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sábado, 16 de octubre de 2010

Difusión Cultural: EL HOMBRE DEL MARAÑON.


Vida de Manuel Antonio Mesones Muro

Escribe: Raúl Porras Barrenechea

 José Mejía Baca ha afirmado su personalidad de escritor y de artista en crónicas tersas y de firme trazo descriptivo sobre los pueblos del Norte del Perú, en charlas de radio sobre el folklore norteño y en interpretaciones felices del alma del cholo de la costa peruana. En un libro logrado, ASPECTOS CRIOLLOS, Mejía Baca nos ha descrito el paisaje y el hombre norteños, con una simpatía instintiva, trazándonos unas claras estampas del mar y del cholo, del caballito de totora y del muelle de Eten, con elogios en los que se siente el bordoneo de la guitarra y el ardiente zapateo de la marinera. Ahí aparece en su vera efigie el cholo de Ferreñafe y de Monsefú, "pendenciero, aguardentoso, pirotécnico, gallero, arpista, jaranista y capitulero". El ambiente del Norte es de alegría continua. El cholo —dice Mejía Baca— tiene "instinto fiestero". Su propia religiosidad no tiene más proyec­ciones que las del día de fiesta, el santo y el jolgorio, liturgia de cera y chicha. En este ambiente de procesión y de banda de música, de castillo de cohetes y de jarana criolla, surge a veces el aire dolido y triste de la Chongoyapana. O la parranda se interrumpe, repentinamente paralizada, porque ha pasado por el umbral de la fiesta una figura grave y severa, obsesionados los ojos y el alma por una idea avasalladora. El hombre del Norte que se olvida de la fiesta criolla, para pensar en ese deber profundo que es la Patria, se llama Manuel Antonio Mesones Muro.

Al abordar este ensayo biográfico del explorador peruano, Mejía se aparta en apariencia de su vocación folklórica, pero en realidad rinde un nuevo tributo de entusiasmo a su tierra natal. Mejía Baca, lambayecano —del Puerto de Eten— y amoroso de las cosas vernáculas, siente la atracción de su personaje no sólo por ser éste coterráneo suyo, sino porque su vida tuvo, en sí misma, con la belleza del gesto heroico, un hálito de leyenda y porqué, saltando sobre el marco del cuadro provincial, sintió, sobre todo, la vocación del Perú. Mesones Muro encarna, efectivamente, uno de los más bellos, audaces y desinteresados empeños en atar con el firme lazo de las rutas terrestres la Amazonía al haz de la nacionalidad. Obsesionado por llegar al Dorado Amazónico, por el trazo más corto de la costa al Marañón, se lanzó al mundo de la aventura que es la Selva, reviviendo en su fuerte per­sonalidad el coraje de vivir y de soñar de los quiméricos exploradores del siglo XVI.

Vida extraordinaria de tesón y de fe, en pleno siglo XX, que Mejía Baca ha recogido, con emoción, de los documentos aún calientes de vida, y relatado con el desgaire simpático de una prosa artística sin retórica, sobria, ágil y fresca y, sobre todo, con el don difícil de la naturalidad. Por su proximidad en el tiempo a los hechos que narra, por el tono desgarrado y de protesta de algunos trozos, por la falta de cronología —hay muy pocas fechas y para escándalo de los historiadores no se dice siquiera el año en que nació Mesones Muro (Ferreñafe, 1862)— el relato de Mejía Baca tiene cercanía y pasión temporal de crónica. Como las crónicas, carece deliberadamente de perspectivas históricas, imposibles todavía por la cercanía del acontecer.

Lo que atrae al biógrafo y describe de preferencia, no son los antecedentes ni las circunstancias efímeras, ni siquiera los personajes inmediatos al protagonista, sino principalmente éste y su acción. Héroe y hazaña como en la crónica. Pero, además, la naturaleza que se mezcla a la vida del explorador y adquiere voces y categorías humanas. El cronista no tiene ojos ni oídos para los seres circunstantes. Los hombres, los contemporáneos de Mesones Muro —amigos, colaboradores, adversarios o familiares— apenas si se asoman al borde de la escena y desaparecen. Lo esencial para él es el hombre y su idea, el proceso sicológico íntimo y en proyección externa, y todo lo demás, ajeno o episódico. El etnólogo Brüning, el misionero Calle, el bandolero Yajamanco, el Presidente o el Ministro circunstanciales, el zambo balsero de Morropón o el cholo de la hacienda familiar, pasan por el fondo del cuadro como sombras adjetivas. En cambio Mejía Baca presta animación de seres vivos a la selva enemiga y a los ríos cómplices de jornadas veloces, a las cascadas, a los rápidos y a los pongos. En esta humanización del ambiente que rodeó al explorador, la selva respira, los ríos tienen alma, el Marañón trabaja sin descanso en una faena de siglos y surgen como verdaderos personajes, benéficos o adversos, el abra de Porculla, la más fiel amada y amiga, por donde el explorador hacía pasar su ruta insólita hacia el Marañón, burlando el veto gigantesco de la cordillera o el pongo de Manseriche, el más temible adversario, seis veces vencido por el ánimo intrépido del explorador. El Pongo lucha, ruge, amenaza y se rebela inútilmente contra el tesón del pioneer peruano. Este viola el misterio milenario de sus aguas y desvanece su secreto terrorífico, atravesándole en épocas de sequía o de creciente, en balsa o en loncha a vapor, al revés y al derecho, contemplando sin vértigo el muro de piedra ciclópeo del Asna-Huacangui, que abre "su seno deforme y su vientre insociable". Son las páginas mejores del libro éstas que relatan el duelo del explorador con las aguas arremolinadas del pongo. Mesones Muro no fue el primero ni el único en atravesarlo, pero sí el más empeñoso de sus vencedores, el que lo domó más sumisamente hasta convertirlo en un simple tramo de su ruta civilizadora al Marañón. Mesones le conoció mejor que nadie en su braveza salvaje. Por eso, cuando desaparece en sus ondas el jefe de sus balseros, no permite —como lo relata su biógrafo— que se busque el cuerpo caído en el trágico remolino. "¡El Manseriche no devuelve a sus víctimas!" Pero en cambio guarda avaramente el eco de los pasos señeros. Y al morir Mesones Muro, sin haber visto abierta su ruta al Marañón, el cronista de su vida, para dar marco adecuado al llanto de los suyos, escribe con la misma intención cósmica de todo su relato: "Allá lejos ¡también debe estar llorando el Manseriche!".
Pongo de Manseriche
 El libro de Mejía Baca —premiado ya en el Perú para un concurso latino-americano— va derecho al éxito por la incitación del tema, por la espontaneidad del narrar y por el en­tusiasmo juvenil, limpio y generoso, con que rinde su homenaje a un idealista que supo ser hombre de acción y a un peruano que logró hacer coincidir el interés de su región con el interés mayor de la Patria. Vida y libro afines en riesgo y honra de peruanidad.


A continuación, un extracto del libro de José Mejía Baca:
 “El hombre del Marañón” Vida de Manuel Antonio Mesones Muro.
 “En el corazón de la aguerrida provincia chotana, bajo un cielo siempre gris, vivía el viejo maestro don Toribio Gasco. Y fue él quien en la calma triste de una tarde serrana, emprendió el viaje interior de los recuerdos, para hablar así:

Era la época en que por las laderas de la Cordillera los clarines llamaban a la contienda; retumbaban los cerros con el ruido sordo de las galgas y el gris oscuro de la piedra, trá­gicamente, se teñía de rojo. Uno de esos días, un propio venido de muy lejos, puso en mis manos jóvenes una carta de José Mesones Ubillús de la Cotera. Me pedía que tratara de encontrar a su hijo Manuel Antonio que, seguramente, se hallaba por estos lugares, pues, de la hacienda paterna, había salido sin rumbo ni aviso, a raíz de un incidente familiar. Ejerza sobre él, —me decía—, una constante vigilancia, que el carácter voluntarioso y fuerte de Manuel Antonio, es de gran peligro en esta época ávida de sangre y cuajada de violencia.

No me costó mayor trabajo encontrar a Manuel Antonio Mesones Muro; gozaba de gran popularidad entre las tropas del insurgente coronel Tomás Becerra, popularidad rápidamente adquirida por su carabina que jamás marraba el blanco. Así tuve frente a mí, a un hombre joven, de formas atléticas, de mirada fuerte, amplio ademán y sonrisa franca. Fueron mis primeras palabras de amable invitación a retornar al hogar. No valía la pena volver cuestión de estado un incidente cualquiera, propio de la época y de los hombres. Su padre, al tener que ausentarse de la hacienda, había dejado al cuidado de Manuel Antonio un fino cordel de gallos de pelea, a los que diariamente debía bañar. Manuel Antonio creyó cumplir la orden sumergiéndolos en la acequia; los animales perecieron en su totalidad. Enviado desde seis años a Europa de donde apenas hacía dos que había retornado, justo era que ignorara los secretos de la llamada ciencia gallística; y, educado en otro ambiente, justo era también que indignado se rebelara al ser castigado por tan poca cosa. Pero, en aquel entonces, un cordel de gallos extendía la fama de su propietario en muchas leguas a la redonda, y, el buen nombre de un galpón, era calificado motivo de orgullo. José Mesones Ubillús castigó severamente a su hijo, pero, aquella misma noche, Manuel Antonio escapaba de su lado sin sospechar que nunca más se encontrarían.

Cuando le expliqué que la actitud paterna tenía amplia disculpa en los tiempos y en el ambiente y que, admitida ella, debía retornar al hogar, sonrió con una hermosa sonrisa que todavía recuerdo, y, con voz tranquila, así me habló:

No crea don Toribio que le guardo rencor a mi padre Sé que es producto del medio, brote de un árbol que se llama la costumbre. Ha formado aquí su mundo, y, en él, vive feliz. Pero hay otro mundo; no el que está más allá de los cerros y de los mares sino el que llevamos dentro de nosotros mismos. Tengo mis ansias, mis anhelos, mis por qué y para qué vivir. En mi cuarto de estudiante, allá en Europa, me seducían las noticias que los diarios publicaban sobre las hazañas del Abate Livingstone; y los volúmenes que todavía conservo del Barón de Humboldt, me narraban maravillas de mi patria; maravillas que están aquí, a un paso; enormes riquezas que esperan al osado que dé el grito de alarma para entregarse a las legiones que irán tras de la pri­mera huella. Livingstone ha señalado la norma y Humboldt el escenario.

Entre nosotros un río no es más que un poco de agua para regar una chacra o un obstáculo para cruzar una región. En los grandes países un río es la vida y hasta la Historia en Egipto y la Literatura en Alemania. En Europa los ríos tienen alma. La riqueza del Rhin no está en el oro que las ninfas esconden para que los nibelungos al buscarlo perezcan y la epopeya se cumpla. Está en las fábricas que se levantan sobre sus orillas, en los barcos que surcan sus aguas. El Tíber no serpentea por el corazón de Roma para que en él se ahogue Majencio y Constantino cante su victoria fácil; ni el Sena corta la capital del mundo para que en sus aguas se suiciden los retorcidos y hambrientos personajes de Zola. ¡En Europa los ríos tienen alma!

Desde que nacen extienden sus pequeños brazos para dar vida al trozo de tierra escondido entre la piedra. Crece su ímpetu y es más ancho su tórax; pierde su nombre mezquino de arroyuelo y ya no balbucea sino que ruge llamando a su seno a las quebradas y a las vertientes, pidiendo fuerza, fuerza y más fuerza. Pero el hombre ha dado igual grito y cuando el río sesga violentamente, ruedas y turbinas le esperan, ávidas de movimiento, de vida, de fuerza.

Y el río ha de seguir porque también tiene un destino. Victorioso se abre paso, tragando distancias, rompiendo cordilleras, partiendo poblaciones; quiere llegar al mar en una carrera suicida. Y llega, le rechaza unos cuantos metros, y él, que en su paso ha dibujado todo el alfabeto sobre la tierra, expira en el ataúd de una letra griega. ¡Pero cuánto hizo en su trayecto, cuánta fuerza regaló este gran dilapidador!

El río es la arteria vital. Nuestro Amazonas, nuestro Marañón, nuestro Ucayali. La red de arterias de nuestro territorio es completa, magnífica, soberbia: hay que conquistarla. Por las arterias la sangre debe correr normalmente, con ritmo preciso: retardo o apresuramiento es muerte y la nacionalidad ¡Debe vivir!".

Entonces comprendí, —continúa don Toribio— que Manuel Antonio marcharía en busca de horizontes, que nada mataría esa fe en el porvenir, que nada detendría esa fuerza que, por donde fuera, dejaría el testimonio de su sino, la huella de su paso, la sangre de su idea. Le vi con el pecho abierto a todos los vientos y los brazos tendidos sobre la tierra, dibujando, como el río, el abecedario de la peruanidad.”




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