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miércoles, 28 de diciembre de 2011

Cuento: LA PLANTITA

Por: José Luis Aliaga Pereyra

Esta es una historia que muestra lo duro de la vida de un alcohólico. Muy útil para hablar de valores a los adolescentes en las escuelas. Lleva un mensaje claro "cómo teniendo todas las oportunidades, las dejamos ir y nos hundimos. Pero, como Dios es grande, aún así, de la mugre, del fango, puede surgir una plantita, una esperanza, una nueva oportunidad la cual no podemos dejar morir pues puede ser la última".
Nadie puede sembrar nuestro árbol sino nosotros mismos y de nosotros depende que sea fuerte, saludable y provechoso.

Cuando Reynaldo despertó, aún sentía los estragos de la borrachera. Su cuerpo ya no era el de antes, el de un joven atrevido y fuerte. A los 36 años le temblaban las piernas y los brazos como si fuera un anciano de 70 que sufría la penosa enfermedad de párkinson. Había momentos en que no podía ni pensar; los mareos, las náuseas, la sed y el dolor de cabeza, lo mantenían aturdido y lo peor de todo, estos estados, de temporales, se estaban convirtiendo en permanentes.

Levantó la manta que lo cubría y caminó a tientas por su cuartucho húmedo y desordenado que emanaba olores de orines y esputos.

Encogido y con la contextura de un espectro, Reynaldo llegó hasta una especie de mesa hecha con gruesas tablas que descansaban sobre adobes de barro superpuestos. Cogió un vaso de agua turbia que allí se encontraba; lo sostuvo con desesperación, como si se le fuese a escapar de las manos, para luego, al intentar sorber un trago, desparramar todo el líquido por su quijada de ralas barbas y su pecho mugriento. Después, tambaleante, dejó caer el vaso debido al temblor incesante de sus manos. Se apoyó, un momento, en la mesa. Dio dos, tres pasos queriendo regresar a su cama que no era más que dos "pullos" viejos tendidos sobre el piso húmedo, pero un pequeño traspiés hizo que perdiera el equilibrio cayendo sobre el suelo y quedando, por varios minutos, de cubito ventral.

Tirado en el piso, Reynaldo trató de hilvanar algunas ideas: cuando vivía con sus padres era un hombre diferente. Dormía en una cama confortable. Comía frutas, leche y carne frescas; era el engreído de la casa. Desde muy temprana edad, trece años, le confiaron la administración de un pequeño negocio que, con el tiempo, colmó sus expectativas, siendo, éste, el principal argumento de su negativa a continuar estudiando. Transcurrieron los días, llegaron los amigos y, entre broma y broma, comenzaron los tragos. Reynaldo cerraba el negocio y, todos los fines de semana, salía de su casa y regresaba borracho. No hizo caso de consejos, ni reaccionó ante los castigos y continuó su vida bohemia e irresponsable hasta que fue expulsado por sus progenitores cuando, además de faltarles el respeto, fue sorprendido en "vicios mayores" y robando en su propia casa.

Reynaldo, a pesar de todo, de ésta época, guardaba gratos recuerdos e incluso percibía el perfume de su abnegada madre cuando, llorosa, lo acariciaba a escondidas del padre. Mil veces lo perdonaron y mil veces retornó a esa red que lo envolvió llevándolo por ese maldito laberinto de aparente bienestar. Sin voluntad y dominado por el vicio, su vida iba hacia el lugar que ese camino conduce: una miserable existencia y el precipicio de la muerte. Palpó la correa que sujetaba su pantalón y observó la desnuda viga del cielo raso de su cuarto. Después, sus dedos temblorosos tocaron su cuello. No había otra alternativa; quería escapar, para él ya nada valía la pena.

Reynaldo miró alrededor; algo fastidiaban a sus ojos grandes, saltones y vagos, acostumbrados a la oscuridad. Lo descubrió rápido; era un rayito de luz que ingresaba por la rendija de su puerta y que brillaba tenue y silencioso. Era una lucecita en la que nunca había reparado y que llegaba hasta su rostro; ingresaba por la parte inferior de la puerta y avanzaba tibia hasta llegar donde se encontraba y allí, a tres cuartas de su nariz, en el centro del débil caminito de luz, crecía solitaria y hermosa una plantita, entre toda la fetidez y porquería.

Los ojos de Reynaldo parpadearon, adquiriendo un dulce brillo. Su mente se abrió cual cartucho de azucena, Parecía mentira que una plantita tan delicada crezca verde y alegre en su cuartucho pestilente. Una plantita como las que pueblan los jardines y los campos, regadas por la lluvia, abrigadas por el sol y acariciadas por el hombre. Una plantita que se sobrepuso a la oscura adversidad y creció sola y en silencio, quizás esperanzada en este encuentro de salvación, encuentro feliz.

Reynaldo observó, incrédulo, la verde plantita. Se frotó los ojos y, convencido de la verdad, se incorporó sonriente. La plantita era de un color verde amarillento. Acercó su nariz; inhaló fuerte y la frescura del campo inundó su cuerpo. Abrió las puertas de par en par; respiró profundo y arrojó toda la porquería de su cuarto y de su alma. El resto lo hicieron el viento, el sol y la lluvia. Los minutos que permaneció tirado sobre el piso le parecieron años. Reynaldo, cuidadosamente, trasplantó a la plantita.

Pasaron los días, los meses y los años; Reynaldo, con la frente en alto, riega con cariño un frondoso árbol, frente al jardín de su casa. Su madre, cada vez que lo visita, mira con ternura aquel árbol que, como su hijo, crece fuerte y sano para el bien de la sociedad y del universo entero.

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