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sábado, 25 de junio de 2011

En el día del campesino: LA GUACHA.


LA GUACHA

Hombre:
pégate a la tierra y enraízate en ella.
Y oirás su voz.

Es preciso que sientas y crées la voz
de la Naturaleza.

Hijo de la Patria, tienes que hablarle
con su propia palabra, con su propia
música, con su propia alma.

Sólo así la grandeza del futuro
deslumbrará y será eternidad.

Por Julio Garrido Malaver.
1
En tiempos buenos para aquella tierra, la claridad llega primero que para cualquier otra. Fue tal vez allí donde el sol se ha entrenado años de años en declamar sus poemas de luz, aun cuando a veces se equivoca.

De allí las sombras de las noches negras que duelen van primero en ausencia disciplinada, todos los días, a mitad y mitad de sus largas veinticuatro horas.

Aquella tierra parece ser el punto más cercano al cielo. Cuando las noches se maduran de azul, entran unas ganas traviesas de ponerse en puntillas y coger con las manos las estrellas... De desprenderlas del cielo... De arrancarlas como hacen los niños con las primeras frutas que amanecen, ernpelusadas de ingenuidad, en el árbol de durazno que un abuelo renegón sembró en el patio de la casa de pueblo.

Cuando los días son limpios, purísimos, sin nubes ni voces oscuras de tempestad, un azul intenso, que nos provoca un grito largo e interminable, flamea sobre nuestras cabezas como un inmenso pañuelo de seda que nos azulea hasta los ojos, hasta la carne...

Noches hay de invierno, terribles, cargadas de malos agüeros y neblinas. Entonces, los caminos se entrecruzan, se crucifican. Una pisada en falso basta al animal o al hombre —a la muerte de esos lugares le da igual— para dejar de ser. Lamentos y gritos se redondean rodando unos segundos. El final. No hay más.

En esas noches hay un fatigado aliento de sombras que trajinan profundidades, arrastrándose, agarrándose, arañando a las faldas de los cerros que le sirven de base a esa tierra, como para ascender en un ardid de salvación. A veces un rayo interrumpe el afán y las sombras ruedan a lo profundo de los abismos, para comenzar de nuevo sus fatigas...

Siempre hay viento. En los días es palabra, arenga o advertencia oportuna de granizal o de aguacero. En las noches, es flauta sin fin en los labios de la eternidad, que no se conoce ni presiente, o látigo de pedernal, que azota a sus manadas de horas por los pardos y severos desfiladeros. . . ¡Cómo deben dolerle al tiempo tales flagelaciones. . .!

Por su suelo han corrido muchas generaciones de "gentiles" dejando rastros que casi se han borrado, sin importar a nadie hasta el presente, más que a las ovejas y a los mitayos. Para ellos una piedra que silba por sus poros al taladreo del viento será un misterio o cualquier cosa de embrujo.

Tendidas hay hermosas y grandes cintas de pasto justamente apretado contra la tierra negruzca. Andenes verdes como si hubiesen sido hechos para correr desnudos y caerse de alegría cristalina sin romperse los huesos...

Por las extensidades serpean riachuelos y ondulan las felpas amarillo-verdosas de los gualtes. Como lunares móviles, orillados de palpitaciones que no desmayan nunca, están los depósitos de aguas verdes salpicadas de patos, garzas y otras variedades de animales con alas. Por los campos, pájaros de plumajes grises —sordo color de frío, pena y ausencias— dan gritos en vez de undir trinos y maravillas de sonido. Saltan en lugar de volar. Y se mueren sin tener el orgullo de haber dado al mundo una última canción, la más leve.

Hay sapitos de oro y sapitos de esmeralda que se resbalan bajo los pies desnudos, porque allá los zapatos no tienen la insolencia de hacernos pisar como caballos herrados.

Bajadas interminables alfombradas de orificadas sonrisas. También peñas contra las que los rayos del sol se quiebran y diseñan bocetos de extrañas alegrías.

Por todas partes surten coros de montañas inmensas, pero tienen la cortesía de dar la sensación de ser menores en altura, a la frente de Chrifsul Alto, nombre de esa tierra.

Allá, por donde el Sol se asoma en los días que se deja ver, se elevan tres cerros juntos, de plata. Son los nevados picos de Cashurco, centinelas de la brava Laguna de las Quinuas.

En todos sus abajos, Chrifsul Alto tiene vibraciones arboladas y diversas. . .

Nadie sabe cuántos años hace que la vida se instaló en aquel retazo de mundo, pero debe de hacer muchos para los pies del hombre, que por lo demás siempre estuvo y en antes debió ser de más violentas bellezas.

Ya el hombre ha tenido estadas que dejaron huellas. Allí está por ejemplo la Cueva de los Brujos, en la que se dice que en las estaciones de cambios lunares se oye gritos, lamentos y canciones extrañas. En las partes de peña que aún no han sido totalmente tapadas por las "llocllas", se distinguen manchas de humo, orín del fuego que debió ser encendido por manos sedentarias.

También hay mudos promontorios de tierra; deber haber sido refugios o sepulcros. Y surcos endurecidos por la ausencia y la indiferencia, en las hoyadas, como vientres vacíos de esperanza...

Pero lo que sí tiene forma de constancia y vigencia son los títulos por los cuales se conoce a un viejo octogenario apellidado Ucta como dueño de aquellas tierras, que su padre o abuelo, eso no importa, se las dejó de herencia al morir. Debió ser apolillado de viejo, porque dicen que fue de la buena "madera antigua".

Don Vitaliano Ucta cada año revisa sus campos y sus rebaños; entonces reniega con sus mitayos, cuenta los aumentos en el número de "gastos", regala a sus pastores unas camisas de tocuyo y se regresa a su casa de pueblo donde vive "gozando" su fortuna en medio de avarientas privaciones. La gente que lo ve y le conoce "el pulso", exclama:

—Dios dio barbas al que no tiene quijada y mocos al que no tiene pañuelo.

Don Vita está ya viejo y no tiene herederos; a lo mejor un día muere y aparecen dueños insospe­chados que han de disputarse tales tenencias a balazos y puñaladas...

2
La choza es de champas, cuyas paredes por afuera están forradas de pastos y musgo. Tiene apenas dos piezas. No se atina cuál de las dos es cocina, ni cuál es otra cosa.

Hay varias camas y son tarimas de palo traídas de las hoyadas donde hay pequeñas poblaciones de árboles. En ellas duerme la mitayada, sobre cueros de ovejas rodadas o sacrificadas por el león o el zorro, o matadas por las tremendas tempestades anuales.

El techo de la choza es de un color sucio enmugrecido por las lluvias y el humo.

En un pequeño alar del mojinete hay rumas de leña que cuotidianamente recogen los pastores para aplacar sus fríos que son intensos en su época, así como para capturar a los piojos blancos que florean por los cuellos de sus camisas mugrientas.

Demasiados pobres son los utensilios. Una batea grande en la que comen pobrezas los "perros ovejeros". Viejas ollas de barro en las que cuecen las mujeres los parcos y descoloridos alimentos, sin aderezos de ciudad, apenas con unas hojas de "yuyos" que ellas mismas piden a la tierra.

Y comen los "timbuches" con cucharas toscas de palo hechas por ño Nico con la paciencia de su cuchilla centenaria. ..

Aunque agua se bebe poco por el intenso frío, ella no falta en más de un "porongo" traído, por encargo, del pueblo más cercano. Agua hay además para lavar la ropa y las papas, que casi siempre se comen sancochadas con cáscara, en una pequeña laguna a menos de unos cincuenta metros de la choza.

Bajo esa choza, el sueño debe llegar porque sencillamente no hay más remedio, mientras los perros redondean el horizonte con los cuchillos tibios y humeantes de sus agudos ladridos. Perciben al león que olfatea desde lejos, ascendiendo de las quebradas, y se desvelan. Para ellos, ese es su destino. Ese su deber de fidelidad y de raza.

3
Vive en la choza más de una docena de personas. Todas de un aspecto que duele y de una alma que está apenas a unos minutos de la primitiva, pero sobajada, inutilizada para los grandes gestos de exigir un derecho, una deferencia.

De todos, es el jefe don Nico, viejo barbudo y arrugado. "Desde que nació", y de ello debe hacer ya más de unos ochenta años, no ha hecho otra cosa que recorrer los pastales en recogimiento de los rebaños y en cuida permanente. No se ha enfermado nunca, tiene una salud de hierro. Sus dientes sucio-verdosos por efecto de la coca, dan la impresión de clavos de cobre despuntados a golpes del tiempo. No sabe leer y es de una virgen ignorancia. No sabe ni siquiera una mala oración, ni la más inútil para consuelo de su insignificancia. Toda esa gente es así. ¡Tal vez sean los hombres más felices del mundo aquellos! Deben ser felices ya que con ellos mismos se llenan sus mundos de apenas un horizonte. Donde comienzan, terminan. El más allá, sea de la forma que sea, para ellos no existe. ¡Qué decir de un futuro! Son gentes que ese lujo ni siquiera lo han presentido. Pero ni los caminos que modulan invitaciones a re­correrlos los incitan. ¿Para qué la partida cuando no hay una luz que guíe?

Viven pegados a la tierra desde que nacen. Ella debe haber aprendido a soportarlos, ya que es lo irre­misible. Por lo demás son gente sin historia. Unas capeadas al rayo que ya les es familiar, una suerte al león que no le tienen miedo, son sus únicas hazañas; con ellas cualquier fanfarrón se haría una leyenda, pero a ellos nada de eso les interesa, ni lo comprenden, ni les es menester comprenderlo.

Lo terrible y trágico de la vida para esos hombres está en la suerte de las manadas que aumentan o disminuyen al capricho de los elementos. Eso de que una oveja se pierda, una oveja se extravíe, eso, les vale una pateadura, una paliza, que para esos hombres debe ser cada año más dolorosa, puesto que los arios hacen más sensible la carne y los ojos dejan escapar sus lágrimas por "quítame estas pajas..."

4
Hoy día está claro el cielo. Dentro del alma pue­den verse claramente brotes nuevos. ¡Los mitayos nunca se advierten de estos anunciamientos!

Día luminoso éste en Chrifsul. Lejos y dentro se distinguen las pirámides de humo que se levantan de los "rosos quichuinos". ¡Pirámides de humo espeso que se clarean con la altura en su pretensión de infinito!

También se divisan hileras polvorientas y afanosas de viajeros que se cruzan por los caminos altos y por los caminos que bajan.

Se ve como se escurren a las hondonadas las manchas de ganados. Y en Chrifsul habrá recuento de ovejas. Lo ha ordenado don Vitaliano que llegó renegando y de anochecida.

Don Vita se frota las manos arrugadas, a la puerta de la choza, bajo su poncho cabritilla de lana. Toma su cañazo en una copa de cacho.

Están ladrando los perros desde la altura.

El último gallo que ha quedado con vida, los demás que son en número de dos han sido sacrificados para el almuerzo "del patruncito", empina su canto y lo ejecuta con maestría salvaje.

Relincha un potro mañanero que sabe de amanecidas claras. Y clarinadas de voces crecen hacia el infinito de las alturas y hacia las bajadas en vértigo de abismos...

—Taita Nico, es hora —apunta el viejo Vita. —Ujú —asiente el viejo mitayo. Hace señas a sus hijos y con un trote gastado guía al viejo dueño de aquellas tierras y de todo lo que en ellas existe.

—Vamos pué velay —es la voz final, y todos se encaminan hacia el plano en un hueco donde están los corrales de las ovejas.

Cuando las ovejas se advierten, se mueven. Un intenso vaho de estiércol se levanta. Los animales se estiran briosamente sobre sus miembros sucios. La tufarada del estiércol caliente de la última noche que se mete por las narices...

Don Nico y don Vita contemplan, cada cual con su sentido. El gran corral es una inmensa laguna blanca, una sábana que vibra y se empelusa del resuello de los animales calientes, cuerpo a cuerpo...

Blanca manta, hermosa y viva, donde los ojos de los animales no se distinguen. Donde los tamaños de las ovejas se uniforman.

Blancura suave como una sonrisa de Dios, si es que El sabe reír. Blancura salpicada de lunares: son los corderos negros, las ovejas negras o prietas.

No se sabe si hay o no hay animales felices. Si hay, no se puede saber cuál es él. Muchos agitan de repente sus sexos. ¿Habrá alguna oveja triste en este rebaño? ¿Algún victorioso carnero?

Ya los "perros ovejeros" en número de unos doce se han hecho rabiza de don Nico, de esa ancianidad sin nada de alegría.

— ¡Giiisha! ¡Güisha! —gritan los hombres desde la cerca grande agitando sus rebenques, mientras por un portillo salen las ovejas y el "contador" traído del pueblo anuncia a don Vita:

— ¡Van cien!

— ¡Van doscientas...!

Todos los años la operación del recuento es lo mismo y el final para los pastores siempre es igual. Si falta más de una, insultos, reniegos y hasta de palos reciben los pastores. Si hay grandes aumentos, por lo que sin provecho se esfuerzan los mitayos, don Vita calla y les advierte al irse que espera que "mejoren el año venidero".

Cuando cae la noche y ya no hay más que contar, todos se recogen a la choza, "echando" sus buenas "armadas", mientras las ovejas rumian encerradas en el gran corralón: una luna más que se va.

5
Hoy día la luna es de mes propicio para la trasquila, por eso han venido de los lejanos alrededores una gran cantidad de "mingas". Como todos Pos arios no falta gente en abundancia para estas jornadas. Han venido, casi en número iguales, mozos y mozas.

También es día claro.

Bajo las improvisadas chozas de gualte hay un bullicio que, anualmente hace su estación en Chrifsul Alto.

El sol ya se ha hecho presente.

Más de una pareja se hace el amor. Tal vez allí, al fin, han llegado a convenir el afán de sus vidas. Puede haber, cuando la noche venga con luna, rebelarse de sangres y nuevas simientes de humanidad....

Tomando el "caliente" las gentes se disponen al trabajo.

Don Vita, "desconfiado", ordena. Los mitayos, entonces, abren el corral y arrojan a la manada inmensa por los campos inmensos.

Van los perros ladrando cada vez más lejanos con la fuerza de un almuerzo de harina de cebada y papas frías del día anterior....

Han quedado en el corral unas decenas de ovejas, Esas serán las primeras "trasquiladas". Con ellas se hace la operación sencilla de cogerlas de una pata y, por la lana de la nuca, tumbarlas luego a tierra y manearlas con "chantes" expresamente preparados, Entonces caen las mozas y los mozos con sus tijeras y bastan pocos minutos para levantar en sus manos un flamante vellón, mientras corre hacia la hoyada cercana una oveja desnuda, gradeada la piel por tijeretazos innúmeros.

Bullicio enorme y risas metálicas de hembras y machos le dan a la vida hoy, en este mundo de soledades y tristezas, un aire de resurrección que durará algunos días ... Mientras tanto, también más de un "capón" ha sucumbido para la alimentación de tan entusiasta brigada de "mingas".

Cuando ya las "mingas" regresan a sus estancias y a sus pueblos, llevan en sus "quipes" o sus alforjas, unos buenos vellones, como paga, con los que han de hacer los ponchos protectores, para sus hombres, las mujeres; o si son hombres entregarán los vellones "ganados" a sus madres, o a sus mujeres para que les hagan algún pantalón y hasta floreadas alforjas para los viajes.

Sin dejar huellas de provecho para los infelices pastores, terminan las visitas anuales de "trasquiladores”.... Lo de siempre continúa, dolorosamente... fríamente... sin sentido o con sentido que no es de los mitayos adivinar...

Han pasado ya varias semanas de la "trasquila". Las ovejas están llenando sus cueros con lana nueva y comienza a llover.

Todavía no son de temer las amanecidas de invierno aunque el año está ya llegando a su fin.

El rebaño salta y rebalsa por los amplios pastales.

Los perros lanudos, en cumplimiento de su misión cuotidiana, se sacuden los primeros fríos y corren arreando y ladrando a las manadas.

Nada hay de anormal. Siempre es lo mismo para el hombre que vive en ese mundo. Pero en el rebaño pasa algo que es difícil advertir. ¡Falta en el campo un animal! Una borrega blanca como un copo de nieve, que albea en su carrera de fuga del conjunto, todavía entre la marejada de animales, corre y corre desesperadamente. Mira a una y otra oveja. Unas le dan de trompetazos. Otras la miran con extraña indiferencia mientras que engullen el pasto que han arrancado de la "huaylla". Pasa por el vacío que dejan dos carneros pendencieros en el momento en que retroceden para darse el cabezazo, de muerte algunas veces...

La borreguita corre y corre.

Bala y bala, Bala y bala, llamando... llamando... inútilmente.

Cuando todo el rebaño se ha escurrido por entre las modulaciones del pastal, la borreguita blanca, con no más de sus tres meses de edad, queda fuera de la gran población de animales de la que había comenzado a ser militante al día de nacida.

¡Vaga el animalito por los campos, así como un sueño que a veces se nos pierde sin remedio!

Los perros ovejeros no la sumaron al grupo inmenso mordiéndole en las corbitas delicadas. Al consentirla sola, apenas si la han mirado con indiferencia. Parece que esos perros tienen la noción de la importancia. ¡Para ellos, por más que sea blanquita y delicada, no merece el cuidado que todo el rebaño!

Vaga el animal buscando y llamando en vano, hora tras hora. Cuando llueve, el animalito busca la choza, llega hasta ella y se acurruca de frío y orfandad en el alar insignificante...

Hecha la "oración", nombre que le dan sin saber por qué los pastores, a la anochecida, encuentran a la borreguita acurrucada en el alar, y le espetan este desdén:

— ¡Qué yá pué tuvo'sta porquería!

Los animales también parece que nacen con su sino de fatalidad como los hombres. También a los animales deben truncárseles sueños y cariños. Orgullosas esperanzas. Como a los hombres, en lo mejor del camino, al iniciarlo a veces, se les debe arrancar algo que tiene todo el significado grande de lo mejor y más amado.

También a los animales les sucede lo mismo que a las criaturas humanas. Un día pierden la madre, con ella las esperanzas en futuros, adivinados o no, pero de todas maneras de los futuros que no llegarán, ¡Todos esperamos algo que debe ser lo mejor, lo más inmenso! ¡Todos lloramos lo que se nos queda sin llegar!

Aquella borreguita era, pues, una frustración de hija feliz. Había quedado de la noche a la mañana, sin saberlo, huérfana, "guacha", como dicen las gentes del campo.

Desde aquel día, el infeliz animalito parecía vivir en meditación constante.

Si prendía su fino hociquito en el agua de los arroyos o de las lagunas o de la batea de la puerta de la choza, era por fuerza de una sed que no entendía.

Si hundía su hociquito fino en los pastos, era porque tenía la necesidad de vivir, sin saber por qué. ¡Los pastores saben más del porque de la vida de los animales que cuidan y de los peligros que ellos corren si los abandonan!

Balaba el animal una honda tristeza que inmensamente la debieron sentir aquellos campos y aquellos vientos.

Su madre había sido una oveja blanca, grande y peleona cuando le atropellaban o querían atropellarle la cría.

Había sido una oveja hermosa distinta de las demás ovejas.

Había cuidado en su cría el recuerdo de su macho que murió en las garras de un león forastero al borde de una trágica anochecida en la que fueron sacrificados más de dos perros.

Era una oveja sin igual para la huerfanita cordera.

Había desaparecido la madre oveja sin saberse a qué hora, ni dónde. Preocupaba a los pastores esto, más que la pena de la triste borrega. Cuando la otra vez, uno de los mitayos, el más joven que había, murió despeñado, no se pensionaron tanto. Esto habría impresionado a cualquiera más que a la ovejita blanca, de tener razón y juicio en... el doloroso asunto.

Que su madre se había perdido sin remedio, eso no sabía la ovejita. Pero la lloraba incansablemente.

Tal vez fue uno de los días en que ella se entrenaba en retozar por los campos siguiendo el ejemplo de algún chivato. O buscando una altura para enseñarle a su cría las lejanías que se tienden... incansables.

Más tarde toda la tragedia de la desaparición
se sabría.

7
Los "perros ovejeros" aullaron uno de los días siguientes.

Aullaron y aullaron, arriba, en una loma. Aullaron desesperadamente alrededor de unos gualtales con las puntas dobladas a tierra.

Don Nico y más de uno de sus hijos corrieron a la llamada de los perros.

Mano y mano descubrieron un hoyo demasiado profundo, el que exhalaba un aliento de muerte. Fetidez de carne podrida.

En ese hoyo había caído la oveja. Se había caído sobre su cabeza comba. Se había desnucado y muerto.

Trágicamente había sangrado hasta por los ojos salidos y reventados.

Cuando la sacaron valiéndose de un lazo de cuero, su lana se despegaba al simple roce de las manos. Sus ojos estaban colgados de desesperación.

¡Puede que haya tenido tiempo para el parpadeo y para las lágrimas! ¡Puede que haya tenido tiempo de pensar en su cría!

¡Qué semejanza en su mirada destemplada, extraviada, a la de una mujer madre que se apaga en una tragedia y se le escapan de las manos los seres queridos, los retoños amados de sus entrañas dolorosas...!

Y la infeliz corderita nunca tendría la dicha de saber que su padre existió para pedirle un amparo. ..

Jamás. Aunque esto sería para los humanos un mejor destino, cuando son negados por la maldad que se escuda en la simple negación:

---- ¡No es mi hija! ¡No es mi hijo!

8
Han pasado las semanas.

La "guacha" ha crecido un tanto y es una verdadera estampa de belleza perfecta y linda. Blanca y de finísima lana.

Orejitas delicadas y advertidas para la mínima de las sorpresas que suelen campanear en los campos, especialmente en las noches.

Ojos vivísimos como dos perlitas especialmente buriladas por manos de artífice.

Un rabito como puntero de un haz de hilos de seda, cortado a menos de "a raíz".

Finos cascos brillosos.

Y una voz de claridad triste y penetrante, voz de aquella tierra enorme y ni siquiera imaginada.

La ovejita no va a los campos porque don Nico teme que se vaya a perder, mientras sí va su hijo Juancho, que tiene una llaga en la rodilla, consecuencia de un cabezazo que le dio un carnero al momento de quererlo atrapar para lavarle el "moquillo".

No va a los campos lejanos con todo el rebaño.

Cuando los perros le han obligado algunas veces a ir con la manada, ella ha buscado un descuido para verse desvigilada y regresar a la choza en donde ha hecho costumbre de vivir.

Por primera vez en don Níco ha despertado un sentimiento de cariño, el animal. No se cansa de contemplarlo y tolerarle sus algunas travesuras.

Cuando en las tardes llega el viejo, cansado, le hace cariños y le da en sus secas manos de comer unos granos de "cancha anotada" por el frío.

A veces el viejo se enfurece por algún percance del día, riñe con todos, menos con la oveja que le sirve de refugio y de alegría. También el animalito ha aprendido a querer al viejo.

Alguna noche, doña Sheba, la mujer de don Nico, la arrojó afuera, pero como el viejo oyera los balidos del animal, indignado ordenó que abrieran la tranca para que entrase la "guachita". Así lo hicieron y el animal buscó su refugio de costumbre, las tulipas del fogón.

No solamente los perros son los únicos animales fieles y agradecidos. Un día que don Nico vino del campo con un tobillo dislocado y apoyándose en un palo, la ovejita salió a encontrarlo. Le hizo ronda y lo acompañó hasta su cama en la que le guardó vigilancia más de una semana.

Habían traído unas yerbas para curar a don Nico; otras veces la borreguita las comía, pero esta vez se limitaba a olerlas. Parecía adivinar la finalidad a que estaban dedicadas.

Es la primera vez que don Nico ha caído en la cama y es la primera leal compañía que ha tenido y de la que está agradecido.

En las noches el animalito ha dormido con su aliento pegado al cuello del enfermo.

9
El cielo se ha puesto totalmente obscuro y parece que arriba alguien gigantesco se ha trabado en pelea con alguien también gigantesco.

Parece que chocan espadas gigantes y desprenden rayos que deslumbran.

Ruedan los truenos como cuerpos de gigantes desplomados.

Los perros y los pastores apuran la manada al corral.

Se inicia un fuerte granizal. Se desata la tormenta. Terrible aguacero. Parece que desde el cielo estuviesen derramando agua a manos llenas... Sombras de mal agüero se instalan en las tierras de Chrifsul Alto. ¡Algo terrible va a suceder! ¡Rayos y rayos!

Crecimiento de sombras que hacen dura y pesada su carne.

El viento que brama como un toro salvaje cavando abismos. Como un toro bravo que hubiese olido la sangre de algún hermano suyo asesinado.

¡Llueve, y de qué manera!

—Dios mío —dice don Nico. ¡Le ha salido esta exclamación por el terrible miedo que le tiene a las desgracias del rebaño! Por él, ¡no importa! Ha dicho un ¡Dios mío! que no lo habría pronunciado jamás. Es que el temor le ha arrancado esta exclamación. Él ni lo sabe, ni de qué fondo suyo le ha brotado. — ¡Dios mío! —repiten los mitayos sin saber lo que repiten. A lo mucho, otras veces lo que más han hecho ha sido salir al umbral de la choza, escupir a la lluvia para que se "amaine". O las mujeres han levantado de atrás sus pollerones y le han enseñado al viento, a la tempestad desencadenada o desencadenándose, para que huya y no moleste. Pero hoy han invocado la palabra Dios. ¡Es que el viejo Nico está ya demasiado viejo, o se anuncia en esa forma espontánea una tragedia grande, como la misma exclamación!

Todos los mitayos se acurrucan en su cuero de oveja. También la borreguita ha encontrado su lugar de siempre.

Llueve terriblemente. Debe ser ya más de la me• día noche.

Los mitayos se levantan, pero por más esfuerzos que hacen para localizar un estruendo de derrumbe que les ha llegado a los oídos no lo consiguen. No hay más que esperar que llegue la mañana. La única cosa que presienten es que de seguro algo le va a pasar al rebaño.

Toda la noche los perros han aullado y corrido bajo la tempestad sus grandes desesperaciones. ¡Animales heroicos que no se rinden ante las furiosas acometidas de la naturaleza, que aprovechan de las noches horribles!

... Llega la mañana y lo hace con una claridad miedosa.

La ovejita salta hacia afuera de la choza. Cosa igual hacen los pastores.

Un perro viene desde las lomas corriendo con el rabo entre las piernas.
--¡Qué le pasará a este grajiento!— refunfuña doña Sheba.

—Algo ha'ide ser— agrega don Nico.

Y todos corren hacia la loma de donde se divisa el corral de las ovejas...

¡Espanto consumado! ¡Lágrimas de los mitayos! No es hoy pena por lo sucedido, sino por el "patrón". — ¡Y aura pué!— gime doña Sheba.

— ¡Y aura pué, patruncitu!— gimen todos en ademán de imploración.

— ¡Contra la tempestad no podemos, patruncitu! ¡Cómo había llovido aquella noche!
Los campos están anegados de agua.

Ajados los gualtales.

Y el corral de las ovejas inundado con los desagües de todas las medianas alturas. Nunca se había 'empozado" el agua allí desde que tiene recuerdo don Nico, pero esta vez por el lado que se hacía el desagüe de la hoyada todos los inviernos, había habido un derrumbe y había cortado la retirada a las aguas caídas en tempestad tan monstruosa.

¡Qué terribles afanes encararían los perros que estaban mudos y con los "rabos entre las piernas", sentados en la loma cercana al corral inundado casi en su totalidad!

¡Qué duro habrá sido el sufrimiento de los animales que no tuvieron un escape y se ahogaron con el agua sobre sus cuerpos, sin un espacio para sus respiros!

Allí estaba la mayor parte de la mortandad bajo el fango. Flotando algunas ovejas.

De ser un pueblo de humanos, se habría dicho que aquello era un castigo merecido de Dios. Pero aquellos animales, ¿qué tenían que ver con El para ser castigados tan duramente? ¿O es que Dios también tiene que castigar excesos en los animales? ¿Es que aquellos rebaños habían caído en desgracia con el Señor?

Menos de la mitad se había salvado. Eso sí era doloroso para los mitayos. ! ¡Qué diría el patrón! Esas eran sus mayores cavilaciones ante cuadro tan desgarrador.... Lo demás, ellos, sus mortificaciones, sus desvelos, eso era cosa sin importancia...

Tuvieron que mandar al pueblo por primera vez a juancho para que le avisara a su patrón.
El patrón, presintiendo la magnitud del desastre, trajo una gran cantidad de sal y muchos compradores de carne. Las borregas muertas fueron vendidas hasta a dos reales. Se "saló" un poco de carne. La mayor parte se puso verde y se "oliscó" con el frío y la lluvia y, además, una tarde de sol perverso.

Los gallinazos que vinieron sin invitación y los buitres que salieron de sus balcones elevados de las peñas se colmaron en el festín. Todavía una epidemia de las "güishas", casi las extermina.

Cuando don Vita regresó a su pueblo era para caer en la cama muchas semanas y habiendo reconvenido a los mitayos, y desafiándoles con arrojarlos si, en el transcurso de los tiempos venideros, les acontecía semejante cosa, ¡como si de ellos dependieran las furias de la naturaleza...!

¡La ovejita tal vez sí comprendió la magnitud de la tragedia, porque lo vio todo y la tristeza en las únicas caras que estaba ya acostumbrada a ver! Tal vez si hasta haya pensado en los peligros que se corre en la vida... ¿Para ella habrían cuántos de esos peligros?

10
La enseñanza de la tempestad ha hecho pensar a don Vitaliano en que el corralón de las ovejas debe estar ubicado en una altura en donde las inundaciones no sean posibles. Por eso ha ordenado al viejo Nico que construyan un gran corral de piedras en la loma que queda frente no más a la choza. Todavía tiene que ser para unos cientos de animales.

La Lomita Amarilla aprende de lo que significa sostener cimientos de piedra, y tiene que ser así, para que las "hishpas" de las "güishas" no destruyan la obra.

Sí, es cierto que allí en el nuevo corral que se levanta no han de trepar las aguas de las inundaciones, pero siempre habrá peligros, como son, por ejemplo, los terribles azotes del viento en los meses de abril. Más a todo se acostumbran los seres y llegará el día en que les serán indiferentes los fríos latigazos "chicoteados" desde lejos.

De otras amenazas estarán los mitayos sobre aviso cuando ladren y aúllen los perros, como acostumbran a su tino, a su manera de servir.

Eso que está trazado con cenizas, en parte ya con los cimientos puestos, plantados mejor, será el teatro borreguno en el que las "güishas" volverán a rumiar sus lunas.

¡Cuando por las mañanas hagan flamear sus balidos como pañuelos calientes y blancos, será que las ovejas han pasado una noche más en la vida!

Mientras que la existencia sea una sucesión de cambios, las partidas o pasos de un proceso a otro, serán estaciones nuevas que dejen su huella al de finirse. Hay entonces, diversidad de anunciaciones. Insinuaciones que tienen sus raíces hondas y que son tentativas del relativo final. Etapas, más etapas se suceden, hasta que se llega a lo que nos parece completito y descubierto. La tendencia de lo vivo es completarse. Acumular un acervo de paisajes anímicos que constituyen la experiencia. Sólo cuando se ha vivido bastante se pueden balancear los saldos. ¡Ay del que ha pasado los procesos de su vida sin acumular para sus rumiadas de meditación!

En los seres vivos, hombre o animal, sus comienzos están prendidos a su misma sangre, son la esen­cia de ella en total...

El instinto es guía que de por sí clarea y perfecciona. Clarea y perfecciona el sentido de lo vital. La revelación de los sexos en sus actividades precisadas conducen hacia la perduración de la especie. No puede ser de otra manera. Y todo ello al calor de un sentimiento que no se posible definirlo mientras bulle y trata de colorear los impulsos.

Sorda voz en los oídos habla.

Temblor en los nervios y un moverse de alas inconfundibles, pero en confusión en las llanuras del alma.

Tropeles de músicas y clarinadas infinitas. Palabras hondas, de hondas dulzuras que se oyen y no se oyen.

Frutos que se maduran en nuestras manos y que no tocamos.
Campanazos y chispas que nos encienden los ojos hasta quemarnos el velo azul que tenemos frente, desde que nacemos.

Entonces desaparece el velo y gritamos con los labios apretados aferrándonos a la piedra dulce del minuto sublime...

La proclama de la carne está oída y realizada, crece una nube verde y nos incendia. Nos brotan en las manos, y en todo, colores y pájaros. Y la esencia de la vida canta por nuestros labios...

¿Qué ser con vida será aquél que no sea actor de la rebelión dolorosa de su propia materialidad a lo extático?

¡Si con dolor comienza el sacrificio de la dulzura, por el dolor está el camino a las grandes sublimidades! No haber sentido un dolor en la vida es estar muy lejos de la felicidad. ¡A las grandes tempestades suceden, debe ser por eso, los días luminosos de bonanza y floración!
Todos hemos tenido nuestro clímax. Hasta los animales. ¡Bendita la voz de la sangre!

11
Hoy el día es hermoso.

Para las cosas hermosas no hay días horribles por más que se presenten preñados de dolores y negruras. Si vienen así, se transfiguran. Se divinizan.

Bello día en comienzo.

¡Toca el sol su cuerno de oro para todos los pastores del mundo! Se hace oír en los ojos que parpadean. En las manos que se restriegan. Hoy en Chrifsul Alto. Bello día para los perros y las ovejas que se estiran y escurren su pereza y bostezan el sueño demás de la noche pasada.

Hoy día el viento descalzo y hablándoles despacito a las gotas de rocío.

A los manantiales.

A las lagunas.

A los pequeños árboles que apenas ensayan un aplauso de hojas tímidas y diminutas.
A los pastales que se mueven en despertar.

A las piedras. A los buitres que están tendiendo a orearse sus alas tremendas y temidas por los corderos inocentes.

A todo sin excepción. A todo.

Por el gualte vuela un olor que llega a las narices como una palabra que hace cosquillas y obliga a gritar una orden cualquiera, con tal que no sea un crimen.

¡Otra vida parece que llega desde muy lejos con su azafate de perfumes!

Hasta los pájaros grises que no saben volar grandes distancias embanderan colores en sus plumas. Colores que titilan.

Hasta en la olla de caldo pobre mañanero de los mitayos hay un sabor desconocido y agradable, que embriaga y satisface.

Las arrugas y barbas de don Nico, el pollerón raído de ña Sheba, en todo hay algo nuevo que invita a pensar que de repente se renueva la vida de aque­llas tierras...

Hoy día que comienza, cuántos hombres del mundo sacarán a lucir sus finas joyas de recuerdos. De metales finos y preciados. Pero para los pastores esto no tiene importancia. Ni siquiera lo han pensado. Para ellos la vida pasa sin dejar huellas y un día como hoy les es igual a un día lluvioso, con tal que no muera alguna borrega.

Entre los seres de aquella tierra, la "Guacha" es el único de los que parece tuviera un destino, aunque el suyo ha comenzado como una tragedia.

Está blanca. Está linda.

¡Qué finura la de su lana que parece escarmenada por manos delicadas!

¡Sus ojos encendidos de aceite extraño girando con dulzura, que bien puede ser amor o cualquier otra virtud!

Ya su rabito es un precioso mechón de claridad. Bien parece su cabecita un puño luminoso de alguna grande alegría salvajemente pura...

Flamea su lenguita rosada que le sirve de pañuelo limpio.

Se hunde el suelo bajo sus cascos relucientes como pedernales deslumbrantes.

La "Guacha" es hermosa, no cabe duda.

¡Cómo se ha engreído! ¡Un año de edad en belleza tan magnífica!

Puede el animalito, preciosura de mañana, ser novia perfecta del más hermoso de los borregones. Mujer completa del carnero más garañón. Todo eso y más puede. No lo sabe. Pero debe sentir a su cuerpo vibrando como una guitarra... porque uno de los mitayos ha dado la noticia:

—La guacha s'tá viciosa.

El animalito salta en el aire. "Chibrinquea". Corre. No sabe lo que busca. Se queda de repente quieta lamiéndose una pierna.

Después, como movida por resortes infinitos, vuelve a correr y saltar y balar. Se mira de frente en el cielo. Debe ser la primera vez que lo ha visto tan inmenso. ¡Tan lindo!

En el suelo de los seres que están en la tierra, el animal, no ha visto a ninguno en afanes distintos. Todos son iguales, tal como en días anteriores

Esto tal vez la lleva a la realidad y hace que ella misma se diferencie de los otros, de todos.

Nadie le ha dicho nada, pero sí obedece a una voz de la sangre subida a su garganta y se encamina hacia el corral de la manada que está rumiando los rezagos de un sueño.

Tampoco en el rebaño parece que hay interés por el animalito caliente que bala y busca como cernirse en la manada.

No puede la "Guacha" ingresar al conjunto, por- que don Nico no ha dado todavía la orden a los animales para que abandonen la "majada"…

Sigue vagando la borreguita blanca, como hasta hoy, como todo lo pasado de su vida, sin saber para qué, ni por qué...

12
Para todos los lugares del mundo, por lo menos para los que son conocidos, hay campanas sordas de rayado y rajado sonido. También campanas que parecen de oro, pregonando incansables las horas y la disciplina del tiempo, pero para Chrifsul Alto no hay nada. Nadie se ha preocupado ni siquiera de un fierro colgado a una viga de la choza. Después de todo, ¿para qué? Cuando basta a los moradores llenar algunas formalidades y funciones, y eso a manera de hábito.

Allá no hay medida del tiempo, puesto que nada, ni el dolor, tienen allí precio ni medida.
El rebaño debe salir todos los días y eso de la hora, ¿qué importa? Sale y no hay control de tiempo. Si el día se prolongara en su claridad indefinidamente, no importaría...

Todo allí se reduce a que los perros redondeen la manada con sus ladridos, a que la manada se sumerja en el campo por el lado de los pastales que no han sido invadidos más de dos semanas. A, que los mitayos salgan en labor de vigilancia "chacchando", cuando no se han agotado las raciones.

Basta que los pastores estén mirando a la borregada y apuntando con sus escopetas al primer peligro que se presente, para que la noción del tiempo sea más bien una de las cosas fastidiosas e inútiles.

En Chrifsul no hay campana, pero debe oírse una honda y metálica.
No hay malos agüeros. Para las ciudades debe ser "un día de los más calurosos con helados, caras chaposas y demás chirimiyas".

No hay malos agüeros. Hoy día no corre peli­gro ninguna güisha.

— ¡Güisha! ¡Güisha! —también es grito de mando para la "Guacha". Ella obedece y alcanza a zambullirse en la manada. Los machos ni la huelen, pero el ojo del viento hace sus itinerarios por su cuerpo. Y lo sabe la más blanca y la más tierna. En su pelusa limpia, vellón de claridad, aun no se ha pegado la "majada" tremenda del corral...

Así pasan las cosas y el día. Para la "Guacha" nada nuevo, salvo unos cuantos cuernazos de sus hermanas de sexo, de las que tienen cuernos, o algunos mordiscos o cabezazos de las que no los tienen.

Se está poniendo tarde. Son en Chrifsul hermosos los atardeceres. De una hermosura que desespera cuando se piensa que las gentes que allí nacieron para morir allí los ven pasar con indiferencia.

Si por acá llegaran los pintores y los fotógrafos ¡qué efectos magníficos conseguirían!

¡Esos anaranjados de ocaso! ¡Esos puentes de luz tendidos entre la tierra y el cielo!

¡Esos copos de nubes suaves, delicadas, como azucenas deshojándose!

¡Ese azul maduramiento de las distancias...!

¡Si por acá llegarán músicos, qué maravillas cantaría y qué revelaciones haría al mundo...!
Pero a la gente de estos lugares, a los tristes y miserables mitayos, nada de eso les interesa. Tal vez ni les disgusta ni les gusta.

El sol ganó distancias altas y ha descrito el arco de su pausado salto de oro. Se prepara para una sumergida tras de las lejanías que quedan abiertas a las espaldas de los filudos cerros de Cashurco.

¡Hay paz en la tierra aquella!

Los mitayos están coqueando. Aumentan de rato en rato el bolo de sus únicas emociones y placeres, y hasta sueños deben ser. En los nudos huesudos de sus manos golpean su "poro calero" veces y veces.

Después, con el chufrán, clavo largo, más bien aguja, sujeta a la tapa del "poro calero", colocan unas partículas de cal quemada de piedra con estiércol, en días de verano, en el centro del bolo. La cal acciona sobre las hojas húmedas por la saliva y se produce

la satisfacción de que se ha olvidado del mundo. De que se ingresó a otro cuerpo saliendo del propio, doloroso.

El día es claro y alucinante. Hoy no se espera atrevimientos de los enemigos de las borregadas. Sin embargo los perros han dejado de ladrar contra el cielo. Olfatean hacia el abajo de los pastales. Hacia todos los abajos que están subiendo con lentitud de asalto.

Olfatean y olfatean.

De pronto las ovejas se hacen un remolino de espanto. Corren despavoridas.
— ¡Échale! ¡Échale!— gritan los pastores animando a los perros que pueden haberse olvidado de los peligros y de su misión.

— ¡Échale! ¡Échale!— y los pastores corren también espantados más que los perros y las ovejas, hacia donde surte el susto de la manada... Se atropellan. Corren despavoridos. — ¡Échale! ¡Échale!

--¡Negro! — ¡Lanudo! — ¡Llushpe!

Ladridos de perros ovejeros se llevan alargando al horizonte de hace algunos instantes, redondo. ‘Luego el tuluuuuuummmmm de la escopeta...

¡Ayay! ¡ayay!, del perro más nuevo.

Era el zorro, a lo mejor, en su primer asalto.

Tal vez aguijoneado por el hambre o la ilusión de una primera aventura se había arrojado contra la manada. sin saber que eso sólo se hace con éxito mientras la neblina es espesa.

La víctima del zarpazo ha sido un cordero de algunos meses. Lo llevan. Tiene varias heridas en el cuerpo. Lo llevan con cuidado para que no se vaya a morir o le entren las queresas por la herida y se "engusane".

Una vez en la choza se disponen a la curación. Doña Sheba es especialista, médica en estos casos. Le lava las heridas al cordero con agua de kreso. Después le espolvorea hojas "riutas" de arabisco traídas de los "temples".

En la pared frontal de la choza han templado un cuero de zorro. Se lo mandarán para el patrón un día que haya con quién hacerlo.

La "Guacha" se ha sumado a los balidos de dolor del cordero herido, lo ha visto todo. Lo ha manifestado con los golpes de sus patitas en el suelo. Repetidas. Insistidas.

Ya el cielo está con estrellas y de buena luna.

En las ciudades, cuánto se daría por tener noches tan hermosas. ¡Soledades tan solemnes! ¡Cla­ridades tan infinitas!

13
Mañana, que la sobra del zorro se vaya con la manada, ha ordenado don Nico en esta frase severa: ¡Que'te guacho no quiero velo aquí!

Y él, bajo el pequeño alar que le ha servido de hospital y de refugio, parece que adivina, porque está rumiando y rumiando, con la mirada perdida en lo lejano, mientras alguna luciérnaga, rara en la época, lo vuelve a la realidad. Dirá tal vez con pena:

— ¡Es mi última noche! ¡Y ya estaba acostumbrado a la felicidad de tener cuidados especiales y hogar!

Allí en la choza ha estado el mocito cordero varias semanas. La "Guacha", con su carne floreada de sexo, sin sospecha para ella, le ha olido el aliento noches y días. También le ha hecho dúo en sus dolorosos balidos de medias noches.

Motivando un gesto, le ha mordido una oreja más de una vez en la oscuridad. Hasta se le ha parado encima.

Con el alba le ha lamido muchas veces las heridas hasta dejarlas limpias. Sanaron así.

¡El y su compañera que han tenido libertad para transitar por los rincones de la choza, qué de cosas han visto! ¡Qué de extrañas sorpresas no han tenido, sin explicarse ninguna!


El y ella han visto varias veces como el mitayo Juan con su chola Margaracha, en la que ha tenido ya dos crías, se trenzaban en la tarima algunas veces, mientras los otros mitayos pastoreaban.

Los dos animalitos han oído el latir violento de dos corazones humanamente tormentosos. Han oído el quedarse quietos de dos seres, con los cuerpos y las ropas en desorden, sobre la cama de pellejos de ovejas.

Y hasta sin saber por qué, ni para qué, les han lamido los pies desnudos y curtidos por los fríos y los bravíos gualtales.

También han recogido el preludio de esos actos, sin comprenderlo; han oído sus hablares gomosos, el chocar de sus bocas cuerudas, ásperas, pero tremendamente calientes.

A veces, en más de una noche, han oído a don Nico, acezando como si hubiese acabado de llegar de muy lejos y en una carrera dislocada... Soñaba

Aquella noche sería la última en que descansarían bajo techo los dos animales.

Amigos eran ya, pero sus carnes reclamaban la primera "pisada" que él había ensayado una serie de veces con su propia madre, pero sin consumarla, por demasiado tierno, por la impotencia de su niñez.

Juntos los dos corderos, amigos, a más de media noche despertaron.

Por bajo el ala de la choza miraron el cielo unos instantes. Luego balaron y fijaron sus ojos en la tierra.

Volvieron a balar sobre la luna pálida, de alegría tal vez. El primer canto del gallo les cortó la inspiración y volvieron a "echarse" sobre sus rodillas grises de tierra.

Está que no durmieron, porque cuando amaneció totalmente los dos amigos tenían sus hociquitos prendidos en el suelo, goteando una mala noche...

Ña Sheba los despertó después que todos los mitayos habían tomado su buen "verde de paico" cogido el día anterior de la única chacra que cultivan y a la que le encomiendan todos los años sus semillas de papa "guagalina".

Y el ordinario mandato llegó:

— ¡Vamos güishas! ¡Güishas! ¡Güishas!

Era el mandato para los animalitos amigos.

Ellos se pusieron de pie. Se estiraron sobre sus miembros y bruscamente se empinó el macho. Y antes de poseer a su hembra, lo alcanzó un rebencazo de ño Nico.

— ¡Juera de aquí, só grajos!

Los dos animales hicieron varias rondas a la choza.

Ella corría a saltos y saltos, dando corcobos.

El la perseguía oliendo y arrugando sus jetas rosadas, adoptando el ademán garañón de los carneros padres.

La seguía entusiasmado hasta la insolencia de casi tumbar a doña Sheba que estaba orinando a un lado de la choza.

¿De dónde se iba a imaginar el cordero varón que llegaba su final a pasos apresurados, final que le privaría de tener cría, una hembra, y hasta ser el amo del rebaño de hembras?

Perseguía el animal con su sangre hirviendo a la borrega, la que se escapaba nerviosa y "meando" de desesperación. "Meando" de querer y no querer la primera "pisada".

En esas andanzas, la "Guacha" se emparedó contra la choza hasta que llegó la terrible orden de don Nico:

—Pa su santo dil patruncitu hei qui hacer unus caponis.

—Que se'ian los más bonitus— apuntó doña Sheba.

Por eso fue que los mitayos antes de arrojar a las manadas del corral, se dieron a escoger los más hermosos "capaderos".

—Po lo menus seis— advirtió Juancho.

El rebaño se asustó escurridizo y se perdió en el campo. Apenas cinco habían sido los capturados. Los manearon a los cinco de uno por uno. Y de uno por uno también, don Nico les abrió las "shicras" con su cuchilla capadora y luego de unos ajustones y frotaduras, les desprendió los duros testículos que semejaban frutos veteados de mármol, frutos que luego serían sancochados y comidos por los pastores.

Hechos cinco capones, don Nico agregó:

—Caramsho, nus falta unu. Ná más qu'iunu.

Y dirigiéndose al cordero, "sobra" del zorro, de­cidió:

—Está güeno. Catay. Manéenlu.

Y corrió la suerte de los cinco anteriores. Había tentado el animalito escaparse, escurrirse de manos de sus perseguidores como una protesta a su destino, pero desgraciadamente no logró salvarse. Un perro chusco, el más feo de los perros, le había capturado de las corbas y lo había tirado a tierra.

Cumplida la labor de don Nico, el animalito se levantó, todo "shurnbul". Es que era ya un capón más que no tendría en su vida más misión que comer y comer pasto y engordar hasta que la hora del cuchillo al cuello llegue y termine con su vida.

Cuando se levantó acurrucado en su dolor y con una gotera tenue de sangre entre las piernas, vio que la vida de hacía unos minutos, se había oscurecido completamente. Ardía en sus heridas el kreso y la ceniza que le habían aplicado para cauterizar y cerrarle la puerta a los gusanos y a la muerte.

Así se frustraba la gloria de un carnerito inocente que apenas había estado en trance de oír los llamados de sus instintos, el grito de su sangre, la oración de su carne.

Esto más había presenciado la pobre ovejita que daba y daba vueltas alrededor del capón que ya ni miraba por más que se le acercara y le diera de ciquichazos... Inútilmente esperaría de él una "cubrida".

Todo en la vida es así. Apenas se empuña un camino que aparece luminoso y de follajes dulces, cuando se ha caído en el dolor de saber que él no nos conducirá al paraje en el que hemos comenzado a soñar. Placeres originales se truncan en la vida de hora a hora. Parece que el mundo está destinado a ensañarse con los que aprenden, con los que se buscan en las selvas de su incomprensible. Será nuestra ley, pero de todos modos se siente el doloroso cumplimiento...

Las tragedias son para todos los seres con vida. No hay duda, para el hombre debe ser menos dolo­roso todo eso, por la fuerza de su razón, pero a lo mejor en un carnero capado hay más filosofía de consuelo que en un hombre de cultura inmensa que cae en la imposibilidad de cumplir su destino de especie. Nadie sabe. Cómo se pudiera inspeccionar en los dos fondos, porque todos los seres tenernos nuestros propios fondos, nuestros propios contenidos. . .

Esto de que la "Guacha" perdiera a su macho decidió al animal a rebelarse en la soledad y en la lejanía del rebaño, por eso tentó en vano desobedecer a los mitayos. No quiso ir tras del grupo de ovejas que ya estaban pastando hacía varios minutos.

Pero tenía que abandonar la choza, porque como era tan traviesa no le permitirían estar molestando a los seis capones con la consigna dada por el dolor, de no moverse del sitio en que los habían dejado.... después de la dolorosa operación...

14
A la puerta de la choza uno de los perros se echa en un cuero que han puesto para que se orée de las "hishpas" de la última hija de la Margaracha.

El perro se levanta, da unas vueltas sin mirar a ninguna parte y se vuelve a echar. El día está tranquilo y claro.

El perro sigue en el mismo afán; parece que no encuentra comodidad, pero es anuncio de otra cosa, porque doña Sheba ha dicho descubriéndolo en afanes tan inquietos:

—¡Catay pué va'lluver!

Los pollos nuevos y jaques, ajiseco el uno y flor de habas el otro, describen un semicírculo a toda carrera, con las alas levantadas, hasta que se juntan y se quedan pico con pico, quietos, largamente inmóviles.

—¡Juera, hoisí llueve!— agüerea don Nico.

Dicen otras gentes que eso de la conversación de las gallinas o de los pollos es siempre indicio de que algo grave va a suceder. Dicen, por ejemplo, que cuando conversan dos gallinas viejas es posible alguna viudez. Cuando conversan dos gallos, lo que es muy raro, fijo es que habrá pelea y hasta una muerte. Cuando conversan dos pollas es que las cosechas van a perderse. Cuando conversan dos pollos, va a morir el dueño de ellos. Pero para los mitayos de Chrifsul, eso indica; tienen la unánime convicción de que va a venir tiempo malo, quizás arrastrando una ambición de mortandad de ovejas.

—Va ber aguacero— se dicen los pastores.

De pronto, una gallina que ha dejado de estar clueca hace unos pocos días, agita sus plumas racha-pozas y ensaya un canto que le sale desgajado, terriblemente extraño.

Don Nico que ha oído a la gallina, coge una vara de lloque que le sirve a doña Sheba de rueca, y con ella, lentamente, trata de colocarse a pocos pasos de la gallina... Se acurruca. Apunta y ¡caj! de un solo golpe en la cabeza del animal, lo bota por el suelo palpateando y desplumándose...

Cuando la gallina se da el último estirón, don Nico respira con aire de seguridad, por haberse salvado de la muerte, o por haber salvado tal vez la vida de su patrón... Porque dicen que cuando se mata inmediatamente a la gallina que canta en ella se apacigua la muerte y no se empeña en la presa que ha elegido y que se ha hecho anunciar por la gar­ganta de una gallina...

--¡Catay la tapia!— termina don Nico. Levanta a la gallina por las alas y 'la entrega a su mujer para que la "pele". No hay más remedio en estos casos que comer gallina, aunque sea flaca.

Se sigue asomando el día cargado de presentimientos. A medida que deben estar avanzando las horas, hay una especie de tristeza cósmica que se adentra y tijeretea a los nervios.

El viento poco a poco se va convirtiendo en un indignado mensaje. Mensaje de tempestad.

Lejos se ven nubes desgarrándose, que semejan telas o cortinas desgajadas. Es la lluvia que se des­nuda plenamente y cae con ímpetu de desplome y estruendos.

Allá lejos se tienden o, mejor, chorrean hilos azules de aguacero.

Allá en frente, lejos también, flamean como banderas enormes unas nubes preñadas. Parece que estuvieran amarradas a los picos altos de los respetables cerros de Cashurco.

El azul de todas las lejanías se ha ensuciado de
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gris. Color de acero se ha hecho la carne del cielo, de un acero inmensamente trajinado por el aire. Latidos de relámpagos se suceden.

Se arrastran los truenos por los ámbitos como cansadas palabras de palo remojado...

Cortinas de neblina se levantan lentamente desde los puquiales y los riachuelos y las lagunas y las quebradas orladas de árboles...

Todos malos augurios. No cabe duda que el día va a ser uno de los terribles que saben desfigurarse así. ¿Será el zorro? ¿El león? ¿Qué será al fin?

— ¡Güisha! ¡Güisha!

Ante tan tremendas anunciaciones, que la "Guacha" parece haberlas entendido, se suma, para no quedar sola, a la manada.

— ¡Güisha! ¡Güisha!

Y como siempre el rebaño grande se pierde en la inmensidad del pastal, recortado de pausas y silencios caros, bien rarísimos.

Al medio día estaba ya madura la tormenta con todas sus fructificaciones de amenaza.

Cuando los mitayos, después de recoger el inmenso rebaño, regresaron a la choza, estaban empapados en agua hasta los huesos. A más de uno le ha dado cólico; por eso le han hecho beber orines y los está eructando...

—Le hacin bien— dice la vieja Sebastiana.

Es la noche entera del día anunciado como terrible por los agüeros malos y por los propios ele­mentos de la naturaleza. Nada ha sucedido aún terrible.

Es la noche perfecta.

Es la noche obscura. Las luciérnagas insisten en iluminarla y con ello le dan, más culpa de aparecer terrible.

Por todas partes andan sombras negras, horrorosamente negras. A veces, un florecimiento de luminarias lejanas que apenas se divisan.

Adentro de la hoyada del Este, que es lo que se alcanza a distinguir, porque aún no ha sido presa de la neblina, se ve una luz que deambula, intensa y pausada.

Una cantidad de sapos están tocando sus pitos de frío, que hacen doler los oídos.

Podría pensarse que es algún ser humano perdido, pero, ¡para qué, y a esas horas, recorriendo los campos cercanos de Chrifsul! No hay rebaños. ¿Qué será? ¿Quién llevará esa luz?

—Es el caerbuncro— afirma don Nico.

Dicen que el caerbuncro es un bello animal en forma de gato, color negro azabache, que lleva en la frente —esa es la luz que enciende cuando camina en las noches que son demasiado obscuras— un diamante tan grande que parece un espejo; si el hombre lo sorprende a unos pasos esconde su luz. ¡Bien hace para estafar a la envidia de los hombres!

Hay quien asegura que se le ha presentado en más de una oportunidad, y que entonces le ha pasado por las canillas frotándolas muchas veces, pero que por miedo le ha huido más bien. A ese quien, cuando ha hecho el relato, le han tirado a la cara la impre­cación de ¡imbécil! Pues afirman que sólo se presenta en esa forma porque es su voluntad de dar la gran fortuna del hermoso brillante.

Cree la gente de todos los lugares donde hay esas luces, como faros nochemiegos deambulando, que una vez que se le ha quitado su piedra valiosa al animal, muere.

¡Cuánta gente sabiendo de esto, teniendo la certidumbre de que es una verdad firme, dejaría sus cómodos sillones para dedicarse a la caza de luces bajo la noche!

¡Pero la noche sigue tremenda y obscura! ¿Qué es, pues lo que puede suceder?

De morir uno u otro viajante lejano, no falla. Pero eso será en otras partes. ¿Pero en Chrifsul?
Los mitayos se revuelcan intranquilos sobre sus tarimas y sus pellejos de oveja.

¡Quién sabe en el corral! Con esa idea, de rato en rato, don Nico ordena a dos de sus hijos que vayan a echar de menos a los animales, lo que hacen topateándose con la neblina tímidamente iluminada por un "hachón de güira", bajo los ponchos.

La noche es ciertamente pesada y horrendamente negra, tan negra que hasta la propia luz del hachón de los mitayos, también se vuelve negra.

Es negra la noche para la tierra que la soporta -y que le debe pesar horriblemente. Para el látigo que le quisiera huir. Para todo es negra la noche. Para todos es dolorosa la noche.

Pero seguramente más que a nadie ha de dolerle a la "Guacha", que es la primera vez que se encuen­tra perdida en el rebaño jadeante y asustadizo. Bala toda la noche el animal y trata de hallar un escape de huida, porque además algunos machos garañones, olvidando la oscuridad, tratan de cubrirla aprovechándose del desconcierto.

Es un fornido carnero el que la ha olido como propicia para el apetito de su sexo. Hasta que alguna hora debió ser que la cubrió. La cubrió plenamente. La ovejita se sintió apuñaleada, pero en la punta de ese puñal candente sintió la extraña sensación del sexo maduro. ¡Vaya a saberse si el animal hubiese sentido lo mismo si hubiera sido cubierta por el que hace horas lo habían convertido en un capón inhábil para tales funciones!

Habían entrado, pues, la borreguita, sin saberlo ni haberlo querido, esa noche, a la fila de los proyectos de madres ovejas. No volvería en su vida a dormir en la choza. Ni lo pensaría seguramente...

Aquella noche siguió tronando y lloviendo.

De amanecida, en los cientos de hocicos borregunos floreaba el vapor de resuellos apaciguados...

Y la vida en su continuo sucederse, con variaciones para todos, menos para los mitayos, que les da lo mismo...

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Catay que la Guacha'stá pelichando!— dicen los pastores después de varias semanas de aquella noche negra para ella.

Ella se distingue de las demás ovejas, porque aún está más limpia y más blanca que las que toda su vida han vivido en el conjunto.

Ha engordado el animal y su vientre ya presenta el abultado anuncio del fruto de sus entrañas.

Como ya no está viciosa, y cuando lo estuvo fue por corto tiempo, no la festeja ningún carnero. Más bien le dan de topetazos cuando engrosa el núcleo inmenso.

No está sola. Los corderitos blancos, sucios, la siguen —deben ser huerfanitos— por los campos y dentro del mismo corral.

Tal vez si ella habrá pensado ya dentro de algunas semanas ha de tener su cría linda. Quizá habrá creído que de todas maneras tiene que ser linda, aunque no sabe cuál del rebaño sea el padre, ya que fue en noche y sin que ella lo hubiese consentido ni menos buscado.

El vientre de la "Guacha" sigue abultándose. Los mitayos que lo advierten vaticinan:

—Caral la "Guacha" ya está hartita, ya ha'i de parir...

16
Un día, muy cercana la oración, cuando los perros cansados de ladrar y corretear conducen en silencio a la manada, uno de los mitayos se adelanta descuidando su lado por el que la manada se alarga hacia atrás.

Hay espesa neblina en el campo.

Viento calmoso y frío.

"Hora propicia", habrá dicho un león forango y hambriento que saltando de entre unos matorrales se ha lanzado contra la punta atrasada del rebaño.

Una oveja perfora el silencio con su alocado balido que instantáneamente se debilita y se apaga.

— ¡El puma! ¡El puma!— gritan los mitayos y animan a los perros a perseguirlo.

— ¡Échale lanudo!

— ¡Échale chusco!

— ¡Échale! ¡Échale!

Y perros y mitayos corren bajada adentro, tras del animal atrevido y salteador.

Era el león. Hacía tiempo que no había dado la sorpresa. Creían los pastores que el que mató el año pasado un burro "hechor" que estaba de arriendo con las yeguas de don Vita, les habría sido enseñanza a los demás pumas que largo tiempo no habían aparecido. En verdad, el año pasado un león había venido en busca de presa y, acampando en noche, quiso comerse una yegua "calienta", pero el burro "hechor" la supo defender. Pues el león se encaró al burro y hasta alcanzó a prenderse de su nuca dura. Pero él, que tiene un instinto bravísimo de defensa, se parece que emprenden un vuelo para cogerlo en el aire. Por el instante la fiera se salva de los agudos colmillos de los "ovejeros" porque alcanza una rama de árbol y se trepa a la mayor altura que le proporciona.

Los perros quisieran alas para cogerlo de allí y bajarlo y masticarlo hasta el cansancio. Pero no hacen más que dar saltos y volver a ladrar su odio que debe ser inmenso.

Arriba, el león se lame los una resolución. Está tan alto llarse en trance de muerte no salto y burlar a los perros.

Van a tomar parte los mit manera de liquidar al león.

Un disparo de escopeta no, porque el animal se vería obligado a saltar olvidando la altura a que se encuentra, tal vez contra los mitayos mismos o contra alguno de los perros, y causarles la muerte, y eso es lo que quieren evitar.

Surge por fin la idea. Don Nico corta una vara larga de entre los árboles que son de regular estatura, le quita las ramas y hasta algunas de sus asperezas, y a la punta le amarra con el chante con que él se asegura su pantalón a las canillas, su daga, que nunca deja en la choza, que ha sido su compañera desde su juventud y que no ha utilizado para matar a nadie hasta hoy día.

Los otros mitayos preparan sus machetes. Los perros se agitan más y ladran.

El león parece indeclinable en su actitud y refunfuña.

Don Nico levanta la vara y su punta en la que está la muerte, la dirige hacia arriba por entre las hojas del viejo "quishuar".

Cuando la punta de la daga está ya a unos cuantos centímetros del cuerpo del animal, le imprime a la vara todo el empuje de sus años inquebran­tables. Una, dos y tres veces hunde su daga en el mostachos y no atina que no obstante ha-se aventura a dar el ayos. Piensan alguna dio unas revolcadas en el suelo y se libertó de las garras amenazantes. Cuando el león osó una nueva embestida, el burro "hechor" le dio el encuentro con sus patas traseras que le partieron la frente y lo de­jaron "seco", con los sesos blanqueando. Por eso los ingenuos pastores creían que el león no volvería más. Pero lo cierto era que había vuelto. Muchas gua­ridas de ellos se dice que hay por aquellas hoyadas arboledas.

Había vuelto y dado un asalto bueno y oportuno. Había cogido a una oveja, de las buenas y gordas, y la había llevado a la rastra hasta los matorrales, para devorarla.

Perros y pastores se prenden a la ruta de sangre, hasta que lo cercan.

El león se da cuenta del "sitio" en que ha caído, abandona su presa y se acurruca contra un tronco viejo de raíces revueltas y cavernosas.

Se empeña entonces la sangrienta batalla, con los perros antes que con los mitayos, ya que aquéllos son los primeros en llegar hasta cerca de él.

Lo acometen los perros con odio feroz y violento.

Se defiende el león a gruñidos y zarpazos.

Los perros retroceden varias veces para acometerlo con más violencia. Uno, el más atrevido, se aleja gritando el fuerte arañón que ha hecho impacto en su nariz sudosa, para luego volver lamiéndose el hoci­co y dar otra acometida.

El animal cercado, aceza. Uno de los perros se abalanza sobre la fiera y es víctima de los Mudos dientes de ella. Era el más tierno y pequeño de los perros. Le bastó una cerrada de hocico al león para destrozarle la cabeza.

Los perros ya no ladran. Están callados y desafiantes. No hay duda que estudian la manera de atraparlo. En eso, llegan los mitayos y refuerzan la ofensiva de los perros.

Se advierte el puma -de su fin trágico y con sus miradas terribles se abre un escape, salta; los perros parece que emprenden un vuelo para cogerlo en el aire. Por el instante la fiera se salva de los agudos colmillos de los "ovejeros" porque alcanza una rama de árbol y se trepa a la mayor altura que le proporciona.

Los perros quisieran alas para cogerlo de allí y bajarlo y masticarlo hasta el cansancio. Pero no hacen más que dar saltos y volver a ladrar su odio que debe ser inmenso.

Arriba, el león se lame los una resolución. Está tan alto llarse en trance de muerte no salto y burlar a los perros.

Van a tomar parte los mit manera de liquidar al león.

Un disparo de escopeta no, porque el animal se vería obligado a saltar olvidando la altura a que se encuentra, tal vez contra los mitayos mismos o contra alguno de los perros, y causarles la muerte, y eso es lo que quieren evitar.

Surge por fin la idea. Don Nico corta una vara larga de entre los árboles que son de regular estatura, le quita las ramas y hasta algunas de sus asperezas, y a la punta le amarra con el chante con que él se asegura su pantalón a las canillas, su daga, que nunca deja en la choza, que ha sido su compañera desde su juventud y que no ha utilizado para matar a nadie hasta hoy día.

Los otros mitayos preparan sus machetes. Los perros se agitan más y ladran.

El león parece indeclinable en su actitud y refunfuña.

Don Nico levanta la vara y su punta en la que está la muerte, la dirige hacia arriba por entre las hojas del viejo "quishuar".

Cuando la punta de la daga está ya a unos cuantos centímetros del cuerpo del animal, le imprime a la vara todo el empuje de sus años inquebrantables. Una, dos y tres veces hunde su daga en el cuerpo del león, con una rapidez que la fiera no puede burlar. El león grita y se desangra. Los perros juntan con sus lenguas babosas las gotas rojas que caen al suelo, sobre las hojas y los gualtes que allí crecen demasiado cobardes.

Otras puñaladas más suben hasta el cuerpo sangrante del león que se aferra a la vida, de las ramas. ¡Al fin cae desplomado! ¡Puede que la daga haya llegado al corazón!

Sobre el suelo, el animal pretende incorporarse, pero ha sido totalmente vencido. Entonces los perros se abalanzan y entierran sus dientes filudos en su carne caliente y sangrante.

— ¡Juera, perros, juera!— grita el menor de los mitayos, para no dejar que los perros lo despedacen.

Don Nico que se ha dado cuenta de la orden a los perros, impartida por su hijo menor, se enfada y le grita:

— ¡Déjalu, su chulo burru!

Y es que sólo él sabe lo importante que es de que los perros mastiquen al león, aunque ya esté vencido. Eso de que los perros gusten la sangre del león es importante, porque así se hacen más bravos y afinan su olfato para que a la distancia puedan descubrir en sus acechos a los pumas dañinos.

Los perros mastican y mastican, a las quitadas, el cuerpo del león vencido. Tienen los animales un olor de cacho quemado en los dientes filudos.

Después, los mitayos se llevan las manos y las orejas del león, así como el rabo, porque dicen que con ellos se consigue suerte y, además, para que don Vitalino Ucta sepa lo acontecido y no crea que la borrega desaparecida la han "tragado", como les suele increpar en las épocas del recuento.

La "Guacha" ha podido ser la víctima. Tal vez si en ella ha cavilado al día siguiente, cuando ha olido en el pasto que cogía, bajo los quishuares, sangre y cacho quemado... ¡Puede que al hijo que va a tener no le toque la misma suerte...!

17
Hoy, después de los terribles aguaceros cargados de infinitas amenazas para los animales de lana apelmasada, el día se ha hecho de repente una verdadera sorpresa de alegría. No está tan fuerte el viento remolineador. Hay un tibio aire de paz en Chrifsul Alto. También en los crudos inviernos se suelen instalar días que son todo oración y primor.

No hay frío y solamente algunas nubes vagan por el cielo como empujadas por suaves manos de pausas.

Las lomas, la Loma Blanca, la Loma Amarilla del corral, la Loma Negra, la Loma del Gualte Tendido, todas las lomas están pobladas de luz y de un poco de sol. Promisión de un buen día. Todo de repente se ha teñido en resplandores nuevos.

El agua de las pequeñas lagunas se levanta en las alas de sus perennes habitantes, convertida en hilos y láminas de plata, que se rompen contra los objetos y contra los rayos tímidos del sol.

La tierra exhala un vaho suave de eternidad. Una tufarada de naturaleza que despierta evocaciones.

Hasta los viejos mitayos, especialmente don Nico, pueden respirar, a pulmón entero, aire tibio, suave aire, caricia emocionada de la tierra que ama o se ha acostumbrado a soportar la vida de los hombres.

Sobre los pastales tendidos, como en oración, vibra un no se sabe qué de misterio. ¡Dulce misterio de la belleza en contemplación de lo infinitamente grande!

Por los inmensos mares de pasto navegan unas mariposas de alas rachapientas y unos mosquitos en manchas grandes como si avisaran que hay paz sobre la tierra...

Es Domingo. A los mitayos esa diferencia de los días por sus nombres no les interesa, porque sus faenas son las mismas desde que han nacido. Para esas gentes rústicas, ¿qué sentido, qué valor pueden tener los nombres de los días, cuando todos les son iguales con sus amenazas o sus mansedumbres? Por lo único que distinguen las hormaduras del tiempo.

Ahora, ¿sus vidas de qué sirven? De nada para ellos. Para su patrón es cosa distinta, pero ni por eso les da ni les dará por lo menos un avance que les haga exigir algún día recompensas.

Los hijos de don Nico han nacido allí pastores y en sus vidas, nada más, y no piensan ser otra cosa. Para siempre están atados a las majadas. Deben ingresar también a la muerte, amortajados de ella, traspasados de ella hasta los huesos...

El hombre de aquella tierra, que bien pudiera ser un paraíso por sus bellezas tormentosas y por lo que sería capaz de dar, nace vencido, humillado, esclavo. Aprende las únicas cosas que tiene que aprender. Afilar su machete. Cortar llanques de duros cueros de res. Picar la coca y "echar sus armadas". Hacer en los tiempos que son de verano piras de estiércol, depositar dentro de ellas piedras plomas probadas de antemano con el resuello si son piedras de cal, y encender las piras y esperar que se quemen las "careas" para sacar de entre las cenizas unas onzas, que no hay en qué pesar, de cal viva para llenar los "poros caleros".

Aquellos hombres que nacen pegados al rebaño, son incapaces de grandes indignaciones que los ha­gan rebelarse. No reniegan con alma de nada. Para los grandes gestos no son esas almas. Es que no saben nada más que ser leales perros, como los perros ovejeros. ¡Ese es su destino!

Son así todos los ovejeros de todas esas tiranas alturas del otro lado del Marañón. ¿De alguna parte de la tierra se les aventará como a los perros infelices alguna migaja de luz espiritual?

¿Alguna mano será algún día lo suficientemente noble como para derramar en sus ojos una claridad que no conocen? ¿Y ellos serán entonces capaces de amar las cosas que unos aman y otros odian por las encrucijadas? Que la humanidad debe agarrarse a su destino es lo leal para el destino de la creación, pero hoy a nadie parecen interesar aquellas gentes...

Allí mueren los hombres, sin que a nadie le duela, tal vez ni a ellos mismos.

Una ida de pie, un derrumbe, un granizal furioso, un rayo, terminan una vida humana. Nadie siquiera ha meditado en lo que se pierde. A nadie le importa que en la tierra haya todavía esos reductos del infortunio.

Un entierro de aquellos hombres cuando mueren es cosas sencillamente dolorosas. Lo juntan en un poncho y lo llevan a una quebrada. Hablan sin lágrimas. Abren un hoyo. Sin ataúd. Lo siembran en el hueco y lo tapan con tierra y con piedras, para que no hieda, y, dicen más, para que no vaya a levantarse la peste y arruinar a las ovejas.

Si alguna de las mujeres "pare", lo hace sola. Simplemente la ayuda el hombre, su hombre también, nadie más, sosteniéndola de los brazos hasta que pase el "apuro". Las mujeres no sufren con los partos más de unas horas. Al día siguiente ya están en su trabajo, lavando, lo que rara vez hacen, o cocinando, como masticar su miserable cancha "anota" de maíz "chusho", que les manda el patrón cada semestre y a estricta medida de almud.

Lo que sí tiene valor para ellos porque posee un alto valor para el viejo Vitaliano Ucta, son las ovejas. Allí la vida de un "güisha" vale más que la de un hombre. Cuando un carnero se hiere, golpea o enferma, hay apuro en los pastores de sanarlo. Lo curan y lo auxilian. Hasta tienen que cuidar que las ovejas recién paridas no se alejen del campo, que a unos pasos de la choza les destinan. Que no vayan a aplastar a sus corderos. Cuando las borregas no pueden parir les soban la barriga.

Con ese sentido es que tienen sus únicos odios: a los buitres, que se comen a los corderos; a los leones y a los zorros, que dan sus asaltos de sorpresa algunas veces a la manada....

Ahora, por ejemplo, les preocupa el hecho de que la "Guacha" esté intranquila, levantándose y volviéndose a echar, balando dolorosamente.

—Va 'parir aquella "Guacha"— dice el viejo Nico y ordena que la saquen del conjunto. La llevan hasta la puerta de la choza.

Allí donde se crió le va tocar tener un hijo...

La noche está ya bien alta y un tanto nublada, pero no llueve a chaparrones ni están furiosos los truenos y los relámpagos. Apenas unos destellos. La "Guacha" no puede parir. Ha gritado varias veces y se ha revolcado en el suelo. La chola Margaracha ha salido seguidas veces para sobarle la barriga sin pronunciar ni media palabra, casi entresuelos. Lo ha hecho nada más que porque lo ha ordenado don Nico.

El animal sigue gritando horas de horas. Las mujeres cuando sufren tanto, dicen, es porque el varón va a ser demasiado "tremendo" y demasiado varón.

Cuando se apuntan las primeras palabras del alba ha nacido un cordero que la "Guacha" ha esperado fuera seguramente blanquísimo, pero es en realidad un cordero negro y bien "retinto". Es que había sido cubierta en aquella noche dulce y terrible por un fornido carnero negro.

La oveja ha lamido a su hijo, pero no con el recogimiento que lo hubiese hecho si es que hubiese nacido blanco como un copo de nieve.

Cuando los mitayos se levantan y salen a la puerta de la choza para conocer a la cría de la "Guacha" ríen por la sorpresa y el contraste demasiado irrisorio. La oveja mira a las gentes aquellas como si tratara de explicarles que no tiene la culpa de tamaña desgracia.

18
Ha pasado el tiempo para Chrifsul Alto con dolorosa lentitud. Ha pasado dejando sus huellas.

Don Nico ha muerto por efecto de un rayo. Parece que se ha cumplido la maldición que un día le echara el viejo Vitaliano cuando osó "responderle":

— ¡Cómo no te parte un rayo, so carajo!

Ha pasado el tiempo. Hace más de tres años que una blanca oveja parió un borrego de noche. El borrego ya es un cordero valentón y pisador como su padre. Anda por efecto de sus peleas con un cuerno caído. Dicen los mitayos que nunca será capón, porque don Vita quiere que este año, por lo menos, haya una docena de corderos negros. Pues ha hecho experiencia de que esas lanas son más fáciles de volver al negro absoluto, sólo con la ayuda del "pal" y otras cortezas de árboles.

Ya no está tampoco en el núcleo de los mitayos la chola Margaracha, porque se ha "juído" con un forastero que vino a la última trasquila.

Los últimos arios han sido atroces para los rebaños. Han disminuido considerablemente las "cabezas". Unas veces por efecto de las tempestades furiosas y otras por las pestes y los terribles hielos.

El bullicio de la corderada de antes ha disminuido notablemente. Don Vita, el último año, trajo algunas cabezas de ovejas para que se cruzaran —lo habían aconsejado—. Pero casi todas han muerto, pues les ha sido difícil aclimatarse. No han dejado sino una rara cría que siempre anda dando que hacer a los pastores.

Los pastos estos últimos años han adoptado una parda coloración que debe desencantar a las ovejas que se limitan a comerlos, a engullirlos, seguramente sin tomarles gusto ni sentido.

Los fuertes ventarrones han arruinado a los pocos árboles de saúco que los mitayos sembraron alrededor de la casa y que les sirvieron de consuelo en las noches de tormenta.

Por todas partes parece que hubiera pasado una mano castigadora. Nada está como antes. Las pequeñas lagunas que otras veces daban su estampazo de vida agitándose, son hoy depósitos muertos de agua que hasta hiede. De allí se ausentaron los patos y sus cortejos, quién sabe a qué regiones del mundo...

Más bien los venados, que ya se habían ausentado hacía muchos años, han comenzado a hacer sus incursiones por esos campos. Quizás si aquello sea anuncio de que esa tierra va a entrar en una nueva vida....

19
Es el día de San Juan. Aquellas gentes lo saben y hasta tal vez lo sienten distinto a los demás días, sin saber por qué. Les han dicho simplemente que ese día es un día propicio para bañarse, porque todas las aguas están llenas de gracia divina. Ellos no saben lo que puede ser esto de divino. Pero es lo cierto que este día todos los mitayos se bañan y se sienten con nuevos alientos y con algo en su interior que les manda ser buenos.

Es el día de San Juan y hay alguna buena vaca lechera en Chrifsul. Con su leche bondadosa se hace un buen sango de harina de trigo, que se lo comen como si se tratara de un raro manjar.

Para las ovejas también es el día de San Juan. Todas van por el campo con una cierta alegría que la pluma más fina no podría describir. Van a trote remendado de trecho en trecho por los finos gritos de los corderos.

Para los perros también es el día de San Juan, porque hoy día no ladran, y cuando alguna oveja se separa de la manada, la juntan a ella con simples hocicazos, sin morderles en las corvas como es de su estilo.

Para los conejos y para los cuyes salvajes es también el día de San Juan, porque salen a luz por las cintas verdes de pasto apretado...

No hay ninguna campana. Pero todo llama a la gran misa de la naturaleza.

El sol se ha levantado como una custodia de oro conteniendo un vino nuevo. Y las manos azules del infinito levantan la hostia de la nueva esperanza... De rodillas están las cosas en permanente oración. Sublime visión de la tierra.

Para los mitayos, por la tarde, habrá unas cuantas cachangas de harina buena y nada más hasta el próximo San Juan.

20
Bajo un hermoso arco-iris las ovejas pastan mientras perros ovejeros, indiferentes a tal maravilla, se despulgan y se planchan el pelo con sus lenguas.

Un águila vuela. Hace grandes círculos por el cielo. De pronto, como una flecha, pica al suelo y después de unos segundos se levanta con una culebra en el pico. Los pastores la miran. Ella sigue en sus círculos de altura. Después se posa en una piedra alta redondeada por el viento y trata de librarse de la culebra que ya le ha estado ahorcando por que se ha enroscado en su pescuezo. El águila vence y de entre los matorrales levanta su vuelo un halcón y se suspende a regular altura para incursionar el campo. Ha visto a la mancha de tortolitas bebiendo a la orilla de una laguna cristalina y se lanza sobre ellas. Se levanta unos segundos después llevando en sus filudas uñas una prisionera que hace esfuerzos inútiles por libertarse, dejando en su afán, caer una lluvia de plumas que se apaga.

Esta lucha de la naturaleza llega a su término cuando uno de los perros ovejeros, olvidando su misión, corre tras de un venado que ha cometido el error de colocarse a su vista. El perro lo sigue y después de unos minutos lo alcanza. Lo derriba al suelo y le destroza el cuello. En una laguna de sangre lo encuentran los pastores que le dan al perro palos y le quitan su presa. Por lo menos hoy los mitayos han de comer buena carne que no sea de ninguna borrega despeñada.

21
La "Guacha" se está poniendo vieja y ha dado al rebaño varias crías. La última vez que parió ha sido una borreguita como ella fué en su niñez, blanca, linda y delicada. Siempre ella defendía a sus crías de las embestidas de los buitres, a topetazos, pero la última no pudo, y un buitre hambriento a arañazos y a aletazos la atontó y tuvo su festín de una tarde. Desde entonces, la oveja, triste en su vejez, vaga por los campos tras de las demás, balando incansablemente.

Los mitayos se han dicho:

—La "Guacha" ya'stá "atrasada".

En las noches es un animal que debe estar rumiando sus recuerdos, que deben ser terribles por lo horrible que ha sido la vida para ella. Por eso debe ser que a lo más alto de la noche, entre dormida y despierta, grita pastosamente y se revuelca sobre la majada del corral.
Ella no ha tenido ni siquiera la suerte de caer en las garras del león o del zorro. Así, por lo menos, habría descansado de sufrir. ¿Será que hasta en los animales la vida se ensaña? ¿Será que hay animales que nacen con una estrella de infortunio? ¿Será que todos los seres dan sus símbolos de sufrimientos y dolores? Así debe ser. El por qué es cuestión que nadie ha establecido. Los hombres, por lo menos, tienen el tonto capricho, los más tontos, de creer que son las estrellas las que les dan su sello y su rumbo, aunque a ellas nada les importen tales cosas y tales consolaciones.

22
Después del último recuento de las ovejas, el viejo Vitaliano Ucta ha manifestado su descontento cuando ha dicho:

—Esto me lleva a la ruina. Es preciso cambiar.

Los mitayos no han sabido y no han podido pensar en qué sentido ni en qué forma se operaría el cambio.

Todos los días ha bullido en sus almas rudimentarias esto de:

— ¡Hay que cambiar!

Para ellos el cambio de patrón no significaría nada, ya que no tienen el mínimo recuerdo de al­guna pequeña bondad.

Lo que sí sería fuerte y doloroso para aquellas gentes, sería el hecho de cambiar de tierra, no obstante que en ella han vivido en perenne martirio de la tempestad, de los vientos, de las fieras salteadoras de rebaños. De las furias del patrón en sus días de visitas azules.

¡Hay que cambiar! En sus oídos esta idea es como el más fuerte anuncio de algo que será, de ser, demasiado grave. Claro que ellos se irían a donde el patrón los destine, pero irían con un sentimiento que bien puede llamarse pena. Es que la tierra modela a sus hombres y los hace de tal manera fieles que no quieren desprendérsele, por más que los castigue y los azote, como lo ha hecho con los infelices mitayos de Chrifsul Alto.

¡Hay que cambiar! En efecto, para las ambiciones de don "Vita" ese era el único camino por elegir. Y eso se haría.

* * *
Es el mes de mayo y en otras partes de la tierra debe haber fiestas interminables de flores y alegrías, pero en Chrifsul apenas la paz de los campos, no obstante las bellezas infinitas de su naturaleza copiosa.

Ha llegado don Vitaliano con unas gentes de pueblo, con las únicas que hace conversación y echa sus tragos y sus buenas armadas. Los mitayos los miran a reojo. Jamás se han atrevido a mirarles en la cara como los perros lo hacen con las gentes que les son desconocidas. Más todavía al patrón, al que le guardan profunda reverencia y hasta miedo de caer en sus iras octogenarias.

El viejo dueño de los campos urde sus planes. Hará de su Chrifsul un criadero de chanchos. Ellos estarán expuestos a menores peligros que las ovejas. Comerán hasta en las noches las raíces de las plantas pegadas con sus hojas al suelo. Dentro de algunos años, su tierra será un inmenso emporio de esos animales. Y han de ser buenas las entradas. Para cuidar de los chanchos no se necesitan más que unos cuantos hombres, uno que otro perro, y san se acabó.

En los pueblos voceará muy pronto que compra puercas de todas clases y unos cuantos verracos que sean de los mejores de aquellos lugares. No hay duda que así podrá su gran fortuna aumentar día a día.

En lo tocante al rebaño, es ya cosa resuelta. Será trasladado hacia las bajeras donde también tiene sus pertenencias heredadas el viejo Vitaliano.

Antes de la partida, los mitayos, con auxilio &- las gentes que han venido del pueblo con el viejo propietario, practican el recuento de la manada. No es el tiempo en que suelen hacerlo, pero hay que saber cuántas son las cabezas que deben ir en caravana.


Pasan de mil, mucho menos que hace unos cinco años. Ha disminuido el rebaño por causas infinitas que precisamente no provienen de la voluntad de los pastores, pero ellos, ante la realidad, sufren silenciosamente el reproche.

— ¡La culpa es de estos bestias! ¡Por poco ya no encuentro nada! —Y las bestias no protestan ni pronuncian una sola palabra.

A la puerta de la choza don Vita y sus gentes conversan animadamente de cómo tiene que ser el éxodo.

—Lo mejor que tenemos un día lindo.

— ¡Por la noche ya habremos llegado! Son las primeras horas de la mañana.

Un burro que llevará los pellejos que les sirven de cama a los mitayos se soba las costillas contra las champas de la casa. Lo advierten las gentes del pueblo y lo preguntan:

— ¿Qué le pasará al jumento que se ha puesto en esa postura?

Y el burro, como si no le importara que se interesen por sus raros ademanes, sigue en la misma actitud y moviendo alternativamente una y otra oreja.

Nadie que sea de pueblo sabría lo que un burro conoce a esas alturas.

Las gentes siguen mirando al cielo y afirmando que no lloverá durante muchos días. El burro rebuzna.

Quieren hacerle, una charada a uno de los mitayos que es el más vivaracho, según don Vitaliano, y lo llaman:

—Oye cholo, ¿sabes lo que el burro está pensando?

—Claru, patruncitu.

—A ver, dilo.

—Pus, que va'lluver, patruncitu.

Y el cholo pastor se va sin volver la mirada como si hubiera dicho la única verdad de la que tiene convicción.

Todos los que han oído la novedad se echan a reír a costillas del pobre mitayo.

—Parece que por aquí los burros son astrónomos —dice un poblano que debe saber por lo menos escribir, porque habla con aires del que sabe en qué consiste la Astronomía.

* * *
El mismo día y horas después que han tomado el caldo caliente de las dos últimas gallinas alegradoras de la choza, se dispone que ha llegado la hora de la marcha. Los mitayos saben y no saben lo que tienen que hacer.

La choza está vacía. Han sacado de ella todo lo que son las únicas tenencias de los mitayos. Unas bateas. Unas ollas de barro. Un quipe de mates en los que sirven sus alimentos. Unas cucharas de palo. Unos cuantos calabazos. Unas tres escopetas. Algunos ponchos vejestorios y raídos de colores sordos. Unos pares de llanques que llevan de repuestos. Y machetes al cinto se dirigen al patrón para pedirle la orden. Ellos no saben a dónde van a tener que ir. Nunca han salido de allí. Creerán que los van a despedir. No saben nada y por eso es para ellos esta hora una de las más terribles que hayan pasado.

Finalmente, las mujeres cargan sus "quipes" a la espalda, mientras don Vita les indica la ruta que deben seguir, con la punta de su bastón de layo:

— ¡Por allá está el camino por donde se llega a la pampa!

Los mitayos están extrañados. Aunque son ciegos de entendimiento, comprenden que se trata de cambiar de pastales. Uno de ellos levanta la cara para mirar al patrón y dirigirle una pregunta, procurando su explicación. Pero el viejo, indignado, le contesta con un palo por las costillas. Y refunfuña:

— ¡Malagradecido! ¿No tiene qué preguntar? ¡Fuera de aquí y a seguir por donde les acabo de indicar! ¡Qué tal lisura de grajo! ¡No!

Y los pobres mitayos, como perros que recién alcanzan a medir el grado de poder que el viejo tiene sobre ellos, se encaminan hacia el rebaño que han de conducir para otra tierra.

Hombres que eran obligados, de la noche a la mañana, a abandonar el terruño. La tierra donde han nacido, aunque sea para ser eternamente tratados como esclavos, pero de todas maneras la tierra donde se ha nacido. Para todos los seres vivientes tiene un valor y un significado que no es posible cambiar. Para cualquier hombre recluido allí, por castigo o por lo que hubiese sido, aquello de abandonar Chrifsul, por más bellezas que tenga, habría sido motivo de profunda alegría. Pero para aquellos hombres que no conocían más horizontes, era nada menos que el más atroz de los designios.

No habían aprendido a llorar aquellos hombres. Para nada tuvieron lágrimas. Pero hoy, que de repente se les arrancaba de la tierra a la que pertenecían como sus propios frutos, lloraron en silencio sin poderse explicar, sin poder comprender nada más que eso de ir para otras tierras era desesperante.

Como nunca habían tenido conocimiento de que Dios era bondadoso para sus criaturas, no dijeron la menor oración, porque nadie les había enseñado por lo menos ese consuelo.
Las últimas leñas están ardiendo en el fogón de la choza y el humo asciende retorciéndose de dolor, tal vez con la pena de los que serán los eternos ausentes.

— ¡Güisha! ¡Güisha! ¡Güisha!

Esa fue la voz de partida, y los mitayos, y los perros con la misma pena negra que ellos, encaminaron al rebaño por el lado que jamás lo habían hecho.

Van las ovejas balando y comiendo el primer pasto de las bajadas.

Se cumple el augurio del burro y comienza a obscurecer. Va a llover en realidad. Algunos truenos se oyen. Y se cruzan contra los ojos los relámpagos. Parece que la misma naturaleza protesta de que les den tamaña ausencia.

Un fuerte ventarrón azota mientras don Vita y los hombres de pueblo que han venido con él se santiguan y murmuran quién sabe qué oración de súplica para que la tormenta aplaque sus iras.

Caen las primeras gotas de aguacero, que tiene para terrible...

La caravana de animales ha ido acortando el paso que en un principio parecía desgalgado. Es que va entrando en horizontes que no ha conocido, a los que no estuvo acostumbrada.

La lluvia chicotea y las gentes se ponen sus gruesos ponchos de lana que para las grandes tempestades son nada menos que inútiles.

— ¡Gliisha! ¡Güisha!— gritan los pastores. Y los perros ladran tras de la manada que se detiene de trecho en trecho con una voz que los mitayos no conocían.

Cabalgata apresurada de nubes, y un brotar y crecer de neblina densa por todas partes.

De repente se oye un balido de oveja que ha quedado allá arriba en los linderos de Chrifsul. El viejo Vitaliano, que la ha oído, se vuelve contra los mitayos y les grita con indignación casi salvaje y satánica:

— ¡Una se queda! ¡Animales! ¡Imbéciles!

Los mitayos se miran unos a los otros de sus trechos a sus trechos en los que caminan agitando sus puntales. Dos de ellos deciden volver en busca de la oveja perdida.

— ¡Cu’l de lus demunius sirá!

— ¡Debi ser la shapingu in personas!

Y casi a la carrera regresan en busca del anima'. Don Vitaliano se queda renegando...
La manada sigue avanzando, de bajada, a los azotes y gritos de los pastores y las demás gentes. De pronto en pronto, la ola de animales resopla de cuesta y quiere regresar a su vieja tierra, pero la azotan y la azotan... Y la manada camina ya sin tomar un pasto para su hambre...

Mientras tanto, allá arriba, los dos mitayos que han regresado dan con la oveja sublevada contra el plan de arrancarla de su tierra. Los mitayos la corretean, y de lo que era "mansita" y hasta se dejaba rascar la cabeza, es hoy una solitaria huída por los campos. Al fin los pastores le echan lazo y tratan de llevarla en dirección a donde marcha todo el grueso del rebaño, pero la "Guacha" se encabrita, salta, se prende al suelo con toda el alma y resiste. Al fin los mitayos resuelven llevarla cargada, y como es grande y uno solo no podría hacerlo, toman por entre ellas meten el palo del que, de hombro un palo, amarran al animal de sus cuatro patas y, a hombro, la llevan los pastores. Bala y bala incansablemente. Sus ojos se ponen húmedos. Es que llora también el dolor de dejar su tierra. Su amada tierra, aunque en ella no haya sino sufrido. En cada balido hondo parece prometer que en ningún otro lugar se resolverá a vivir.

Cuando los dos mitayos están ya cerca de toda la manada que resiste y resiste a seguir caminando, dan la voz:

— ¡Es la "Guacha"!

— ¡Es la "Guacha"!— parecen decir la tempestad y el viento.

— ¡Es la "Guacha"!— responden y repiten las alturas más altas y más cercanas al cielo...

Sigue la marcha varias horas y los caminos están convertidos en cauces de las aguas que ha desatado la tempestad. De los cerros se precipitan nucosos ríos de agua que en los tiempos de bonanza no existen. Ya la "Guacha" no bala. Camina a pie vigilada por un pastor y por dos grandes perros que la miran con la lengua afuera y los ojos encendidos de fatiga...

— ¡Güisha! ¡Güisha!— sigue siendo la voz de la tempestad.

Toda la vida está poniéndose húmeda y fría. De repente la gran manada se encuentran frente a un precipicio. Se detiene. Los pastores siguen arreando. Una bandera de resuellos de ovejas flamea en el desfiladero. La "Guacha" trata de vencer a la manada y abrirse paso, ponerse a la cabeza y capitanear tal vez el regreso brioso. Lo hace. Gritan los pastores. Azotan. Ladran los perros con más fuerza que nunca. La "Guacha" corre hacia la altura desesperadamente. Todo el rebaño la sigue. Los mitayos y las gentes venidas del pueblo, "acaballadas", le cortan la retirada. El rebaño se encoge. La "Guacha" vuelve a tomar el tropel, esta vez de bajada. No se da cuenta del terreno. Se le van los cascos. Rueda a un tremendo precipicio. Las demás ovejas creen que ese es el camino que tienen que seguir. La siguen. La siguen... Rueda y rueda la carne de la manada, como convertida en las primeras lágrimas que ha llorado aquella tierra...

Al fin se detienen los animales que quedan.... Jadeantes... Temblando...

El viejo Vitaliano reniega y blasfema...

Los pastores lloran, porque en las ovejas rodadas ha rodado parte de sus vidas...

En los ríos, encrespados de crecientes, hablan las piedras y carcajean...

¡Y los perros aúllan oliendo el despeñadero contra la tempestad!


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VOCABULARIO

Guacha-quaccha: Huérfana.
Amainar: Aplacar, Amansar.
Arabisco: Árbol de jacarandá de flor lila, de climas cálidos.
Apelmasada: Acolchonada, Pelmasada.
Burro hechor: Que se cría y cohabita con las yeguas.
Calienta: Animal en calor sexual.
Champa: Tierra sacada en forma de adobe con pasto.
Chante: Filamentos de penca utilizados para amarras.
Chibrinquear: Correr, Retozar.
Chacchar: Coquear.
Coquear: Masticar las hojas de coca.
Chaposas: Caras femeninas encendidas de sangre.
Camas: Estiércoles secos de ganado.
Chusho: Raquítico, Diminuto.
Gualte: Ichu, Pasto hiloso de climas frígidos.
Güisha: Oveja.
Güira: Grasa de oveja.
Hishpa: Orines de los animales.
Llocllas: Avenidas de barro con desprendimiento de cerros.
Minga: Gente que gusta trabajar en colectivo.
Majada: Estiércol.
Mitayos: Pastores.
Ñutas: Hechas trizas.
Oliscó: Lo que se pudrió por efecto del calor y la humedad.
Porongo: Calabaza grande y alargada que sirve de depósito.
Poro calero: Calabaza diminuta en la que se guarda la cal.
Pollerón: Falda de las mujeres hecha de tejido grueso de lana.
Puquiales: Muchos puquios.
Puquio: Tierra fangosa y cubierta de pasto muy verde.
Paf: Hojas, frutos y corteza de un árbol que utilizan los tintoreros para conseguir colores firmes.
Quichuas: Climas templados.
Quipes: Atados que llevan las mujeres a la espalda.
Rozo: Monte cortado y seco, expedito para ser quemado.
Rebenque: Látigo.
Shicras: Cuero que contiene los testículos.
Shumbul: Actitud de dolor, Tristeza.
Temple: Valle cálido de la Sierra.
Templino: Del temple.
Timbuche: La comida de los pastores a base de papas en caldo.
Tranca: Palo con que se asegura la puerta.
Tulipas: Piedras que forman el fogón en las que se apoyan las ollas.
Viciosa: Hembra dispuesta para el acto sexual.

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Julio Garrido Malaver
Nacido en Oxamarca, Celendín, Cajamarca, en 1910, Julio Garrido Malaver fue uno de los poetas más hondos y sinceros del Perú actual. Su obra, corta más por los avatares de su existencia que por cualquier otra razón, resuma una pureza silvestre, campesina, que hace que su estilo sea limpio y directo. Ganador de los Juegos Florales Universitarios de 1940, fue director del diario Norte de Trujillo.

Es autor de Vida de Pueblo (1943), Palabras de Tierra (1943) y La Dimensión de la Piedra (1955), y de esta narración —publicada por primera vez en 1943— que integra nuestra colección, en la que la protagonista es una oveja que parece sufrir como un ser humano. Garrido Malaver es una de las voces más íntimas de la lírica peruana actual.

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