Por Hiram Bingham.
Se recordará que en
julio de 1911 comencé la búsqueda de la última capital incaica. Acompañado por
un querido amigo, el profesor Harry Ward Foote, de la Universidad de Yale, que
era nuestro naturalista, y de mi compañero de clases el Dr. Wm. G. Erving,
cirujano de la expedición, entré en el maravilloso cañón del Urubamba bajo la
fortaleza incaica de Salapunco, cerca de Torontoy.
Aquí el río huye de la
helada meseta abriéndose camino a través de gigantescos montes de granito. El
sendero corre por una tierra de incomparable encanto. Tiene la majestad
grandiosa de las Rocallosas canadienses, así como la sorprendente belleza del
Nuuanu Pali, cerca de Honolulú, y la deliciosa vista del Koolau del Maui, mi tierra
nativa. En la variedad de su hermosura y en el poder de su hechizo no conozco
otro sitio en el mundo que se le pueda comparar. No sólo posee grandes picos
nevados que asoman por encima de las nubes a más de dos millas de altura,
precipicios gigantescos de granito multicolor que ascienden a miles de pies
sobre la corriente espumante y rugiente, sino que también ofrece en
sorprendente contraste orquídeas y barreras de árboles, la deleitosa belleza de
una lujuriante vegetación y la misteriosa brujería de la selva. Uno se siente
irresistiblemente atraído hacia adentro por las continuas sorpresas que se
muestran en esta garganta profunda y tortuosa que girando y quebrándose en
zigzagues pasa sobre despeñaderos colgantes de increíble altura.
Por sobre todo está la
fascinación de encontrar aquí y allá, bajo lianas colgantes o prendidas en lo
alto de salientes peñascos, las ásperas construcciones de una raza desaparecida
y tratar de comprender la turbadora historia de los antiguos constructores que
hace muchos años buscaron refugio en una región que parece haber sido
expresamente dibujada por la naturaleza como un santuario para los perseguidos,
un sitio en que pudieran con paciencia y sin miedo dar expresión a su pasión
por los muros de perdurable belleza. El espacio no permite intentar describir
en detalles el panorama que cambia constantemente, el exuberante follaje
tropical, las incontables terrazas, los peñascos que semejan torres, los
ventisqueros que atisban entre las nubes.
Se recordará que
después de pasar por La Máquina, donde la maquinaria azucarera fue abandonada
por ser imposible su acarreo junto a estos precipicios de granito, entramos en
una pequeña planicie abierta llamada Mandar Pampa. Salvo en aquellos sitios en
que la corriente pasa rugiendo, profundas quebradas la limitaban por todas
partes.
Pasamos una choza de
techo pajizo, muy deteriorada, torneamos el camino a través de un pequeño claro
e hicimos nuestro campamento a la orilla de un río en una playa de arena.
Frente a nosotros, más allá de los enormes peñascos de granito que detenían el
avance del embravecido arroyo, la abrupta montaña estaba vestida de una espesa
selva. Como nos hallábamos cerca del camino, protegidos, sin embargo, de la
curiosidad del transeúnte, nos pareció que era el sitio más adecuado para un
campamento. Nuestras labores despertaron no obstante las .sospechas del
propietario de la choza, Melchor Arteaga, arrendatario de las tierras de Mandor
Pampa. Estaba ansioso de saber por qué no ocupábamos su "taberna" del
mismo modo que otros viajeros respetables. Afortunadamente, el prefecto del
Cuzco, nuestro amigo J. J. Núñez, nos había proporcionado una escolta armada
que hablaba quichua. Nuestro gendarme el sargento Carrasco pudo tranquilizar al
tabernero. Tuvieron una larga conversación, en la cual Arteaga se enteró de que
•estábamos preocupados por las ruinas arquitectónicas de los incas y buscábamos
el palacio del último de ellos. Entonces Arteaga repuso que existían buenas
ruinas en esta vecindad. ¡Desde luego, había unas excelentes en la ladera
opuesta, llamada Huayna Picchu, y también en una cadena bautizada con el nombre
de Machu Picchu!
El amanecer del 24 de
julio fue de una helada llovizna. Arteaga tiritaba y se mostraba inclinado a
permanecer en su choza. Le ofrecí remunerarle bien si me mostraba las ruinas, a
lo cual objetó que era muy pesado el trayecto ascendente en un día tan húmedo.
Pero cuando descubrió que yo estaba dispuesto a pagarle un sol, o sea, tres o
cuatro veces el salario que se pagaba en las vecindades, consintió finalmente
en ir. Cuando le preguntamos dónde estaban las ruinas, señaló rectamente hacia
lo alto de la montaña. Nadie supuso que serían especialmente interesantes, ni
tampoco alguno mostró interés en acompañarme. El naturalista dijo que había "¡más
mariposas cerca del río!" y que tenía la, razonable certeza de poder
coleccionar algunas nuevas variedades. El cirujano declaró que iba a lavar y a
remendar su ropa. En todo caso, era mi trabajo investigar cualquier informe,
sobre ruinas y tratar de encontrar la capital incaica
.
Por eso, acompañado
del sargento Carrasco, dejé la tienda a las diez de la mañana. Arteaga nos
llevó por alguna distancia corriente arriba. En el camino pasamos junto a una
serpiente recién muerta. Dijo que la región era el recinto favorito de las
víboras. Más tarde supimos que la víbora amarilla, comúnmente conocida como fer-de-lance, serpiente muy venenosa,
capaz de dar saltos considerables cuando persigue a su víctima, es corriente en
los alrededores.
Después de una
caminata de tres cuartos de hora, Arteaga abandonó el camino principal y se
internó en la selva hasta la ribera del río. Aquí había un puente primitivo que
cruzaba la corriente rugidora en su parte más angosta, en donde el arroyo se
veía obligado a deslizarse entre dos grandes peñascos. El puente estaba hecho
de media docena de troncos muy débiles, algunos de los cuales no tenían
longitud suficiente para abarcar la distancia entre los dos apoyos, ¡por lo
cual habían sido calzados y unidos con lianas!
Arteaga y el sargento
se sacaron los zapatos y se arrastraron cautamente empleando los dedos, hasta
cierto punto aprehensibles, para evitar resbalarse. Nadie sobreviviría un
instante en la gélida corriente, ya que se habría despedazado inmediatamente
contra las rocas. Tengo la franqueza de confesar que me arrastré con pies y
manos sin avanzar más de unas seis pulgadas cada vez. Aun después de haber
llegado a la otra orilla no podía dejar de preguntarme qué sucedería con el puente
si cayese un chubasco especialmente denso. Una ligera lluvia había mojado
durante la noche, y con eso el río creció hasta el punto de que el puente se
veía amenazado por la espumante corriente. No se necesitaba mucho más para
arrasarlo del todo. Si esto hubiese acontecido en el curso de este día, habría
sido muy embarazoso. Desde luego, sucedió poco después, y cuando los visitantes
que nos siguieron trataron de cruzar el río en este punto, encontraron que sólo
quedaba un débil tronco.
Dejando el arroyo,
luchamos por abrirnos camino a través de una densa espesura, y a los pocos
minutos llegamos hasta la base de una ladera muy abrupta. Durante una hora y
veinte minutos tuvimos -una dificultosa ascensión, buena parte de la cual
hubimos de hacerla a gatas y a veces sosteniéndonos con las uñas. Aquí y allá
una escalera primitiva, hecha del áspero tronco nudoso de un pequeño árbol,
estaba colocada en forma de ayudar a franquear lo que de otra manera habría
sido un despeñadero invencible. En otros sitios la ladera aparecía cubierta de
resbaloso pasto, en donde se hacía difícil encontrar sostén para manos o pies.
Arteaga refunfuñó diciendo que había gran cantidad de serpientes por aquí. El
sargento Carrasco guardó silencio, pero sentíase contento de llevar buenas
botas militares. La humedad era grande. Estábamos dentro del circuito de la
precipitación pluvial máxima del Perú oriental. El calor resultaba excesivo y
yo no estaba acostumbrado a él. No había ruinas o andenes de ninguna clase a la
vista. Comencé a pensar que mis compañeros eligieron el mejor camino al
quedarse en el campamento.
Poco después de
mediodía, cuando estábamos completamente agotados, llegamos a un pequeño
cobertizo cubierto de nieve a dos mil pies sobre el río, en donde varios
bondadosos indios, agradablemente sorprendidos con nuestro inesperado arribo,
nos recibieron con goteantes calabazas llenas de agua fresca. En seguida nos
sirvieron unos cuantos camotes cocinados. Parece que dos hacendados indios,
Richarte y Álvarez, habían escogido recientemente estos nidos de águila para
instalar sus reales. Encontraban aquí bastantes terrazas para sus cosechas.
Admitieron riendo que disfrutaban al sentirse libres de visitas importunas,
funcionarios que buscaban "voluntarios" para el ejército y cobradores
de impuestos.
Richarte nos contó que
habían estado viviendo aquí durante cuatro arios. Es probable que debido a su
inaccesibilidad, el cañón estuviera deshabitado por varios siglos, pero con la
terminación del nuevo camino los colonos comenzaron una vez más a ocupar esta
región. Alguien trepó los precipicios y encontró en las laderas, a una
elevación de nueve mil pies sobre el mar, abundancia de rico suelo
convenientemente situado en terrazas artificiales y en un clima agradable.
Aquí, finalmente, los indios limpiaron unas cuantas terrazas, plantando maíz,
papas, camotes, caña de azúcar, fréjoles, pimientos, tomates y grosellas.
Nos hablaron de dos
sendas hacia el mundo exterior, una de las cuales era la que ya habíamos
recorrido; la otra, "todavía más difícil", consistía en un peligroso
sendero hacia la ladera exterior de un rocoso precipicio, en el otro lado de la
cadena. Eran las únicas vías de salida durante la época húmeda, en la que el
primitivo puente sobre el cual cruzarnos nosotros no se podía transitar. No me
sorprendió saber que salían de casa "sólo una vez al mes".
Por el sargento
Carrasco me enteré de que las ruinas estaban "un poco más lejos". En
este país nunca se puede saber cuándo un informe semejante es digno de crédito.
"Puede haber estado mintiendo", es buena acotación posible de añadir a
cualquier indicación que se oiga. No me sentí por eso demasiado entusiasmado ni
tuve gran prisa por moverme. Seguía haciendo mucho calor; el agua del manantial
de los indios era fresca y deliciosa, y el rústico banco de madera,
hospitalariamente cubierto a raíz de mi llegada por un suave poncho de lana,
resultaba de lo más cómodo. Fuera de esto, la vista sencillamente encantaba.
Enormes quebradas verdes caían hasta los blancos rompientes del Urubamba. Justo
al frente, por el lado Norte del valle, se veía un gran peñasco de granito que
se levantaba hasta dos mil pies. A la izquierda se encontraba el solitario pico
de Huayna Picchu rodeado por precipicios al parecer inaccesibles. Por todas
partes nos circundaban despeñaderos rocosos. Más allá, las montañas, cubiertas
de nieve y embozadas en nubes, se elevaban a miles de pies por sobre nuestras
cabezas.
Continuamos 'gozando
de la maravillosa vista del cañón, aunque todas las ruinas que podíamos divisar
desde nuestro helado refugio eran unas cuantas terrazas.
Sin la más leve esperanza
de encontrar algo más interesante que las ruinas de dos o tres casas tales como
las que vimos en distintos sitios a lo largo del camino entre 011antaitambo y
Torontoy, abandoné finalmente la fresca sombra de la choza y trepé hacia la
cresta en torno a un pequeño promontorio. Melchor Arteaga había estado allí una
vez antes, así es que decidió quedarse para descansar y chismorrear con
Richarte y Álvarez. Conmigo fue un muchacho pequeño que me sirviera de.
"guía". El sargento estaba obligado a seguirme, pero creo que debe
haber sentido muy poca curiosidad por lo que había que ver.
Apenas abandonamos la
cabaña y dimos vuelta al promontorio, nos encontramos con un inesperado
espectáculo: un gran trecho escalonado de terrazas hermosamente construidas
con sostenes de piedra. Había quizá un ciento de ellas, cada una de unos cien
pies de largo por diez de alto. Se veían recientemente rescatadas de la selva
por los indios. Un verdadero bosque de grandes árboles que crecieron en las
terrazas durante siglos fueron derribados y en parte quemados para despejarlas
con propósitos agrícolas. La tarea resultó, demasiado grande para los dos
indios, de modo que los .árboles quedaron corno habían caído y sólo se les pudo
despojar de algunas ramas. Pero el antiguo suelo, cuidadosamente cultivado por
los incas, era capaz todavía de producir ricas cosechas de maíz y de papas.
No existía, sin
embargo, nada que pudiera entusiasmarnos. Conjuntos similares de terrazas bien
construidas se pueden ver en la parte superior del valle del Urubamba en Pisac
y en Ollantaitambo, como también en un sitio tan opuesto corno Torontoy. Por
eso seguimos pacientemente al menudo guía a lo largo de una de las terrazas, más
anchas, en la cual una vez hubo un pequeño conducto para el agua, y nos abrirnos
camino al interior de una selva virgen que seguía inmediatamente. De pronto me
encontré ante los muros de casas en ruinas construidas con el trabajo de piedra
más fino que hicieran los incas. Era difícil verlas, porque estaban en parte
cubiertas por árboles y musgo, crecimiento de siglos; pero en la densa sombra,
escondidos entre espesuras de bambúes y llanas enredadas, aparecían aquí y allá
muros de bloques de granito blanco cuidadosamente cortados y exquisitamente
encajados. Nos arrastramos a través de la espesura trepando las paredes de las
• terrazas y rompiendo los velos de los bambúes, en lo que nuestro guía se
desempeñaba más fácilmente que yo. De repente, sin ninguna, advertencia, bajo
una enorme saliente colgante, el muchacho me mostró una cueva forrada con la
más fina piedra, que, sin duda, habría sido un mausoleo real. En lo alto de
esta saliente se encontraba un edificio semicircular, cuya pared externa, en
suave pendiente y ligeramente curva, mostraba un parecido sorprendente con el
Templo del Sol en el Cuzco. Este podía ser otro. Seguía la curvatura natural de
la roca y estaba empotrado en ella por uno de los más finos ejemplos de
albañilería que yo hubiese visto. Además, amarraba en otra hermosa muralla •
hecha de bloques muy cuidadosamente aparejados de puro granito blanco que
habían sido 'escogidos por su fina apariencia. Era claramente labor de un
maestro de su arte. La superficie interior del muro estaba interrumpida por
nichos y clavijas de piedra. La exterior era perfectamente simple y sin
adornos. Las hileras inferiores, de bloques particularmente grandes, daban al
muro un aspecto de solidez. Las superiores, disminuyendo en tamaño conforme
ascendían, prestaban gracia y delicadeza a la estructura. La belleza de las
líneas, el arreglo simétrico de los bloques y la gradación de la magnitud de
las hileras se combinaban para producir un efecto maravilloso, más suave y
grato que aquel de los templos de mármol del Viejo Mundo. Debido a la ausencia
de mezcla no quedaban huecos feos entre los bloques. Parecían haber crecido
unidos. Par la belleza del blanco granito esta estructura sobrepasaba en
atractivo a los mejores muros del Cuzco que habían maravillado a los viajeros
durante cuatro siglos. Ofuscado todavía, comencé a darme cuenta de que este
muro y el templo semicircular adyacente sobre la cueva eran tan finos como los
más finos trabajos en piedra que se conocen en el mundo.
Realmente me quedé sin
aliento. ¿Cuál podía ser este lugar? ¿Por qué nadie nos dio idea alguna de él?
Hasta
Melchor Arteaga se
mostró sólo moderadamente interesado y no apreció la importancia de las ruinas
que Richarte y Álvarez habían adoptado como terreno para su hacienda. Quizá
después de todo era un pequeño sitio aislado que no llamó la atención por ser
inaccesible.
Luego el niño me urgió
a trepar por una abrupta colina sobre la cual parecía haber una escalera de
piedra. Una sorpresa seguía a la otra en aplastante panorama. Llegamos a una
gran escalera compuesta de bloques de granito. Luego caminamos a lo largo de
una senda hasta el claro en que los indios hablan plantado un pequeño jardín de
verduras. De pronto nos encontramos frente a las ruinas de dos de las más
hermosas e interesantes estructuras de la antigua América. Hechas de granito
blanco, las paredes presentaban bloques de tamaño ciclópeo, más altos que un
hombre. La vista de aquello me dejó hechizado.
Cada edificio contaba
sólo con tres muros y se hallaba enteramente abierto en un lado. Las paredes
del templo principal, de doce pies de altura, estaban perforadas por nichos
'exquisitamente labrados, cinco arriba en cada extremo y siete en la parte de
atrás. Había también siete filas de bloques al término de los muros. Bajo las
siete filas de nichos se encontraba un bloque rectangular de catorce pies de
largo, posiblemente altar de sacrificio, pero más probablemente un trono para
las momias de los Incas difuntos traídas para ser adoradas. El edificio no
tenía el aspecto de haber sido jamás techado. La fila superior de los bloques
bellamente pulidos no se suponía que fuera cubierta, de modo que el sol
recibiera la bienvenida de los sacerdotes y de las momias. Apenas podía creer a
mis ojos mientras examinaba los grandes bloques de la hilera inferior y
calculaba que debían pesar de diez a quince toneladas cada uno. ¿Creerla
alguien lo que yo había descubierto? Afortunadamente en esta tierra donde la
acuciosidad por dar cuenta de lo que se ha visto no es una característica
dominante entre los viajeros, yo tenía una buena cámara y el sol brillaba.
El templo principal
mira al Sur, con una pequeña plaza o patio al frente. Por el lado oriental de
ésta se encuentra otra sorprendente estructura: las ruinas de un templo que
presenta tres grandes ventanas que miran sobre el cañón al sol levante. Como su
vecina, es única entre las ruinas incaicas. Jamás se ha encontrado nada
semejante a ellas en lo que toca a dibujo-y ejecución. Sus tres ventanas,
notablemente grandes, demasiado para servir a ningún propósito útil, eran de
la más grande belleza en su diseño y habían sido, ejecutadas con gran cuidado y
solidez. Se trataba, sin duda, de un edificio ceremonial de peculiar
significación. En parte alguna del Perú, por lo que yo sé, hay una estructura
similar notable por ser "un muro de albañilería con tres ventanas. Se recordará
que Salcamayhua, el peruano que escribió un relato de las antigüedades del Perú
en 1620, dijo que el primer Inca Manco el Grande ordenó "trabajos que se
ejecutarían en el sitio de su nacimiento", consistentes en "un muro
de albañilería con tres ventanas". ¿Era eso lo que descubrí? De ser así,
no se trataba entonces de la capital de los últimos Incas, sino del lugar de
nacimiento del primero. No se me ocurrió la posibilidad de que fuesen ambas
cosas a la vez. En realidad, la región podía calzar con los requisitos de
Tampu-tocco, lugar de refugio de la población civilizada que huyó de las tribus
bárbaras del Sur después del combate de La Raya llevando consigo el cuerpo de
su rey Pachacutec, que había sido muerto por una flecha. Quizá lo sepultaron en
la cueva forrada de piedra bajo el templo semicircular.
Esta podía ser la
"ciudad principal" de Manco y sus hijos, esa Vilcapampa en que estaba
la Universidad de la Idolatría, a la cual Fray Marcos y Fray Diego trataron de
llegar. Valía la pena investigar tanto como fuera posible.
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