Distrito de Sucre en todo el Perú y el mundo.

Buscar en este portal

viernes, 19 de agosto de 2011

Machu Picchu: MI ENTRADA A LA TIERRA DE LOS INCAS



Por Hiram Bingham.

La gente me pregunta a menudo:
— ¿Cómo consiguió usted descubrir Machu Picchu?
Respondo que buscaba la última capital inca, cuyas ruinas se creía que estuviesen en la cordillera de Vilcabamba. Mi búsqueda comenzó de la siguiente manera:

Hace unos cuarenta años, en el deseo de perfeccionarme para enseñar historia sudamericana y escribir sobre el gran general Simón Bolívar, seguí su ruta a través de los Andes desde Venezuela hasta Colombia. Elihu Root, entonces secretario de Estado, se interesó en mi viaje y me interrogó prolijamente respecto a lo que había visto. Pareció gustarle mi relación, y al año siguiente muy generosamente me dio la oportunidad de ver mucho más de Sudamérica al designarme como delegado al Primer Congreso Científico Panamericano, que se efectuó en Santiago de Chile, en diciembre de 1908.

Mis experiencias en Venezuela y Colombia me enseñaron la gran ventaja que significaba para un explorador tener el respaldo del gobierno; por eso decidí sacar partido de mi posición como delegado oficial de los Estados Unidos para penetrar en los Andes centrales y seguir el viejo camino comercial español de Buenos Aires a Lima. Acompañado de mi amigo Clarence L. Hay, y partiendo del Cuzco, me propuse cruzar la tierra incaica a lomo de mula.

Era en el mes de febrero. Desgraciadamente, no sabíamos nada del tiempo corriente en los Andes centrales durante los llamados meses de verano. El clima de la Argentina había sido cálido; el de Chile, agradable, y esperábamos que el Perú nos tratase igualmente bien. Por lo demás, febrero es el peor mes para explorar las altiplanicies donde florecieron los incas. Las lluvias comienzan en noviembre y continúan hasta muy avanzado abril. Aquel particular febrero resultó ser "el mes más lluvioso de la más lluviosa estación" que nadie recordara haber pasado en el Perú durante un cuarto de siglo; así es que encontramos los caminos mon­tañosos en las peores condiciones. Fue una infortunada introducción a la exploración en tierra incaica. Los continuos chaparrones vencían frecuentemente los conscientes escrúpulos de los dignatarios locales, que deseaban acompañarnos dentro y fuera de la ciudad. Sin embargo, el prefecto o jefe oficial de la provincia de Apurímac, el honorable don J. J. Núñez, se dio la molestia de venir al Cuzco e instarme a que visitara su provincia, y, particularmente, que explorara las ruinas de Choqquequirau. Me informó que había sido el hogar del último inca, y como su nombre significa "cuna de oro", se habían practicado una serie de intentos en tiempos bastante recientes para explorar las ruinas, con el objeto de descubrir el tesoro que se creía perteneció a los incas y que éstos escondieron allí en vez de dejar que cayera en manos de los conquistadores españoles.

Debido a la gran dificultad para alcanzar el sitio, sólo lo vieron tres veces en un ciento de años unos audaces andinistas. Era creencia general entre los funcionarios y plantadores de azúcar de la región de Abancay que Choqquequirau había sido una gran ciudad, "con más de quince mil habitantes", y que el tesoro encerrado merecía ampliamente el gasto de una expedición adecuada.

El prefecto nos contó que un pequeño grupo de aventureros había logrado en una oportunidad alcanzar las ruinas con suficiente alimento para que les durase dos días. Cavaron dos o tres hoyos en vanos esfuerzos para descubrir el tesoro enterrado. La historia de sus sufrimientos, que nada pierde en la narración, impide a cualquiera seguir el ejemplo por muchos años, aunque volvieron con informes de "palacios, templos, prisiones y baños", todos cubiertos por densas selvas y lujuriante vegetación tropical.

Un magistrado local, soñando en el tesoro escondido, se había empeñado una vez en construir una senda por la cual fuese posible alcanzar a Choqquequirau y mantener un ser­vicio de acarreadores indios que proveyesen a los trabajadores de alimentos mientras se hacía un esfuerzo sistemático para explorar la "cuna de oro". Aunque el funcionario tenía a su disposición los servicios de una compañía de soldados, como también a todos los indios montañeses, sólo logró alcanzar un paso en lo alto de la cordillera que se encuentra a doce mil pies, sobre el río Apurímac. El gran valle en este punto es un cañón de dos millas de profundidad. No pudo franquear los precipicios que protegen a Choqquequirau.

Otros intentaron utilizar la senda que había hecho. El último de ellos fue nuestro amigo el prefecto Núñez, del departamento de Apurímac. Bajo el estímulo de este empeñoso y enérgico funcionario, que más tarde mejoró grandemente las condiciones de la ciudad del Cuzco, se formó una compañía de buscadores de tesoros y se suscribieron varios miles de dólares para la nueva aventura.

La primera dificultad con que se toparon fue la construcción de un puente sobre las temibles corrientes del gran río Apurímac. Sin embargo, gracias al coraje de un buhonero chino, que desafió el peligro de los escarpados Andes durante muchos años y que logró nadar cruzando el río cuando estaba bajo en la "estación seca" con una cuerda atada a la cintura, se construyó finalmente un puente suspendido formado de seis cordones de alambre telegráfico. Practicose una senda que podía ser usada por indios acarreadores, a través de doce millas de la selva de la montaña y sobre corrientes y precipicios. Aquella tarea, que había desafiado durante centurias a todos los aspirantes, estaba por fin realizada.

Los resultados, sin embargo, no fueron satisfactorios, por lo menos en lo que se refiere a procurar cualquier tesoro de valor. Los únicos artículos de metal que fueron descubiertos consistieron en varios antiguos alfileres de chales y una pequeña barra, todo ello de bronce. Esta última tenía un tinte amarillento que dio origen a la historia de que era de oro puro. Por desgracia, sólo estaba hecha de bronce, aleación de cobre que endurece el estaño. Por eso el prefecto mostraba particular empeño para que yo visitara las ruinas y pudiera informar sobre su importancia al Presidente del Perú.

Insistía en que como yo era un "doctor" y delegado del gobierno al Congreso Científico, debía saber todo lo relativo a la arqueología, e informarle del valor de Choqquequirau como sitio en que pudiera estar el tesoro escondido y si Vilcapampa la vieja había sido, como se creía, la capital de los últimos cuatro incas. Mi protesta contra su error en la estimación de mis conocimientos arqueológicos fue considerada por él sólo como una muestra de modestia y no como una verídica aclaración de hechos.

Mis estudios anteriores de la historia sudamericana se habían limitado en gran parte a la época de la colonia española, las guerras de la independencia y los progresos hechos por las diferentes repúblicas. La arqueología quedaba fuera de mi campo, y sabía muy poco de los incas, excepto la fascinante historia contada por Prescott en su famosa "Conquista del Perú". Mis esfuerzos para evadir la visita a las ruinas de Choqquequirau se fundaban en parte en el clima muy inclemente y en parte en la extrema dificultad de llegar hasta el lugar.

El secretario Root nos había insistido en la importancia de fomentar la política internacional de buena voluntad, empeñándose por satisfacer en toda forma a los funcionarios de los países que visitáramos. En esa inteligencia, acepté la proposición del prefecto, sin saber que estaba destinada a conducirme al terreno más extraordinario. Era mi primera introducción en la América prehistórica.

Si no hubiera sido por el prefecto Núñez y su muy práctico interés en Choqquequirau, jamás me habría sentido, probablemente, tentado a buscar las ruinas incaicas y a dar así con las dos ciudades que se encontraron sustraídas al conocimiento geográfico durante varios siglos.

Dejamos el Cuzco en la mañana del 1° de febrero. Era un día feo; la lluvia caía a torrentes. El día anterior habíamos recibido visitas de varios dignatarios locales, todos los cuales nos aseguraron que estarían presentes en la mañana para escoltarnos fuera de la ciudad; pero el chaparrón' continuo venció su noción de la apropiada cortesía. Inclusive el gentil edecán del prefecto, que fue infatigable en sus atenciones, se mostró muy contento al aceptar nuestra su­gerencia de que nos sentíamos suficientemente honrados con que nos acompañara tres cuadras más allá del hotel.

El prefecto fue muy solícito en lo que toca a nuestro bienestar, y aunque le aseguramos que preferíamos viajar sin una escolta de soldados, insistió en que debía acompañarnos un sargento y por lo menos un soldado mientras estuviéramos dentro de los límites de su departamento. Nunca descubrí el motivo de su insistencia. No había peligro, y el robo en las carreteras se desconocía en el Perú. Tenía posiblemente temor de que los delegados pudiesen sentir hambre en otra forma, en las aldeas, en donde quichuas inhóspitos y desnutridos contestaran que no tenían alimento disponible, o de que fuese poco digno para nosotros viajar sin escolta. Sean cuales fueren sus motivos, el hecho es que su intención era buena, y no se trataba de un abuso, ya que los soldados nos acompañaban por orden y a costa del gobierno.

Partimos en dirección noroeste, dejando a nuestra derecha la maravillosa fortaleza ciclópea de Sacsahuaman. Gran sorpresa fue para nosotros descubrir que algunos de sus bloques poligonales pesaban, según se decía, ¡más de doscientas toneladas! Después de subir fuera del valle del Cuzco, descendimos gradualmente a la gran planicie de Anta, famosa como escenario de numerosas batallas en las guerras de los incas. La cruzamos por el antiguo camino incaico, senda pedregosa de cinco a seis pies de ancho, con zanjas y pantanos a ambos lados. Habían permitido que la ruina cayera sobre ella, y en buena parte había desaparecido. Tuvimos que hacer largos rodeos para evadir los pantanos y fosos que cubren el camino en la estación húmeda. Faldeando colinas y cerros al norte de la llanura de Anta, pasamos varias grandes terrazas de un tercio de milla de largo y catorce o quince pies de alto. Entrada la tarde llegamos a Zurita, pequeña ciudad india, en la cual nos dirigimos a la casa de un hospitalario gobernador.

Dejamos Zurita a la mañana siguiente, acompañados del gobernador y sus amigos, y quedaron el guía y sus mulas de transporte con la recomendación de que nos siguieran a cargo de nuestra escolta militar. Continuamos a buen paso y a mediodía nos encontramos en Challabamba, en la división que separa las aguas del río Urubamba de las del Apurímac. En agudo contraste con la despejada llanura de Anta, pastosa y sin árboles, de que recién ascendíamos, vimos ante nosotros valles profundamente verdes y arbolados.

La ruta, escalera rocosa no diferente al lecho de un torrente de la montaña, nos condujo rápidamente a una cálida región tropical, cuyo denso follaje y enredados zarcillos nos parecieron muy gratos después de la planicie gélida y montañosa. Abundaban hermosos retamos en flor el aire estaba saturado con la fragancia del heliotropo; abigarradas lantanas se extendían locamente a través de un macizo de agaves, y colgaban enredaderas de los árboles. Habíamos entrado en un nuevo mundo.

Un descenso escarpado nos condujo a la ciudad de Limatambo, en donde se ven interesantes terrazas y otras muestras de la fortaleza incaica que fue usada en la época de Pizarro. El valle del río Limatambo se hace aquí extraordinariamente estrecho, y las fortificaciones están bien emplazadas para desafiar al enemigo que viniese contra el Cuzco desde el oeste y el norte. Un encuentro excepcionalmente sangriento se realizó allí entre los conquistadores españoles y las fuerzas incaicas.

La lluvia siguió cayendo casi todo el día, y el río Limatambo creció considerablemente. Casi inabordable el vado, nos vimos obligados a usar un puente frágil e improvisado, sobre el cual nuestras mulas se arrastraban muy cautamente, oliendo dudosas mientras el puente se doblaba bajo su peso. Poco después cruzamos el río Blanco y dejamos la vieja senda que atraviesa por la aldea india de Mollepata, descrita por Squier como "una colección de chozas en ruina en una elevada saliente de la montaña, con una derruida iglesia, un gobernador borracho que era al mismo tiempo regente de un cobertizo llamado casa de postas, y un sacerdote tan disoluto como el gobernador..., sitio no aventajado en mala reputación por ningún otro del Perú". Por fortuna para nosotros, desde la visita de Squier, un peruano emprendedor había hecho plantaciones de azúcar aprovechando el lujuriante crecimiento de las laderas de la montaña, en La Estrella. Aquí se nos tributó un recibimiento sumamente cordial, aunque el señor Montes, propietario cuya fama de hospitalario había alcanzado hasta el Cuzco, no estaba en casa. Nuestra escolta militar no llegó sino algo así como tres horas después, contando una triste historia de animales maltratados en difíciles escapadas.

A la mañana siguiente descendimos de los cañaverales de La Estrella por una senda zigzagueante, escarpada en extremo. Parecía en algunos sitios que nuestras mulas, pe­sadamente cargadas, iban á perder el equilibrio y a rodar hacia abajo los mil quinientos pies que nos separaban del rugiente río Apurímac. Finalmente, sin embargo, llegamos a Tablachaca, excelente puente de madera que se podía cruzar sin desmontarse de la mula, cosa que muy rara vez sucedió en nuestro viaje.

En las épocas antiguas, un maravilloso y elevadísimo puente suspendido, hecho por los indios a la manera primitiva peruana, constituía el único medio de cruzar este río. Tenemos vívidas descripciones, y no dos iguales, en libros de viajes tan famosos como "Perú", de Squier; "Cuzco y Lima", de Markham, y "Exploración del Valle del Amazonas", del teniente Gibbon. Aunque difieren en la altura por la cual cruza el agua y la extensión del puente, todos se muestran grandemente impresionados por el notable cañón que se salva. Gibbon dice: "El puente está a... ciento cincuenta pies sobre el nivel de las aguas de un verde profundo". Sir Clement Markham, que cruzó el puente dos años después, escribe: "El puente cruza el vacío en una graciosa curva a una altura de trescientos pies sobre el río". Como cruzó a mediados de marzo, precisamente al término de la estación lluviosa en que se supone que las aguas eran crecidas, mientras el teniente Gibbon lo hizo en agosto, en mitad de la estación seca, cuando el río está muy bajo, el contraste de esos cálculos sobre la altura del puente resulta más sorprendente. Por desgracia, desapareció, y ya los viajeros no pueden disputar sobre esas dimensiones. El cuadro que de él hace 'Squier fue una de las razones que me decidieron a emprender este viaje en una época en que estaba tentado de ir por el Amazonas, río abajo desde La Paz por el Beni. Por eso me sentí desilusionado, aunque no por largo tiempo.

El escenario es ahora magnifico; las grandes montañas verdes se apiñan unas sobre otras. Sus precipitadas laderas están surcadas por muchas hermosas caídas de agua, y grandes papagayos verdes sobre nuestras cabezas y amarillentos iris a nuestros pies prestan colorido adicional al paisaje. Para completar nuestro deleite, el sol brilló durante todo el día. Un viaje relativamente fácil por los escarpados aunque muy trajinados caminos montañeses nos con­dujo a la ciudad de Curahuasi, en donde conocimos al teniente Cáceres, edecán del prefecto Núñez, a quien se había ordenado que actuara como nuestra escolta y que probó ser el más genial joven peruano y de excepcional buen humor. El teniente Cáceres era además miembro de una antigua y distinguida familia.

Inmediatamente después de llegar a Curahuasi nos condujeron a la oficina del telégrafo local, en donde Cáceres envió un importante mensaje con el anuncio de la aproximación de "¡distinguidos visitantes!". Para compensarnos por la espera mientras escribía, se abrieron botellas de cerveza y se ofrecieron solemnes brindis. Pretendíamos pasar la noche en la ciudad, pero encontramos que el gobernador, que deseaba tenernos como huéspedes, vivía a un par de millas sobre el valle de Trancapata, en el camino a Abancay, capital de la provincia de Apurímac.

Aunque de instalación primitiva, la casa se encontraba deliciosamente situada en el borde de una profunda quebrada. El comedor era una vieja terraza sobre la garganta, y allí disfrutamos la vista del paisaje y la generosa hospitalidad bastante más que si la villa hubiese tenido todas las comodidades modernas. En verdad, ninguno de nosotros había recibido jamás tan cordial acogida de una persona que nos era totalmente extraña. Supimos, sin embargo, antes de abandonar el departamento, que tal cordialidad era característica de casi todas las aldeas y ciudades que gozaban del señorial gobierno del prefecto de Apurímac.

A la mañana siguiente nos las arreglamos finalmente para despedirnos de nuestro cordial huésped, pero no lo conseguimos sino después que nos hubo acompañado una larga distancia por el profundo valle. El tiempo había estado indescriptiblemente malo, y nos envolvían pesadas nieblas. Ahora, trepando la pendiente bajo un brillante sol, un magnífico panorama se extiende a nuestros pies, y los nevados picos del monte Salcantay y del monte Soray brillan a la distancia.

Pronto abandonamos la región de lujuriante vegetación, lantanas, cactos y plantas tropicales, y afrontamos de nuevo una helada llovizna cuando íbamos por los trece mil pies. Al descender, saliendo de la lluvia, tuvimos un trayecto delicioso por un camino bordeado de salvia azul. Estábamos en la frontera del trópico y de la zona templada. Teníamos a la vista, a un mismo tiempo, los climas de los polos y del Ecuador. Podíamos abarcar grandes glacia­res y campos de nieve, así como hermosas extensiones verde gay de las plantaciones de azúcar que han hecho famosa a Abancay en todo el Perú. El que está familiarizado con los grandes cañaverales de Hawái y las enormes plantaciones de Cuba y Puerto Rico, se siente sorprendido con la fama de este distrito más bien pequeño. Pero después de pasar semanas en las gélidas punas de los Andes centrales y sufrir el hielo del clima montañoso, se aprecia fácilmente por qué un valle cálido y rico a ocho mil pies sobre el mar, donde el azúcar puede prosperar tan rápidamente, sea asunto adecuado a tales expansiones.

Un largo descenso por un camino muy malo nos llevó a un delicioso lugar campestre. A una milla del propio Abancay nos salieron al encuentro el subprefecto y una docena de plantadores de azúcar y de caballeros, que se habían dado la molestia de ensillar sus cabalgaduras y venir a ofrecernos un apropiado recibimiento. Después de un intercambio de saludos, entramos alegremente en la ciudad y fuimos llevados de inmediato a la prefectura. En ella el expansivo prefecto nos ofreció una cordial recepción, disculpándose por el hecho de que no podía proporcionarnos un alojamiento adecuado en la prefectura, ya que su familia era bastante numerosa. En vista de eso ponía el club de la localidad enteramente a nuestra disposición. Nos sentimos más que encantados al aceptarlo, porque las dos agradables habitaciones del establecimiento dominaban la pequeña plaza y proporcionaban una her­mosa vista de la vieja iglesia y de los escarpados cerros que quedaban atrás.

Aquella noche el prefecto Núñez nos ofreció un complicado banquete, al que fueron invitadas quince de las notabilidades locales. Después de la comida nos mostraron los objetos de interés que hablan descubierto en Choqquequirau, entre los cuales había varios alfileres de chales y unos cuantos artículos metálicos indescriptibles. El más interesante era un pesado champa de bronce, de quince pulgadas de largo y de más de dos pulgadas de diámetro, de sección cuadrada con las esquinas redondeadas, muy parecido a los mazos de madera con los cuales los hawaianos golpean tapa.

Temprano a la tarde del siguiente día, en medio de una masa heterogénea de provisiones en conserva, sillas de montar, alfombras y ropa, empaquetamos lo que nos pareció necesario para nuestra pequeña excursión y recibimos a distinguidos huéspedes. Casi todos los que vinieron a vernos nos anunciaron que nos acompañarían a la mañana siguiente, e imaginamos una hégira general desde Abancay.

Al anochecer fuimos festejados en la forma más hospitalaria en una de las propiedades azucareras. Asistió a esta comida un bullicioso conjunto de gente que venía de cerca y de lejos. Los plantadores de Abancay son unos distinguidos caballeros, hospitalarios, corteses e inteligentes, bondadosos con sus trabajadores, interesados tanto en los asuntos de los demás como por las noticias del mundo exterior. Muchos de ellos pasan parte del año en Lima; algunos han viajado por el extranjero.

A la mañana siguiente partimos acompañados de una enorme cabalgata. Nuestra escolta en su mayor parte se conformó con acompañarnos una milla, o poco más o menos, y luego, deseándonos buena suerte, volvieron a Abancay. No los censuramos: debido a las lluvias insólitamente densas, el camino estaba en pavorosas condiciones. Pantanos casi inabordables, crecidos torrentes, aludes de piedras y de árboles, además de los inconvenientes usuales de la senda tropera peruana, amenizaron nuestra ruta.

Durante todo un largo día a través de la lluvia y de la densa neblina, que se interrumpía de tarde en tarde para ofrecernos destellos de valles profundos de maravillosa vista y laderas de cerros cubiertas de raras flores, avanzamos por una senda resbalosa que se iba haciendo por horas más traicionera y difícil. Con el propósito de alcanzar el pequeño campamento en las márgenes del río Apurímac aquella misma noche, desarrollamos la mayor velocidad que nos era posible, aunque a menudo nos tentaba a retrasarnos la vista de grandes extensiones cubiertas de begonias rosas y de lupinos azules. Cerca de las cinco, comenzamos a oír el ruido de un gran río a siete mil pies bajo nuestra senda, en el cañón.

El Apurímac, que sale por Ucayali al Amazonas, brota de un pequeño lago cerca de Arequipa, a tantos miles de millas de la embocadura del Amazonas, que se puede decir que viene a ser la corriente engendradora de aquel poderoso río. Cuando alcanza esta región se le ve convertido en un furioso torrente de doscientos cincuenta pies de anchura y de algo más de ochenta de profundidad en esta época -del año. Su estruendosa voz puede oírse a tantas millas de distancia, que hace mucho los indios le dieron su nombre quichua de Apurímac, que significa "Gran Gritón".

Nuestro guía, el entusiasta teniente Cáceres, declaró que habíamos llegado bastante lejos. Como comenzaba a llover y el camino de ahí en adelante era "peor que cualquiera que hubiésemos sufrido hasta entonces", dijo que sería mejor acampar por la noche en una choza abandonada de las vecindades. Su opinión fue prontamente acogida por dos del grupo, unos jóvenes de Abancay que experimentaban su primera aventura real; pero los dos yanquis decidimos que era mejor alcanzar el río si era posible. Cáceres consintió finalmente, y ayudados por el atrevido demonio del soldado Castillo comenzamos a descender por las tortuosas vueltas y estrechos desfiladeros que superaban todo lo que hubiéramos visto. Nos hallábamos próximos a la iniciación de lo que significa explorar las salvajes regiones en que los incas pudieron ocultarse de los conquistadores en 1536.

El sol se había puesto hacía tiempo tras los muros del cañón cuando dimos con un gran árbol caído que se atravesaba en tal forma en nuestra ruta como para bloquear completamente todo avance. Una hora de trabajo nos costó vencer aquel obstáculo, para alcanzar apenas a una parte de la ladera en que se había producido recientemente un derrumbe. Aquí hasta los caballos y las mulas temblaban de miedo mientras los conducíamos a través de una masa de tierra suelta y de piedras que amenazaba ceder a cada instante. Para animarnos, se nos contó que dos semanas antes un par de mulas de pies muy firmes, tratando de cruzar el lugar, ha­bían iniciado una reanudación del derrumbe, que arrastró con él a los pobres animales hasta el fondo del cañón.

Una hora después de obscurecer llegamos a una terraza en donde el rugir del río era tan fuerte que apenas podíamos oír los gritos de Cáceres diciendo que habíamos terminado de sufrir y que "todo el resto era terreno llano". Resultó ser una de sus pequeñas bromas. Estábamos todavía a unos mil pies sobre el río. Se había practicado una senda en una de las caras del precipicio, que llevaba desde la terraza hasta la orilla del río, y por la cual jamás nos habríamos atrevido a bajar a la luz del día. Pero estaba obscuro y nos sentíamos ajenos al peligro, por lo que seguirnos prontamente las alegres voces de nuestro guía. La senda descendía el muro del cañón mediante cerradas curvas de veinte pies de largo cada una. En un extremo de cada curva habla un precipicio, y una grieta en el otro, por la que se deslizaba una pequeña catarata que caía unos setecientos pies. A medio camino de la senda mi mula comenzó a temblar, y tuve que desmontarme, para descubrir en la obscuridad que nos habíamos salido del rastro y deslizado por el despeñadero hasta una saliente.

Cómo volver resultaba un problema. No había forma de hacer retroceder al animal trepando la escarpada ladera, y apenas tenía sitio para dar vuelta. Fue una escapada tan estrecha, que cuando me encontré a salvo, de regreso en el rastro, decidí caminar el resto de la ruta y dejar que la mula fuese delante, prefiriendo que cayese en el precipicio solo, si era necesario. A dos tercios del camino en descenso, la senda cruzaba la estrecha grieta cerca y directamente al frente de la catarata. No había puente. Además la caída de agua era sólo de unos tres pies de ancho, pero en la obscuridad no podía ver yo el otro lado del vacío. No me atreví a saltar solo, de modo que volví a montar la mula, contuve el aliento y la espoleé por ambos ijares al mismo tiempo. Fue un salto feliz.

Diez minutos más tarde vimos la acogedora luz del capataz del campamento que venía a guiarnos a través de una espesura de mimosas que crecían en una terraza justamente encima del río. El "Gran Gritón" hacía tanto estruendo, que no oíamos una palabra de lo que nos indicaba nuestro huésped, pero estábamos contentos de haber llegado a salvo.

El campamento consistía en dos chozas de seis pies por siete, construidas de cañas. Aquí pasamos una noche sumamente incómoda, y al día siguiente comenzó nuestra exploración del escondrijo de Manco Inca.

Llegamos a la ribera del río en la noche, y no podíamos ver nada, aunque el aterrador rugido del "Gran Gritón" nos hacía cavilar respecto a lo que se extendía ante nosotros. Se nos había informado que el río tenía más de cien pies de profundidad. Tan pronto hubo luz, salimos a gatas de la pequeña cabaña y nos quedamos completamente pasmados ante la vista de su tumultuosa corriente. De doscientos cincuenta pies de ancho, irrumpiendo a través del cañón con una velocidad pavorosa, lanzando grandes olas igual que el océano en medio de una furiosa tempestad, una increíble masa de agua pasaba frente a nosotros en una vertiginosa corriente. Supimos que el río había crecido más de cincuenta pies debido a las recientes y pesadas lluvias. Cuando fue construido el frágil puestecillo, estaba a ochenta pies sobre la superficie de la corriente, pero ahora apenas se levantaba a unos veinticinco.

El puente era de menos de tres pies de ancho, pero de doscientos setenta y tres de largo. Se balanceaba al viento sobre sus seis colgantes de alambre de telégrafo. Cruzarlo significaba tentar al destino. Tan cerca de la muerte parecía estar la estrecha senda de gatos que nos ofrecía el puente y tan alto lanzaba la corriente su helado rocío, que nuestros cargadores indios se arrastraron cruzando de uno en uno, en cuatro pies, y deseando evidentemente que jamás les hubiera ordenado el prefecto acarrear nuestro equipaje hasta Choqquequirau. Hasta llegar al puente fue traído sobre animales de carga, pero las mulas no podían usar ese nuevo camino.

Como hemos dicho, los incas habían aprendido hace un millar de años a construir buenos puentes suspendidos, usando las fuertes lianas de sus bosques para hacer poderosos cables. En otra forma, jamás hubieran podido extender su imperio como lo hicieron en los Andes, donde el agua altamente helada de los glaciares hacía en extremo difícil cruzar los arroyos que se unían para formar los grandes afluentes del Amazonas. Nadie piensa en aprender a nadar en los Andes centrales. Dar un paso en falso al bordear. alguna de las pequeñas y rápidas corrientes, por lo general significa la muerte. Los indios montañeses se precaven mucho antes de correr tales riesgos. Por eso era comprensible la conducta de nuestros acarreadores, especialmente porque ellos no conocían la firmeza del alambre telegráfico. Debe haberles parecido el súmmum de la locura que alguien usara voluntariamente semejante puente. El río en este punto se encuentra a unos cinco mil pies sobre el nivel del mar. Nuestro guía nos indicó que las ruinas se hallaban a más de una milla sobre nosotros. Teníamos poca práctica en trepar montañas, y ninguna a lomo de mula. Parecía una empresa bastante seria intentar escalar el resbaloso y angosto rastro a lo largo de seis mil pies, hasta una elevación dos veces más alta que la cima del monte Washington. Esto era factible para el alpinista experto, pero nada fácil para nosotros.

Nuestros pacientes y sufridos cargadores quichuas, descendientes de una raza que tiene la costumbre de caminar grandes distancias en estas alturas, llevaban nuestras cargas muy alegremente. Pero al mismo tiempo, aun ellos daban frecuentes muestras de fatiga, que no podían sorprender en tales condiciones. Nuestro edecán, el entusiasta teniente Cáceres, seguía gritando: "¡Valor a todo pulmón, como muestra de su excelente ánimo y tratando de estimular a los demás! Los dos yanquis tuvimos un mal rato y nos vimos obligados a detenernos a descansar más o menos cada cincuenta pies. Cualquiera que haya intentado caminar de prisa en una elevación de ocho mil pies, comprenderá cómo nos sentimos tratando de trepar a diez mil (tres mil trescientos metros más o menos)

A veces el rastro era tan escarpado, que resultaba más fácil continuar en cuatro pies que intentar hacerlo en postura erecta. Cruzamos ocasionalmente arroyos frente a las caídas de agua por resbalosos troncos y traicioneros puentes individuales. Escaleras toscamente construidas nos condujeron sobre ríspidos despeñaderos. Aunque la ladera era demasiado brusca para permitir que creciera mucho bosque, no fue una pequeña parte de la labor al trazar la senda el hacerlo en medio de una densa maleza y de macizos de bambúes.

Mientras ascendíamos, la vista del valle iba adquiriendo cada vez una magnificencia mayor. En ningún otro sitio había contemplado yo tal belleza y magnificencia como las que aquí se desplegaban. El blanco torrente del Apurímac rugía a través del cañón a miles de pies bajo nosotros. Aquellas laderas, que no eran precipicios abruptos o que no mostraban cicatrices de recientes aludes, se veían cubiertas con verde follaje y lujuriosas flores. Desde las cimas vecinas a nosotros, otras pendientes se levantaban a seis mil pies hasta los glaciares y picos cubiertos de nieve. A la distancia, hasta donde alcanzaban los ojos, una masa de cerros, valles, selvas tropicales y picos nevados mantenía la imaginación en una especie de encantamiento. Tal fue nuestra recompensa mientras permanecimos jadeando junto a la senda, al llegar a su punto más elevado.

Después de recobrar el aliento seguimos el rastro hacia el Occidente, faldeando más precipicios y cruzando otros torrentes, hasta que alrededor de las dos de la tarde contor­neamos un promontorio, y en las lomas de una montaña calva, a seis mil pies sobre el río, tuvimos el primer atisbo de las ruinas de Choqquequirau. Entre la cima de más afuera y la cumbre de las montañas cubiertas de nieve, se había aplanado una depresión o hendidura, nivelada para dejar un espacio para la más importante construcción del fuerte inca.

A las tres llegamos a una gloriosa catarata cuyas gélidas aguas, que venían probablemente de los glaciares del Soray, refrescaron nuestras cabezas y apagaron nuestra sed. Habíamos dejado ahora a nuestros compañeros muy atrás y avanzábamos lentamente a través de la espesura, cuando poco antes de las cuatro vimos terrazas a poca distancia. Trepamos a un pequeño sitio plano para gozar de la vista. Aquí fuimos descubiertos por un inmenso cóndor que procedió a investigar a los invasores de sus dominios. En apariencia sin mover un músculo, se meció graciosamente hacia abajo en círculos cada vez más estrechos, hasta que pudimos ver claramente no sólo su cruel pico y grandes garras, sino el blanco de sus ojos. No teníamos escopeta, ni siquiera un garrote para resistir a su ataque. Fue un momento aterrador, porque el ave medía unos doce pies de una punta a otra de las alas. Decidió finalmente no perturbarnos, y sin parecer cambiar la posición de una pluma, se remontó en el espacio. Los ayudantes del prefecto nos contaron después que habían sufrido grandes molestias con los cóndores cuando comenzaron a operar por allí. Los pastores de los altos Andes mantenían una constante batalla con las aves, que no tenían dificultad en arrancarse con una oveja.

Como no llevábamos mochila o carga de ninguna especie, llegamos antes que nuestros acarreadores. El día fue tibio, y en nuestros esfuerzos para hacer la ascensión con la mayor facilidad posible, nos habíamos desprendido de las ropas de abrigo. Cayó la noche, y, como es costumbre, el aire se hizo intensamente helado. Nuestros indios no se daban prisa y no aparecían. Así pasamos una noche incómoda en el más pequeño de los ranchos pajizos que los trabajadores habían construido para su propio uso mientras se encontraban ocupados en despejar las ruinas. Tenía apenas tres pies de altura y alrededor de seis de largo por cuatro de ancho. A pesar de que nos envolvimos en una carpa para procurarnos calor y que apilamos montones de pasto seco a nuestro alrededor, casi no pudimos pegar los ojos debido al frío y a la penetrante humedad.

En los cuatro días que pasamos en la montaña, la humedad fue, por lo .general, de un ciento por ciento, de modo que la mayor parte del tiempo estábamos entre nubes o neblinas, cuando no llovía. No fue una agradable introducción al reconocimiento arqueológico, especialmente para mí, que no tenía experiencia ni conocía mis deberes.

Por fortuna tenía conmigo el libro extremadamente útil "Sugerencias a los. Viajeros", publicado por la Royal Geographical Society. En uno de sus capítulos descubrí qué se, debía hacer cuando uno se encuentra frente a un sitio prehistórico: tomar cuidadosas mediciones, muchas fotografías y describir tan acuciosamente como sea posible los hallazgos. Debido a la lluvia, nuestras fotografías no resultaron buenas, pero tomamos mediciones de todos los edificios e hicimos un tosco plano.

Descubrimos que las ruinas estaban apiladas en distintos grupos, tanto en terraplenes como en salientes naturales, y se podían alcanzar mediante escaleras o sendas de zigzag. Parece que los edificios se ubicaron muy cerca unos de otros con el objeto tal vez de economizar cualquier espacio disponible. Es probable que toda yarda cuadrada que sirviera a la agricultura fuese cultivada.

Magníficos precipicios guardaban las ruinas a cada lado y hacían que Choqquequirau fuese virtualmente inaccesible al enemigo. Cada avenida ascendente, excepto aquellas que los ingenieros decidieron dejar abiertas, estaba cerrada, y cada sitio estratégico, prolijamente fortificado. En cualquier parte en que el audaz montañés tuviese posibilidad de poner un pie, los incas habían construido muros de piedra tan lisos que el aventurero asaltante no habría podido encontrar sostén. Los terraplenes servían así el doble fin de la defensa militar y de evitar que el suelo se deslizara desde los jardines hacia la abrupta ladera.

Las ruinas consistían en tres grupos diferentes de edificios. Todos estaban más o menos escondidos por los árboles Y sarmientos que crecieran durante los siglos de soledad. Afortunadamente, los grupos de buscadores de tesoros habían hecho una excelente labor al despejar las más importantes edificaciones de la enredada masa de vegetación que las cubría. También se usó dinamita en distintos sitios en que había posibilidad de dar con el tesoro sepultado. Pero los trabajadores no encontraron oro y sólo unos cuantos objetos de interés, que incluían, además de aquellos que vimos en Abancay, unos cuantos cacharros de arcilla y dos o tres morteros o piedras de moler según un modelo todavía en uso en esta parte de los Andes y tan hacia el norte como Panamá.

En lo alto del precipicio sur y exterior, a cinco mil ochocientos pies del río, se levantan un parapeto y los muros de dos edificios sin ventanas. La vista desde aquí, tanto encima como bajo el valle, sobrepasa las posibilidades del idioma para una adecuada descripción. En lo profundo del gigantesco cañón se divisa apenas el Apurímac, blanco arroyo encerrado entre dos guardianes montuosos, tan disminuido por la distancia, que no parece llevar agua. Aquí y allá se ven maravillosas cataratas, una de las cuales tiene una clara caída de más de mil pies. El panorama resulta maravilloso en todas direcciones por su variedad, contraste, belleza y grandiosidad.

Al norte de este grupo exterior de edificios hay un cerro artificialmente truncado. Es probable que en su achatada cima, que ofrece una magnífica vista sobre el valle, se hicieran fogatas para comunicar a las alturas que dominan el Cuzco señales de inteligencia sobre la aproximación de un enemigo desde las tierras salvajes del Amazonas.

Advertimos en esta cima que se habían dispuesto pequeñas piedras en el suelo en líneas rectas que cruzaban y recruzaban en ángulos rectos, como para hacer un dibujo. Sin embargo, como estaba muy cubierto de pasto, no tuvimos la oportunidad de dibujarlas en el tiempo de que disponíamos. Puede haber sido el suelo de una choza usada por centinelas hace cuatrocientos años.

Al norte de la atalaya, y por el descenso que queda entre ella y la cresta principal, se encuentra el grupo más importante de las ruinas. En general, todas las paredes parecen haber sido construidas enteramente de piedra y arcilla. La construcción, comparada con la de los palacios incaicos del Cuzco, es extraordinariamente tosca y áspera, y ninguno de sus nichos o puertas es exactamente igual. De cuando en cuando los dinteles de éstas estaban hechos de madera, sin que los constructores se hubiesen dado el trabajo de procurarse piedras suficientemente anchas para tal propósito. Uno de dichos dinteles aun estaba en pie, y la madera era de una contextura extraordinariamente recia. Es probable que las ruinas presenten hoy día un aspecto mucho más sorprendente que el que tenían cuando estaban cubiertas con techos de paja.

En uno de los nichos encontré la pequeña piedra gira­toria de un huso de rueda, igual en tamaño y forma a las piezas que ahora se hacen de madera y que se usan en todos los Andes. Este simple aparato para hilar consiste en un palo tan ancho de contorno como el dedo meñique y de diez a doce pulgadas de largo. Su extremo inferior está provisto de una pieza giratoria de madera para darle el debido impulso cuando se pone en movimiento con la mano, haciéndolo girar con el dedo del corazón y el pulgar, que cogen el extremo superior del huso. Se le emplea corrientemente por las mujeres aborígenes desde Colombia hasta Chile. Rara vez se divisa a una cuidando del ganado o de camino por la carretera sin que se la vea manejando este anticuado huso. En las tumbas de Pachacámac, cerca de Lima, se han encontrado husos provistos de piedras giratorias semejantes a aquélla y que tienen más de quinientos años.

El tercer grupo de edificios está más arriba en el estribo, a unos cien o más pies sobre el segundo grupo. Cerca de la senda que conduce del terraplén inferior al superior se encuentran los restos de una pequeña acequia, seca ahora, revestida con piedras chatas. Los incas jamás dejaron de abastecerse de agua para todos sus campos y ciudades.

La esquina sureste del tercer grupo se halla caracterizada por una enorme roca saliente de veinte pies de alto y doce o quince de diámetro. A su lado, de cara a la ladera oriental, se encuentra una escalera gigantesca. Consiste en catorce grandes escalones toscamente hechos y de diferentes dimensiones. Es posible ascender dicha escalera por medio de pequeñas gradas de piedra erigidas en uno u otro lado. Unos muros en ambos extremos, de dos pies de anchura, sirven de balaustrada. Una peculiaridad de tal construcción es la ubicación de una enorme piedra chata en el centro del filo de cada escalón. La vista hacia el este que se domina de esta escalera es particularmente hermosa. Es posible que el sol naciente, divinidad principal de los indios, fuera adorado aquí; tal vez se trajeron también las momias en los días de fiesta para secarlas a sus rayos.

Más allá de la escalera se encuentran terrazas, avenidas, muros y casas de piso y medio llenas de nichos y de ventanas. Dos de estas mansiones no tienen ventanas, y una contiene tres celdas. Nuestra escolta militar nos informó que se usaban para detención de los prisioneros. Parecían más bien bodegas. En el lado norte de la plaza hay una pequeña y curiosa construcción fabricada con el mayor cuidado y que contiene muchos nichos y escondrijos. Fue posiblemente el sitio en que los criminales destinados a ser arrojados por el precipicio, de acuerdo con la ley incaica, esperaban su destino.

Sobre la construcción la ladera asciende ásperamente, y en la cresta de la montaña corre un pequeño conducto que seguimos hasta que se internó en la impenetrable selva tropical al pie de una colina muy ríspida. El agua de esta diminuta acequia, ahora seca, venía directamente hacia la saliente y era conducida sobre una terraza hasta dos estanques bien pavimentados en el lado norte de la plaza. Luego atravesaba ésta hasta un pequeño pozo del lado sur. Un desagüe se había practicado al término de la cuenca, en forma de que el agua pudiese correr por el suelo del estanque y luego continuar su camino hacia abajo para llegar a los edificios.
Como la pendiente oriental de la saliente de Choqquequirau es un abrupto precipicio, pocos intentos de fortificación se practicaron en este lado. La corriente oriental, sin embargo, no se muestra tan abrupta. En este lado había enormes terraplenes de cientos de pies, con grandes muros perpendiculares de doce pies de altura. Dos angostas escaleras pavimentadas comunicaban un terraplén con otro.

En la selva, inmediatamente debajo del último terraplén y de enormes peñascos, se habían excavado pequeñas cuevas en que se colocaban las momias. Descubrí que los huesos estaban apilados en un montoncito, como si se los hubiese limpiado antes de darles sepultura. No se echó tierra sobre ellos; pero en lo alto de la pequeña pila encontré, en una sepultura, un jarro de tierra cocida de más o menos llenos una pulgada de diámetro. No había nada dentro, aunque conservó su posición vertical durante todos los arios de su internación. La entrada natural a la tumba había sido obstruida con piedras de cantos afilados, desde el interior, en tal forma que se hacía difícil el acceso a la cueva desde fuera. Encontré, sin embargo, que excavando un poco en uno de los lados del enorme peñasco, podía fácilmente quitar las piedras que se habían colocado allí, por el sepulturero tal vez, después que los huesos fueron depositados en la tumba. Las sepulturas cavadas en los desiertos arenosos de la costa del Perú contienen por lo general momias en buenas condiciones; pero aquí, en las montañas empapadas de lluvia de los Andes orientales, rara vez se encuentran intactas.

Los trabajadores habían excavado bajo una docena o más de piedras salientes, y en cada caso encontraron huesos, y, de cuando en cuando, tiestos de cerámica. No descubrieron nada de valor que indicara que el muerto había sido de alta categoría. Si alguno de los oficiales de la guarnición o nobles incas fueron enterrados en esta vecindad, sus tumbas no han sido descubiertas aún, o bien las saquearon hace años. Pero de esto no hay prueba alguna.

Todas las rocas notablemente grandes bajo las terrazas descubrimos que señalaban otras tantas tumbas. Las calaveras no estaban solas, sino siempre cerca de los restos del esqueleto. Los huesos más grandes se hallaban en buenas condiciones, pero los pequeños estaban completamente desintegrados. Algunos de los primeros podían ser desmigajados con los dedos y se quebraban fácilmente, mientras otros eran blancos y duros. Todos los que encontramos pertenecían a adultos, aunque uno o dos de ellos parecían ser de personas no mayores de veinte años. Hasta donde nos fue permitido observar, no se colocaba tierra adicional sobre el esqueleto. Los indios porteadores y los trabajadores quichuas observaban con interés nuestras operaciones, pero se sintieron positivamente asustados cuando comenzamos a medir y examinar cuidadosamente los huesos. Habían tenido dudas sobre el objeto de nuestra expedición hasta este momento, pero ahora las vacilaciones se desvanecían, y decidieron que habíamos venido a ponernos en comunicación con los espíritus de los incas difuntos.

En uno de los edificios encontramos varias losas de pizarra, en las cuales los visitantes habían inscrito sus nombres. De acuerdo con esas inscripciones, Choqquequirau fue visitada en 1834 por un explorador francés, M. Eugéne de Sartiges, y por dos peruanos, José María Tejada y Marcelino León, y en 1861, por José Benigno Samanez (vicepresidente de Castilla), Juan Manuel Rivas Plata y Mariano Cisneros. En 1865, tres Almanzas, Pío Mogrovejo y una partida de trabajadores hicieron todo lo que pudieron para encontrar el tesoro sepultado; pero su labor fue vana.
Choqquequirau.

Después, de mi regreso a New Haven supe que M. de Sartiges, escribiendo bajo el seudónimo de E. de Lavandais, publicó un relato de su visita en la "Revue des Deux Mon­des", en junio de 1850. Su ruta, la única posible en aquel tiempo, fue extremadamente tortuosa. Desde Mollepata, aldea cercana a la plantación azucarera de La Estrella, se dirigió hacia el Norte a través del alto paso entre los mont­es Salcantay y Soray al río Urubamba, hasta la aldea llamada Yuatquinia (Huadquiña). Aquí, sin saberlo, se encontraba a unas cuantas millas de Machu Picchu, del que no se hablaba entonces. Comprometió indios para practicar una senda a Choqquequirau. Después che tres semanas, descubrió que las dificultades para hacerla eran tan grandes, que tardaría, por lo menos, dos meses para terminar la empresa. Por eso él y sus compañeros hicieron su camino a través de la selva y a lo largo de los precipicios lo mejor que pudieron, durante cuatro días. Al quinto llegaron a las ruinas. En sus proyectos de exploración falló el no tomar en cuenta el hecho de que la vegetación tropical había trabajado durante siglos cubriendo los restos de las casas incaicas, y como sólo pudo permanecer en Choqquequirau por dos o tres días, le faltó ver algunas de las ruinas más interesantes. La gigantesca escalera escapó enteramente a su atención. Parece haber pasado la mayor parte de su tiempo buscando el tesoro. Había proyectado quedarse ocho días; pero las dificultades para alcanzar el sitio eran tan grandes y las provisiones tan escasas, que tuvo que apresurar el retorno, sin ver más allá que los edificios de la plaza baja, las terrazas inferiores y una o dos sepulturas. Opinaba que allí moraron, en una oportunidad, quince mil personas, lo que hace preguntarse de qué vivieron. Sin embargo, cada pie de tierra disponible para arar fue conservado por medio de amplias terrazas, en las cuales podían crecer el maíz y las papas.

La descripción de M. de Sartiges nos hace comprender cuánto debemos a la labor de las compañías buscadoras de tesoros, que han descubierto edificios cuya presencia en otra forma jamás se habría sospechado.

Al parecer, Choqquequirau era una fortaleza fronteriza que defendía el valle superior del Apurímac, una de las avenidas naturales hacia el Cuzco, desde el país ocupado por los chancas y los antis amazónicos.

Había, sin duda, varias otras fortalezas menos importantes en las afueras, en partes más bajas del río, situadas en tal forma que parecían destinadas a impedir las incursiones de pequeños grupos de indios salvajes y para informar sobre cualquier expedición grande que pudiese pretender dirigirse al Cuzco.

El prefecto de Apurímac se sintió muy desilusionado cuando le dije que yo era incapaz de indicarle los sitios posibles de cualquier tesoro enterrado. La satisfacción principal que obtuvo la nobleza local, que invirtió varios miles de dólares en la infructuosa empresa, fue proclamar que ellos habían puesto en descubierto la capital del último de los Incas. Esto les otorgó considerable prestigio.

Los escritores peruanos, como Paz Soldán y el gran geógrafo Raimondi, estaban seguros de que Choqquequirau era, en realidad, la Vilcapampa de Manco Inca. Basaban su creencia en el hecho de que el padre Calancha decía que Puquiura estaba "a un viaje de dos largos días desde Vilcabamba". Raimondi llama la atención a que Choqquequirau está en verdad a dos o tres días de viaje de la actual aldea de Puquiura, y por eso puede haber sido la última capital inca.

Esta creencia no es compartida por don Carlos. A. Romero, uno de los principales historiadores del Perú, quien me aseguró que los cronistas, españoles ofrecían pruebas bastantes de que la capital del último Inca no estaba en Choqquequirau, sino probablemente mucho más allá de las cadenas de montañas de la región en que yo había visto picos cubiertos de nieve.

En realidad, esos picos nevados, parte desconocida e. inexplorada del Perú, me fascinaban grandemente. Me tentaban para ir y ver lo que existía más allá. Recordaba las siempre famosas palabras de Rudyard Kipling: _"¡Algo escondido! ¡Ve y encuéntralo! ¡Anda y busca tras las montañas: hay algo perdido, perdido y aguardando que tú vayas! ¡Ve!

Del Libro Machu Picchu, la ciudad perdida de los incas.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

 

©2009 Asociación Movimiento de Unidad Sucrense - "MUS" | Template Blue by TNB