Por Aurelio Miro Quesada S.
El trazo de la Lima de Pizarro, con calles tiradas a cordel, orientación de acuerdo con el viento y manzanas cuadradas, comprendía nueve calles de largo por trece de ancho; o sea un total de 117 "islas" o manzanas, divididas en cuatro solares cada una. Vista de lo alto, o en el dibujo del plano primitivo, en el que parece que intervino el propio Pizarro, tenía la forma típica, de abolengo romano y mediterráneo, de la ciudad trazada como "las casas del ajedrez". Allí se fueron levantando las primeras construcciones españolas. Edificios de adobe "de ruin fábrica" —como diría después Cobo—, cubiertos de "esteras tejidas de carrizos y madera tosca de mangles, y con poca majestad y primor en las portadas, aunque muy grandes y capaces". A pesar de la sencillez y la pobreza de los primeros tiempos, los conquistadores demostraron cierto empeñoso fervor en multiplicar sus construcciones; y ningún ejemplo mejor que el del Marqués Don Francisco Pizarro, de quien se cuenta que vigilaba las fábricas nacientes, que plantó en los jardines de su casa —más tarde Palacio de Gobierno— los primeros naranjos y la primera higuera, y aun ayudó a fundir la primera campana.
Ciertas o idealizadas las actividades urbanistas que se nos refieren de Pizarro, lo que se encuentra fuera de toda duda es su cariño intenso por la ciudad que había fundado. No es así sólo el Conquistador, que recorre y domina el territorio con la fuerza tajante de su espada; no es sólo el Marqués Gobernador, que dicta normas y que obliga a cumplirlas; es también el Fundador, que se asienta en el valle, sueña con la grandeza futura de la población por él trazada en la ribera sur del Rímac, y suaviza los últimos años y los últimos fieros combates de su vida con el amor apacible y en cierta manera paternal por la nueva y dilecta criatura que por él había brotado en el mundo. Pizarro para Lima no es así el soldado que pasa, sino el hombre de sentido hogareño que se afirma; no es el que corta frutos, sino el que siembra y confía en el futuro; y para culminar la unión entre ambos, el 26 de junio de 1541 caía asesinado en su palacio, a la vera del Rímac, como la más egregia víctima de las guerras civiles, trazando con su sangre una cruz en el suelo, y dando su alma a Dios y su cuerpo a la tierra limeña, que tanto quiso en vida.
Los alborotos de los conquistadores y las contiendas sangrientas entre ellos no permitieron, por un tiempo, que la ciudad continuara creciendo como Pizarro había esperado, Las construcciones seguían siendo pobres, aunque su modestia se hallaba grata y amenamente compensada por el gusto muy extendido por las huertas. "Las cuadras que se edificaban cercábanlas de tapias y hacían en ellas huertas —relata el Padre Cobo—. "Desde fuera —confirma Fray Reginaldo de Lizárraga— no parece ciudad, sino un bosque, por las muchas huertas que la cercan, y no ha muchos años que casi todas las casas tenían sus huertas con naranjos, parras grandes y otros árboles frutales de la tierra, por las acequias que por las cuadras pasan". Y Cieza de León —que es testigo de vista de mediados del siglo XVI, o sea de los primeros años de la alabada Ciudad de Los Reyes—dice que "en ella hay muy buenas casas, y algunas muy galanas con sus torres y cerrados, y la plaza es grande y las calles anchas, y por todas las más de las casas pasan acequias, que es no poco contento; del agua de ellas se sirven y riegan sus huertos y jardines, que son muchos, frescos y deleitosos".
Por algo el poeta Don Luis de Góngora, con los oídos siempre abiertos a las solicitaciones coloristas, recogía en un romancillo de 1587 el elogio escuchado:
y a las damiselas
más graves y ricas
costosos regalos,
joyas peregrinas;
porque para ellas
trae cuanto de Indias
guardan en sus senos
Lisboa y Sevilla;
tráeles de las huertas
regalos de Lima ...
Las primeras casas, como era de esperarse, fueron edificándose en los alrededores de la plaza y en la cercanía propicia del Rímac. Aunque su gala principal se hallaba en la amplitud de los solares y en el cuidado de los jardines y los huertos, es natural pensar que el enriquecimiento de algunos de los vecinos, después de terminadas las contiendas civiles y de establecido el Virreinato, hiciera que fueran alcanzando cierta gracia, a pesar de las deficiencias de las iniciales industrias de ornato y de la pobreza y las imperfecciones del adobe. Ya Cieza de León —en su testimonio de mediados del siglo— pudo decir que en Lima había "muy buenas casas, y algunas muy galanas"; pero su fábrica no ha de haber sido en verdad muy hermosa, porque Fray Reginaldo de Lizárraga, que describió la ciudad, con puntualidad, mucho más tarde, sólo hace mención de elementos externos como las azoteas y las huertas, y en cambio concentra su interés en los edificios de iglesias y conventos.
En realidad, la preponderancia indiscutible de la arquitectura religiosa no sólo revelaba la fe intensa y el espíritu de cooperación de los vecinos, o la influencia de las congregaciones que habían empezado a desarrollar su cristiana labor en el Perú, sino constituía el reconocimiento de la importancia, política y religiosa al mismo tiempo, de la doctrina y los usos católicos. Enriquecer un templo o extender un convento no representaban, por lo tanto, un simple afán de adorno o una suave y tranquila decisión. Eran por lo contrario un rotundo quehacer, una manera eficacísima de afianzarse en la tierra, un modo excelente de cumplir con la misión, realizada o soñada, de incorporar, por el espíritu, al dominado Imperio de los Incas en la órbita de la cultura grecoromano-cristiana de Occidente. La justificación esencial de la conquista de buena parte del mundo por España (habían dicho los mejores teóricos, en un debate que la conquista tardía del Perú encontró en parte relegado, pero en parte latente) estaba basada en el deber de la evangelización de los infieles. Si a ella se unían, desde luego, otras razones materiales, había que buscar que los misioneros acompañaran siempre a los soldados o los hombres de empresa, para suavizar asperezas con los indios, conseguir una infiltración pacífica, aclarar las conciencias, y aun, desde el punto de vista práctico, para no propender a una simple riqueza extractiva y transitoria, sino enseñar oficios, difundir el idioma de Castilla, conocer bien la tierra, trazar cartas y mapas, efectuar investigaciones de orden social, económico, etnológico, histórico.
Los conventos del siglo XVI tenían así un carácter mucho más amplio que el de una mera concentración de religiosos. Por eso, organizados por la Iglesia, estimulados por la Corona, y apoyados por la entusiasta cooperación de los iniciales pobladores, se fueron levantando en las calles de Lima, se distribuyeron por diversos lugares y señalaron con su presencia la dirección de los inmediatos crecimientos que iba a alcanzar la Ciudad de Los Reyes. Mercedarios, franciscanos, dominicos, y luego agustinos y jesuitas, levantaron sus templos y fabricaron sus claustradas residencias, compitiendo en el culto del Señor, como eran motivos más humanos los que los hacían competir en la magnificencia y en el arte. Algunas de esas edificaciones eran tan vastas, que abarcaban más de una manzana; y con el transcurso de los años fueron acrecentándose y completándose de tal modo, que el convento de San Francisco, por ejemplo, con su sucesión de claustros y de patios, llegó a ser considerado —avanzado el período virreinal— no como una simple residencia, sino como un ejemplo de ciudad conventual. A las órdenes de varones se añadieron a poco los monasterios de religiosas; y así, en el mismo siglo XVI, se erigieron: el de la Encarnación, fundado por doña Leonor Portocarrero y la infortunada viuda del rebelde Hernández Girón, doña Mencía de Sosa, llamada un tiempo la "Reina del Perú"; el de la Concepción, establecido por doña Inés Muñoz, viuda primero del hermano materno de Pizarro, Francisco Martín de Alcántara, y luego de Antonio de Rivera; el de la Trinidad fundado por la esposa y la hija de Juan de Rivas; y el de Santa Clara, que aunque iniciado en aquellos años sólo vino a poblarse en realidad al comenzar el siglo siguiente, casi al mismo tiempo que el Monasterio de San José de las Monjas Descalzas.
Junto a los templos y conventos se erigieron también —desempeñando una función no sólo de generosa caridad, sino de deber social— los hospitales. El primer Obispo y Arzobispo de Lima, el dominico Jerónimo de Loayza, estableció el Hospital de Santa Ana para indios, que con el Real de españoles, bajo la advocación de San Andrés (cuyo primitivo asiento estuvo en los solares asignados por el Cabildo en las vecindades de Santo Domingo, el 16 de marzo de 1538), fueron las dos primeras casas de asistencia de enfermos que se levantaron en la ciudad. A ellos se unieron en el mismo siglo el Hospital de San Cosme y San Damián, con las hermanas de la Caridad, para mujeres; el del Espíritu Santo, para marineros y navegantes; el de San Lázaro, para la atención de los leprosos; el de San Diego, de los hermanos de San Juan de Dios, como retiro de convalecientes; el de San Pedro, para clérigos pobres, y el de Nuestra Señora de Atocha, de niños huérfanos y expósitos.
A la religión y la piedad se añadieron al mismo tiempo, para gala de Lima, los destellos de títulos y honores. El Obispado de Los Reyes alcanzó el rango de Metropolitano desde 1545; y el Arzobispo de Lima tuvo primacía sobre las diócesis episcopales del Cuzco, San Francisco de Quito, Popayán, Castilla del Oro en Tierra-Firme, León de Nicaragua y sus numerosas iglesias sufragáneas. El 12 de mayo de 1551 se creó, por Real Cédula, la Universidad, que iba a tomar el nombre de San Marcos e iba a ser, con los siglos, la de más larga tradición en América. Virreinato el Perú desde 1543, y sede Lima de una Real Audiencia desde la misma fecha, la jurisdicción política y jurídica que tenía su centro en Los Reyes alcanzaba a límites casi tan lejanos como los de su jerarquía religiosa y su vasto prestigio de docencia. No había transcurrido medio siglo desde su fundación por Francisco Pizarro, y ya Lima se erigía ante el mundo como capital y como símbolo de casi toda la América del Sur.
La característica más reveladora en el desarrollo cultural de aquellos años fue que en él no sólo intervinieron los directamente venidos de España, sino los de la primera generación de los nacidos en el nuevo y prestante Virreinato. En La Galatea de Miguel de Cervantes, cuya edición inicial es de 1585 pero que se hallaba terminada uno o dos años antes, las estrofas del "Canto de Calíope" prodigan sus elogios, junto a los escritores peninsulares, a los primeros poetas de América. Allí aparecen, por ejemplo, como encabezando una galería de criollos, Juan Dávalos de Ribera y Sancho de Ribera Bravo de Lagunas, hijos de los dos Nicolás de Ribera (el "Viejo" y el "Mozo") fundadores de Lima. Allí figura también Alonso Picado, hijo de Antonio Picado, secretario del Marqués Don Francisco Pizarro. Y para que no falte la presencia de Lima —que aún no había cumplido el medio siglo de fundada—, Cervantes se imagina a Sancho de Ribera, contento con su "dulce patria" y al borde del Rímac
las puras aguas de Lima gozando,
la famosa ribera, el fresco viento
con sus divinos versos alegrando.
A la obra de cronistas y poetas, y a los estudios de la Universidad, se unió también el establecimiento de la primera imprenta de toda la América del Sur, que, dirigida por Antonio Ricardo (italiano que ya había hecho impresiones en México), empezó a funcionar en 1584, con la publicación de la Doctrina cristiana y la Pragmática de los días del año. En 1563 se había ya iniciado la actividad teatral, con la representación de un Auto de la Gula en la festividad de Corpus Christi; y pocos años después eran dos Alcaldes —y limeños—, Sancho de Ribera y Juan de Uroz Navarro, quienes componían piezas dramáticas sacramentales, como lo ha puesto de relieve Guillermo Lohman en recientes estudios. Si no eran así escasos los limeños que entonces escribían, mucho mayor era desde luego el número de quienes sólo gozaban y apreciaban las obras que leían; y son muchos los documentos que manifiestan un copioso comercio de libros, con librerías algunas tan famosas como la que Juan de Sarria y Miguel Méndez tenían en la calle de las Mantas, en una esquina de la Plaza Mayor.
Tan resonante actividad era tal vez un vivo estímulo para que los Virreyes —asegurada ya la calma política en la tierra— se empeñaran en reforzar con avances materiales la aureola espiritual de la ciudad. Don Andrés Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete, "el Limosnero", construyó un puente de cal y ladrillos para reemplazar al antiguo de madera. El Conde de Nieva —que perdiendo la vida, hizo ganar la primera anécdota sangrienta a la historia galante de Lima— inició la edificación de los portales en la Plaza Mayor. Don Francisco de Toledo, el organizador frío y magnífico, terminó los portales e hizo labrar una fuente de piedra donde antes se había levantado la picota. Dos nuevos barrios, el de San Lázaro y el Cercado, brotaron al norte y al este de la ciudad; el primero al otro lado del río, entre el Rímac y el cerro San Cristóbal, y el segundo para residencia de indígenas, rodeado de un alto muro o cerco, que fue lo que le dio el nombre. Y extremando el avance y la importancia, desde el puerto de Lima, el. Callao, partieron las expediciones de Álvaro de Mendaña, que, al descubrir las islas Salomón y Marquesas, no sólo ganó posesiones para España, sino ensanchó el mapa del mundo conocido hasta entonces.
"Para mí tengo por indicio justo —pudo decir por eso el Padre Cobo— que Dios Nuestro Señor ponía su mano con especial favor en esta fundación" (la de la Ciudad de Los Reyes, o Lima).
Del libro Lima, Tierra y Mar.
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