Por: José Luis Aliaga Pereyra
Esta es una historia que muestra lo duro de la
vida de un alcohólico. Muy útil para hablar de valores a los adolescentes en
las escuelas. Lleva un mensaje claro "cómo teniendo todas las
oportunidades, las dejamos ir y nos hundimos. Pero, como Dios es grande, aún
así, de la mugre, del fango, puede surgir una plantita, una esperanza, una
nueva oportunidad la cual no podemos dejar morir pues puede ser la
última".
Nadie puede sembrar nuestro árbol sino nosotros
mismos y de nosotros depende que sea fuerte, saludable y provechoso.
Cuando Reynaldo despertó,
aún sentía los estragos de la borrachera. Su cuerpo ya no era el de antes, el
de un joven atrevido y fuerte. A los 36 años le temblaban las piernas y los
brazos como si fuera un anciano de 70 que sufría la penosa enfermedad de párkinson.
Había momentos en que no podía ni pensar; los mareos, las náuseas, la sed y el
dolor de cabeza, lo mantenían aturdido y lo peor de todo, estos estados, de
temporales, se estaban convirtiendo en permanentes.
Levantó la manta que
lo cubría y caminó a tientas por su cuartucho húmedo y desordenado que emanaba
olores de orines y esputos.
Encogido y con la
contextura de un espectro, Reynaldo llegó hasta una especie de mesa hecha con
gruesas tablas que descansaban sobre adobes de barro superpuestos. Cogió un
vaso de agua turbia que allí se encontraba; lo sostuvo con desesperación, como
si se le fuese a escapar de las manos, para luego, al intentar sorber un trago,
desparramar todo el líquido por su quijada de ralas barbas y su pecho
mugriento. Después, tambaleante, dejó caer el vaso debido al temblor incesante
de sus manos. Se apoyó, un momento, en la mesa. Dio dos, tres pasos queriendo
regresar a su cama que no era más que dos "pullos" viejos tendidos sobre el piso húmedo, pero un pequeño
traspiés hizo que perdiera el equilibrio cayendo sobre el suelo y quedando, por
varios minutos, de cubito ventral.
Tirado en el piso,
Reynaldo trató de hilvanar algunas ideas: cuando vivía con sus padres era un
hombre diferente. Dormía en una cama confortable. Comía frutas, leche y carne
frescas; era el engreído de la casa. Desde muy temprana edad, trece años, le
confiaron la administración de un pequeño negocio que, con el tiempo, colmó sus
expectativas, siendo, éste, el principal argumento de su negativa a continuar
estudiando. Transcurrieron los días, llegaron los amigos y, entre broma y
broma, comenzaron los tragos. Reynaldo cerraba el negocio y, todos los fines de
semana, salía de su casa y regresaba borracho. No hizo caso de consejos, ni
reaccionó ante los castigos y continuó su vida bohemia e irresponsable hasta
que fue expulsado por sus progenitores cuando, además de faltarles el respeto,
fue sorprendido en "vicios mayores" y robando en su propia casa.
Reynaldo, a pesar de
todo, de ésta época, guardaba gratos recuerdos e incluso percibía el perfume de
su abnegada madre cuando, llorosa, lo acariciaba a escondidas del padre. Mil
veces lo perdonaron y mil veces retornó a esa red que lo envolvió llevándolo
por ese maldito laberinto de aparente bienestar. Sin voluntad y dominado por el
vicio, su vida iba hacia el lugar que ese camino conduce: una miserable
existencia y el precipicio de la muerte. Palpó la correa que sujetaba su pantalón
y observó la desnuda viga del cielo raso de su cuarto. Después, sus dedos
temblorosos tocaron su cuello. No había otra alternativa; quería escapar, para
él ya nada valía la pena.
Reynaldo miró
alrededor; algo fastidiaban a sus ojos grandes, saltones y vagos, acostumbrados
a la oscuridad. Lo descubrió rápido; era un rayito de luz que ingresaba por la
rendija de su puerta y que brillaba tenue y silencioso. Era una lucecita en la
que nunca había reparado y que llegaba hasta su rostro; ingresaba por la parte
inferior de la puerta y avanzaba tibia hasta llegar donde se encontraba y allí,
a tres cuartas de su nariz, en el centro del débil caminito de luz, crecía
solitaria y hermosa una plantita, entre toda la fetidez y porquería.
Los ojos de Reynaldo
parpadearon, adquiriendo un dulce brillo. Su mente se abrió cual cartucho de
azucena, Parecía mentira que una plantita tan delicada crezca verde y alegre en
su cuartucho pestilente. Una plantita como las que pueblan los jardines y los
campos, regadas por la lluvia, abrigadas por el sol y acariciadas por el
hombre. Una plantita que se sobrepuso a la oscura adversidad y creció sola y en
silencio, quizás esperanzada en este encuentro de salvación, encuentro feliz.
Reynaldo observó,
incrédulo, la verde plantita. Se frotó los ojos y, convencido de la verdad, se
incorporó sonriente. La plantita era de un color verde amarillento. Acercó su
nariz; inhaló fuerte y la frescura del campo inundó su cuerpo. Abrió las
puertas de par en par; respiró profundo y arrojó toda la porquería de su cuarto
y de su alma. El resto lo hicieron el viento, el sol y la lluvia. Los minutos
que permaneció tirado sobre el piso le parecieron años. Reynaldo,
cuidadosamente, trasplantó a la plantita.
Pasaron los días, los
meses y los años; Reynaldo, con la frente en alto, riega con cariño un frondoso
árbol, frente al jardín de su casa. Su madre, cada vez que lo visita, mira con
ternura aquel árbol que, como su hijo, crece fuerte y sano para el bien de la
sociedad y del universo entero.
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