Vida de Manuel Antonio Mesones Muro
José Mejía Baca ha
afirmado su personalidad de escritor y de artista en crónicas tersas y de firme
trazo descriptivo sobre los pueblos del Norte del Perú, en charlas de radio sobre
el folklore norteño y en interpretaciones felices del alma del cholo de la
costa peruana. En un libro logrado, ASPECTOS CRIOLLOS, Mejía Baca nos ha
descrito el paisaje y el hombre norteños, con una simpatía instintiva,
trazándonos unas claras estampas del mar y del cholo, del caballito de totora y
del muelle de Eten, con elogios en los que se siente el bordoneo de la guitarra
y el ardiente zapateo de la marinera. Ahí aparece en su vera efigie el cholo de
Ferreñafe y de Monsefú, "pendenciero, aguardentoso, pirotécnico, gallero,
arpista, jaranista y capitulero". El ambiente del Norte es de alegría
continua. El cholo —dice Mejía Baca— tiene "instinto fiestero". Su
propia religiosidad no tiene más proyecciones que las del día de fiesta, el
santo y el jolgorio, liturgia de cera y chicha. En este ambiente de procesión y
de banda de música, de castillo de cohetes y de jarana criolla, surge a veces
el aire dolido y triste de la Chongoyapana. O la parranda se interrumpe,
repentinamente paralizada, porque ha pasado por el umbral de la fiesta una
figura grave y severa, obsesionados los ojos y el alma por una idea
avasalladora. El hombre del Norte que se olvida de la fiesta criolla, para pensar
en ese deber profundo que es la Patria, se llama Manuel Antonio Mesones Muro.
Al abordar este ensayo
biográfico del explorador peruano, Mejía se aparta en apariencia de su vocación
folklórica, pero en realidad rinde un nuevo tributo de entusiasmo a su tierra
natal. Mejía Baca, lambayecano —del Puerto de Eten— y amoroso de las cosas
vernáculas, siente la atracción de su personaje no sólo por ser éste coterráneo
suyo, sino porque su vida tuvo, en sí misma, con la belleza del gesto heroico,
un hálito de leyenda y porqué, saltando sobre el marco del cuadro provincial,
sintió, sobre todo, la vocación del Perú. Mesones Muro encarna, efectivamente,
uno de los más bellos, audaces y desinteresados empeños en atar con el firme
lazo de las rutas terrestres la Amazonía al haz de la nacionalidad. Obsesionado
por llegar al Dorado Amazónico, por el trazo más corto de la costa al Marañón,
se lanzó al mundo de la aventura que es la Selva, reviviendo en su fuerte personalidad
el coraje de vivir y de soñar de los quiméricos exploradores del siglo XVI.
Vida extraordinaria de
tesón y de fe, en pleno siglo XX, que Mejía Baca ha recogido, con emoción, de
los documentos aún calientes de vida, y relatado con el desgaire simpático de
una prosa artística sin retórica, sobria, ágil y fresca y, sobre todo, con el
don difícil de la naturalidad. Por su proximidad en el tiempo a los hechos que
narra, por el tono desgarrado y de protesta de algunos trozos, por la falta de
cronología —hay muy pocas fechas y para escándalo de los historiadores no se
dice siquiera el año en que nació Mesones Muro (Ferreñafe, 1862)— el relato de
Mejía Baca tiene cercanía y pasión temporal de crónica. Como las crónicas, carece
deliberadamente de perspectivas históricas, imposibles todavía por la cercanía
del acontecer.
Lo que atrae al
biógrafo y describe de preferencia, no son los antecedentes ni las
circunstancias efímeras, ni siquiera los personajes inmediatos al protagonista,
sino principalmente éste y su acción. Héroe y hazaña como en la crónica. Pero,
además, la naturaleza que se mezcla a la vida del explorador y adquiere voces y
categorías humanas. El cronista no tiene ojos ni oídos para los seres
circunstantes. Los hombres, los contemporáneos de Mesones Muro —amigos, colaboradores,
adversarios o familiares— apenas si se asoman al borde de la escena y
desaparecen. Lo esencial para él es el hombre y su idea, el proceso sicológico
íntimo y en proyección externa, y todo lo demás, ajeno o episódico. El etnólogo
Brüning, el misionero Calle, el bandolero Yajamanco, el Presidente o el
Ministro circunstanciales, el zambo balsero de Morropón o el cholo de la
hacienda familiar, pasan por el fondo del cuadro como sombras adjetivas. En
cambio Mejía Baca presta animación de seres vivos a la selva enemiga y a los
ríos cómplices de jornadas veloces, a las cascadas, a los rápidos y a los
pongos. En esta humanización del ambiente que rodeó al explorador, la selva
respira, los ríos tienen alma, el Marañón trabaja sin descanso en una faena de
siglos y surgen como verdaderos personajes, benéficos o adversos, el abra de
Porculla, la más fiel amada y amiga, por donde el explorador hacía pasar su
ruta insólita hacia el Marañón, burlando el veto gigantesco de la cordillera o
el pongo de Manseriche, el más temible adversario, seis veces vencido por el
ánimo intrépido del explorador. El Pongo lucha, ruge, amenaza y se rebela
inútilmente contra el tesón del pioneer peruano. Este viola el misterio
milenario de sus aguas y desvanece su secreto terrorífico, atravesándole en
épocas de sequía o de creciente, en balsa o en loncha a vapor, al revés y al
derecho, contemplando sin vértigo el muro de piedra ciclópeo del
Asna-Huacangui, que abre "su seno deforme y su vientre insociable".
Son las páginas mejores del libro éstas que relatan el duelo del explorador con
las aguas arremolinadas del pongo. Mesones Muro no fue el primero ni el único
en atravesarlo, pero sí el más empeñoso de sus vencedores, el que lo domó más
sumisamente hasta convertirlo en un simple tramo de su ruta civilizadora al
Marañón. Mesones le conoció mejor que nadie en su braveza salvaje. Por eso,
cuando desaparece en sus ondas el jefe de sus balseros, no permite —como lo
relata su biógrafo— que se busque el cuerpo caído en el trágico remolino.
"¡El Manseriche no devuelve a sus víctimas!" Pero en cambio guarda
avaramente el eco de los pasos señeros. Y al morir Mesones Muro, sin haber
visto abierta su ruta al Marañón, el cronista de su vida, para dar marco
adecuado al llanto de los suyos, escribe con la misma intención cósmica de todo
su relato: "Allá lejos ¡también debe estar llorando el Manseriche!".
Pongo de Manseriche |
El libro de Mejía Baca
—premiado ya en el Perú para un concurso latino-americano— va derecho al éxito
por la incitación del tema, por la espontaneidad del narrar y por el entusiasmo
juvenil, limpio y generoso, con que rinde su homenaje a un idealista que supo
ser hombre de acción y a un peruano que logró hacer coincidir el interés de su
región con el interés mayor de la Patria. Vida y libro afines en riesgo y honra
de peruanidad.
A continuación, un extracto del libro de José Mejía Baca:
“El hombre del Marañón” Vida
de Manuel Antonio Mesones Muro.
“En el corazón de la
aguerrida provincia chotana, bajo un cielo siempre gris, vivía el viejo maestro
don Toribio Gasco. Y fue él quien en la calma triste de una tarde serrana, emprendió
el viaje interior de los recuerdos, para hablar así:
Era la época en que
por las laderas de la Cordillera los clarines llamaban a la contienda;
retumbaban los cerros con el ruido sordo de las galgas y el gris oscuro de la
piedra, trágicamente, se teñía de rojo. Uno de esos días, un propio venido de
muy lejos, puso en mis manos jóvenes una carta de José Mesones Ubillús de la
Cotera. Me pedía que tratara de encontrar a su hijo Manuel Antonio que,
seguramente, se hallaba por estos lugares, pues, de la hacienda paterna, había
salido sin rumbo ni aviso, a raíz de un incidente familiar. Ejerza sobre él,
—me decía—, una constante vigilancia, que el carácter voluntarioso y fuerte de
Manuel Antonio, es de gran peligro en esta época ávida de sangre y cuajada de violencia.
No me costó mayor
trabajo encontrar a Manuel Antonio Mesones Muro; gozaba de gran popularidad
entre las tropas del insurgente coronel Tomás Becerra, popularidad rápidamente
adquirida por su carabina que jamás marraba el blanco. Así tuve frente a mí, a
un hombre joven, de formas atléticas, de mirada fuerte, amplio ademán y sonrisa
franca. Fueron mis primeras palabras de amable invitación a retornar al hogar.
No valía la pena volver cuestión de estado un incidente cualquiera, propio de
la época y de los hombres. Su padre, al tener que ausentarse de la hacienda,
había dejado al cuidado de Manuel Antonio un fino cordel de gallos de pelea, a
los que diariamente debía bañar. Manuel Antonio creyó cumplir la orden
sumergiéndolos en la acequia; los animales perecieron en su totalidad. Enviado
desde seis años a Europa de donde apenas hacía dos que había retornado, justo
era que ignorara los secretos de la llamada ciencia gallística; y, educado en
otro ambiente, justo era también que indignado se rebelara al ser castigado por
tan poca cosa. Pero, en aquel entonces, un cordel de gallos extendía la fama de
su propietario en muchas leguas a la redonda, y, el buen nombre de un galpón,
era calificado motivo de orgullo. José Mesones Ubillús castigó severamente a su
hijo, pero, aquella misma noche, Manuel Antonio escapaba de su lado sin
sospechar que nunca más se encontrarían.
Cuando le expliqué que
la actitud paterna tenía amplia disculpa en los tiempos y en el ambiente y que,
admitida ella, debía retornar al hogar, sonrió con una hermosa sonrisa que
todavía recuerdo, y, con voz tranquila, así me habló:
No crea don Toribio que le guardo rencor a mi
padre Sé que es producto del medio, brote de un árbol que se llama la
costumbre. Ha formado aquí su mundo, y, en él, vive feliz. Pero hay otro mundo;
no el que está más allá de los cerros y de los mares sino el que llevamos
dentro de nosotros mismos. Tengo mis ansias, mis anhelos, mis por qué y para
qué vivir. En mi cuarto de estudiante, allá en Europa, me seducían las noticias
que los diarios publicaban sobre las hazañas del Abate Livingstone; y los
volúmenes que todavía conservo del Barón de Humboldt, me narraban maravillas de
mi patria; maravillas que están aquí, a un paso; enormes riquezas que esperan
al osado que dé el grito de alarma para entregarse a las legiones que irán tras
de la primera huella. Livingstone ha señalado la norma y Humboldt el
escenario.
Entre nosotros un río no es más que un poco de
agua para regar una chacra o un obstáculo para cruzar una región. En los
grandes países un río es la vida y hasta la Historia en Egipto y la Literatura
en Alemania. En Europa los ríos tienen alma. La riqueza del Rhin no está en el
oro que las ninfas esconden para que los nibelungos al buscarlo perezcan y la
epopeya se cumpla. Está en las fábricas que se levantan sobre sus orillas, en
los barcos que surcan sus aguas. El Tíber no serpentea por el corazón de Roma
para que en él se ahogue Majencio y Constantino cante su victoria fácil; ni el
Sena corta la capital del mundo para que en sus aguas se suiciden los
retorcidos y hambrientos personajes de Zola. ¡En Europa los ríos tienen alma!
Desde que nacen extienden sus pequeños brazos para
dar vida al trozo de tierra escondido entre la piedra. Crece su ímpetu y es más
ancho su tórax; pierde su nombre mezquino de arroyuelo y ya no balbucea sino
que ruge llamando a su seno a las quebradas y a las vertientes, pidiendo
fuerza, fuerza y más fuerza. Pero el hombre ha dado igual grito y cuando el río
sesga violentamente, ruedas y turbinas le esperan, ávidas de movimiento, de
vida, de fuerza.
Y el río ha de seguir porque también tiene un
destino. Victorioso se abre paso, tragando distancias, rompiendo cordilleras,
partiendo poblaciones; quiere llegar al mar en una carrera suicida. Y llega, le
rechaza unos cuantos metros, y él, que en su paso ha dibujado todo el alfabeto
sobre la tierra, expira en el ataúd de una letra griega. ¡Pero cuánto hizo en
su trayecto, cuánta fuerza regaló este gran dilapidador!
El río es la arteria vital. Nuestro Amazonas,
nuestro Marañón, nuestro Ucayali. La red de arterias de nuestro territorio es
completa, magnífica, soberbia: hay que conquistarla. Por las arterias la sangre
debe correr normalmente, con ritmo preciso: retardo o apresuramiento es muerte
y la nacionalidad ¡Debe vivir!".
Entonces comprendí,
—continúa don Toribio— que Manuel Antonio marcharía en busca de horizontes, que
nada mataría esa fe en el porvenir, que nada detendría esa fuerza que, por
donde fuera, dejaría el testimonio de su sino, la huella de su paso, la sangre
de su idea. Le vi con el pecho abierto a todos los vientos y los brazos
tendidos sobre la tierra, dibujando, como el río, el abecedario de la
peruanidad.”
No hay comentarios.:
Publicar un comentario