Por Hiram Bingham.
En el verano de 1910,
cuando leía las pruebas de "Across South América", mi amigo el finado
Edward S. Harkness me preguntó cuándo partiría a otra expedición por ese
continente, y me añadió que estaría encantado de contribuir con el gasto de
enviar un geólogo conmigo. Era una idea seductora. Por ese mismo tiempo me
habían pedido que revisara el erudito libro de Adolph Bandelier sobre "The
Islands of Titicaca and Koati". En una de sus notas señalaba al pasar que
creía "probable" que el monte Coropuna, en la cadena de la costa
peruana, cerca de Arequipa, "fuera el punto más culminante del
continente". Decía que "excede los 23.000 pies de altura",
mientras que el Aconcagua tiene sólo 22.763 pies.
Mi padre me enseñó a
amar el alpinismo, llevándome a las primeras excursiones cuando sólo tenía
cuatro años. Después trepamos juntos varias montañas en las afueras de
Honolulú. Conocía, pues, el encanto de ese grande y azaroso deporte. Resulta
difícil describir las emociones que experimenté con la observación de
Bandelier, porque no recordaba haber oído hablar nada sobre el Coropuna. No
existe en algunos mapas; pero finalmente lo descubrí en una de las hojas de
Raimondi a gran escala, y me sentí deslumbrado al ver que ese gran explorador
le concedía una altura superior en unos ocho metros a la del Aconcagua, que es
en realidad la montaña más alta del hemisferio occidental. Está situado a unas
cien millas al Norte de Arequipa, cerca del meridiano 73, casi recto al Sur de Choqquequirau, y las tierras escondidas
"tras las montañas" eran posiblemente aquellas en las cuales Manco II
tuvo su última capital.
Me pregunté por eso si
no sería una buena idea cruzar el Perú a la altura del meridiano 73 desde la
cabeza de la navegación de canoas del río Urubamba hasta el embarcadero en el
océano Pacífico, explorando las tierras interiores en busca de ruinas
históricas y arqueológicas y ascendiendo el Coropuna.
Aquel invierno, en una
comida de la Facultad en el Yale Club de Nueva York, se me pidió que hiciera un
"discurso". Naturalmente, hablé de lo que tenía en la imaginación.
¡Con gran sorpresa mía, uno de mis compañeros de clase, el difunto Herbert
Scheftel, me propuso pagar los gastos de un topógrafo en la expedición que se
agrandaba a los ojos de mi espíritu! Otros amigos pronto me ofrecieron
proporcionarme un cirujano, un naturalista y un ingeniero especialista en la
ascensión de montañas. Otro, estudiante, se me brindó para servirme de
asistente. Y así se organizó la expedición peruana de Yale de 1911, en la
esperanza de que pudiéramos trepar la más alta montaña americana, coleccionar
una serie de datos geológicos y biológicos y, sobre todo, tratar de descubrir
la última capital de los Incas.
A invitación mía, el
profesor Isaiah Bowman llegó a ser
nuestro geólogo-geógrafo; el profesor Harry
W. Foote, nuestro naturalista; el Dr.
William G. Erving, cirujano; Kai
Hendrikson, topógrafo; H. L. Tucker,
ingeniero, y Paul B. Lanius,
asistente. Partimos de Nueva York a comienzos de junio. En Lima, don Carlos A.
Romero me mostró algunos párrafos de la "Crónica" de Calancha sobre Vitcos.
Tan pronto como llegamos
al Cuzco comencé a preguntar a los plantadores del río Urubamba algo sobre los sitios
mencionados por Calancha. Jamás los
oyeron nombrar, pero dos o tres respondieron que había ruinas incaicas en
diferentes lugares en el valle bajo. Un viejo explorador afirmó que existían
ruinas interesantes en Machu Picchu, pero los dirigentes no dieron importancia
a sus informaciones, y los profesores de la Universidad del Cuzco no sabían
nada respecto a las ruinas del valle. Creían que Choqquequirau era la antigua capital incaica, aunque, como ya se ha
dicho, el historiador don Carlos A. Romero no estaba de acuerdo. Situaba a Vitcos
"cerca de una gran roca blanca sobre una vertiente de agua fresca".
Llevábamos con
nosotros las hojas del gran mapa de Antonio
Raimondi, que abarcaba -la región que nos proponíamos explorar. El mapa
contenía referencias a las ruinas incaicas, pero nada en el valle del Urubamba bajo 0llantaitambo o en el valle de Vilcabamba.
En 1865 este notable explorador, que pasó su vida cruzando y recruzando el
Perú, penetró profundamente en el corazón de la cordillera de Vilcabamba,
aunque no dio con Vitcos. Localizó una pequeña ciudad que llevaba el nombre de
Vilcabamba, pero que evidentemente no era inca y había sido construida por los
primeros colonizadores españoles que se interesaron por trabajar una mina de
oro en las vecindades. No supimos hasta después de nuestro regreso a New Haven
que el explorador francés Charles Wiener había oído que
existían ruinas en Huayna Picchu y Machu Picchu que le fueron imposible alcanzar.
Naturalmente, no llevábamos el volumen de mil páginas infolio de la "Crónica
de San Agustín", del padre Calancha. Sólo poseíamos algunas notas
que alcancé a tomar en Lima bajo la guía del señor Romero. Estas se referían a
lugares de las vecindades de Vitcos.
El último refugio de
los incas quedaba a unas cien millas del palacio del Cuzco del virrey español,
en lo que Prescott llama "las más remotas profundidades de los Andes".
En los modernos mapas del Perú es vano buscar a Vitcos, aunque varios de los
antiguos lo indican. ¡En 1625 Vitcos está señalado en el mapa del Perú de Laet
como una provincia montañosa situada al Nororiente de Lima y a trescientas
cincuenta millas al Noroeste de Vilcabamba! Este error fue copiado por algunos
cartógrafos posteriores, incluso Mercator, hasta 1740, en que Vitcos
desapareció de todos los mapas del Perú. Los fabricantes de mapas supieron que
no existía tal lugar en esa vecindad. Su verdadera ubicación se perdió hace
unos trescientos años.
En julio, con la ayuda
de don César Lomellini, amable comerciante italiano, organizamos una recua de
mulas, dejamos el Cuzco y sus maravillosas ruinas incaicas y nos dirigimos al
valle del Urubamba con muy pocos
barruntos de lo que nos esperaba.
Vimos picos nevados
frente a nosotros, pero nos encontrábamos totalmente sin preparación para la
maravillosa vista que bruscamente sorprende al viajero cuando llega al término
de la árida planicie y se encuentra en el borde de un gran valle encantado a
tres mil pies de profundidad. Uru es la palabra quichua para
designar las orugas o larvas; pampa significa tierra llana. Urubamba es la "planicie donde hay
larvas u orugas". Si hubiera sido bautizada por gente que venía de una
región cálida en que abundan los insectos, no se habría llamado así. Sólo
aquélla no acostumbrada a la tierra en que florecen orugas y larvas pudo
impresionarse por una circunstancia semejante. En consecuencia, el valle fue
posiblemente bautizado por los moradores de la meseta, que buscaban camino
hacia las regiones cálidas, en donde son más comunes las mariposas y las
polillas.
No obstante sus
celebradas falenas, encontramos los jardines de Urubamba llenos de rosas, lirios y otras brillantes flores. En sus
huertos crecían duraznos, perales y manzanas; había campos de cultivos de
magníficas frambuesas para el mercado del Cuzco. Aparentemente las orugas no lo
consiguen todo. Este es el valle de Yucay,
donde vivió Sayri Túpac. No extraña
que haya sido el sitio de placer favorito de los Incas.
El primer día de
nuestro descenso por el valle del Urubamba nos llevó hasta el romántico 0llantaitambo, descrito en deslumbrantes
términos por Castelnau, Miarcou, Wiener y Siquier hace ya muchos años. No ha
perdido nada de su encanto, aunque las descripciones de Marcou son imaginarias
y las de Squier exageradas. Aquí, como en la ciudad de Urubamba, había flores en los jardines y campos verdes altamente
cultivados. Los arroyos se ven sombreados por sauces y álamos. Sobre ellos,
magníficos precipicios aparecen coronados por picos cubiertos de nieve. La
aldea misma fue en una oportunidad capital de un viejo principado, cuya
historia está rodeada de misterio. Hay edificios incaicos en forma de caballete
triangular, bodegas, "prisiones" o "monasterios", coligados
aquí y allá en casi inaccesibles pendientes por sobre la aldea. Abajo se ven
anchos terraplenes que perdurarán por los siglos venideros como monumentos de
la energía y habilidad de una raza desaparecida que fue experta agricultora.
La "fortaleza"
está sobre un pequeño montículo, rodeada de abruptos despeñaderos, altos muros
y jardines colgantes como para dificultar su acceso. Siglos atrás, cuando la
tribu que cultivó los ricos campos de este valle vivía en el miedo de sus
salvajes vecinos, esta colina ofrecía un sitio de refugio hasta el cual podía
retirarse. Puede haber estado fortificada en aquel tiempo. Como pasaron siglos
durante los cuales la` tierra fue dominada por los incas, cuyo interés
principal radicaba en el progreso pacífico de la agricultura, es posible que
dicha "fortaleza" se convirtiera en un jardín de la realeza. Las seis
grandes losas de granito rojizo que pesan quince o veinte toneladas cada una, y
que están colocadas en línea sobre la cima de la colina, fueron traídas de una
cantera a varias millas en el valle bajo, en forma de que hubieron de ser
arrastradas cerro arriba con inmenso trabajo y dificultad. Se las había
dispuesto en lo alto de la colina como para expresar el súmmum de la
magnificencia de un experto gobernante. Su nombre fue posiblemente 0llántay,
celebrado príncipe.
Afortunadamente para
los que se interesan en el antiguo Perú, 0llantaitambo puede ser ahora
alcanzado desde el Cuzco por tren y automóvil. El mero escenario del camino
hace memorable el viaje.
Antes de la
terminación del camino del río Urubamba,
alrededor de 1895, los viajeros del Cuzco al valle bajo tenían la posibilidad
de dos rutas. Una iba por el paso de Panticalla,
seguida por Wiener en 1875. Cerca de este paso" hay dos grupos de ruinas.
Uno de ellos, descrito por Wiener de modo extravagante como "un palacio de
granito cuyo plan estructural recuerda las más hermosas partes de 0llantaitambo",
es sólo una bodega. El otro era probablemente un tampu o posada para provecho de los funcionarios incas en viaje. La
segunda ruta iba por el paso entre los montes Salcantay y Soray y fue seguida por el conde de Sartiges en 1834 y
por Raimondi en 1865. Ambos pasos son
más altos que nuestros famosos portezuelos de Pike's Peak. Los dos resultan
peligrosos en la estación de las lluvias, cuando quedan bajo la profundidad de
la nieve con frecuentes tormentas de gran violencia. La soledad montuosa de
estas dos rutas era prácticamente incógnita y ha sido inaccesible durante casi
cuatro siglos. En la época de nuestra visita no había sido descrita en la
literatura geográfica y arqueológica del sur del Perú. Gracias al nuevo camino,
pudimos evitar los altos pasos y seguir recto hacia el río Urubamba, pidiendo a
los indios de la localidad que nos mostraran las ruinas incaicas, y en
particular un sitio en que hubiese "una gran roca blanca sobre una
vertiente de agua".
En Salapunco (sala, ruinas; punto, puerta)
el camino faldea la base de escarpados peñascos. Son los comienzos de una
maravillosa masa de montañas de granito que han hecho a Vilcapampa de más difícil acceso que las altiplanicies que la
rodean, que están compuestas de esquistos, conglomerados y piedra caliza. Esta
es la puerta natural de la antigua provincia, pero estuvo cerrada durante
siglos por los esfuerzos combinados de la naturaleza y del hombre. El río Urubamba, al abrirse curso a través de
la cadena de granito, forma corrientes demasiado peligrosas para ser
franqueables, y precipicios que sólo pueden escalarse con gran esfuerzo y
considerable riesgo, si se consigue hacerlo. En una época es probable que una
senda corriese cerca del río, por la cual los indios, arrastrándose por la cara
de los peñascos y a veces balanceándose de una saliente a otra mediante las
lianas que cuelgan, fueron capaces de avanzar hasta las terrazas aluviales del
valle bajo. Otra senda puede haber corrido sobre los peñascos que corona Salapunco, donde advertimos en varios
sitios inaccesibles que existían muros construidos sobre estrechas salientes.
Eran demasiado angostas e irregulares para haber pretendido contener terrazas
agrícolas. Representan, probablemente, los fundamentos de una vieja senda. Para
defender estos antiguos caminos descubrimos que los incas o sus predecesores
habían construido al pie de los precipicios, cerca del río, una pequeña pero
poderosa fortaleza planeada según el famoso modelo de Sacsahuaman y parecida a éste en el carácter irregular de los
grandes bloques poligonales de edificación y también en los ángulos salientes y
reentrantes que pretendían evitar que los muros fuesen escalados.
Pasando Salapunco,
faldeamos grandes despeñaderos de granito y precipicios cubiertos de
vegetación, y entramos en una región fascinante donde nos sentimos sorprendidos
y encantados por la extensión de los antiguos terraplenes, por su longitud y
altura, por la presencia de muchas ruinas incaicas, la belleza de profundos y
estrechos valles y la grandiosidad de las montañas cubiertas de nieve que los
enmarcan.
Del otro lado del río
Urubamba, en Qquente, y cerca de la desembocadura del río Pampacahuana, en lo
alto de una serie de terrazas, vimos una extensa ciudad en ruinas. Parecía
tener interés, y por eso pedí a Mr. Herman Tucker, uno de nuestros topógrafos,
que cruzara el Urubamba y viese lo que pudiera encontrarse allí. Pasó varios
días en aquella vecindad e informó que el nombre de la ciudad era Patallacta (pata, altura o terraza; llacta,
ciudad), ciudad incaica de importancia. Contiene unas cien casas, y se pregunta
uno por qué está abandonada. Sobre ella, en el valle que visitó Mr.Tucker, hay
lugares importantes, como Paucarcancha, Huayllabamba, Incasamana o Ccolpa
Moceo, y Hoccollopampa, a que más tarde nos referiremos. Ninguno de los sitios
de esta vecindad calzaba con los relatos sobre Vitcos, y su historia sólo puede
ser conjeturada. Su identidad sigue siendo un acertijo, aunque la simetría de
sus edificios, su idiosincrasia arquitectónica (nichos, salientes de piedra
para las techumbres, sujetadores de barra y piedras con ojo de amarra), indican
un origen incaico.
En qué fecha
florecieron estas ciudades y aldeas, quién las construyó, por qué fueron
abandonadas, son preguntas para las cuales todavía no tenemos respuesta; y los
indios que viven en los alrededores ignoran su historia o guardan silencio
sobre ella. Es posible que esta región estuviera ampliamente ocupada y
cultivada antes de que los incas pudiesen dominar el valle del Cuzco y otras
tierras arables más accesibles. Los habitantes originarios deben haber estado
carentes de espacio, ya que se extendieron en los valles superiores de esta
inhospitalaria región. En cierta forma, esto calza con la teoría que
desarrollaremos en un capítulo posterior, respecto a que los habitantes
primitivos del Cuzco fueron sacados de sus fértiles valles por una horda de
bárbaros que venían de la altiplanicie boliviana, y buscaron refugio durante
varios cientos de años en este país montañoso, que finalmente les resultó
estrecho, y lucharon por su regreso al Cuzco.
Por otra parte, y ya
que la arquitectura parece ser incaica primitiva, es posible que los edificios
estuvieran ocupados a la época de la conquista y que fueron abandonados cuando
el virrey Toledo, en 1573, arrasó gran parte de la población. En todo caso, no
encontramos prácticamente un solo habitante en estas viejas ciudades.
El padre Calancha nos
ofrece una historia de la matanza en masa que siguió al martirio de Fray Diego
y a la muerte del embajador del virrey. Toledo tomó una horrenda venganza de
los desdichados indios.
En Torontoy, término
del cultivado valle cálido que estábamos recorriendo, encontramos otro grupo de
ruinas interesantes, posiblemente residencia algún día de un noble inca.
Algunos de los edificios mostraban muy hermosos cortes de la piedra, trabajo de
pacientes artesanos.
Torontoy se halla en
donde comienza el Gran Cañón del Urubamba... ¡y qué cañón aquél! El camino del
río corre abruptamente arriba y abajo por escaleras de roca en que la senda fue
abierta a dinamita, por colgantes precipicios y por frágiles puentes que
dominan los vacíos sostenidos en rústicas repisas contra los despeñaderos de
granito. Bajo densa selva, siempre que los usurpadores precipicios lo permiten,
el terreno que los separa del río fue apianado y cultivado. Nos hallamos
inesperadamente en una verdadera tierra de maravilla. Intensas y rápidas
emociones nos asaltaban. Nos produjo estupor concebir las extraordinarias
molestias que se dieron los antiguos incas para rescatar trozos increíblemente
estrechos de suelo arable de las alocadas corrientes. ¡Cómo se las arreglaron
para construir un muro de contención hecho de pesadas piedras a lo largo del
borde mismo del peligroso río, cuya travesía significa la muerte! En una ligera
curva, cerca de una espumante catarata, algún jefe inca construyó un templo
cuyos muros atormentan al viajero. Debe pasar a distancia de un tiro de pistola
de las interesantes ruinas, sin poder vadear las corrientes que de ellas lo
separan. Arriba, a un lado del cañón, a muchos miles de pies sobre este templo,
están las ruinas de Corihuayrachina (kori,
oro; huayra, viento; huayrachina, una era en que se
aventaba). Es posible que ésta fuese una antigua mina de oro de los incas. A
media milla sobre nosotros, en otra abrupta ladera, algún moderno viajero había
aclarado recientemente la selva, descubriendo una hermosa serie de antiguas
terrazas incaicas.
Alcanzamos luego hasta
un cobertizo llamado La Máquina, en donde los viajeros se detienen
frecuentemente a pasar la noche. Es en la actualidad el término de un nuevo y
angosto camino de rieles que viene del Cuzco. El nombre proviene de la
presencia de grandes ruedas de hierro, partes de una "máquina", que
nunca pudieron vencer las dificultades del transporte hasta un ingenio
azucarero en el valle inferior, por lo cual fueron dejadas hace muchos años a
merced del moho en plena selva.
Como había poco
forraje y no dimos con un sitio adecuado para fijar el campamento, avanzamos
por el difícil camino que había sido abierto a dinamita en la cara de un gran
desfiladero de granito, a dos mil pies de altura. Parte del desfiladero se
deslizó hasta el río; la brecha que se produjo en el camino fue temporalmente
reparada por medio de un rústico puente de aspecto muy débil, construido sobre
una repisa compuesta de toscos leños, ramas y cañas amarradas juntas y cubierta
por unas cuantas pulgadas de tierra y guijarros para dar la sensación de
seguridad a las previsoras mulas de carga que hacían cautelosamente su camino.
No es de extrañarse que la "máquina" permaneciese donde estaba y
diera su nombre a esta parte del valle.
Anochece temprano en
este cañón profundo, cuyas murallas tienen bastante más de una milla de altura.
Estaba casi obscuro cuando llegamos a una pequeña planicie arenosa de dos o
tres acres de extensión, que en esta tierra de ásperas montañas es llamada
pampa. Si los moradores de las pampas argentinas, en donde un ferrocarril puede
avanzar doscientas cincuenta millas en línea recta, viesen este pequeño trozo
de planicie llamado Mandor Pampa, pensarían que alguien había estado bromeando
o que existía una tergiversación grosera de la palabra que para ellos significa
un espacio ilimitado sin una sola elevación a la vista. Sin embargo, para los
antiguos moradores de este valle, en que era tan escasa la tierra nivelada que
valía la pena construir elevadas terrazas rodeadas de piedra para que dos
hileras' de maíz crecieran donde nunca creció nada antes, cualquier pequeño
espacio natural en la base del cañón era llamado pampa.
La historia de nuestra
estancia en Mandor Pampa, de su único habitante, Melchor Arteaga, y de las ruinas que me mostró sobre el precipicio
en las laderas de la montaña de Machu
Picchu, la relataré en detalle en el capítulo correspondiente, cuando
llegue el momento de narrar el descubrimiento de Machu Picchu. Baste decir que las ruinas que me enseñó no estaban
cerca de una "gran roca blanca sobre una vertiente de agua", y que no
había muestras de que fuese Vitcos, la capital de Manco, que estábamos
buscando. Por eso, días más tarde cruzamos el río por el nuevo y hermoso puente
de San Miguel y avanzamos hacia abajo por el valle del Urubamba, averiguando
por las ruinas, ofreciendo primas en dinero a quien las señalara y una doble
recompensa si éstas calzaban con la descripción del Templo del Sol que el padre
Calancha indicaba "cercano a Vitcos".
Nuestra primera
paradilla fue en la hospitalaria plantación de Huadquiña, que había pertenecido
a los jesuitas. Estos plantaron la primera caña de azúcar y establecieron su
beneficio. Después de su expulsión del imperio español, a fines del siglo
XVIII, Huadquiña fue comprado por un peruano. En la literatura geográfica fue
descrito por primera vez por el conde de Sartiges, quien permaneció aquí
durante varias semanas en 1834, camino a Choqquequirau.
Dice que el propietario de Huadquiña "es tal vez el único terrateniente en
el mundo entero que posee en su recinto todos los productos de las cuatro
partes del globo. En las diferentes regiones de su dominio tiene lana,
colmenas, crin, papas, trigo, almidón, azúcar, café, chocolate, coca, varias
minas de plomo con plata y lavaderos de oro"; verdaderamente, es un regio
principado.
Nuestros anfitriones,
la señora Carmen Vargas y su familia, leyeron con interés mi copia de los
párrafos de la "Crónica" del padre Calancha, que se refieren a la
ubicación de la última capital inca. Sabiendo que estábamos ansiosos de
descubrir a Vitcos, sitio del cual nunca oyeron hablar, ordenaron que vinieran
los más inteligentes inquilinos de la hacienda para interrogarlos. El mejor
informado de todos, un fornido mestizo capataz de confianza, dijo que en un
pequeño valle llamado Ccollumayu, a unas cuantas horas de viaje por el
Urubamba, había "importantes ruinas" que fueron vistas por algunos de
los indios que servían a la señora Carmen. Aun más interesante y emotiva fue su
declaración de que en una cadena en el valle del Salcantay se encontraba un
lugar llamado Yurak Rumi (yurak,
blanco; rumi, piedra), en donde los
trabajadores habían descubierto unas ruinas muy interesantes cuando cortaban
árboles para hacer fuego. Todos nos entusiasmamos con ello, porque entre los
párrafos que Copié de la "Crónica", de Calancha, había una
información sobre que "cerca de Vitcos" está la "piedra blanca
de la citada Casa del Sol, llamada Yurak Rumi". Nuestros anfitriones nos
aseguraron que ése debía ser el sitio, porque nadie de los alrededores había
oído de otro Yurak Rumi. Al ser prolijamente interrogado, el capataz declaró
haber observado las ruinas una o dos veces, añadiendo que también habla estado
en el valle del Urubamba y visto las grandes ruinas de 0llantaitambo, y que las
de Yurak Rumi eran "tan buenas como éstas". Fue una afirmación
definitiva lanzada por un testigo ocular: aparentemente nos encontrábamos
próximos a ver la roca en que los últimos incas hacían la adoración del sol.
Sin embargo, el capataz nos manifestó qué el camino estaba actualmente
intransitable, aunque un pequeño grupo de indios podría abrirlo en menos de una
semana. Nuestros anfitriones dieron inmediatamente orden para practicar la
senda a Yurak Rumi en provecho nuestro.
Mientras tanto,
pasamos unos cuantos días explorando las ruinas de Ccollumayu sólo para sufrir
la desilusión de ver muy poco más que los cimientos de algunos muy primitivos
cobertizos.
Finalmente se nos
comunicó que estaba terminada la senda a Yurak Rumi. Con aguda inquietud partí
con el capataz para ver aquellas ruinas que él había visitado recientemente de
nuevo y que ahora declaraba "mejores que las de 0llantaitambo". Era
de presumir que el orgullo del descubrimiento le hubiese hecho exagerar su
importancia. Sin embargo, nunca me pasó por la mente lo que en realidad iba a
descubrir. Después de varias horas pasadas en aclarar la densa selva que
rodeaba los muros, supe que este Yurak Rumi constituía las ruinas... de una
sola casa. No se había hecho esfuerzo alguno por la belleza de la construcción;
los muros eran de toscas piedras sin labrar, colocadas con arcilla. La
edificación carecía de nichos para las puertas, aunque tenía varias pequeñas
ventanas y una serie de ventiladores en los cimientos. Los dinteles de las
ventanas y las pequeñas aberturas que llevaban a los ventiladores del suelo
eran de piedra. Los constructores incaicos sólo pretendieron que fuese una
bodega útil para proveer de alimento a los viajantes.
Yurak Rumi se
encuentra en lo alto de una cima entre el Salcantay y los valles de Huadquiña,
probablemente en el antiguo camino que cruzaba la provincia de Vilcapampa.
Era interesante en sí,
pero compararla con 0llantaitambo, como había hecho el capataz, era parangonar
una choza con un palacio o una rata con un elefante. Parece increíble que
alguien que hubiese visto realmente ambos pudiera pensar por un momento que uno
era "tan bueno como el otro". Sin duda, el capataz no era un
observador entrenado y tenía un interés muy superficial en la edificación
incaica. Las ruinas de 0llantaitambo son, sin embargo, tan famosas y tan
impresionantes, que aun el viajero más desprevenido se siente ante ellas
sorprendido y admirado, y hasta los nativos se enorgullecen de poseerlas.
Era evidente que
todavía no habíamos dado con Vitcos. Por eso, despidiéndonos de la señora
Carmen, cruzamos el Urubamba por el puente de Colpani y seguimos hacia abajo
por el valle, pasando la desembocadura del Lucumayo
y el camino de Panticalla, al villorrio de Chauillay,
donde al Urubamba se junta el río Vilcabamba. Ambos ríos se encuentran
constreñidos aquí entre dos estrechas gargantas a través de las cuales las
aguas se precipitan y rugen en su camino hacia el valle más bajo. Cerca de
Chauillay había un hermoso puente. Los nativos lo llaman Chuquichaca. El acero
y el hierro han reemplazado el viejo puente suspendido con gruesos cables
hechos de bejuco y con su angosta senda de varillas sujetas por una red de
lianas. Sin embargo, fue aquí donde en 1572 la fuerza militar enviada por el
virrey don Francisco de Toledo al mando del capitán García encontró a la del
joven Inca enviada para defender el paso a Vitcos.
Llegamos finalmente a
la ciudad de Santa Ana, en la cabeza de la navegación de canoas por el
Urubamba, sitio de hermosas plantaciones de azúcar y de coca que habían sido
primitivamente posesión de los jesuitas. Doscientos indios están empleados en
el cultivo del azúcar de caña, haciendo aguardiente, cultivando coca y secando
las hojas para venderlas en los mercados de la altiplanicie.
Fuimos
extraordinariamente bien acogidos aquí por don Pedro Duque, que tomó grande
interés para facilitarnos todas las informaciones posibles sobre la región tan
poco conocida en que nos proponíamos penetrar. Nacido en Colombia, pero
residente de largo tiempo en el Perú, don Pedro era un caballero de la vieja
escuela, profundamente interesado no sólo en la administración y progreso
económico de su plantación, sino también en el movimiento intelectual de fuera.
Compartió con placer nuestros estudios histórico geográficos. El nombre de
Vitcos era nuevo para él, pero después de leer con nosotros los extractos de
las crónicas españolas, tuvo la seguridad de que podía ayudarnos a descubrirlo;
y, en realidad, así fue. Santa Ana está a menos de trece grados al Sur del
Ecuador, su elevación es apenas de dos mil pies sobre el nivel del mar; sus
noches "invernales" son frescas, pero intenso el calor de mediodía.
Sin embargo, nuestro huésped era tan activo que, como resultado de sus
esfuerzos, fueron traídos en buen número los residentes mejor informados para
celebrar conferencias en la gran casa de la plantación.
Ninguno de los amigos
de don Pedro había oído hablar jamás de Vitcos ni de la mayoría de los sitios
mencionados en las crónicas. Todo fue bastante desalentador, hasta que un día,
por una extraordinaria buena suerte, llegó a Santa Ana otro amigo de don Pedro,
el teniente gobernador de la aldea de Lucma, en el valle del río Vilcabamba,
rudo anciano llamado Evaristo Mogrovejo. Su hermano, don Pío, había sido
miembro del grupo de enérgicos peruanos que en 1884 buscaron el tesoro
sepultado en Choqquequirau. Evaristo Mogrovejo podía comprender que se buscara
un tesoro escondido, pero le era imposible entender nuestro deseo de hallar las
ruinas de los sitios mencionados por el padre Calancha. Si lo hubiéramos
conocido primero en Lucma, nos habría recibido, indudablemente, con sospecha,
sin hacer nada para que avanzáramos en nuestra investigación. Por fortuna, su
jefe era el subprefecto de la provincia, que vivía cerca de Santa Ana y era
amigo de don Pedro. El subprefecto había recibido instrucciones del prefecto
del Cuzco para facilitar nuestra empresa, y por consiguiente dio órdenes
particulares a Mogrovejo a fin de que se preocupara de que se nos dieran las facilidades
posibles en la búsqueda de las ruinas antiguas y en la identificación de los
sitios de interés histórico.
Nuestro objetivo era
el valle de Vilcabamba. Por lo que sabíamos, sólo un explorador nos había
precedido: el distinguido cartógrafo Raimondi.
Dice éste que ha dado con minas, pero con la excepción de un "tampu
abandonado" ("el sitio que posee una piedra de molino"), no hace
mención de ruinas de ninguna clase. Debido a ello, aunque parecía, a través de
la historia de Baltasar de Ocampo y de otros contemporáneos del capitán García,
que éste fuese el valle de Vitcos, sólo con una considerable incertidumbre
procedimos a nuestra investigación.
Se había construido
poco antes un nuevo camino a lo largo del río Vilcabamba, hecho por el
propietario del ingenio azucarero en Paltaybamba para que sus animales de carga
viajasen más rápidamente. Gran parte hubo de ser excavado en la cara de un
sólido precipicio de granito, y en algunos sitios horadaba los despeñaderos en
una serie de pequeños túneles. Mi gendarme equivocó este camino y tomó la vieja
y escarpada senda que pasa sobre los despeñaderos. Como decía Ocampo en su
historia de la expedición del capitán García, "el camino era estrecho en
su ascensión, con selvas a la derecha y a la izquierda una quebrada de gran
profundidad". Llegamos a Paltaybamba cerca del anochecer.
Tuvimos una larga
conversación aquella noche con el administrador de la plantación y sus amigos.
Sabían muy poco de ruinas en estas vecindades, pero repitieron una de las
historias que nos habían contado en Santa Ana: que camino adentro, en algún
sitio de los grandes bosques de la montaña, había "una ciudad inca".
Ninguno de ellos la conocía, pero si sus informes eran fieles, eso justificaría
los regalos de un guacamayo y de unos maníes que el inca Titu Cusi envió a
Rodríguez, como también la huida del joven Túpac Amaru hacia la selva en que fue
sorprendido por las fuerzas enviadas por el virrey Toledo.
El valle de Vilcabamba
más allá de Paltaybamba es muy pintoresco. Hay altos picos en ambos lados,
cubiertos de densa selva. El follaje verde obscuro forma grato contraste con el
verde claro de los campos de la ondeante caña de azúcar. El valle es áspero, el
camino tortuoso y el torrente de Vilcabamba ruge con estrépito aún en junio. Apenas
imaginábamos lo que sería en la estación de las lluvias.
Nuestra próxima
estación fue en Lucma, en el hogar del teniente gobernador Mogrovejo. Le
ofrecimos pagar un sol de plata por cada ruina a que nos llevase, y el doble si
la localidad contenía ruinas particularmente interesantes. Esto despertó sus
instintos comerciales. Reunió a sus alcaldes y a otros indios informados para
que fueran entrevistados. Nos dijeron que había—, "¡muchas ruinas!"
en los alrededores. Como era hombre práctico, Mogrovejo no se había ocupado
jamás de las ruinas, pero ahora veía la oportunidad no sólo de obtener dinero
de aquellos viejos lugares, sino también de conquistar el favor oficial,
cumpliendo con un vigor sin precedentes las órdenes de su superior el
subprefecto. Así se excedió cuanto pudo en nuestro beneficio.
Al día siguiente
fuimos guiados hacia la parte superior de una quebrada hasta lo alto de una
cumbre tras Lucma. Esta cima divide el Vilcabamba superior del inferior. Las
montañas se elevaban a varios miles de pies por todos lados. En algunos sitios
se encontraban cubiertas de follaje, especialmente más allá de la línea de
nubes, donde la humedad cotidiana estimula la vegetación. En las laderas más
suaves había claros en la selva que probaban alguna actividad reciente de parte
de los habitantes del valle. Después de trepar una hora llegamos a lo que eran
las ruinas de estructuras incaicas, en una terraza artificial que ofrecía
magnífica vista lejos, abajo, hacia Paltaybamba y el puente de Chuquichaca,
como también en dirección opuesta. Los contemporáneos del capitán García
hablaban de un número de fortalezas que debieron ser capturadas y arrasadas
antes de que se encontrase a Túpac Amaru. Esta era probablemente una de
aquellas fortalezas. Su posición estratégica y la facilidad con que podía ser
defendida acreditaban aquella interpretación. Sin embargo, estas ruinas no
calzaban con la "fortaleza de Vitcos" ni con la Casa del Sol, cerca
de la "roca blanca sobre la vertiente". Las llaman Incahuaracana,
"sitio en que el Inca dispara con una honda". ¿Cuál Inca?, nos
preguntamos.
Dejamos Lucma al día
siguiente, vadeamos el río Vilcabamba y pronto tuvimos la vista ininterrumpida
del valle hasta un monte truncado de unos mil pies de alto, cuya parte superior
estaba cubierta de raquíticos árboles y arbustos, mientras sus laderas eran
abruptas y rocosas. Nos hablan dicho que el nombre del cerro era Rosaspata,
palabra de moderno origen hibrido: pata es cerro en quichua, mientras que rosas
es la palabra española que designa una flor. Mogrovejo añadió que los indios le
habían contado que en el "cerro de las Rosas" había más ruinas.
Esperábamos que fuese cierto, en especial porque nos habíamos informado de que
la aldea al pie del monte y al otro lado del río se llamaba Puquiura.
Cuando Raimondi estuvo
aquí, en 1865, no se trataba sino de un "villorrio arruinado con una
capilla derruida". Hoy es más próspero. Hay una escuela pública, a la cual
asisten niños procedentes de aldeas a muchas millas de distancia. Me pregunto
si el maestro sabría que éste era el sitio de la primera escuela de toda la
región. Efectivamente, fue a Puquiura a donde llegó Fray Marcos en 1566, y de
ser ésta "su" Puquiura, entonces Vitcos debería estar cerca, ya que
él y Fray Diego caminaban con su famosa procesión de conversos desde Puquiura
hasta la Casa del Sol, que estaba cerca de Vitcos.
Cruzando aquella tarde
el Vilcabamba por un puente de peatones, llegamos inmediatamente a las ruinas
de Marocnyoc, que Raimondi había señalado en su mapa, pero que evidentemente no
eran incaicas. El examen nos mostró que, en apariencia, constituían los restos
de un molino español para los guijarros minerales, destinado posiblemente a
pulverizar cuarzo aurífero en grandes cantidades. Quizá éste era el guijo a que
se refería el capitán Baltasar de Ocampo,
que llegó a Puquiura poco después de la muerte del último Inca. Dice que su
casa y tierras estaban "en el distrito minero de Puquiura, cerca del
molino triturador de guijo de don Cristóval de Albornoz".
Junto al trapiche el
río Tincochaca cae en el Vilcabamba. Cruzándolo en un puente de peatones,
seguimos a Mogrovejo, hasta una antigua y muy ruinosa estructura en el arco de
la colina, al lado sur de Rosaspata. Al sitio lo llamaban Uncapampa, o pampa
del Inca. Era probablemente una de las fortalezas arrasadas por el capitán
García y sus hombres en 1571.
Ocampo escribe:
"La fortaleza de Pitcos está en una alta montaña cuya vista domina gran
parte de la provincia de Vilcapampa". García, como se recordará, dice que
la fortaleza principal estaba "en una elevada eminencia, rodeada de
ásperos peñascos y selvas, muy peligrosa para ascender y casi
inexpugnable".
Dejando Uncapampa y
siguiendo a mis guías, trepé la cima y avancé por una senda a lo largo de su
lado occidental, hasta la punta del Rosaspata. Es ciertamente una elevada
eminencia rodeada de ásperos peñascos. Este lado, de más fácil acceso, está
protegido por un espléndido y largo muro, construido tan cuidadosamente como
para no prestar apoyo ni siquiera a la punta del pie del activo invasor.
Pasando algunas ruinas
excesivamente emboscadas y de carácter primitivo, pronto me encontré en una
agradable pampa cerca de la cima de la montaña. La vista desde aquí domina
"una gran parte de la provincia de Vilcapampa"... Se extiende
notablemente hacia todos lados; hacia el norte y el sur hay montañas cubiertas
de nieve; hacia el este y el oeste, profundos valles tapizados de verde.
En la cima misma del
monte encontramos las ruinas de un conjunto, cerrado en parte, formado por
trece o catorce casas arregladas como un tosco cuadrado, con un patio grande y
varios pequeños. Las dimensiones exteriores del conjunto son de unos ciento
sesenta por ciento cuarenta y cinco pies. Los constructores mostraban el
familiar concepto inca de la simetría al disponer las casas. Debido a la destrucción
implacable de muchos edificios por los nativos, en sus esfuerzos para hallar el
tesoro, así como por su natural deseo de obtener piedras aptas para la
edificación, los muros estaban tan aniquilados que resultaba imposible
conseguir las dimensiones exactas de lo que estuvo en pie un día. Sólo en una
de ellas pudimos tener la seguridad de que hubiese nichos.
Ocampo dice de Pitcos:
"Hay un extenso sitio a nivel, con un edificio elegante y majestuoso
erigido con gran habilidad y arte. Todos los dinteles de las puertas, tanto de
la principal como de las comunes, están elaboradamente tallados en
mármol".
Lo más interesante de
todo es la estructura, que atrajo la atención de Ocampo y permaneció fija en su
recuerdo. Subsiste bastante de este edificio como para dar una buena idea de su
primitiva grandeza. Era, sin duda, una residencia digna de un real Inca exilado
del Cuzco. Es de doscientos cuarenta y cinco pies de largo por cuarenta y tres
de ancho; no hay ventanas, pero se encuentra iluminada por treinta marcos de
puertas, quince en el frente e igual número en la parte trasera. Tenía diez
grandes habitaciones, además de tres vestíbulos que corren del frente al fondo.
Es fácil comprender por qué los muros fueron construidos más bien
apresuradamente y no resultan notables; pero las entradas principales,
especialmente las que conducen a cada vestíbulo, están muy bien hechas. Por lo
demás, no son de "mármol", como dice Ocampo, ya que no lo hay en la
provincia, sino de granito blanco finamente cortado. Los dinteles de las
puertas principales, como también de las corrientes, son igualmente de sólidos
bloques de granito, el Más grande de los cuales supera con mucho a ocho pies de
largo. Los marcos de las puertas, mejores que en cualesquiera otras ruinas del
valle de Vilcabamba, justifican la mención que hace Ocampo, que vivió cerca y
tuvo tiempo para familiarizarse con su presentación, aunque no se encuentran
"tallados", en el sentido que hoy tiene esta palabra. Queda en pie
una pequeña porción del edificio. La mayor parte de las puertas traseras han
sido llenadas con cantos rústicos para que formen una barrera continua.
Al fin habíamos dado
con un sitio que parecía calzar con la mayor parte de los requisitos de la
descripción que hace .Ocampo de la "fortaleza de Pitcos".
En su narración de la
vida y muerte de su padre, Titu Cusi no ofrece una pista definida respecto a la
ubicación de Vitcos ni una descripción de éste; pero, como se recordará,
Calancha anota que "cerca de Vitcos, en una aldea llamada Chuquipalpa, hay
una Casa del Sol, y en ella, una piedra blanca sobre una vertiente de
agua".
Aquella noche
permanecimos en Tincochaca en la choza de un indio amigo de Mogrovejo. Como
siempre, hicimos indagaciones. ¡Imaginad nuestra impresión cuando en respuesta
a la tan repetida pregunta, nuestro anfitrión dice: "Sí", o sea, que
en un valle vecino hay una gran roca blanca sobre un manantial de agua! Si su
historia resultaba verídica, había terminado nuestra búsqueda de Vitcos. Al día
siguiente seguí al impaciente Mogrovejo, cuyo objeto no era estudiar ruinas,
sino ganar dinero por encontrarlas, y subí al cerro en el lado nordeste del
valle de Los Andenes. Aquí realmente había un gran peñasco de granito blanco
aplanado en lo alto, que tenía esculpido un asiento o plataforma por el lado
norte. Por el lado oriente cubría una cueva, en la cual había varios nichos.
Esta cueva fue tapiada, y es posible que se destinara como mausoleo para momias
incas.
Cuando Mogrovejo y el
guía indio dijeron que había un manantial de agua cerca, me sentí grandemente
interesado. Sin embargo, en la investigación, el "manantial" resultó
no ser sino parte de una zanja de riego. Pero la roca no estaba
"sobre" el agua. Aunque ésta era, indudablemente, una de esas huatas
o sagrados peñascos elegidos por los incas para representar visiblemente a los
fundadores de una tribu, y así constituían un accesorio importante en la
adoración de los antepasados, no era el Yurak Rumi que andábamos buscando.
Cuando supimos que el
nombre actual de esta vecindad inmediata era Chuquipalta, nos sentimos
entusiasmados. Dejando el peñasco y las ruinas de lo que posiblemente había
sido la casa del sacerdote que lo atendía, continuamos el curso del agua,
pasando por un gran número de terrazas agrícolas bellamente construidas, las
primeras que habíamos visto desde largo tiempo y las más importantes en el
valle. Tan escasos son los andenes
(terrazas) en la región y tan notables eran éstos en particular, que por ellos
se bautizó el valle. Fueron probablemente construidos bajo la dirección de un
Inca y con el propósito de que se les usara en su propia y especial plantación
de maíz y papas. Cerca de ellos hay una cantidad de peñascos tallados, huatas.
Uno tenía un intihuana o reloj de sol
naciente; otro estaba tallado en forma de herradura. Continuando, seguirnos un
escurridizo arroyuelo a /través de espesos bosques, hasta que de pronto
llegamos a un sitio abierto llamado Ñusta Isppana. Aquí, ante nosotros, había
una gran roca blanca. Nuestros guías no se habían equivocado. Bajo los árboles
estaban las ruinas de un templo incaico, lindando con el gigantesco bloque de
granito, uno de cuyos extremos quedaba sobre un pequeño charco de agua
corriente.
Debido a que cuando
uno miraba la superficie de este pequeño charco no se reflejaba el cielo, sino
sólo la roca que descansaba encima, el agua parecía negra y prohibida, aun para
los yanquis no supersticiosos. Es fácil comprender que un indio de mente
sencilla adorando en este lugar recluido pudiese creer que veía al diablo
aparecer como una manifestación visible en el agua, y que los indios que venían
de aldeas apartadas en densas selvas adoraran aquí y ofrecieran dones y
sacrificios.
Después, en la tarde
del 9 de agosto de 1911, fue cuando vi por primera vez este notable santuario.
Cerros densamente cubiertos de árboles se elevaban por todos lados. No se veía
ninguna choza y apenas se escuchaba un rumor. Un sitio ideal para practicar las
ceremonias místicas de un culto antiguo. El notable aspecto de este gran peñón
y el obscuro charco a su sombra lo convirtieron en un sitio de adoración. Aquí
estaba sin duda "el principal mochadero
de aquellas montañas boscosas". Es todavía venerado por los indios de
la vecindad. Al fin habíamos descubierto el sitio en que, en la época de Titu
Cusi, los sacerdotes incas, de cara al este, saludaban al sol naciente,
"extendiendo las manos hacia él" y "tirándole besos",
"ceremonia de la más profunda resignación y reverencia". Podemos
imaginar a los Sacerdotes del Sol, ataviados en sus resplandecientes vestiduras
litúrgicas, con los rostros encendidos por la luz rosácea del amanecer,
esperando el momento en que la Gran Divinidad apareciera sobre los cerros
orientales y recibiese su adoración. Mientras ascendía, les vemos saludándolo y
gritando: "¡Oh sol! Tú, que estás en paz y seguridad, brilla sobre
nosotros, guárdanos de enfermedades y consérvanos en salud y bienestar. ¡Oh
sol! Tú, que se dice permitiste el Cuzco y Tampu, haz que estos hijos puedan
conquistar todos los otros pueblos. Te suplicamos que los hijos de los incas
sean siempre conquistadores, ya que para esto los creaste". Esta era la
invocación acostumbrada, según nos dijeron.
Con los relatos
contemporáneos a la vista y la evidencia física ante nuestros ojos, podíamos
estar ahora bastante seguros de que hablamos hallado una de las capitales de
Manco y la residencia conocida de los españoles, visitada por los misioneros y
embajadores, tanto como por los refugiados que habían buscado seguridad aquí al
huir de los secuaces de Pizarro y que habían muerto a Manco. Como estaba demasiada
cerca de Puquiura para ser su "capital principal", Vilcapampa era,
sin duda, Vitcos.
Así regresamos al
cerro de las Rosas para hacer mayores estudios y algunas excavaciones.
En el lado sur .de la
colina, opuestas al largo palacio, están las ruinas de una sola estructura de
78 pies de largo por 25 de ancho, con puertas en ambos lados sin nichos ni
muestra de una cuidadosa labor humana. Puede haber sido un cuartel para los
soldados de Manco, pero la ausencia de los nichos me hizo creer que fuese
construido por orden de Manco para los soldados españoles que huyeron del Cuzco
y se refugiaron junto al monarca. Otra razón para mi creencia es que entre este
edificio y el palacio hay una "pampa" que puede haber sido el escenario
de aquellos juegos de tejos o bolas que practicaban los refugiados españoles.
Aquí habría ocurrido la fatal partida en que uno de los jugadores se exacerbó y
mató a su regio anfitrión.
Nuestras excavaciones
produjeron un montón de toscos trozos de vasijas de barro, unas pocas piedras
de huso y alfileres para chales en bronce, así como una cantidad de objetos de
hierro de origen europeo, herraduras muy oxidadas, una hebilla, un par de
tijeras, varios ornamentos para cabalgaduras y frenos y tres arpas judías. Mi
primer pensamiento fue que peruanos modernos habrían vivido aquí, aunque la
necesidad de acarrear provisiones por una escarpada pendiente lo hacía poco
probable. Además, la presencia de los artefactos de origen europeo no conduce
por sí sola a tal conclusión. En primer lugar, sabemos que Manco acostumbraba
atacar a los viajeros españoles entre el Cuzco y Lima. Puede muy fácilmente
haber traído algunas bridas españolas. Es posible, en segundo lugar, que los
instrumentos musicales, como los adornos de monturas, pertenecieran a los
refugiados, que alegraban su destierro tañendo melancólicamente. En tercer
lugar, los servidores del Inca visitaron probablemente el mercado español en el
Cuzco, en donde debe haberse ofrecido a veces una considerable variedad de
mercaderías de manufactura europea. Finalmente, Rodríguez de Figueroa habla en
forma expresa de dos pares de tijeras que trajo como presentes a Titu Cusi, El
hecho de que tales objetos europeos no hayan salido en las excavaciones de
ningún otro sitio importante en la provincia de Vilcapampa parece indicar que
fueron abandonados antes de la conquista española o bien empleados por nativos
que no pretendían acumular semejantes tesoros.
Todas nuestras
expediciones en la vieja provincia de Vilcapampa no consiguieron mostrarnos
ninguna otra "piedra blanca sobre un manantial", rodeada por las
ruinas de una posible Casa del Sol. En consecuencia, parece razonable adoptar
las siguientes conclusiones: Ñusta Isppana es el Yurak Rumi del padre Calancha;
el Chuquipalta de hoy día, el sitio a que él se refiere como Chuquipalpa. Este
es el "Viticos" de Cieza de León, famoso cronista militar
contemporáneo de Manco, que dice que fue en la provincia de Viticos donde Manco
decidió retirarse cuando se rebeló contra Pizarro, y que "habiendo
alcanzado a Viticos con una gran cantidad del tesoro colectado desde varias
partes, junto con sus mujeres y escolta, el rey Manco Inca se estableció en el
más fuerte de los sitios que pudo encontrar, desde donde salió muchas veces y
en muchas direcciones y perturbó aquellas partes que estaban tranquilas para
hacer cuánto daño pudiese a los españoles, que consideraba crueles
enemigos".
El "más fuerte de
los sitios" de Cieza de León, el Guaynapucara de García, es llamado ahora
Rosaspata. Ocampo lo denominó "la fortaleza de Pitcos", en donde,
dice, "había un espacio llano con majestuosos edificios", cuyo rasgo
más notable era que tuviesen dos clases de puertas y ambas con dinteles de
piedra blanca. Finalmente, la aldea moderna de Pucyura, en el valle del río
Vilcabamba, es el Puquiura del padre Calancha, sitio de la primera iglesia
misional de esta región, como presumió Raimondi. El hecho de que la distancia
desde la Casa del Sol no sea demasiado grande para la procesión religiosa y de
que se encuentre ubicada cerca de la fortaleza, señala la exactitud de esta
conclusión.
Nuestra identificación
de estas localidades mencionadas por Calancha y otros cronistas españoles ha
sido aceptada por arqueólogos e historiadores peruanos. Rosaspata es el actual
nombre de la capital militar y política de los últimos cuatro Incas, que se
menciona indistintamente en las crónicas como Vitcos, Pitcos, Viticos y
Uiticos.
Del libro la Ciudad Perdida de los Incas.
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