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domingo, 10 de octubre de 2010

Cuento: Doña Cleotilde.



Escribe: Palujo
Doña Clotilde camina a paso lento y con el cuerpo encorvado. Ante ella se extiende la campiña atravesada por la carretera que tuerce a la derecha y se oculta tras la loma donde sobresale la capilla del santo casamentero*.

Conoce tan bien el camino que, hasta con los ojos vendados, iría por el mismo sendero.

 Apoyándose en un bastón de lloque, vestida de negro, se cubre del sol con un sombrero de paja.
Ralos eucaliptos la escoltan, cuando ya las casas del pueblo la miran alejarse.
Desde el cerco alambrado del instituto Aljomarz, un pájaro la mira; luego vuela indiferente y se posa en una zarzamora.

Más allá, cruzando un puentecillo de cemento, a la izquierda del camino, un viejo bosque de eucaliptos le regala su frescura; a la derecha, las paredes del camposanto le abren su portón de madera. Doña Clotilde ingresa con el sombrero en la mano, y el viento aprovecha para acariciar sus cabellos blancos.

Con dificultad sube una pendiente cementada, observa la moderna cripta donde yacen los hombres más importantes del pueblo y de pronto se detiene. Queda pensativa unos instantes, luego avanza a la derecha y se coloca de rodillas ante una cruz de madera rodeada por ramos de flores marchitas. Exhala un suspiro y dice:

—Perdóname Dios mío, ya no aguanto esta soledad —luego se levanta y vuelve sobre las huellas de los pasos que la condujeron.

Las puertas del cementerio la miran con tristeza cuando se detiene junto a ellas, a contemplar, desde allí, la tumba de su hijo:

—Parece que se estaría despidiendo —exclama una de ellas.

—Sólo han pasado tres meses desde la muerte de su hijo —contesta la otra.

—Sí —cuenta la primera—, lo quería mucho, era lo único que le quedaba en el mundo. Vivía temerosa de que se enamorara de alguien y que lo dejara. El hijo, que sabía de su preocupación, enojado la calmaba diciéndole: — ¡Qué cosas se te ocurren madre!, ¿a dónde quiere que me vaya y con quién, si usted me da todo el amor que necesito? La madre, le acariciaba el pelo, lo estrechaba contra su pecho como si fuera un pequeñín. Pero sucede que el hombre propone y Dios dispone: A aquel hijo tierno, que era ya casi un hombretón, vino a llevárselo la moza más fea del pueblo, una mujer flaca y pelona contra cuyos designios no pudieron hacer nada ni los remedios del boticario ni los conjuros del señor cura.

— ¿Y cómo sabes todo eso? —preguntó la segunda.

—Es que aún tengo los oídos finos y eso lo escuche, justamente, en el sepelio del hijo. La gente lo cuenta todo.
Los abrasadores rayos del sol penetran en los árboles y los campos. Doña Clotilde de paso lento y cuerpo encorvado retorna a su casa. Una vez dentro se dirige hasta una pequeña mesa. Coge un portarretrato y saca de él la fotografía. La mira fijamente y, entre sollozos, dice:

— ¿Por qué me engañaste? ¿Por qué dijiste que vivirías siempre conmigo, que tendría nietos y que me llevarías flores y contarías cuentos en mi tumba? ¿Por qué?

Una amargura inextinguible refleja su semblante. ¡Los zapatos, las camisas, los pantalones; toda la ropa del hijo quedaba en el fondo de la cómoda! Esperar ya no tenía sentido.

Los vecinos, que la escuchaban todos los días, sabían de memoria las palabras que la viejita pronunciaba tras cerrar la puerta de su casa. Las repetía siempre en voz alta. Pero lo que nunca supieron fue lo acontecido la última tarde; aquella en que, tras coger la fotografía y colocarla sobre la mesa, abrió el baúl que había a su costado y habló con voz queda, como si contara un secreto al oído de alguien: — ¡Ay, hijo mío, hijo mío! —dijo—. Ahora me tendrás que dar los buenos días o las buenas noches. Sentiré, de nuevo, tus besos en mi frente. Ya no serán recuerdos tus pasos y tus  gritos. Hoy, como tú lo hacías, llegaré sonriente y con los brazos abiertos.

Tres días después se escuchó a la vecina, con quien doña Clotilde siempre dialogaba, preguntar a los hortelanos:
    ¿No han visto a la viejita?
     
No  —le contestaron—. Su puerta no se abre desde antes de ayer.

Entonces, los vecinos, luego de llamarla insistentemente, comunicaron a las autoridades.
 El forense, los custodios del orden y la vecina que dio aviso ingresaron a la casa, luego de forzar la entrada.

La habitación, que era a la vez sala y dormitorio, se veía impecable. En una pequeña mesa de madera encontraron un sobre cerrado. Un olor nauseabundo lo advertía todo. Al correr la cortina que ocultaba la cama recién pudieron apreciar lo que había pasado: el cuerpecillo de la vieja colgaba de una viga del techo de la casa. 
El médico legista, luego de dar vueltas alrededor del cadáver, anotó en su reporte que se trató de un suicidio. La vecina que presenció todo dijo alborotada “su cara no parecía a la de un ahorcado; la llenaba una sonrisa, y sus ojos miraban dulcemente como si hubieran descubierto algo hermoso”.

En el sobre no había más explicación que el retrato del hijo amado.

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