Escribe: José Luis Aliaga Pereyra
Que no se crea que en
nuestro Sucre no hubo colas, ni tiempos difíciles. Una cosa son su profunda
quebrada y verde campiña, en fin, su hermoso paisaje, y otra es la pobreza que sienta
raíces y no se quiera desprender, por más esfuerzos que sus pobladores hagan.
Hubo días, semanas, meses y hasta años que parecían castigos reales de Dios. Si
no eran los gobiernos de turno con sus idas y venidas, con su hiperinflación,
su sometimiento total al FMI, su shock, su neoliberalismo con «rostro humano» y
no sé qué diablos más; eran las heladas, las sequías o las lluvias, los
culpables de la escasez de productos de panllevar. Las mesas de los hogares
sucrenses aguardan vacías su suerte y no intervenían ni santos, ni brujos, ni
cucufatas, porque simplemente no las podían llenar. Hasta la chancaca faltaba
para endulzar el chocolate y servirlo del cántaro bien batido y espumante.
Los Acaparadores
hacían su agosto y el Concejo tuvo que ser el único en distribuir los
principales productos como la leche, el azúcar, el arroz, etc. Se hacían colas
muy largas y había que madrugar para ganarlas. «Hoy día llegó el arroz, mañana
llegará el azúcar y el sábado es la cola para la leche». La gente se pasaba la
voz de boca en boca, y eran días de nunca acabar.
Un día sábado sucedió
lo que les quiero contar. Salí de mi casa a las cinco de la mañana y, aunque
era muy temprano, me tuve que conformar con un lugar a casi cien metros del
local municipal. La cola se pintaba de muchos colores. El primero era don
Ciriaco; luego seguía doña Cleotilde y después el hijo de don Artemio, que
conversaba con doña Inés.
Sesentitrés personas
exactamente conté, y la preocupación por estar adelante hacíase notar en los presentes,
ya que muchas veces se era tan piña, que cuando te tocaba el turno, ya no había
gota de leche que darte, y con las mismas volvías a tu casa, para con los
tuyos, mirarte las caras solamente.
Minutos van, minutos
vienen, la hora del reparto se acercaba y, de repente, un comentario alborotó
el ambiente: ¡Había, entre los que hacían cola una regular piedra y una jarrita
de llamativos colores! ¡No puede ser!, gritaba la gente. ¿Yo me mato acá parado
y va a llegar un sinvergüenza, que muy bien ha dormido, para ingresar primero?
Renegaban, principalmente los últimos de la cola.
La coqueta jarra y la
muda piedra, cumplían celosa, imperturbablemente, la labor que sus dueños o sus
amos, podríamos decir, les habían encomendado.
Cuando el encargado
del Concejo abrió la puerta, el griterío de protesta se hizo mayor.
Un poco apresurado y
tarde, llegaba un guardia al lugar.
- ¡Señor policía, no puede ser, mire
Ud., hay una jarra y una piedra haciendo cola, mientras sus dueños,
plácidamente duermen! ¡Es una burla! -se quejó el más atrevido.
- Tiene Ud. razón -dijo- esto es
injusto y si esos señores se presentan, tendrán que hacer su cola en el último
lugar.
- ¡Claro, claro! -afirmaron todos.
La cola avanzaba, los
primeros salían satisfechos, luego de recibir su ración de leche de vaca recién
ordeñada, sin una gota de agua, espumante y fresquecita.
Nadie se dio cuenta,
pero un murmullo, como el que se escucha en los mercados, recorrió la primera
cuadra de la calle Próspero.
El familiar de un
engalonado de alto grado, aparecía por la derecha del municipio, y por al
frente llegaba doña Conchu.
Los madrugadores,
inexplicablemente, enmudecieron, y una voz dijo muy bajo:
- La piedra es de ella y la jarra de
doña Conchu.
El guardia, sonriente,
se acercó a tan elegante dama y después de saludarla, casi militarmente, le
dijo, señalando a la desvergonzada piedra:
- ¡Señora, buenos días, su lugar está
muy bien cuidado, pase Ud. por favor!
- Muchas gracias, no faltaba más
-contestó la señora, mirando de reojo la piedra y pasando a recibir su ración,
junto con doña Conchu, que cogió su jarra con gestos despectivos, movió la
cabeza a un lado, cerró los ojos y caminó altiva, meneando las caderas y
alzando la quijada por encima de los hombros.
El populorum no dijo
esta boca es mía, sólo se limitó, tímidamente, con un ¡Jjjmm!, a burlarse del
uniformado, que se retiró silbando, perdiéndose por la bajada del pueblo, balanceando
alegremente su vara, como si no hubiera pasado nada.
Mientras el sol,
alumbraba ya la totalidad del pueblo, y el alcalde, desde el balcón del
Concejo, sonreía, observando un gallo chusco que picoteaba el jardín de la
Plaza de Armas, buscando un suculento gusano.
De la revista El Labrador, 1997.
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