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miércoles, 11 de enero de 2012

Santiago De Chuco: LA TIERRA DE VALLEJO.



“Entre Vallejo y su pueblo existe una dramática consonancia”

Ciro Alegría, recuerda una visita.
Madre, me voy mañana a Santiago, a mojarme en tu bendición y en tu llanto”, cantó llorando a su vez César Vallejo. Me parece ahora, de releer al poeta y recordar a Santiago de Chuco, que su tierra natal  era también la madre de su alma. Amigos de Vallejo han contado cómo hacía frecuente y saudosa evocación de los lares nativos. Siendo la emoción telúrica una de las características de las letras peruanas, sin duda porque nuestra geografía es imperiosa, la de Vallejo se identifica con el hombre hasta sus orígenes. Tiene un renglón de poema que equivale a un tratado: “Indio después del hombre y antes del él”. Cuando el color y la anécdota aparecen en sus versos, adquieren también un sentido esencial. Por todo lo cual, ahora que conmemoramos el 25° aniversario de la muerte de  César Vallejo, quiero recordar mi visita a Santiago de Chuco y contar algo del poeta y su tierra.

Desde Trujillo subimos primero a lo largo de un valle cálido y luego dando barquinazos en las pendientes de los Andes. Son horas de ascensión por cuestas vencidas con altas gradientes y curvas. El motor del camión ronca como si fuera a estallar de esfuerzo y fatiga. Para que una compañera de excursión se vaya acostumbrando a la altura y no la maltrate el soroche, hacemos pascana en el pequeño hotel Moyobamba, donde no sobran las comodidades pero sí la gran hospitalidad serrana. Por los contornos abundan las sementeras y los eucaliptos. No hace  mucho frío aún y el cielo todavía está lejos.

La imagen de Vallejo con
Sombrero en la mano es en el bosque
de Fontainebleau, rara foto
tomada en abril de 1926.
Salimos horas antes del alba, sin que el “reloj con plumas” avise, en una oscuridad tupida. La cuesta se empina a jalones. Los faros ya no señalan pencas ni árboles. Con frecuencia la luz barrena el abismo. De pronto nos damos con una visión extraña y esplendida: Las estrellas están frente a nosotros. No arriba, sobre nuestras cabezas, como siempre ocurre, sino allá, delante del camión, tras las faldas prietas de los cerros. Brillan cercanas las estrellas, frente a nuestros ojos, cuajando de puntos brillantes el telón de la noche. Parece que nos detendríamos ante las estrellas, doblando esa curva del camino. Quizás podremos alcanzarlas con la mano. Pero al doblar cada curva, cuando ya parecía que nos íbamos a topar con las estrellas, encontramos que están más allá, tras otra ladera y otra curva. Es por la altura que se las ve al frente. Pero según su mejor tradición real y simbólica, las estrellas siempre quedan lejos…

La amanecida disipa del todo esa ilusión y nos muestra la realidad ocre de la puna, manchada de roquedales prietos y amarillos retazos de pasto duro llamado ichu. El camino, de súbito, cruza por el panteón de los mineros muertos en Shorey. Pasamos entre tumbas. Las cruces si están al alcance de la mano. A lo lejos, sobre una loma, lanzan humo ralo las chimeneas. El ramal de la carretera que va a Santiago de Chuco, arrancado más allá de las minas de Shorey, es una angosta congestión de zanjas y baches. Ningún automóvil puede pasar por allí. Es vía para jeep y camión. El nuestro se atasca varias veces y hay que rellenar la zanja con tierra y piedras, bajo el chicote de un helado viento. Fatiga mucho el esfuerzo. Retumba el corazón como si estuviera en los oídos. El aire se ha enrarecido.

Después de blanquear la escarcha y oír el ronco silbo de los pajonales de la puna, el camino desciende morosamente y termina por desenrollar amplias curvas. Va ahora entre pencas azules, espaciados eucaliptos de troncos rojizos, terrales de golpeado viento. Desde un cielo bruñido, con escasas nubes quietas, el nítido sol de los Andes entibia mansamente. Abajo, en un escalón de las montañas, se apiñan las casas rojiblancas de la pequeña ciudad de Santiago de Chuco. Los campos que taja la carretera están cuadriculados de sembríos varios pintos. Con trigo, maíz y otras hojas propicias ondulan las laderas. “Papales, cebadales, alfalfares, cosa buena”, cantaba Cesar Abraham, el campesino vuelto poeta. Los labriego se yerguen o acurrucan en las puertas y corredores de sus casas de barro colorado, cuando no deambulan por las lomas. Llevan grandes sombreros de paja, largos ponchos, pies guarecidos de llanques o zapatones. Hay júbilo de color en el paisaje, pero los bronceados rostros son tristes, de una severidad que casi nunca sonríe.
Dejando atrás la ruta égloga de la campiña santiaguina nos topamos con la ciudad. Las angostas calles lanzan hacia abajo, como descongelándose hacía la plaza. Son estrechas las aceras de piedra. Bajo cárdenas tejas y pardos aleros, las casas alinean un blanqueo que deja ver el adobe. En las paredes de las contadas tiendas, poco medran los afiches comerciales. La plaza es pequeña y luce algún apelmazado cemento a guisa de pistas de paseo. Es lo único nuevo en el cuadrilátero. Las casa en mayoría de dos pisos, tienen las paredes raídas, laceradas por grietas y vencimientos del enlucido. El edificio municipal, comenzado hace cuarenta y tantos años, continúa inconcluso. Perdieron la esperanza de que fuera terminado y rellenaron las arquerías con paredes de adobe, formando cuartos donde funcionan chicherías. La pequeña iglesia no sobresale mucho y guarda al patrón Santiago, venerada imagen del lugar. Hacia abajo, las calles continúan descendiendo para asomarse a nuevas laderas cortadas por la carretera a Cachicadán, pueblecito de aguas termales que mira a Santiago desde el otro lado de una gran abra de los Andes. Como en el campo, en la ciudad abundan los rostros cetrinos. Menudean también los sobreros de paja y los ponchos. Los encorbatados son una minoría de profesores, comerciantes, doctores, estudiantes, empleados públicos. Más de una muchacha nos hace recordar a la “Andina y dulce Rita de junco y capulí”. Esta gracia  como en la poesía de Vallejo, porque la vida triunfa al fin, asoma desde un fondo de múltiple tristeza.

Casa en Santiago de Chuco
donde nació el poeta,
 vista exterior.
En Santiago de Chuco nació Cesar Vallejo en una de las últimas décadas del siglo pasado, niño humilde, que demoraría mucho en terminar su instrucción media por falta de dinero. Ahora un colegio y una calle de Santiago se llaman César Vallejo. La ciudad severa y triste se unimisma con su poeta. Diríase que tiene conciencia de Vallejo y, más exactamente, un sentimiento vallejiano. En mi primer retorno al Perú, hecho en 1957, varios santiaguinos residentes en Trujillo me invitaron a tomar parte en un homenaje radial a Vallejo. Entre los participantes había dos cantores, modestos hombres del pueblo, que entonaron un vals apologético de su invención. Les pregunté si entendían los oscuros versos de Trilce. “A veces no lo entiendo – respondió uno de ellos -, pero lo siento”. Después de todo, ¿No se entiende siempre así el arte grande? A esta razón hay que añadir la condición santiaguina del cantor. Entre el poeta y su doloroso pueblo existe una dramática consonancia y Santiago siente a Vallejo.

“De esta ciudad nadie se acuerda”, me dice un santiaguino. “Ni conocemos a los diputados que nos nombran. Vino uno y dio un cheque para la fiesta del patrón Santiago. Eso y nada más hizo. Y mire usted las calles de la tierra, las casas descascaradas. Fíjese en esos paisanos que toman el sol en la plaza. Parece que no se fueran a levantar nunca más. Se sientan en esa banquitas y están ahí horas, callados. Nuestro pueblo siempre ha sido olvidado, vive en el desamparo y está triste, cansado, señor”. Recuerdo de inmediato al César Vallejo que enseñaba primaria en el colegio de San Juan de Trujillo y a quien escuché, durante un año, la  voz pausada y dolorosa. No lo recuerdo sólo por el acento y las eses silbantes. César Vallejo también habría hablado así, diciendo esas palabras de queja y soledad. 

En la calle César Vallejo, visito la casa donde nació el poeta. Está a pocas cuadras de la plaza. En la pared lisa se cierra una vieja puerta. Cerca del dintel hay una placa recordatoria y otra en mi memoria:

Esta noche desciendo del caballo
Junto a la puerta de la casa donde
me despedí con el cantar del gallo.
Está cerrada y nadie responde.

Después de varios toques, abre una de las vetustas hojas doña Otilia Vallejo. Hay escarcha de canas en su cabello lacio y el trigueño rostro se parece mucho al del poeta. Pulidos por la femineidad, los mismos abultados pómulos, frente abombada, nariz entre roma y aguileña, mentón firme. Cesar Vallejo era el último de un rosario de hermanos y doña Otilia informa que es hija de Víctor, el mayor, ya difunto. Un estrecho zaguán nos conduce al patio en torno al cual están las habitaciones. Sale doña Julia Vallejo, también sobrina del poeta, menos parecida, pero con el “aire de familia”.
Miramos la casa entre inquiriendo y recordando. De ella hizo Vallejo un inventario lírico. Está “el poyo donde dejé que se amarille al sol, mi adolorida infancia”. Está “el corredor de abajo con sus tondos y repulgos”. Una mujer del pueblo, sin duda una sirvienta, lava ropa sobre el empedrado patio. La habitación donde nació el poeta celebre queda junto al zaguán, entrando a mano izquierda. La puerta lleva candado. Como me acompañan muchos amigos, algunos de ellos forasteros, no exijo a doña Otilia que la abra. Supongo que la habitación estará modestamente arreglada y sé que los pobres no gustamos de mostrar nuestra pobrezas.
Sonsacamos a doña Otilia. El abogado Néstor Vallejo, hermano del poeta, reside en Huamachuco. La madre, “muerta inmortal”, ya no pasa por los cuartos “tan ala, tan salida, tan amor”. Tampoco el padre de “semblante augusto”. Surgen después muchos nombres de Vallejo que también “están durmiendo para siempre”. Esta es una reducida casa de adobe, cuna de uno de los más grandes valores literarios de América, donde ahora viven dos mujeres solas. La gloria del pariente envuelve su pobreza con un dejo de melancolía.
Luego de expresar mi reconocimiento con palabras que no son de cumplido, salgo lentamente y camino un trecho inmenso en reflexiones sobre la grandeza del pueblo. He allí una familia modestísima, una breve ciudad perdida en las rijosidades de los Andes, de las cuales surge, de  pronto, la gran voz que suena con una magnificencia trágica y el desgarrado acento que el pueblo entiende sintiendo. Y lo definitivo, sin duda, es que aquí como en el resto del mundo, tal voz se hace oír como un a la vez desesperado  y esperanzador mensaje humano.
Casa en Trujillo donde
vivió el poeta Vallejo.
Por las calles soleadas, el mismo escaso trajín. El periodista Jaramillo me va contando que Vallejo tenía una amiga chichera. Desde luego que le servía, con suelta mano, la bebida de su oficio y la gente murmuraba que también amor. Vallejo solía decirle a la chicha, por el color que la hacen en Santiago, “rebozo habano”. ¿De qué frialdades no se defendería con tal rebozo? Sería como prolongación de su humilde amiga. La chicha, muy lejos de la champaña de Darío, es frecuente elemento vallejiano. En cierto poema de Los heraldos negros, donde “la chicha al fin revienta” de madrugada, mencionase a una “caja de Tayanga”. Jaramillo me informa que en Santiago no existe ningún lugar llamado así. Colijo que Vallejo hizo esos  versos con experiencias de Huamachuco, donde estuvo de colegial y alguna vez más tarde. Cerca de la ciudad de Sánchez Carrión hay un sitio nombrado Tayanga que surte de cajeros, o sea de tocadores de bombo, a la fiesta patronal. Gente de Huamachuco recuerda que en una ocasión el poeta, ebrio de chicha y versos, iba recitando a gritos en la alta noche. ¿Cuándo terminaríamos de recoger anécdotas de Vallejo? De recio temple popular, rueda por las calles como parte de la vida.
Volviendo a la plaza de Santiago, encontramos las mismas gentes estáticas. Visité la casa después del tumulto de un mitin. Cando dije en la manifestación, citando a Vallejo, “ya va venir el día”, todos aplaudieron. Ahora ha tornado a asentarse una quieta tristeza de siglos, sobre un fondo telúricamente estoico. “Es de madera mi paciencia, sorda, vegetal”.
Cuando tomamos los carros para ir a Cachicadán, va a atardecer. Miro las torres de la iglesia, a las cuales subía Santiago, el ciego llamado como su pueblo y el santo patrón, a tocar las campanas vesperales. Era un fabuloso ciego que, a pesar de serlo, presentía la oscuridad y temía andar en la sombra. “Da las seis el ciego Santiago y ya está muy oscuro”. Cae la noche, a fondo, en la encañada. Abajo suena un río como si fuera subterráneo. Y hay otra noche más densa, que es la de Santiago de Chuco y el Perú. Retornan tercos, los versos augurales: “Ya va a venir el día”. Ante los faros, la abrupta tierra roja emerge de la noche a ramalazos de luz. “¡Sierra de mi Perú, Perú del Mundo, y Perú al pie del orbe; yo me adhiero!”.
De la Revista Caretas, mayo 1963 N°266.

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