Por: Onésimo Silva Reyna
La serenata es el
canto al amor. Al amor platónico y romántico. A ese amor que late en el corazón
con pulsaciones de encendida pasión, o con estertores de pájaro agonizante,
serenata es el poema escrito sobre las cinco líneas y cuatro espacios de un
pentagrama sonriente y picaresco, que luego se convierte en almibarados gorjeos
de zorzales y ruiseñores. La serenata es la canción de una esperanza alada; o
la de amargos desengaños; la de los celos punzantes y envenenados; la de las
postradas súplicas ante el altar de Cupido; es el canto que rinde homenaje a la
mujer idolatrada; o es la impostergable despedida, anudada al turbio espejo del
alma, que va oprimiendo el angustiado corazón hasta el momento de la partida,
en que se deshace en lágrimas atribuladas.
La serenata nos viene
desde tiempos remotos.
Desde que los
peninsulares llegaron y sentaron sus reales por estos pagos de Dios. Y se
convertía, al pie de una ventana amiga, o de un balcón tachonado de flores, en
juguetona serpentina que surgía desde las profundas oquedades de un miocardio
enamorado y buscaba, filtrándose por una rendija cómplice, el corazón de la
bella que dormía plácidamente, tal vez soñando con las ternezas y juramentos
del dueño de sus amores, el que, aterido, junto a sus cumpitas del trato, iban
todos entrando en calor, al amparo de un par de tragos bien templados de burbujeante
y sólido cañazo, para luego saturar de armonías y suspiros las tranquilas sombras
de una noche somnolienta y gélida.
En el Huauco de ayer,
remontándome a los lejanos años de mi infancia no se supo de noche alguna en
que faltara la serenata «enamorada» y persuasiva, especialmente en las noches
de plenilunio, como si en ellas se avivara el fuego apasionado de los prendados
jóvenes.
Hacia los años veinte
fueron consumados serenatistas los mancebos de entonces: Agustín Marín, Alcibíades
Horna, Hildebrando Aliaga, Aladino Escalante (que a poco levantara el vuelo
hacia escoceses horizontes), Mario Sánchez, Pancho Malaver (del que se decía,
no hacía la segunda ni la tercera, sino la sexta, dada la olímpica gravedad de
su voz)
Años después, hacia
los treinta, endulzaban los apacibles sueños de las adoradas prendas los
lamentos melodiosos de una «triste», mezcla de jubilosas esperanzas y hondos
suspiros de añoranza, por ese trío que se hizo famoso en los ámbitos
huauqueños, consagrado por las damitas, no importaba de qué edad, trío
integrado por Celso Silva primera voz José Aliaga, alias «Joseagas», a la
segunda, y el morocho Zenobio Rocha, ducho en primera, segunda y contralto.
Esas melodías rendían
culto a la belleza de todas las chicas de «La Toma» y «El Centro», para cuyo
fin los trovadores, escalando las empinadas breñas, arriba el Huishquimuna, se
sentaban cómodos sobre una gran piedra planiza y echaban al vuelo sus romances
a través de «Paloma Blanca», «La Flor del Café», «Amor Eterno», «Cuando va
muriendo el Día», «Rosa de mi Jardín», «Adiós, mi Amor», etc., etc., yaravíes en
boga que culminaban con una marinera o huaino arrebatados, que hacían trizas
los corazones de las Evitas romanticonas, quienes, furtivas, salían puerta
afuera, dejando su cálido lecho, o el engreído sombrero, que iban tejiendo
hasta "altas horas de la noche".
Aquellos versos
carecían de fondo instrumentado, pero ese detalle no era óbice para que
tuviesen un acento, a cual más bello, acariciante y lisonjero.
Más de una vez se
escuchó en el Huauco hender los espacios en sombras las notas de una triste
combinada. A la sazón, había damitas de clara y meliflua voz, a quienes
invitaban los «canta-tristes» para que acompañasen en la serenata, y ésta
saliera como Dios manda. Se acoplaban entonces al grupo las hermanitas
Manuelita y Ernestina Reyna, que por su voz parecían ser hijas de una alondra y
un jilguero; las hermanitas Rosita y Jesús Chávez, dos jovencitas cuyas voces
alcanzaban el Do de pecho, como si nada. Estas chicas parecía que cantaban más
con el corazón que con la garganta. También, en contadas ocasiones se sumaba al
grupo fraterno la zarquita Hormencinda Sánchez, con su primera que sabía a miel
de abejas. Y de la secular primaveral Minopampa destacaron las hermanitas
Zelada, que matizaban de oro las serenatas de antaño.
Corriendo impasible el
tiempo, en las noches silentes de los años 40, regaron de encanto las serenatas
del canario Tashungo, Máximo Chávez, el desaparecido Profesor Wilfredo Zegarra
Sandoval, amo y señor de la guitarra, con sus bordones de típicas y muy
personales octavas, Manuelito Cabanillas, el de la mandolina mágica y el autor
de esta nota, el de guitarra compañera, conjunto que turbaba el sueño de las
«manitas» del día, con la interpretación de valsecitos criollos, y boleros de
moda, como: «Sufrir», «Bésame», «No me vayas a engañar», «Negrita Linda», y...
¡Qué sé yo!.
Estas bellas e
inolvidables jornadas se salpicaban con una suerte de atractivas anécdotas,
varias de ellas violentas y risibles a la vez, como aquella en que, en
Celendín, al pie de una ventana, el austero Profesor Eusebio Horna Torres,
guitarra en mano, para complacer a su colega y amigo Hildebrando Rojas,
iniciaba un yaraví destinado a pulverizar de amor el corazón de la bella
enamorada de éste. Y cuando la canción iba por:
«Por qué me matas, mi vida
con tus gélidos desaires...
No comprendes mi tristeza,
que me muero por tu amor:..»
Horna acababa de
entonar el último verso con la más enternecida y ondulada voz, cuando, justo en
ese instante, se abre la ventanita de arriba, por la que, asomada a ella la
anciana madre de la novia, iracunda hasta el delirio, le grita al enamorado:
¡Qué tristazo que estás,
borracho, desgraciado, balsero!...
Al punto que dejaba
caer un enorme chungo, que casi destroza el cráneo del amigo trovador, o por lo
menos la melancólica y trémula guitarra.
Hoy siguen las
serenatas su ancestral trajín.
Pero: ¡Válgame el
Señor! Que me disculpen algunos serenatistas modernos, pero creo y siento que
han perdido gran parte, cuando no todo su contenido romántico y emocional. Hoy,
casi no se necesita de voces bien timbradas, ni de turnos pacientes y
minuciosos ensayos.
Hnos. Cabanillas, buenos
en el arte y la serenata
|
Con cargar al hombro
un tocadiscos, o una grabadora, se soluciona todo y por serenata se tiene todo
un huaico de temas altisonantes de chachachás y rocks bullangueros, con un
fondo ensordecedor de percusiones afrocubanas que, a la vez, son el trasfondo
de chillidos, maullidos, graznidos y relinchos de una constelación de
nuevaoleros que, más que romantizar a un femenino corazón, sólo encienden, eso
sí, alucinantes llamaradas en los talones y algunas glándulas endocrinas, a la
par que alzan los niveles de la bilirrubina.
¡Pido mil perdones por
este comentario final, propio de un viejo chapado a la antigua, en quien
influyeron y siguen influyendo hondamente los romances de Mariano Melgar, las
inspiraciones de Felipe Pinglo, los inmortales boleros de los Panchos y las
cautivantes serenatas de Los Calaveras! ¡Por decir lo menos!
De la revista El Labrador, mayo 1995
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