Por Hiram Bingham.
La gente me pregunta a
menudo:
— ¿Cómo consiguió
usted descubrir Machu Picchu?
Respondo que buscaba
la última capital inca, cuyas ruinas se creía que estuviesen en la cordillera
de Vilcabamba. Mi búsqueda comenzó de la siguiente manera:
Hace unos cuarenta
años, en el deseo de perfeccionarme para enseñar historia sudamericana y
escribir sobre el gran general Simón Bolívar, seguí su ruta a través de los
Andes desde Venezuela hasta Colombia. Elihu Root, entonces secretario de
Estado, se interesó en mi viaje y me interrogó prolijamente respecto a lo que
había visto. Pareció gustarle mi relación, y al año siguiente muy generosamente
me dio la oportunidad de ver mucho más de Sudamérica al designarme como
delegado al Primer Congreso Científico Panamericano, que se efectuó en Santiago
de Chile, en diciembre de 1908.
Mis experiencias en
Venezuela y Colombia me enseñaron la gran ventaja que significaba para un
explorador tener el respaldo del gobierno; por eso decidí sacar partido de mi
posición como delegado oficial de los Estados Unidos para penetrar en los Andes
centrales y seguir el viejo camino comercial español de Buenos Aires a Lima.
Acompañado de mi amigo Clarence L. Hay, y partiendo del Cuzco, me propuse
cruzar la tierra incaica a lomo de mula.
Era en el mes de
febrero. Desgraciadamente, no sabíamos nada del tiempo corriente en los Andes
centrales durante los llamados meses de verano. El clima de la Argentina había
sido cálido; el de Chile, agradable, y esperábamos que el Perú nos tratase
igualmente bien. Por lo demás, febrero es el peor mes para explorar las
altiplanicies donde florecieron los incas. Las lluvias comienzan en noviembre y
continúan hasta muy avanzado abril. Aquel particular febrero resultó ser
"el mes más lluvioso de la más lluviosa estación" que nadie recordara
haber pasado en el Perú durante un cuarto de siglo; así es que encontramos los
caminos montañosos en las peores condiciones. Fue una infortunada introducción
a la exploración en tierra incaica. Los continuos chaparrones vencían
frecuentemente los conscientes escrúpulos de los dignatarios locales, que
deseaban acompañarnos dentro y fuera de la ciudad. Sin embargo, el prefecto o
jefe oficial de la provincia de Apurímac, el honorable don J. J. Núñez, se dio
la molestia de venir al Cuzco e instarme a que visitara su provincia, y,
particularmente, que explorara las ruinas de Choqquequirau. Me informó
que había sido el hogar del último inca, y como su nombre significa "cuna de oro", se habían
practicado una serie de intentos en tiempos bastante recientes para explorar
las ruinas, con el objeto de descubrir el tesoro que se creía perteneció a los
incas y que éstos escondieron allí en vez de dejar que cayera en manos de los
conquistadores españoles.
Debido a la gran
dificultad para alcanzar el sitio, sólo lo vieron tres veces en un ciento de
años unos audaces andinistas. Era creencia general entre los funcionarios y
plantadores de azúcar de la región de Abancay que Choqquequirau había sido una gran ciudad, "con más de quince
mil habitantes", y que el tesoro encerrado merecía ampliamente el gasto de
una expedición adecuada.
El prefecto nos contó
que un pequeño grupo de aventureros había logrado en una oportunidad alcanzar
las ruinas con suficiente alimento para que les durase dos días. Cavaron dos o
tres hoyos en vanos esfuerzos para descubrir el tesoro enterrado. La historia
de sus sufrimientos, que nada pierde en la narración, impide a cualquiera
seguir el ejemplo por muchos años, aunque volvieron con informes de
"palacios, templos, prisiones y baños", todos cubiertos por densas
selvas y lujuriante vegetación tropical.
Otros intentaron
utilizar la senda que había hecho. El último de ellos fue nuestro amigo el
prefecto Núñez, del departamento de Apurímac. Bajo el estímulo de este empeñoso
y enérgico funcionario, que más tarde mejoró grandemente las condiciones de la
ciudad del Cuzco, se formó una compañía de buscadores de tesoros y se
suscribieron varios miles de dólares para la nueva aventura.
La primera dificultad
con que se toparon fue la construcción de un puente sobre las temibles
corrientes del gran río Apurímac. Sin embargo, gracias al coraje de un buhonero
chino, que desafió el peligro de los escarpados Andes durante muchos años y que
logró nadar cruzando el río cuando estaba bajo en la "estación seca"
con una cuerda atada a la cintura, se construyó finalmente un puente suspendido
formado de seis cordones de alambre telegráfico. Practicose una senda que podía
ser usada por indios acarreadores, a través de doce millas de la selva de la
montaña y sobre corrientes y precipicios. Aquella tarea, que había desafiado
durante centurias a todos los aspirantes, estaba por fin realizada.
Los resultados, sin
embargo, no fueron satisfactorios, por lo menos en lo que se refiere a procurar
cualquier tesoro de valor. Los únicos artículos de metal que fueron
descubiertos consistieron en varios antiguos alfileres de chales y una pequeña
barra, todo ello de bronce. Esta última tenía un tinte amarillento que dio
origen a la historia de que era de oro puro. Por desgracia, sólo estaba hecha
de bronce, aleación de cobre que endurece el estaño. Por eso el prefecto
mostraba particular empeño para que yo visitara las ruinas y pudiera informar
sobre su importancia al Presidente del Perú.
Insistía en que como
yo era un "doctor" y delegado del gobierno al Congreso Científico,
debía saber todo lo relativo a la arqueología, e informarle del valor de Choqquequirau como sitio en que pudiera
estar el tesoro escondido y si Vilcapampa
la vieja había sido, como se creía, la capital de los últimos cuatro incas. Mi
protesta contra su error en la estimación de mis conocimientos arqueológicos fue
considerada por él sólo como una muestra de modestia y no como una verídica
aclaración de hechos.
Mis estudios anteriores
de la historia sudamericana se habían limitado en gran parte a la época de la
colonia española, las guerras de la independencia y los progresos hechos por
las diferentes repúblicas. La arqueología quedaba fuera de mi campo, y sabía
muy poco de los incas, excepto la fascinante historia contada por Prescott en
su famosa "Conquista del Perú". Mis esfuerzos para evadir la visita a
las ruinas de Choqquequirau se
fundaban en parte en el clima muy inclemente y en parte en la extrema
dificultad de llegar hasta el lugar.
El secretario Root nos
había insistido en la importancia de fomentar la política internacional de
buena voluntad, empeñándose por satisfacer en toda forma a los funcionarios de
los países que visitáramos. En esa inteligencia, acepté la proposición del
prefecto, sin saber que estaba destinada a conducirme al terreno más
extraordinario. Era mi primera introducción en la América prehistórica.
Si no hubiera sido por
el prefecto Núñez y su muy práctico interés en Choqquequirau, jamás me habría sentido, probablemente, tentado a
buscar las ruinas incaicas y a dar así con las dos ciudades que se encontraron
sustraídas al conocimiento geográfico durante varios siglos.
Dejamos el Cuzco en la
mañana del 1° de febrero. Era un día feo; la lluvia caía a torrentes. El día
anterior habíamos recibido visitas de varios dignatarios locales, todos los
cuales nos aseguraron que estarían presentes en la mañana para escoltarnos
fuera de la ciudad; pero el chaparrón' continuo venció su noción de la apropiada
cortesía. Inclusive el gentil edecán del prefecto, que fue infatigable en sus
atenciones, se mostró muy contento al aceptar nuestra sugerencia de que nos
sentíamos suficientemente honrados con que nos acompañara tres cuadras más allá
del hotel.
El prefecto fue muy
solícito en lo que toca a nuestro bienestar, y aunque le aseguramos que
preferíamos viajar sin una escolta de soldados, insistió en que debía
acompañarnos un sargento y por lo menos un soldado mientras estuviéramos dentro
de los límites de su departamento. Nunca descubrí el motivo de su insistencia.
No había peligro, y el robo en las carreteras se desconocía en el Perú. Tenía
posiblemente temor de que los delegados pudiesen sentir hambre en otra forma,
en las aldeas, en donde quichuas inhóspitos y desnutridos contestaran que no
tenían alimento disponible, o de que fuese poco digno para nosotros viajar sin
escolta. Sean cuales fueren sus motivos, el hecho es que su intención era
buena, y no se trataba de un abuso, ya que los soldados nos acompañaban por
orden y a costa del gobierno.
Partimos en dirección
noroeste, dejando a nuestra derecha la maravillosa fortaleza ciclópea de Sacsahuaman. Gran sorpresa fue para
nosotros descubrir que algunos de sus bloques poligonales pesaban, según se
decía, ¡más de doscientas toneladas! Después de subir fuera del valle del
Cuzco, descendimos gradualmente a la gran planicie de Anta, famosa como
escenario de numerosas batallas en las guerras de los incas. La cruzamos por el
antiguo camino incaico, senda pedregosa de cinco a seis pies de ancho, con
zanjas y pantanos a ambos lados. Habían permitido que la ruina cayera sobre
ella, y en buena parte había desaparecido. Tuvimos que hacer largos rodeos para
evadir los pantanos y fosos que cubren el camino en la estación húmeda.
Faldeando colinas y cerros al norte de la llanura de Anta, pasamos varias
grandes terrazas de un tercio de milla de largo y catorce o quince pies de
alto. Entrada la tarde llegamos a Zurita, pequeña ciudad india, en la cual nos
dirigimos a la casa de un hospitalario gobernador.
Dejamos Zurita a la
mañana siguiente, acompañados del gobernador y sus amigos, y quedaron el guía y
sus mulas de transporte con la recomendación de que nos siguieran a cargo de
nuestra escolta militar. Continuamos a buen paso y a mediodía nos encontramos
en Challabamba, en la división que
separa las aguas del río Urubamba de las del Apurímac. En agudo contraste con
la despejada llanura de Anta, pastosa
y sin árboles, de que recién ascendíamos, vimos ante nosotros valles profundamente
verdes y arbolados.
La ruta, escalera
rocosa no diferente al lecho de un torrente de la montaña, nos condujo
rápidamente a una cálida región tropical, cuyo denso follaje y enredados
zarcillos nos parecieron muy gratos después de la planicie gélida y montañosa.
Abundaban hermosos retamos en flor el aire estaba saturado con la fragancia del
heliotropo; abigarradas lantanas se extendían locamente a través de un macizo
de agaves, y colgaban enredaderas de los árboles. Habíamos entrado en un nuevo
mundo.
Un descenso escarpado
nos condujo a la ciudad de Limatambo,
en donde se ven interesantes terrazas y otras muestras de la fortaleza incaica
que fue usada en la época de Pizarro. El valle del río Limatambo se hace aquí
extraordinariamente estrecho, y las fortificaciones están bien emplazadas para
desafiar al enemigo que viniese contra el Cuzco desde el oeste y el norte. Un
encuentro excepcionalmente sangriento se realizó allí entre los conquistadores
españoles y las fuerzas incaicas.
La lluvia siguió cayendo
casi todo el día, y el río Limatambo creció considerablemente. Casi inabordable
el vado, nos vimos obligados a usar un puente frágil e improvisado, sobre el
cual nuestras mulas se arrastraban muy cautamente, oliendo dudosas mientras el
puente se doblaba bajo su peso. Poco después cruzamos el río Blanco y dejamos
la vieja senda que atraviesa por la aldea india de Mollepata, descrita por
Squier como "una colección de chozas en ruina en una elevada saliente de
la montaña, con una derruida iglesia, un gobernador borracho que era al mismo
tiempo regente de un cobertizo llamado casa de postas, y un sacerdote tan
disoluto como el gobernador..., sitio no aventajado en mala reputación por
ningún otro del Perú". Por fortuna para nosotros, desde la visita de
Squier, un peruano emprendedor había hecho plantaciones de azúcar aprovechando
el lujuriante crecimiento de las laderas de la montaña, en La Estrella. Aquí se
nos tributó un recibimiento sumamente cordial, aunque el señor Montes,
propietario cuya fama de hospitalario había alcanzado hasta el Cuzco, no estaba
en casa. Nuestra escolta militar no llegó sino algo así como tres horas
después, contando una triste historia de animales maltratados en difíciles
escapadas.
A la mañana siguiente
descendimos de los cañaverales de La Estrella por una senda zigzagueante,
escarpada en extremo. Parecía en algunos sitios que nuestras mulas, pesadamente
cargadas, iban á perder el equilibrio y a rodar hacia abajo los mil quinientos
pies que nos separaban del rugiente río Apurímac. Finalmente, sin embargo,
llegamos a Tablachaca, excelente
puente de madera que se podía cruzar sin desmontarse de la mula, cosa que muy
rara vez sucedió en nuestro viaje.
En las épocas
antiguas, un maravilloso y elevadísimo puente suspendido, hecho por los indios
a la manera primitiva peruana, constituía el único medio de cruzar este río.
Tenemos vívidas descripciones, y no dos iguales, en libros de viajes tan
famosos como "Perú", de Squier; "Cuzco y Lima", de Markham,
y "Exploración del Valle del Amazonas", del teniente Gibbon. Aunque
difieren en la altura por la cual cruza el agua y la extensión del puente,
todos se muestran grandemente impresionados por el notable cañón que se salva.
Gibbon dice: "El puente está a... ciento cincuenta pies sobre el nivel de
las aguas de un verde profundo". Sir Clement Markham, que cruzó el puente
dos años después, escribe: "El puente cruza el vacío en una graciosa curva
a una altura de trescientos pies sobre el río". Como cruzó a mediados de
marzo, precisamente al término de la estación lluviosa en que se supone que las
aguas eran crecidas, mientras el teniente Gibbon lo hizo en agosto, en mitad de
la estación seca, cuando el río está muy bajo, el contraste de esos cálculos
sobre la altura del puente resulta más sorprendente. Por desgracia,
desapareció, y ya los viajeros no pueden disputar sobre esas dimensiones. El
cuadro que de él hace 'Squier fue una de las razones que me decidieron a
emprender este viaje en una época en que estaba tentado de ir por el Amazonas,
río abajo desde La Paz por el Beni. Por eso me sentí desilusionado, aunque no
por largo tiempo.
El escenario es ahora
magnifico; las grandes montañas verdes se apiñan unas sobre otras. Sus
precipitadas laderas están surcadas por muchas hermosas caídas de agua, y grandes
papagayos verdes sobre nuestras cabezas y amarillentos iris a nuestros pies
prestan colorido adicional al paisaje. Para completar nuestro deleite, el sol
brilló durante todo el día. Un viaje relativamente fácil por los escarpados
aunque muy trajinados caminos montañeses nos condujo a la ciudad de Curahuasi, en donde conocimos al
teniente Cáceres, edecán del prefecto Núñez, a quien se había ordenado que
actuara como nuestra escolta y que probó ser el más genial joven peruano y de
excepcional buen humor. El teniente Cáceres era además miembro de una antigua y
distinguida familia.
Inmediatamente después
de llegar a Curahuasi nos condujeron
a la oficina del telégrafo local, en donde Cáceres envió un importante mensaje
con el anuncio de la aproximación de "¡distinguidos visitantes!".
Para compensarnos por la espera mientras escribía, se abrieron botellas de
cerveza y se ofrecieron solemnes brindis. Pretendíamos pasar la noche en la
ciudad, pero encontramos que el gobernador, que deseaba tenernos como huéspedes,
vivía a un par de millas sobre el valle de Trancapata, en el camino a Abancay,
capital de la provincia de Apurímac.
Aunque de instalación
primitiva, la casa se encontraba deliciosamente situada en el borde de una
profunda quebrada. El comedor era una vieja terraza sobre la garganta, y allí
disfrutamos la vista del paisaje y la generosa hospitalidad bastante más que si
la villa hubiese tenido todas las comodidades modernas. En verdad, ninguno de
nosotros había recibido jamás tan cordial acogida de una persona que nos era
totalmente extraña. Supimos, sin embargo, antes de abandonar el departamento,
que tal cordialidad era característica de casi todas las aldeas y ciudades que
gozaban del señorial gobierno del prefecto de Apurímac.
A la mañana siguiente
nos las arreglamos finalmente para despedirnos de nuestro cordial huésped, pero
no lo conseguimos sino después que nos hubo acompañado una larga distancia por
el profundo valle. El tiempo había estado indescriptiblemente malo, y nos
envolvían pesadas nieblas. Ahora, trepando la pendiente bajo un brillante sol,
un magnífico panorama se extiende a nuestros pies, y los nevados picos del
monte Salcantay y del monte Soray brillan a la distancia.
Pronto abandonamos la
región de lujuriante vegetación, lantanas, cactos y plantas tropicales, y
afrontamos de nuevo una helada llovizna cuando íbamos por los trece mil pies.
Al descender, saliendo de la lluvia, tuvimos un trayecto delicioso por un
camino bordeado de salvia azul. Estábamos en la frontera del trópico y de la zona
templada. Teníamos a la vista, a un mismo tiempo, los climas de los polos y del
Ecuador. Podíamos abarcar grandes glaciares y campos de nieve, así como
hermosas extensiones verde gay de las plantaciones de azúcar que han hecho
famosa a Abancay en todo el Perú. El que está familiarizado con los grandes
cañaverales de Hawái y las enormes plantaciones de Cuba y Puerto Rico, se
siente sorprendido con la fama de este distrito más bien pequeño. Pero después
de pasar semanas en las gélidas punas de los Andes centrales y sufrir el hielo
del clima montañoso, se aprecia fácilmente por qué un valle cálido y rico a
ocho mil pies sobre el mar, donde el azúcar puede prosperar tan rápidamente,
sea asunto adecuado a tales expansiones.
Un largo descenso por
un camino muy malo nos llevó a un delicioso lugar campestre. A una milla del
propio Abancay nos salieron al encuentro el subprefecto y una docena de
plantadores de azúcar y de caballeros, que se habían dado la molestia de
ensillar sus cabalgaduras y venir a ofrecernos un apropiado recibimiento.
Después de un intercambio de saludos, entramos alegremente en la ciudad y
fuimos llevados de inmediato a la prefectura. En ella el expansivo prefecto nos
ofreció una cordial recepción, disculpándose por el hecho de que no podía proporcionarnos
un alojamiento adecuado en la prefectura, ya que su familia era bastante
numerosa. En vista de eso ponía el club de la localidad enteramente a nuestra
disposición. Nos sentimos más que encantados al aceptarlo, porque las dos
agradables habitaciones del establecimiento dominaban la pequeña plaza y
proporcionaban una hermosa vista de la vieja iglesia y de los escarpados
cerros que quedaban atrás.
Aquella noche el
prefecto Núñez nos ofreció un complicado banquete, al que fueron invitadas
quince de las notabilidades locales. Después de la comida nos mostraron los
objetos de interés que hablan descubierto en Choqquequirau, entre los cuales
había varios alfileres de chales y unos cuantos artículos metálicos
indescriptibles. El más interesante era un pesado champa de bronce, de quince
pulgadas de largo y de más de dos pulgadas de diámetro, de sección cuadrada con
las esquinas redondeadas, muy parecido a los mazos de madera con los cuales los
hawaianos golpean tapa.
Temprano a la tarde
del siguiente día, en medio de una masa heterogénea de provisiones en conserva,
sillas de montar, alfombras y ropa, empaquetamos lo que nos pareció necesario
para nuestra pequeña excursión y recibimos a distinguidos huéspedes. Casi todos
los que vinieron a vernos nos anunciaron que nos acompañarían a la mañana siguiente,
e imaginamos una hégira general desde Abancay.
Al anochecer fuimos festejados
en la forma más hospitalaria en una de las propiedades azucareras. Asistió a
esta comida un bullicioso conjunto de gente que venía de cerca y de lejos. Los
plantadores de Abancay son unos distinguidos caballeros, hospitalarios,
corteses e inteligentes, bondadosos con sus trabajadores, interesados tanto en
los asuntos de los demás como por las noticias del mundo exterior. Muchos de
ellos pasan parte del año en Lima; algunos han viajado por el extranjero.
A la mañana siguiente partimos acompañados de una
enorme cabalgata. Nuestra escolta en su mayor parte se conformó con
acompañarnos una milla, o poco más o menos, y luego, deseándonos buena suerte,
volvieron a Abancay. No los censuramos: debido a las lluvias insólitamente
densas, el camino estaba en pavorosas condiciones. Pantanos casi inabordables,
crecidos torrentes, aludes de piedras y de árboles, además de los inconvenientes
usuales de la senda tropera peruana, amenizaron nuestra ruta.
Durante todo un largo
día a través de la lluvia y de la densa neblina, que se interrumpía de tarde en
tarde para ofrecernos destellos de valles profundos de maravillosa vista y
laderas de cerros cubiertas de raras flores, avanzamos por una senda resbalosa
que se iba haciendo por horas más traicionera y difícil. Con el propósito de
alcanzar el pequeño campamento en las márgenes del río Apurímac aquella misma
noche, desarrollamos la mayor velocidad que nos era posible, aunque a menudo
nos tentaba a retrasarnos la vista de grandes extensiones cubiertas de begonias
rosas y de lupinos azules. Cerca de las cinco, comenzamos a oír el ruido de un
gran río a siete mil pies bajo nuestra senda, en el cañón.
El Apurímac, que sale
por Ucayali al Amazonas, brota de un pequeño lago cerca de Arequipa, a tantos
miles de millas de la embocadura del Amazonas, que se puede decir que viene a
ser la corriente engendradora de aquel poderoso río. Cuando alcanza esta región
se le ve convertido en un furioso torrente de doscientos cincuenta pies de
anchura y de algo más de ochenta de profundidad en esta época -del año. Su
estruendosa voz puede oírse a tantas millas de distancia, que hace mucho los
indios le dieron su nombre quichua de Apurímac, que significa "Gran Gritón".
Nuestro guía, el
entusiasta teniente Cáceres, declaró que habíamos llegado bastante lejos. Como
comenzaba a llover y el camino de ahí en adelante era "peor que cualquiera
que hubiésemos sufrido hasta entonces", dijo que sería mejor acampar por
la noche en una choza abandonada de las vecindades. Su opinión fue prontamente
acogida por dos del grupo, unos jóvenes de Abancay que experimentaban su
primera aventura real; pero los dos yanquis decidimos que era mejor alcanzar el
río si era posible. Cáceres consintió finalmente, y ayudados por el atrevido
demonio del soldado Castillo comenzamos a descender por las tortuosas vueltas y
estrechos desfiladeros que superaban todo lo que hubiéramos visto. Nos hallábamos
próximos a la iniciación de lo que significa explorar las salvajes regiones en
que los incas pudieron ocultarse de los conquistadores en 1536.
El sol se había puesto
hacía tiempo tras los muros del cañón cuando dimos con un gran árbol caído que
se atravesaba en tal forma en nuestra ruta como para bloquear completamente
todo avance. Una hora de trabajo nos costó vencer aquel obstáculo, para
alcanzar apenas a una parte de la ladera en que se había producido
recientemente un derrumbe. Aquí hasta los caballos y las mulas temblaban de
miedo mientras los conducíamos a través de una masa de tierra suelta y de
piedras que amenazaba ceder a cada instante. Para animarnos, se nos contó que
dos semanas antes un par de mulas de pies muy firmes, tratando de cruzar el
lugar, habían iniciado una reanudación del derrumbe, que arrastró con él a los
pobres animales hasta el fondo del cañón.
Una hora después de
obscurecer llegamos a una terraza en donde el rugir del río era tan fuerte que
apenas podíamos oír los gritos de Cáceres diciendo que habíamos terminado de
sufrir y que "todo el resto era terreno llano". Resultó ser una de
sus pequeñas bromas. Estábamos todavía a unos mil pies sobre el río. Se había
practicado una senda en una de las caras del precipicio, que llevaba desde la
terraza hasta la orilla del río, y por la cual jamás nos habríamos atrevido a bajar
a la luz del día. Pero estaba obscuro y nos sentíamos ajenos al peligro, por lo
que seguirnos prontamente las alegres voces de nuestro guía. La senda descendía
el muro del cañón mediante cerradas curvas de veinte pies de largo cada una. En
un extremo de cada curva habla un precipicio, y una grieta en el otro, por la
que se deslizaba una pequeña catarata que caía unos setecientos pies. A medio
camino de la senda mi mula comenzó a temblar, y tuve que desmontarme, para
descubrir en la obscuridad que nos habíamos salido del rastro y deslizado por
el despeñadero hasta una saliente.
Cómo volver resultaba
un problema. No había forma de hacer retroceder al animal trepando la escarpada
ladera, y apenas tenía sitio para dar vuelta. Fue una escapada tan estrecha,
que cuando me encontré a salvo, de regreso en el rastro, decidí caminar el
resto de la ruta y dejar que la mula fuese delante, prefiriendo que cayese en
el precipicio solo, si era necesario. A dos tercios del camino en descenso, la
senda cruzaba la estrecha grieta cerca y directamente al frente de la catarata.
No había puente. Además la caída de agua era sólo de unos tres pies de ancho,
pero en la obscuridad no podía ver yo el otro lado del vacío. No me atreví a
saltar solo, de modo que volví a montar la mula, contuve el aliento y la
espoleé por ambos ijares al mismo tiempo. Fue un salto feliz.
Diez minutos más tarde
vimos la acogedora luz del capataz del campamento que venía a guiarnos a través
de una espesura de mimosas que crecían en una terraza justamente encima del
río. El "Gran Gritón" hacía tanto estruendo, que no oíamos una
palabra de lo que nos indicaba nuestro huésped, pero estábamos contentos de
haber llegado a salvo.
El campamento
consistía en dos chozas de seis pies por siete, construidas de cañas. Aquí
pasamos una noche sumamente incómoda, y al día siguiente comenzó nuestra
exploración del escondrijo de Manco Inca.
Llegamos a la ribera
del río en la noche, y no podíamos ver nada, aunque el aterrador rugido del
"Gran Gritón" nos hacía cavilar respecto a lo que se extendía ante
nosotros. Se nos había informado que el río tenía más de cien pies de
profundidad. Tan pronto hubo luz, salimos a gatas de la pequeña cabaña y nos
quedamos completamente pasmados ante la vista de su tumultuosa corriente. De
doscientos cincuenta pies de ancho, irrumpiendo a través del cañón con una
velocidad pavorosa, lanzando grandes olas igual que el océano en medio de una
furiosa tempestad, una increíble masa de agua pasaba frente a nosotros en una
vertiginosa corriente. Supimos que el río había crecido más de cincuenta pies
debido a las recientes y pesadas lluvias. Cuando fue construido el frágil
puestecillo, estaba a ochenta pies sobre la superficie de la corriente, pero
ahora apenas se levantaba a unos veinticinco.
El puente era de menos
de tres pies de ancho, pero de doscientos setenta y tres de largo. Se
balanceaba al viento sobre sus seis colgantes de alambre de telégrafo. Cruzarlo
significaba tentar al destino. Tan cerca de la muerte parecía estar la estrecha
senda de gatos que nos ofrecía el puente y tan alto lanzaba la corriente su
helado rocío, que nuestros cargadores indios se arrastraron cruzando de uno en
uno, en cuatro pies, y deseando evidentemente que jamás les hubiera ordenado el
prefecto acarrear nuestro equipaje hasta Choqquequirau.
Hasta llegar al puente fue traído sobre animales de carga, pero las mulas no
podían usar ese nuevo camino.
Como hemos dicho, los
incas habían aprendido hace un millar de años a construir buenos puentes
suspendidos, usando las fuertes lianas de sus bosques para hacer poderosos
cables. En otra forma, jamás hubieran podido extender su imperio como lo
hicieron en los Andes, donde el agua altamente helada de los glaciares hacía en
extremo difícil cruzar los arroyos que se unían para formar los grandes
afluentes del Amazonas. Nadie piensa en aprender a nadar en los Andes
centrales. Dar un paso en falso al bordear. alguna de las pequeñas y rápidas
corrientes, por lo general significa la muerte. Los indios montañeses se
precaven mucho antes de correr tales riesgos. Por eso era comprensible la
conducta de nuestros acarreadores, especialmente porque ellos no conocían la
firmeza del alambre telegráfico. Debe haberles parecido el súmmum de la locura
que alguien usara voluntariamente semejante puente. El río en este punto se
encuentra a unos cinco mil pies sobre el nivel del mar. Nuestro guía nos indicó
que las ruinas se hallaban a más de una milla sobre nosotros. Teníamos poca
práctica en trepar montañas, y ninguna a lomo de mula. Parecía una empresa
bastante seria intentar escalar el resbaloso y angosto rastro a lo largo de
seis mil pies, hasta una elevación dos veces más alta que la cima del monte
Washington. Esto era factible para el alpinista experto, pero nada fácil para
nosotros.
Nuestros pacientes y
sufridos cargadores quichuas, descendientes de una raza que tiene la costumbre
de caminar grandes distancias en estas alturas, llevaban nuestras cargas muy
alegremente. Pero al mismo tiempo, aun ellos daban frecuentes muestras de
fatiga, que no podían sorprender en tales condiciones. Nuestro edecán, el
entusiasta teniente Cáceres, seguía gritando: "¡Valor a todo pulmón, como
muestra de su excelente ánimo y tratando de estimular a los demás! Los dos
yanquis tuvimos un mal rato y nos vimos obligados a detenernos a descansar más
o menos cada cincuenta pies. Cualquiera que haya intentado caminar de prisa en
una elevación de ocho mil pies, comprenderá cómo nos sentimos tratando de
trepar a diez mil (tres mil trescientos metros más o menos)
A veces el rastro era
tan escarpado, que resultaba más fácil continuar en cuatro pies que intentar
hacerlo en postura erecta. Cruzamos ocasionalmente arroyos frente a las caídas
de agua por resbalosos troncos y traicioneros puentes individuales. Escaleras
toscamente construidas nos condujeron sobre ríspidos despeñaderos. Aunque la
ladera era demasiado brusca para permitir que creciera mucho bosque, no fue una
pequeña parte de la labor al trazar la senda el hacerlo en medio de una densa
maleza y de macizos de bambúes.
Mientras ascendíamos,
la vista del valle iba adquiriendo cada vez una magnificencia mayor. En ningún
otro sitio había contemplado yo tal belleza y magnificencia como las que aquí
se desplegaban. El blanco torrente del Apurímac rugía a través del cañón a
miles de pies bajo nosotros. Aquellas laderas, que no eran precipicios abruptos
o que no mostraban cicatrices de recientes aludes, se veían cubiertas con verde
follaje y lujuriosas flores. Desde las cimas vecinas a nosotros, otras
pendientes se levantaban a seis mil pies hasta los glaciares y picos cubiertos
de nieve. A la distancia, hasta donde alcanzaban los ojos, una masa de cerros,
valles, selvas tropicales y picos nevados mantenía la imaginación en una
especie de encantamiento. Tal fue nuestra recompensa mientras permanecimos
jadeando junto a la senda, al llegar a su punto más elevado.
Después de recobrar el
aliento seguimos el rastro hacia el Occidente, faldeando más precipicios y
cruzando otros torrentes, hasta que alrededor de las dos de la tarde contorneamos
un promontorio, y en las lomas de una montaña calva, a seis mil pies sobre el
río, tuvimos el primer atisbo de las ruinas de Choqquequirau. Entre la cima de más afuera y la cumbre de las
montañas cubiertas de nieve, se había aplanado una depresión o hendidura,
nivelada para dejar un espacio para la más importante construcción del fuerte
inca.
A las tres llegamos a
una gloriosa catarata cuyas gélidas aguas, que venían probablemente de los
glaciares del Soray, refrescaron
nuestras cabezas y apagaron nuestra sed. Habíamos dejado ahora a nuestros
compañeros muy atrás y avanzábamos lentamente a través de la espesura, cuando
poco antes de las cuatro vimos terrazas a poca distancia. Trepamos a un pequeño
sitio plano para gozar de la vista. Aquí fuimos descubiertos por un inmenso
cóndor que procedió a investigar a los invasores de sus dominios. En apariencia
sin mover un músculo, se meció graciosamente hacia abajo en círculos cada vez
más estrechos, hasta que pudimos ver claramente no sólo su cruel pico y grandes
garras, sino el blanco de sus ojos. No teníamos escopeta, ni siquiera un
garrote para resistir a su ataque. Fue un momento aterrador, porque el ave
medía unos doce pies de una punta a otra de las alas. Decidió finalmente no
perturbarnos, y sin parecer cambiar la posición de una pluma, se remontó en el
espacio. Los ayudantes del prefecto nos contaron después que habían sufrido
grandes molestias con los cóndores cuando comenzaron a operar por allí. Los
pastores de los altos Andes mantenían una constante batalla con las aves, que
no tenían dificultad en arrancarse con una oveja.
Como no llevábamos
mochila o carga de ninguna especie, llegamos antes que nuestros acarreadores.
El día fue tibio, y en nuestros esfuerzos para hacer la ascensión con la mayor
facilidad posible, nos habíamos desprendido de las ropas de abrigo. Cayó la
noche, y, como es costumbre, el aire se hizo intensamente helado. Nuestros
indios no se daban prisa y no aparecían. Así pasamos una noche incómoda en el
más pequeño de los ranchos pajizos que los trabajadores habían construido para
su propio uso mientras se encontraban ocupados en despejar las ruinas. Tenía
apenas tres pies de altura y alrededor de seis de largo por cuatro de ancho. A
pesar de que nos envolvimos en una carpa para procurarnos calor y que apilamos
montones de pasto seco a nuestro alrededor, casi no pudimos pegar los ojos
debido al frío y a la penetrante humedad.
En los cuatro días que
pasamos en la montaña, la humedad fue, por lo .general, de un ciento por
ciento, de modo que la mayor parte del tiempo estábamos entre nubes o neblinas,
cuando no llovía. No fue una agradable introducción al reconocimiento
arqueológico, especialmente para mí, que no tenía experiencia ni conocía mis
deberes.
Por fortuna tenía
conmigo el libro extremadamente útil "Sugerencias a los. Viajeros",
publicado por la Royal Geographical Society. En uno de sus capítulos descubrí
qué se, debía hacer cuando uno se encuentra frente a un sitio prehistórico:
tomar cuidadosas mediciones, muchas fotografías y describir tan acuciosamente
como sea posible los hallazgos. Debido a la lluvia, nuestras fotografías no
resultaron buenas, pero tomamos mediciones de todos los edificios e hicimos un
tosco plano.
Descubrimos que las
ruinas estaban apiladas en distintos grupos, tanto en terraplenes como en
salientes naturales, y se podían alcanzar mediante escaleras o sendas de
zigzag. Parece que los edificios se ubicaron muy cerca unos de otros con el
objeto tal vez de economizar cualquier espacio disponible. Es probable que toda
yarda cuadrada que sirviera a la agricultura fuese cultivada.
Magníficos precipicios
guardaban las ruinas a cada lado y hacían que Choqquequirau fuese virtualmente
inaccesible al enemigo. Cada avenida ascendente, excepto aquellas que los
ingenieros decidieron dejar abiertas, estaba cerrada, y cada sitio estratégico,
prolijamente fortificado. En cualquier parte en que el audaz montañés tuviese
posibilidad de poner un pie, los incas habían construido muros de piedra tan
lisos que el aventurero asaltante no habría podido encontrar sostén. Los
terraplenes servían así el doble fin de la defensa militar y de evitar que el
suelo se deslizara desde los jardines hacia la abrupta ladera.
Las ruinas consistían
en tres grupos diferentes de edificios. Todos estaban más o menos escondidos
por los árboles Y sarmientos que crecieran durante los siglos de soledad.
Afortunadamente, los grupos de buscadores de tesoros habían hecho una excelente
labor al despejar las más importantes edificaciones de la enredada masa de
vegetación que las cubría. También se usó dinamita en distintos sitios en que
había posibilidad de dar con el tesoro sepultado. Pero los trabajadores no
encontraron oro y sólo unos cuantos objetos de interés, que incluían, además de
aquellos que vimos en Abancay, unos cuantos cacharros de arcilla y dos o tres
morteros o piedras de moler según un modelo todavía en uso en esta parte de los
Andes y tan hacia el norte como Panamá.
En lo alto del
precipicio sur y exterior, a cinco mil ochocientos pies del río, se levantan un
parapeto y los muros de dos edificios sin ventanas. La vista desde aquí, tanto
encima como bajo el valle, sobrepasa las posibilidades del idioma para una
adecuada descripción. En lo profundo del gigantesco cañón se divisa apenas el Apurímac,
blanco arroyo encerrado entre dos guardianes montuosos, tan disminuido por la
distancia, que no parece llevar agua. Aquí y allá se ven maravillosas
cataratas, una de las cuales tiene una clara caída de más de mil pies. El
panorama resulta maravilloso en todas direcciones por su variedad, contraste,
belleza y grandiosidad.
Al norte de este grupo
exterior de edificios hay un cerro artificialmente truncado. Es probable que en
su achatada cima, que ofrece una magnífica vista sobre el valle, se hicieran
fogatas para comunicar a las alturas que dominan el Cuzco señales de
inteligencia sobre la aproximación de un enemigo desde las tierras salvajes del
Amazonas.
Advertimos en esta
cima que se habían dispuesto pequeñas piedras en el suelo en líneas rectas que
cruzaban y recruzaban en ángulos rectos, como para hacer un dibujo. Sin
embargo, como estaba muy cubierto de pasto, no tuvimos la oportunidad de
dibujarlas en el tiempo de que disponíamos. Puede haber sido el suelo de una
choza usada por centinelas hace cuatrocientos años.
Al norte de la
atalaya, y por el descenso que queda entre ella y la cresta principal, se
encuentra el grupo más importante de las ruinas. En general, todas las paredes
parecen haber sido construidas enteramente de piedra y arcilla. La
construcción, comparada con la de los palacios incaicos del Cuzco, es
extraordinariamente tosca y áspera, y ninguno de sus nichos o puertas es
exactamente igual. De cuando en cuando los dinteles de éstas estaban hechos de
madera, sin que los constructores se hubiesen dado el trabajo de procurarse
piedras suficientemente anchas para tal propósito. Uno de dichos dinteles aun
estaba en pie, y la madera era de una contextura extraordinariamente recia. Es
probable que las ruinas presenten hoy día un aspecto mucho más sorprendente que
el que tenían cuando estaban cubiertas con techos de paja.
En uno de los nichos
encontré la pequeña piedra giratoria de un huso de rueda, igual en tamaño y
forma a las piezas que ahora se hacen de madera y que se usan en todos los
Andes. Este simple aparato para hilar consiste en un palo tan ancho de contorno
como el dedo meñique y de diez a doce pulgadas de largo. Su extremo inferior
está provisto de una pieza giratoria de madera para darle el debido impulso
cuando se pone en movimiento con la mano, haciéndolo girar con el dedo del
corazón y el pulgar, que cogen el extremo superior del huso. Se le emplea corrientemente
por las mujeres aborígenes desde Colombia hasta Chile. Rara vez se divisa a una
cuidando del ganado o de camino por la carretera sin que se la vea manejando
este anticuado huso. En las tumbas de Pachacámac,
cerca de Lima, se han encontrado husos provistos de piedras giratorias
semejantes a aquélla y que tienen más de quinientos años.
El tercer grupo de
edificios está más arriba en el estribo, a unos cien o más pies sobre el
segundo grupo. Cerca de la senda que conduce del terraplén inferior al superior
se encuentran los restos de una pequeña acequia, seca ahora, revestida con
piedras chatas. Los incas jamás dejaron de abastecerse de agua para todos sus
campos y ciudades.
La esquina sureste del
tercer grupo se halla caracterizada por una enorme roca saliente de veinte pies
de alto y doce o quince de diámetro. A su lado, de cara a la ladera oriental,
se encuentra una escalera gigantesca. Consiste en catorce grandes escalones
toscamente hechos y de diferentes dimensiones. Es posible ascender dicha
escalera por medio de pequeñas gradas de piedra erigidas en uno u otro lado.
Unos muros en ambos extremos, de dos pies de anchura, sirven de balaustrada.
Una peculiaridad de tal construcción es la ubicación de una enorme piedra chata
en el centro del filo de cada escalón. La vista hacia el este que se domina de
esta escalera es particularmente hermosa. Es posible que el sol naciente,
divinidad principal de los indios, fuera adorado aquí; tal vez se trajeron
también las momias en los días de fiesta para secarlas a sus rayos.
Más allá de la escalera
se encuentran terrazas, avenidas, muros y casas de piso y medio llenas de
nichos y de ventanas. Dos de estas mansiones no tienen ventanas, y una contiene
tres celdas. Nuestra escolta militar nos informó que se usaban para detención
de los prisioneros. Parecían más bien bodegas. En el lado norte de la plaza hay
una pequeña y curiosa construcción fabricada con el mayor cuidado y que
contiene muchos nichos y escondrijos. Fue posiblemente el sitio en que los
criminales destinados a ser arrojados por el precipicio, de acuerdo con la ley
incaica, esperaban su destino.
Sobre la construcción
la ladera asciende ásperamente, y en la cresta de la montaña corre un pequeño
conducto que seguimos hasta que se internó en la impenetrable selva tropical al
pie de una colina muy ríspida. El agua de esta diminuta acequia, ahora seca,
venía directamente hacia la saliente y era conducida sobre una terraza hasta
dos estanques bien pavimentados en el lado norte de la plaza. Luego atravesaba
ésta hasta un pequeño pozo del lado sur. Un desagüe se había practicado al
término de la cuenca, en forma de que el agua pudiese correr por el suelo del
estanque y luego continuar su camino hacia abajo para llegar a los edificios.
Como la pendiente
oriental de la saliente de Choqquequirau
es un abrupto precipicio, pocos intentos de fortificación se practicaron en
este lado. La corriente oriental, sin embargo, no se muestra tan abrupta. En
este lado había enormes terraplenes de cientos de pies, con grandes muros
perpendiculares de doce pies de altura. Dos angostas escaleras pavimentadas
comunicaban un terraplén con otro.
En la selva,
inmediatamente debajo del último terraplén y de enormes peñascos, se habían
excavado pequeñas cuevas en que se colocaban las momias. Descubrí que los
huesos estaban apilados en un montoncito, como si se los hubiese limpiado antes
de darles sepultura. No se echó tierra sobre ellos; pero en lo alto de la
pequeña pila encontré, en una sepultura, un jarro de tierra cocida de más o
menos llenos una pulgada de diámetro. No había nada dentro, aunque conservó su
posición vertical durante todos los arios de su internación. La entrada natural
a la tumba había sido obstruida con piedras de cantos afilados, desde el
interior, en tal forma que se hacía difícil el acceso a la cueva desde fuera.
Encontré, sin embargo, que excavando un poco en uno de los lados del enorme
peñasco, podía fácilmente quitar las piedras que se habían colocado allí, por
el sepulturero tal vez, después que los huesos fueron depositados en la tumba.
Las sepulturas cavadas en los desiertos arenosos de la costa del Perú contienen
por lo general momias en buenas condiciones; pero aquí, en las montañas
empapadas de lluvia de los Andes orientales, rara vez se encuentran intactas.
Los trabajadores
habían excavado bajo una docena o más de piedras salientes, y en cada caso
encontraron huesos, y, de cuando en cuando, tiestos de cerámica. No
descubrieron nada de valor que indicara que el muerto había sido de alta
categoría. Si alguno de los oficiales de la guarnición o nobles incas fueron enterrados
en esta vecindad, sus tumbas no han sido descubiertas aún, o bien las saquearon
hace años. Pero de esto no hay prueba alguna.
Todas las rocas
notablemente grandes bajo las terrazas descubrimos que señalaban otras tantas
tumbas. Las calaveras no estaban solas, sino siempre cerca de los restos del
esqueleto. Los huesos más grandes se hallaban en buenas condiciones, pero los
pequeños estaban completamente desintegrados. Algunos de los primeros podían
ser desmigajados con los dedos y se quebraban fácilmente, mientras otros eran
blancos y duros. Todos los que encontramos pertenecían a adultos, aunque uno o
dos de ellos parecían ser de personas no mayores de veinte años. Hasta donde
nos fue permitido observar, no se colocaba tierra adicional sobre el esqueleto.
Los indios porteadores y los trabajadores quichuas observaban con interés
nuestras operaciones, pero se sintieron positivamente asustados cuando
comenzamos a medir y examinar cuidadosamente los huesos. Habían tenido dudas
sobre el objeto de nuestra expedición hasta este momento, pero ahora las
vacilaciones se desvanecían, y decidieron que habíamos venido a ponernos en
comunicación con los espíritus de los incas difuntos.
En uno de los
edificios encontramos varias losas de pizarra, en las cuales los visitantes
habían inscrito sus nombres. De acuerdo con esas inscripciones, Choqquequirau fue visitada en 1834 por un explorador francés, M. Eugéne de Sartiges,
y por dos peruanos, José María Tejada y Marcelino León, y en 1861, por José
Benigno Samanez (vicepresidente de Castilla), Juan Manuel Rivas Plata y Mariano
Cisneros. En 1865, tres Almanzas, Pío Mogrovejo y una partida de trabajadores
hicieron todo lo que pudieron para encontrar el tesoro sepultado; pero su labor
fue vana.
Choqquequirau. |
Después, de mi regreso
a New Haven supe que M. de Sartiges, escribiendo bajo el seudónimo de E. de
Lavandais, publicó un relato de su visita en la "Revue des Deux Mondes",
en junio de 1850. Su ruta, la única posible en aquel tiempo, fue extremadamente
tortuosa. Desde Mollepata, aldea cercana a la plantación azucarera de La
Estrella, se dirigió hacia el Norte a través del alto paso entre los montes
Salcantay y Soray al río Urubamba, hasta la aldea llamada Yuatquinia
(Huadquiña). Aquí, sin saberlo, se encontraba a unas cuantas millas de Machu
Picchu, del que no se hablaba entonces. Comprometió indios para practicar una
senda a Choqquequirau. Después che
tres semanas, descubrió que las dificultades para hacerla eran tan grandes, que
tardaría, por lo menos, dos meses para terminar la empresa. Por eso él y sus
compañeros hicieron su camino a través de la selva y a lo largo de los
precipicios lo mejor que pudieron, durante cuatro días. Al quinto llegaron a
las ruinas. En sus proyectos de exploración falló el no tomar en cuenta el
hecho de que la vegetación tropical había trabajado durante siglos cubriendo
los restos de las casas incaicas, y como sólo pudo permanecer en Choqquequirau por dos o tres días, le
faltó ver algunas de las ruinas más interesantes. La gigantesca escalera escapó
enteramente a su atención. Parece haber pasado la mayor parte de su tiempo
buscando el tesoro. Había proyectado quedarse ocho días; pero las dificultades
para alcanzar el sitio eran tan grandes y las provisiones tan escasas, que tuvo
que apresurar el retorno, sin ver más allá que los edificios de la plaza baja,
las terrazas inferiores y una o dos sepulturas. Opinaba que allí moraron, en
una oportunidad, quince mil personas, lo que hace preguntarse de qué vivieron.
Sin embargo, cada pie de tierra disponible para arar fue conservado por medio
de amplias terrazas, en las cuales podían crecer el maíz y las papas.
La descripción de M.
de Sartiges nos hace comprender cuánto debemos a la labor de las compañías
buscadoras de tesoros, que han descubierto edificios cuya presencia en otra
forma jamás se habría sospechado.
Al parecer, Choqquequirau era una fortaleza
fronteriza que defendía el valle superior del Apurímac, una de las avenidas naturales
hacia el Cuzco, desde el país ocupado por los chancas y los antis amazónicos.
Había, sin duda,
varias otras fortalezas menos importantes en las afueras, en partes más bajas
del río, situadas en tal forma que parecían destinadas a impedir las incursiones
de pequeños grupos de indios salvajes y para informar sobre cualquier
expedición grande que pudiese pretender dirigirse al Cuzco.
El prefecto de Apurímac
se sintió muy desilusionado cuando le dije que yo era incapaz de indicarle los
sitios posibles de cualquier tesoro enterrado. La satisfacción principal que
obtuvo la nobleza local, que invirtió varios miles de dólares en la infructuosa
empresa, fue proclamar que ellos habían puesto en descubierto la capital del
último de los Incas. Esto les otorgó considerable prestigio.
Los escritores
peruanos, como Paz Soldán y el gran
geógrafo Raimondi, estaban seguros de
que Choqquequirau era, en realidad,
la Vilcapampa de Manco Inca. Basaban su creencia en el hecho de que el padre
Calancha decía que Puquiura estaba "a un viaje de dos largos días desde Vilcabamba". Raimondi llama la atención a que Choqquequirau está en verdad a dos o tres días de viaje de la
actual aldea de Puquiura, y por eso puede haber sido la última capital inca.
Esta creencia no es
compartida por don Carlos. A. Romero,
uno de los principales historiadores del Perú, quien me aseguró que los
cronistas, españoles ofrecían pruebas bastantes de que la capital del último
Inca no estaba en Choqquequirau, sino
probablemente mucho más allá de las cadenas de montañas de la región en que yo
había visto picos cubiertos de nieve.
En realidad, esos
picos nevados, parte desconocida e. inexplorada del Perú, me fascinaban
grandemente. Me tentaban para ir y ver lo que existía más allá. Recordaba las
siempre famosas palabras de Rudyard Kipling: _"¡Algo escondido! ¡Ve y encuéntralo! ¡Anda y busca tras las
montañas: hay algo perdido, perdido y aguardando que tú vayas! ¡Ve!
Del Libro Machu Picchu, la ciudad perdida de
los incas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario