paz sobre la tierra...
Es Domingo. A los
mitayos esa diferencia de los días por sus nombres no les interesa, porque sus
faenas son las mismas desde que han nacido. Para esas gentes rústicas, ¿qué
sentido, qué valor pueden tener los nombres de los días, cuando todos les son
iguales con sus amenazas o sus mansedumbres? Por lo único que distinguen las
hormaduras del tiempo.
Ahora, ¿sus vidas de
qué sirven? De nada para ellos. Para su patrón es cosa distinta, pero ni por
eso les da ni les dará por lo menos un avance que les haga exigir algún día
recompensas.
Los hijos de don Nico
han nacido allí pastores y en sus vidas, nada más, y no piensan ser otra cosa.
Para siempre están atados a las majadas. Deben ingresar también a la muerte,
amortajados de ella, traspasados de ella hasta los huesos...
El hombre de aquella
tierra, que bien pudiera ser un paraíso por sus bellezas tormentosas y por lo
que sería capaz de dar, nace vencido, humillado, esclavo. Aprende las únicas
cosas que tiene que aprender. Afilar su machete. Cortar llanques de duros
cueros de res. Picar la coca y "echar sus armadas". Hacer en los
tiempos que son de verano piras de estiércol, depositar dentro de ellas piedras
plomas probadas de antemano con el resuello si son piedras de cal, y encender
las piras y esperar que se quemen las "careas" para sacar de entre
las cenizas unas onzas, que no hay en qué pesar, de cal viva para llenar los
"poros caleros".
Aquellos hombres que
nacen pegados al rebaño, son incapaces de grandes indignaciones que los hagan
rebelarse. No reniegan con alma de nada. Para los grandes gestos no son esas
almas. Es que no saben nada más que ser leales perros, como los perros
ovejeros. ¡Ese es su destino!
Son así todos los
ovejeros de todas esas tiranas alturas del otro lado del Marañón. ¿De alguna
parte de la tierra se les aventará como a los perros infelices alguna migaja de
luz espiritual?
¿Alguna mano será
algún día lo suficientemente noble como para derramar en sus ojos una claridad
que no conocen? ¿Y ellos serán entonces capaces de amar las cosas que unos aman
y otros odian por las encrucijadas? Que la humanidad debe agarrarse a su
destino es lo leal para el destino de la creación, pero hoy a nadie parecen
interesar aquellas gentes...
Allí mueren los
hombres, sin que a nadie le duela, tal vez ni a ellos mismos.
Una ida de pie, un
derrumbe, un granizal furioso, un rayo, terminan una vida humana. Nadie
siquiera ha meditado en lo que se pierde. A nadie le importa que en la tierra
haya todavía esos reductos del infortunio.
Un entierro de
aquellos hombres cuando mueren es cosas sencillamente dolorosas. Lo juntan en
un poncho y lo llevan a una quebrada. Hablan sin lágrimas. Abren un hoyo. Sin
ataúd. Lo siembran en el hueco y lo tapan con tierra y con piedras, para que no
hieda, y, dicen más, para que no vaya a levantarse la peste y arruinar a las
ovejas.
Si alguna de las
mujeres "pare", lo hace sola. Simplemente la ayuda el hombre, su hombre
también, nadie más, sosteniéndola de los brazos hasta que pase el
"apuro". Las mujeres no sufren con los partos más de unas horas. Al
día siguiente ya están en su trabajo, lavando, lo que rara vez hacen, o
cocinando, como masticar su miserable cancha "anota" de maíz
"chusho", que les manda el patrón cada semestre y a estricta medida
de almud.
Lo que sí tiene valor
para ellos porque posee un alto valor para el viejo Vitaliano Ucta, son las
ovejas. Allí la vida de un "güisha" vale más que la de un hombre.
Cuando un carnero se hiere, golpea o enferma, hay apuro en los pastores de
sanarlo. Lo curan y lo auxilian. Hasta tienen que cuidar que las ovejas recién
paridas no se alejen del campo, que a unos pasos de la choza les destinan. Que
no vayan a aplastar a sus corderos. Cuando las borregas no pueden parir les
soban la barriga.
Con ese sentido es que
tienen sus únicos odios: a los buitres, que se comen a los corderos; a los
leones y a los zorros, que dan sus asaltos de sorpresa algunas veces a la manada....
Ahora, por ejemplo,
les preocupa el hecho de que la "Guacha" esté intranquila,
levantándose y volviéndose a echar, balando dolorosamente.
—Va 'parir aquella
"Guacha"— dice el viejo Nico y ordena que la saquen del conjunto. La
llevan hasta la puerta de la choza.
Allí donde se crió le
va tocar tener un hijo...
La noche está ya bien
alta y un tanto nublada, pero no llueve a chaparrones ni están furiosos los
truenos y los relámpagos. Apenas unos destellos. La "Guacha" no puede
parir. Ha gritado varias veces y se ha revolcado en el suelo. La chola
Margaracha ha salido seguidas veces para sobarle la barriga sin pronunciar ni
media palabra, casi entresuelos. Lo ha hecho nada más que porque lo ha ordenado
don Nico.
El animal sigue
gritando horas de horas. Las mujeres cuando sufren tanto, dicen, es porque el
varón va a ser demasiado "tremendo" y demasiado varón.
Cuando se apuntan las
primeras palabras del alba ha nacido un cordero que la "Guacha" ha
esperado fuera seguramente blanquísimo, pero es en realidad un cordero negro y
bien "retinto". Es que había sido cubierta en aquella noche dulce y
terrible por un fornido carnero negro.
La oveja ha lamido a
su hijo, pero no con el recogimiento que lo hubiese hecho si es que hubiese
nacido blanco como un copo de nieve.
Cuando los mitayos se
levantan y salen a la puerta de la choza para conocer a la cría de la
"Guacha" ríen por la sorpresa y el contraste demasiado irrisorio. La
oveja mira a las gentes aquellas como si tratara de explicarles que no tiene la
culpa de tamaña desgracia.
18
Ha pasado el tiempo
para Chrifsul Alto con dolorosa lentitud. Ha pasado dejando sus huellas.
Don Nico ha muerto por
efecto de un rayo. Parece que se ha cumplido la maldición que un día le echara
el viejo Vitaliano cuando osó "responderle":
— ¡Cómo no te parte un
rayo, so carajo!
Ha pasado el tiempo.
Hace más de tres años que una blanca oveja parió un borrego de noche. El borrego
ya es un cordero valentón y pisador como su padre. Anda por efecto de sus
peleas con un cuerno caído. Dicen los mitayos que nunca será capón, porque don
Vita quiere que este año, por lo menos, haya una docena de corderos negros.
Pues ha hecho experiencia de que esas lanas son más fáciles de volver al negro
absoluto, sólo con la ayuda del "pal" y otras cortezas de árboles.
Ya no está tampoco en
el núcleo de los mitayos la chola Margaracha, porque se ha "juído"
con un forastero que vino a la última trasquila.
Los últimos arios han
sido atroces para los rebaños. Han disminuido considerablemente las "cabezas".
Unas veces por efecto de las tempestades furiosas y otras por las pestes y los
terribles hielos.
El bullicio de la
corderada de antes ha disminuido notablemente. Don Vita, el último año, trajo
algunas cabezas de ovejas para que se cruzaran —lo habían aconsejado—. Pero
casi todas han muerto, pues les ha sido difícil aclimatarse. No han dejado sino
una rara cría que siempre anda dando que hacer a los pastores.
Los pastos estos
últimos años han adoptado una parda coloración que debe desencantar a las ovejas
que se limitan a comerlos, a engullirlos, seguramente sin tomarles gusto ni
sentido.
Los fuertes
ventarrones han arruinado a los pocos árboles de saúco que los mitayos sembraron
alrededor de la casa y que les sirvieron de consuelo en las noches de tormenta.
Por todas partes
parece que hubiera pasado una mano castigadora. Nada está como antes. Las
pequeñas lagunas que otras veces daban su estampazo de vida agitándose, son hoy
depósitos muertos de agua que hasta hiede. De allí se ausentaron los patos y
sus cortejos, quién sabe a qué regiones del mundo...
Más bien los venados,
que ya se habían ausentado hacía muchos años, han comenzado a hacer sus
incursiones por esos campos. Quizás si aquello sea anuncio de que esa tierra va
a entrar en una nueva vida....
19
Es el día de San Juan.
Aquellas gentes lo saben y hasta tal vez lo sienten distinto a los demás días,
sin saber por qué. Les han dicho simplemente que ese día es un día propicio
para bañarse, porque todas las aguas están llenas de gracia divina. Ellos no
saben lo que puede ser esto de divino. Pero es lo cierto que este día todos los
mitayos se bañan y se sienten con nuevos alientos y con algo en su interior que
les manda ser buenos.
Es el día de San Juan
y hay alguna buena vaca lechera en Chrifsul. Con su leche bondadosa se hace un
buen sango de harina de trigo, que se lo comen como si se tratara de un raro
manjar.
Para las ovejas
también es el día de San Juan. Todas van por el campo con una cierta alegría
que la pluma más fina no podría describir. Van a trote remendado de trecho en
trecho por los finos gritos de los corderos.
Para los perros
también es el día de San Juan, porque hoy día no ladran, y cuando alguna oveja
se separa de la manada, la juntan a ella con simples hocicazos, sin morderles
en las corvas como es de su estilo.
Para los conejos y
para los cuyes salvajes es también el día de San Juan, porque salen a luz por
las cintas verdes de pasto apretado...
No hay ninguna
campana. Pero todo llama a la gran misa de la naturaleza.
El sol se ha levantado
como una custodia de oro conteniendo un vino nuevo. Y las manos azules del infinito
levantan la hostia de la nueva esperanza... De rodillas están las cosas en
permanente oración. Sublime visión de la tierra.
Para los mitayos, por
la tarde, habrá unas cuantas cachangas
de harina buena y nada más hasta el próximo San Juan.
20
Bajo un hermoso
arco-iris las ovejas pastan mientras perros ovejeros, indiferentes a tal
maravilla, se despulgan y se planchan el pelo con sus lenguas.
Un águila vuela. Hace
grandes círculos por el cielo. De pronto, como una flecha, pica al suelo y
después de unos segundos se levanta con una culebra en el pico. Los pastores la
miran. Ella sigue en sus círculos de altura. Después se posa en una piedra alta
redondeada por el viento y trata de librarse de la culebra que ya le ha estado
ahorcando por que se ha enroscado en su pescuezo. El águila vence y de entre
los matorrales levanta su vuelo un halcón y se suspende a regular altura para
incursionar el campo. Ha visto a la mancha de tortolitas bebiendo a la orilla
de una laguna cristalina y se lanza sobre ellas. Se levanta unos segundos
después llevando en sus filudas uñas una prisionera que hace esfuerzos inútiles
por libertarse, dejando en su afán, caer una lluvia de plumas que se apaga.
Esta lucha de la
naturaleza llega a su término cuando uno de los perros ovejeros, olvidando su
misión, corre tras de un venado que ha cometido el error de colocarse a su
vista. El perro lo sigue y después de unos minutos lo alcanza. Lo derriba al
suelo y le destroza el cuello. En una laguna de sangre lo encuentran los
pastores que le dan al perro palos y le quitan su presa. Por lo menos hoy los
mitayos han de comer buena carne que no sea de ninguna borrega despeñada.
21
La "Guacha"
se está poniendo vieja y ha dado al rebaño varias crías. La última vez que
parió ha sido una borreguita como ella fué en su niñez, blanca, linda y
delicada. Siempre ella defendía a sus crías de las embestidas de los buitres, a
topetazos, pero la última no pudo, y un buitre hambriento a arañazos y a
aletazos la atontó y tuvo su festín de una tarde. Desde entonces, la oveja,
triste en su vejez, vaga por los campos tras de las demás, balando
incansablemente.
Los mitayos se han
dicho:
—La "Guacha"
ya'stá "atrasada".
En las noches es un
animal que debe estar rumiando sus recuerdos, que deben ser terribles por lo
horrible que ha sido la vida para ella. Por eso debe ser que a lo más alto de
la noche, entre dormida y despierta, grita pastosamente y se revuelca sobre la majada
del corral.
Ella no ha tenido ni
siquiera la suerte de caer en las garras del león o del zorro. Así, por lo
menos, habría descansado de sufrir. ¿Será que hasta en los animales la vida se
ensaña? ¿Será que hay animales que nacen con una estrella de infortunio? ¿Será
que todos los seres dan sus símbolos de sufrimientos y dolores? Así debe ser.
El por qué es cuestión que nadie ha establecido. Los hombres, por lo menos,
tienen el tonto capricho, los más tontos, de creer que son las estrellas las
que les dan su sello y su rumbo, aunque a ellas nada les importen tales cosas y
tales consolaciones.
22
Después del último
recuento de las ovejas, el viejo Vitaliano Ucta ha manifestado su descontento
cuando ha dicho:
—Esto me lleva a la
ruina. Es preciso cambiar.
Los mitayos no han
sabido y no han podido pensar en qué sentido ni en qué forma se operaría el
cambio.
Todos los días ha
bullido en sus almas rudimentarias esto de:
— ¡Hay que cambiar!
Para ellos el cambio
de patrón no significaría nada, ya que no tienen el mínimo recuerdo de alguna
pequeña bondad.
Lo que sí sería fuerte
y doloroso para aquellas gentes, sería el hecho de cambiar de tierra, no
obstante que en ella han vivido en perenne martirio de la tempestad, de los
vientos, de las fieras salteadoras de rebaños. De las furias del patrón en sus
días de visitas azules.
¡Hay que cambiar! En
sus oídos esta idea es como el más fuerte anuncio de algo que será, de ser,
demasiado grave. Claro que ellos se irían a donde el patrón los destine, pero
irían con un sentimiento que bien puede llamarse pena. Es que la tierra modela
a sus hombres y los hace de tal manera fieles que no quieren desprendérsele,
por más que los castigue y los azote, como lo ha hecho con los infelices
mitayos de Chrifsul Alto.
¡Hay que cambiar! En
efecto, para las ambiciones de don "Vita" ese era el único camino por
elegir. Y eso se haría.
* * *
Es el mes de mayo y en
otras partes de la tierra debe haber fiestas interminables de flores y
alegrías, pero en Chrifsul apenas la paz de los campos, no obstante las
bellezas infinitas de su naturaleza copiosa.
Ha llegado don
Vitaliano con unas gentes de pueblo, con las únicas que hace conversación y
echa sus tragos y sus buenas armadas. Los mitayos los miran a reojo. Jamás se
han atrevido a mirarles en la cara como los perros lo hacen con las gentes que
les son desconocidas. Más todavía al patrón, al que le guardan profunda
reverencia y hasta miedo de caer en sus iras octogenarias.
El viejo dueño de los
campos urde sus planes. Hará de su Chrifsul un criadero de chanchos. Ellos
estarán expuestos a menores peligros que las ovejas. Comerán hasta en las
noches las raíces de las plantas pegadas con sus hojas al suelo. Dentro de
algunos años, su tierra será un inmenso emporio de esos animales. Y han de ser
buenas las entradas. Para cuidar de los chanchos no se necesitan más que unos
cuantos hombres, uno que otro perro, y san se acabó.
En los pueblos voceará
muy pronto que compra puercas de todas clases y unos cuantos verracos que sean
de los mejores de aquellos lugares. No hay duda que así podrá su gran fortuna
aumentar día a día.
En lo tocante al
rebaño, es ya cosa resuelta. Será trasladado hacia las bajeras donde también
tiene sus pertenencias heredadas el viejo Vitaliano.
Antes de la partida,
los mitayos, con auxilio &- las gentes que han venido del pueblo con el
viejo propietario, practican el recuento de la manada. No es el tiempo en que
suelen hacerlo, pero hay que saber cuántas son las cabezas que deben ir en
caravana.
Pasan de mil, mucho
menos que hace unos cinco años. Ha disminuido el rebaño por causas infinitas
que precisamente no provienen de la voluntad de los pastores, pero ellos, ante
la realidad, sufren silenciosamente el reproche.
— ¡La culpa es de
estos bestias! ¡Por poco ya no encuentro nada! —Y las bestias no protestan ni
pronuncian una sola palabra.
A la puerta de la
choza don Vita y sus gentes conversan animadamente de cómo tiene que ser el
éxodo.
—Lo mejor que tenemos
un día lindo.
— ¡Por la noche ya
habremos llegado! Son las primeras horas de la mañana.
Un burro que llevará
los pellejos que les sirven de cama a los mitayos se soba las costillas contra
las champas de la casa. Lo advierten las gentes del pueblo y lo preguntan:
— ¿Qué le pasará al
jumento que se ha puesto en esa postura?
Y el burro, como si no
le importara que se interesen por sus raros ademanes, sigue en la misma actitud
y moviendo alternativamente una y otra oreja.
Nadie que sea de
pueblo sabría lo que un burro conoce a esas alturas.
Las gentes siguen
mirando al cielo y afirmando que no lloverá durante muchos días. El burro
rebuzna.
Quieren hacerle, una
charada a uno de los mitayos que es el más vivaracho, según don Vitaliano, y lo
llaman:
—Oye cholo, ¿sabes lo
que el burro está pensando?
—Claru, patruncitu.
—A ver, dilo.
—Pus, que va'lluver,
patruncitu.
Y el cholo pastor se
va sin volver la mirada como si hubiera dicho la única verdad de la que tiene
convicción.
Todos los que han oído
la novedad se echan a reír a costillas del pobre mitayo.
—Parece que por aquí
los burros son astrónomos —dice un poblano que debe saber por lo menos
escribir, porque habla con aires del que sabe en qué consiste la Astronomía.
* * *
El mismo día y horas
después que han tomado el caldo caliente de las dos últimas gallinas
alegradoras de la choza, se dispone que ha llegado la hora de la marcha. Los
mitayos saben y no saben lo que tienen que hacer.
La choza está vacía.
Han sacado de ella todo lo que son las únicas tenencias de los mitayos. Unas
bateas. Unas ollas de barro. Un quipe de mates en los que sirven sus alimentos.
Unas cucharas de palo. Unos cuantos calabazos. Unas tres escopetas. Algunos
ponchos vejestorios y raídos de colores sordos. Unos pares de llanques que
llevan de repuestos. Y machetes al cinto se dirigen al patrón para pedirle la
orden. Ellos no saben a dónde van a tener que ir. Nunca han salido de allí.
Creerán que los van a despedir. No saben nada y por eso es para ellos esta hora
una de las más terribles que hayan pasado.
Finalmente, las mujeres
cargan sus "quipes" a la espalda, mientras don Vita les indica la
ruta que deben seguir, con la punta de su bastón de layo:
— ¡Por allá está el
camino por donde se llega a la pampa!
Los mitayos están
extrañados. Aunque son ciegos de entendimiento, comprenden que se trata de
cambiar de pastales. Uno de ellos levanta la cara para mirar al patrón y
dirigirle una pregunta, procurando su explicación. Pero el viejo, indignado, le
contesta con un palo por las costillas. Y refunfuña:
— ¡Malagradecido! ¿No
tiene qué preguntar? ¡Fuera de aquí y a seguir por donde les acabo de indicar!
¡Qué tal lisura de grajo! ¡No!
Y los pobres mitayos,
como perros que recién alcanzan a medir el grado de poder que el viejo tiene
sobre ellos, se encaminan hacia el rebaño que han de conducir para otra tierra.
Hombres que eran
obligados, de la noche a la mañana, a abandonar el terruño. La tierra donde han
nacido, aunque sea para ser eternamente tratados como esclavos, pero de todas maneras
la tierra donde se ha nacido. Para todos los seres vivientes tiene un valor y
un significado que no es posible cambiar. Para cualquier hombre recluido allí,
por castigo o por lo que hubiese sido, aquello de abandonar Chrifsul, por más
bellezas que tenga, habría sido motivo de profunda alegría. Pero para aquellos
hombres que no conocían más horizontes, era nada menos que el más atroz de los
designios.
No habían aprendido a
llorar aquellos hombres. Para nada tuvieron lágrimas. Pero hoy, que de repente
se les arrancaba de la tierra a la que pertenecían como sus propios frutos,
lloraron en silencio sin poderse explicar, sin poder comprender nada más que
eso de ir para otras tierras era desesperante.
Como nunca habían
tenido conocimiento de que Dios era bondadoso para sus criaturas, no dijeron la
menor oración, porque nadie les había enseñado por lo menos ese consuelo.
Las últimas leñas
están ardiendo en el fogón de la choza y el humo asciende retorciéndose de
dolor, tal vez con la pena de los que serán los eternos ausentes.
— ¡Güisha! ¡Güisha!
¡Güisha!
Esa fue la voz de
partida, y los mitayos, y los perros con la misma pena negra que ellos,
encaminaron al rebaño por el lado que jamás lo habían hecho.
Van las ovejas balando
y comiendo el primer pasto de las bajadas.
Se cumple el augurio
del burro y comienza a obscurecer. Va a llover en realidad. Algunos truenos se
oyen. Y se cruzan contra los ojos los relámpagos. Parece que la misma
naturaleza protesta de que les den tamaña ausencia.
Un fuerte ventarrón
azota mientras don Vita y los hombres de pueblo que han venido con él se
santiguan y murmuran quién sabe qué oración de súplica para que la tormenta
aplaque sus iras.
Caen las primeras
gotas de aguacero, que tiene para terrible...
La caravana de animales
ha ido acortando el paso que en un principio parecía desgalgado. Es que va
entrando en horizontes que no ha conocido, a los que no estuvo acostumbrada.
La lluvia chicotea y
las gentes se ponen sus gruesos ponchos de lana que para las grandes tempestades
son nada menos que inútiles.
— ¡Gliisha! ¡Güisha!—
gritan los pastores. Y los perros ladran tras de la manada que se detiene de
trecho en trecho con una voz que los mitayos no conocían.
Cabalgata apresurada
de nubes, y un brotar y crecer de neblina densa por todas partes.
De repente se oye un
balido de oveja que ha quedado allá arriba en los linderos de Chrifsul. El
viejo Vitaliano, que la ha oído, se vuelve contra los mitayos y les grita con
indignación casi salvaje y satánica:
— ¡Una se queda!
¡Animales! ¡Imbéciles!
Los mitayos se miran
unos a los otros de sus trechos a sus trechos en los que caminan agitando sus
puntales. Dos de ellos deciden volver en busca de la oveja perdida.
— ¡Cu’l de lus
demunius sirá!
— ¡Debi ser la shapingu
in personas!
Y casi a la carrera
regresan en busca del anima'. Don Vitaliano se queda renegando...
La manada sigue
avanzando, de bajada, a los azotes y gritos de los pastores y las demás gentes.
De pronto en pronto, la ola de animales resopla de cuesta y quiere regresar a
su vieja tierra, pero la azotan y la azotan... Y la manada camina ya sin tomar
un pasto para su hambre...
Mientras tanto, allá
arriba, los dos mitayos que han regresado dan con la oveja sublevada contra el
plan de arrancarla de su tierra. Los mitayos la corretean, y de lo que era
"mansita" y hasta se dejaba rascar la cabeza, es hoy una solitaria
huída por los campos. Al fin los pastores le echan lazo y tratan de llevarla en
dirección a donde marcha todo el grueso del rebaño, pero la "Guacha"
se encabrita, salta, se prende al suelo con toda el alma y resiste. Al fin los
mitayos resuelven llevarla cargada, y como es grande y uno solo no podría
hacerlo, toman por entre ellas meten el palo del que, de hombro un palo,
amarran al animal de sus cuatro patas y, a hombro, la llevan los pastores. Bala
y bala incansablemente. Sus ojos se ponen húmedos. Es que llora también el
dolor de dejar su tierra. Su amada tierra, aunque en ella no haya sino sufrido.
En cada balido hondo parece prometer que en ningún otro lugar se resolverá a
vivir.
Cuando los dos mitayos
están ya cerca de toda la manada que resiste y resiste a seguir caminando, dan
la voz:
— ¡Es la
"Guacha"!
— ¡Es la
"Guacha"!— parecen decir la tempestad y el viento.
— ¡Es la
"Guacha"!— responden y repiten las alturas más altas y más cercanas
al cielo...
Sigue la marcha varias
horas y los caminos están convertidos en cauces de las aguas que ha desatado la
tempestad. De los cerros se precipitan nucosos ríos de agua que en los tiempos
de bonanza no existen. Ya la "Guacha" no bala. Camina a pie vigilada
por un pastor y por dos grandes perros que la miran con la lengua afuera y los
ojos encendidos de fatiga...
— ¡Güisha! ¡Güisha!—
sigue siendo la voz de la tempestad.
Toda la vida está
poniéndose húmeda y fría. De repente la gran manada se encuentran frente a un
precipicio. Se detiene. Los pastores siguen arreando. Una bandera de resuellos
de ovejas flamea en el desfiladero. La "Guacha" trata de vencer a la
manada y abrirse paso, ponerse a la cabeza y capitanear tal vez el regreso
brioso. Lo hace. Gritan los pastores. Azotan. Ladran los perros con más fuerza
que nunca. La "Guacha" corre hacia la altura desesperadamente. Todo
el rebaño la sigue. Los mitayos y las gentes venidas del pueblo, "acaballadas",
le cortan la retirada. El rebaño se encoge. La "Guacha" vuelve a
tomar el tropel, esta vez de bajada. No se da cuenta del terreno. Se le van los
cascos. Rueda a un tremendo precipicio. Las demás ovejas creen que ese es el
camino que tienen que seguir. La siguen. La siguen... Rueda y rueda la carne de
la manada, como convertida en las primeras lágrimas que ha llorado aquella
tierra...
Al fin se detienen los
animales que quedan.... Jadeantes... Temblando...
El viejo Vitaliano
reniega y blasfema...
Los pastores lloran,
porque en las ovejas rodadas ha rodado parte de sus vidas...
En los ríos,
encrespados de crecientes, hablan las piedras y carcajean...
¡Y los perros aúllan
oliendo el despeñadero contra la tempestad!
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VOCABULARIO
Guacha-quaccha: Huérfana.
Amainar: Aplacar, Amansar.
Arabisco: Árbol de jacarandá de flor lila, de climas cálidos.
Apelmasada: Acolchonada, Pelmasada.
Burro hechor: Que se cría y cohabita con las yeguas.
Calienta: Animal en calor sexual.
Champa: Tierra sacada en forma de adobe con pasto.
Chante: Filamentos de penca utilizados para amarras.
Chibrinquear: Correr, Retozar.
Chacchar: Coquear.
Coquear: Masticar las hojas de coca.
Chaposas: Caras femeninas encendidas de sangre.
Camas: Estiércoles secos de ganado.
Chusho: Raquítico, Diminuto.
Gualte: Ichu, Pasto hiloso de climas frígidos.
Güisha: Oveja.
Güira: Grasa de oveja.
Hishpa: Orines de los animales.
Llocllas: Avenidas de barro con desprendimiento de cerros.
Minga: Gente que gusta trabajar en colectivo.
Majada: Estiércol.
Mitayos: Pastores.
Ñutas: Hechas trizas.
Oliscó: Lo que se pudrió por efecto del calor y la humedad.
Porongo: Calabaza grande y alargada que sirve de depósito.
Poro calero: Calabaza diminuta en
la que se guarda la cal.
Pollerón: Falda de las mujeres hecha de tejido grueso de lana.
Puquiales: Muchos puquios.
Puquio: Tierra fangosa
y cubierta de pasto muy verde.
Paf: Hojas, frutos y corteza de un árbol que utilizan los tintoreros para
conseguir colores firmes.
Quichuas: Climas templados.
Quipes: Atados que llevan las mujeres a la espalda.
Rozo: Monte cortado y seco, expedito para ser quemado.
Rebenque: Látigo.
Shicras: Cuero que contiene los testículos.
Shumbul: Actitud de dolor, Tristeza.
Temple: Valle cálido de la Sierra.
Templino: Del temple.
Timbuche: La comida de los pastores a base de papas en caldo.
Tranca: Palo con que se asegura la puerta.
Tulipas: Piedras que forman el fogón en las que se apoyan las ollas.
Viciosa: Hembra dispuesta para el acto sexual.
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Julio Garrido Malaver
Nacido en Oxamarca, Celendín, Cajamarca, en
1910, Julio Garrido Malaver fue uno de los poetas más hondos y sinceros del
Perú actual. Su obra, corta más por los avatares de su existencia que por
cualquier otra razón, resuma una pureza silvestre, campesina, que hace que su
estilo sea limpio y directo. Ganador de los Juegos Florales Universitarios de
1940, fue director del diario Norte de Trujillo.
Es autor de Vida de Pueblo (1943), Palabras de
Tierra (1943) y La Dimensión de la Piedra (1955), y de esta narración
—publicada por primera vez en 1943— que integra nuestra colección, en la que la
protagonista es una oveja que parece sufrir como un ser humano. Garrido Malaver
es una de las voces más íntimas de la lírica peruana actual.
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