Por Palujo.
Para el niño, la fiesta comenzaba con el estallido del primer cohete.
¡Uiishshsh... pum!
—sonaba, y el chico salía corriendo a la esquina de la calle y mirando
emocionado el azul del cielo y la torre de la iglesia, preguntaba a sus amigos:
— ¿Escucharon el
"cuete"?.
— ¡Sííí...!
—respondían todos.
Cruzando la calle
Dardanelos, a cincuenta metros de la esquina, en la casona de la señora Nieves,
tirados por sus alares y en aparente desorden, se hallaban los carrizos, los papeles,
la pólvora y demás cachivaches, que los pirotécnicos manejaban seguros y en
absoluto silencio.
El niño y su madre
vivían en la casa del padre. Era una casucha pobre y el padre andaba lejos pero
la madre no le decía donde. El chico lo recordaba, era un hombre corpulento,
fuerte, de pelo crespo y de manos gruesas y tibias. Pero todos estos recuerdos
se olvidaban rápidamente cuando se hallaba entre cohetes, bombardas y
wiscapiques.
Ese era su tema de
conversación y ya no extrañaba el pan en los desayunos, ni se quejaba del
hambre en los almuerzos.
--Son más de cinco
mamá —gritaba el chiquillo—, dicen que son de Arequipa, tienen las manos negras
y fuman sus cigarros sin miedo, al "costau" de la pólvora.
Un día, el niño,
apareció con un cohete quemado y ya era un pirotécnico de primera que había
llegado de Lima, de Arequipa y hasta del Japón.
—Estas llegando muy
tarde —le reprochaba la madre.
El niño hacía de oídos
sordos y llenaba la casa de castillos de once cuerpos, de guerras con Chile, de
palomas que llegaban hasta la Luna y ¡uishshsh... pum!, ¡uishshsh...pum! y
¡uishshsh...pum!
— ¡Uiishsh...!
—gritaba; y si no había ¡pum!, ¡era un cohete de luces de colores!
— ¡Shag, shag,
shag...! y más rápido; ¡Shag, shag, shag, shag! Las ruedas daban vueltas en sus
brazos y sus luces blancas iluminaban sus noches haciéndolo vivir la fiesta
anticipada.
Como ya sabía leer, en
voz alta, deletreaba el programa de la fiesta, que los señores mayordomos
repartieron por el pueblo:"... trece de mayo, cuatro de la tarde: desfile
de 10 vistosos juegos artificiales por las principales calles de la ciudad,
acompañados por los acordes de la banda de músicos "La Mermelada...".
El ansiado día pronto
llegó, y el niño esperaba desde muy temprano en el portón de la casa donde
trabajaban los pirotécnicos.
El ajetreo era más que
notorio. Los mayordomos daban órdenes y movían cabeza y cuello, de un lado a
otro, por la incomodidad que les causaba el nudo de sus corbatas. Los
pirotécnicos sacaban los carrizos a la calle en forma de rectángulos, de
cuadrados, y diversas figuras geométricas.
La madre del niño
también había salido a la calle, llamada por la curiosidad, ante el alboroto y
la música característicos en estos eventos.
Los hijos de los
mayordomos iniciaban el desfile sosteniendo las piezas más pequeñas de los
"castillos". Sus padres iban detrás, con las piezas más grandes. La
banda de músicos tocó una hermosa marinera y la comitiva avanzó lentamente.
Más tarde, el niño, al
ver a su madre cerca, abrazándola, le habló como si estaría recitando un poema:
— ¡Qué bonitos son los
"castillos" mamá! Cuando sea grande, ¡yo también seré mayordomo!
La madre pensó en el
esposo; en el padre del niño: en el pueblo ya no se podía vivir; hace tiempo
que partió en busca de trabajo, ¿y esta fiesta?, ¿y esta fiesta? —se preguntó.
Ya en la Plaza de
Armas, las autoridades y los señores mayordomos, zapateaban la "fuga"
de un huayno alrededor del "castillo" más grande; el de once
"cuerpos", valorizado en 10 mil dólares.
El niño, con sus pies
descalzos, corría alegremente.
En las mesas de las
chinganas las cervezas se veían formadas como soldados de un pequeño ejército;
y los cuyes*, en los cordeles, lucían sonrientes, calatos y con el
guashatullo** roto.
Glosario:
*Cuy:
Animal doméstico comestible, un poco más grande que un ratón.
**Guashatullo:
Columna vertebral.
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