Con profundo respeto, a la memoria del que en
vida fue Mario Collantes Zegarra, fiel amigo e inteligente compañero; de igual
modo a Elmer Chávez Rojas y Antenor Chávez Vera, hombres sin par que también,
aún muy jóvenes, fueron llamados a la diestra de Dios nuestro Señor...
Escribe: José Luis Aliaga Pereira
Corrían los primeros
días del mes de marzo. El carnaval alegraba las calles de nuestro Sucre. Los
barrios de Minopampa, El Centro y La Toma abrían sus brazos a bellas damitas y
atrevidos muchachos de la capital.
El colegio "San
José", lucía, aún sin el portón de fierro, que hoy nos saluda, pintado de
verde. Sus aulas de tristes carpetas respondían con ecos los gritos de pequeños
traviesos. El colegio se encontraba concurrido. Asistían a él, tanto alumnos
con "cargos" como los que gozaban de merecido descanso. Los
profesores interrumpían sus días de solaz esparcimiento, para retornar a las
aulas y continuar con su noble propósito de educadores. Uno de ellos era, nada
menos, que el inteligente y simpático don Julio Aquinodata.
Yo, había cumplido los
trece años y cursaba el segundo de educación secundaria. Aunque no era el peor
de la clase, figuraba entre los últimos; digamos, por decir, el cuarto empezando
de atrás. Por supuesto no me hace mucha gracia confiárselos; salí desaprobado
en Zoología y Botánica, siendo el único jalado en tal materia. El examen era a
las once de la mañana. Esta vez, procuré repasar dicho curso y me encontraba
preocupado. La hora se acercaba; el sol promovía orgulloso la alegría de los
campos y el humor de los muchachos, mientras con el cuaderno escondido bajo la
chompa, tratando de disimular y confundirme con los que gozaban de sus
vacaciones, me dirigí al colegio. Bajé la vereda larga del antes empedrado
Dardanelos; crucé el puente de la calle Dos de Mayo y, al ingresar, ubiqué al
profesor conversando con cinco chicas limeñas que se veían preciosas. Esperé
que se le ocurriera ver su reloj pulsera, que se acordase del examen y que se
dirigiese al salón de clase, como lo hacían todos. Esperé en vano. El profesor
continuaba su amena charla. Pasaron los minutos y obligado por la
circunstancias, me presenté al grupo, en la sala de profesores. Era un
alboroto. Don Julio al verme, con una seña me indicó tomar asiento. Había tres
carpetas unipersonales y un clásico pupitre. Mi rostro enrojeció de repente, y
cerrando los ojos recordé mi primer año en el colegio; recordé a Segundo
Encinas, al que le decían "el curvo", cuando bajaba y subía,
rápidamente la ceja derecha. Recordé que el profesor lo miraba, luego de una
pregunta. Nadie aguantaba la risa; más lo miraba, más movía la ceja; parecía
que lo estaba enamorando. En cambio yo no subía la ceja, ni tampoco la bajaba,
pero me sentía volar, y deseaba que me tragase la tierra. Para remate, las
chicas decidieron acudir a mi auxilio:
- ¡Profesor, profesor,
hágale preguntas fáciles!
- ¡No sea malito
profesor!
El profesor, solterito
codiciado, aceptó, complaciendo a las bellezas.
- Hazte la pregunta,
hazte la pregunta -me dijo de mala gana.
El profesor, las
chicas, el pupitre, las carpetas, ¡el aula entera!, giraban en mi cabeza. Los
ruegos, las risas, los coqueteos de las hermosas golpeaban mi cerebro. Sólo
hubiese sido diferente si me hubiese preguntado el concepto de Zoología y
Botánica. Eso lo sabía de memoria. Pero no. Para demostrar que había estudiado,
me hice la pregunta más difícil:
- ¿Qué son las
inflorescencias? -anoté con aires de sabihondo.
Luego ya no la pude
borrar. ¡Todos miraban mi prueba! ¡Todos miraban mi hoja vacía! Quedé
paralizado, como si el profesor me hubiese detenido con invisible "control
remoto"; como si me hubiese detenido para que sólo ellos se riesen.
Fueron momentos
interminables y, cuando el sudor inundaba mi frente, el profesor hizo una
pregunta que me cayó como un baldazo de agua fría:
- ¿Qué pasa, no
recuerdas?
- No, no recuerdo
profesor -respondí con voz temblorosa.
Las jovencitas, al ver
mi situación complicada, suplicaron en coro:
- ¡No lo jale
profesor, no lo jale!
El galán asediado,
nuevamente, se rindió ante los ruegos de las sinceras chiquillas. Palabra por
palabra me dictó la respuesta y aconsejó que estudiara.
No olvidaré esos
instantes. Con la cabeza inclinada y el once aprobatorio que me quemaba, salí
avergonzado, escondiendo el cuaderno entre mis ropas.
Afuera, junto a un
tierno pino de la entrada del colegio, los mejores esperaban con sus caras y
sus globos, ver salir a los "jalados".
Extractos cargados de historia y nostalgia,recuerdos que nos llenan el corazón,
ResponderBorrarinteligentes y amenas recopilaciones del Director de éste prestigioso Blog...Sigan así y Felicitaciones...