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domingo, 18 de marzo de 2012

Cuento: NO SOLO EN LIMA SE CUECEN... COLAS


 Escribe: José Luis Aliaga Pereyra
Que no se crea que en nuestro Sucre no hubo colas, ni tiempos difíciles. Una cosa son su profunda quebrada y verde campiña, en fin, su hermoso paisaje, y otra es la pobreza que sienta raíces y no se quiera desprender, por más esfuerzos que sus pobladores hagan. Hubo días, semanas, meses y hasta años que parecían castigos reales de Dios. Si no eran los gobiernos de turno con sus idas y venidas, con su hiperinflación, su sometimiento total al FMI, su shock, su neoliberalismo con «rostro humano» y no sé qué diablos más; eran las heladas, las sequías o las lluvias, los culpables de la escasez de productos de panllevar. Las mesas de los hogares sucrenses aguardan vacías su suerte y no intervenían ni santos, ni brujos, ni cucufatas, porque simplemente no las podían llenar. Hasta la chancaca faltaba para endulzar el chocolate y servirlo del cántaro bien batido y espumante.

Los Acaparadores hacían su agosto y el Concejo tuvo que ser el único en distribuir los principales productos como la leche, el azúcar, el arroz, etc. Se hacían colas muy largas y ha­bía que madrugar para ganarlas. «Hoy día llegó el arroz, mañana llegará el azúcar y el sábado es la cola para la leche». La gente se pasaba la voz de boca en boca, y eran días de nunca acabar.

Un día sábado sucedió lo que les quiero contar. Salí de mi casa a las cinco de la mañana y, aunque era muy temprano, me tuve que conformar con un lugar a casi cien metros del local municipal. La cola se pintaba de muchos colores. El primero era don Ciriaco; luego seguía doña Cleotilde y después el hijo de don Artemio, que conversaba con doña Inés.

Sesentitrés personas exactamente conté, y la preocupación por estar adelante hacíase notar en los presentes, ya que muchas veces se era tan piña, que cuando te tocaba el turno, ya no había gota de leche que darte, y con las mismas volvías a tu casa, para con los tuyos, mirarte las caras solamente.

Minutos van, minutos vienen, la hora del reparto se acercaba y, de repente, un comentario alborotó el ambiente: ¡Había, entre los que hacían cola una regular piedra y una jarrita de llamativos colores! ¡No puede ser!, gritaba la gente. ¿Yo me mato acá parado y va a llegar un sinvergüenza, que muy bien ha dormido, para ingresar primero? Renegaban, principalmente los últimos de la cola.

La coqueta jarra y la muda piedra, cumplían celosa, imperturbablemente, la labor que sus dueños o sus amos, podríamos decir, les habían encomendado.

Cuando el encargado del Concejo abrió la puerta, el griterío de protesta se hizo mayor.

Un poco apresurado y tarde, llegaba un guardia al lugar.

-           ¡Señor policía, no puede ser, mire Ud., hay una jarra y una piedra haciendo cola, mientras sus dueños, plácidamente duermen! ¡Es una burla! -se quejó el más atrevido.
-           Tiene Ud. razón -dijo- esto es injusto y si esos señores se presentan, tendrán que hacer su cola en el último lugar.
-           ¡Claro, claro! -afirmaron todos.
La cola avanzaba, los primeros salían satisfechos, luego de recibir su ración de leche de vaca recién ordeñada, sin una gota de agua, espumante y fresquecita.

Nadie se dio cuenta, pero un murmullo, como el que se escucha en los mercados, recorrió la primera cuadra de la calle Próspero.

El familiar de un engalonado de alto grado, aparecía por la derecha del municipio, y por al frente llegaba doña Conchu.

Los madrugadores, inexplicablemente, enmudecieron, y una voz dijo muy bajo:

-           La piedra es de ella y la jarra de doña Conchu.

El guardia, sonriente, se acercó a tan elegante dama y después de saludarla, casi militarmente, le dijo, señalando a la desvergonzada piedra:

-           ¡Señora, buenos días, su lugar está muy bien cuidado, pase Ud. por favor!
-           Muchas gracias, no faltaba más -contestó la señora, mirando de reojo la piedra y pasando a recibir su ración, junto con doña Conchu, que cogió su jarra con gestos despectivos, movió la cabeza a un lado, cerró los ojos y caminó altiva, meneando las caderas y alzando la quijada por encima de los hombros.

El populorum no dijo esta boca es mía, sólo se limitó, tímidamente, con un ¡Jjjmm!, a burlarse del uniformado, que se retiró silbando, perdiéndose por la bajada del pueblo, balanceando alegremente su vara, como si no hubiera pasado nada.

Mientras el sol, alumbraba ya la totalidad del pueblo, y el alcalde, desde el balcón del Concejo, sonreía, observando un gallo chusco que picoteaba el jardín de la Plaza de Armas, buscando un suculento gusano.

De la revista El Labrador, 1997.

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