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sábado, 23 de octubre de 2010

Homenaje: La Procesión del Señor de los Milagros


Por José Carlos Mariátegui.

La primavera de Lima -primavera  anodina, neblinosa, gris, indefinida y cobarde- tiene dos días que resucitan súbitamente la tradición y la fe en la ciudad.  En ellos la procesión del Señor de los Milagros dice la renovación y el florecimiento de la religiosidad metropolitana y hace pasar por sus calles híbridas, -virreinales y modernas- una fuerte, melancólica y pintoresca onda de emoción.

La historia de los temblores pavorosos que han estremecido y quebrantado a la ciudad, auspicia el fervor de estos días místicos en que Lima siente muy acendrado y muy profundo el catolicismo que cotidianamente canta en sus campanarios y murmura en sus capillas.

La metrópoli transformada, morigerada y desteñida por el progreso, se arredra, cohíbe y oculta por un momento para que surja, vibre y palpite la metrópoli creyente, coronada y virreinal.

Hay en estos días una intensa resurrección del misticismo en Lima, asfixiado y sojuzgado ordinariamente por el vértigo y el olvido de la ciudad moderna.  Y se parece esta resurrección a esos súbitos despertares piadosos que asaltan las almas de los hombres vueltos escépticos, fríos y cerebrales por el análisis, por la vida y por la duda.

Lima es una ciudad católica, pero no es una ciudad ferviente.  No es una ciudad sentimental.  Es sólo una ciudad medrosa.  Vive en ella la fe acaso por la supervivencia de la tradición y por el temor a un desamparo misterioso, ignorado y temido.  La población que llora en las misiones es una población pecadora y asentimental que le tiene miedo al fin del mundo y al infierno.  Y es una población débil para el amor, pero fácilmente accesible para la atrición.

Y estos dos días de su indecisa y apocada primavera exaltan de improviso su catolicismo y su piedad, y la hacen prosternarse humilde y rendidamente ante las andas del Señor Crucificado que la defiende de los temblores y que la bendice desde el viejo muro de adobe sobre el cual pintó su imagen la mano rústica de un negro del coloniaje.

Las manifestaciones de fe de una multitud son imponentes.  Dominan, impresionan, seducen, oprimen, enamoran, enternecen.  La contemplación de una muchedumbre que invoca a Dios conmueve siempre con irresistible fuerza y honda ternura.  El paso de la procesión del Señor de los Milagros por las calles de Lima, produce una emoción muy profunda en la ciudad que se encuentra sorpresivamente invadida por un sentimiento ingenuo, sedante y religioso.

Desde la hora en que abren las puertas de la Iglesia de las Nazarenas -hora clara, serena y luminosa-, para que la procesión del Señor de los Milagros salga a las calles, hasta la hora -hora tardecina, melancólica y oscura-, en que las andas se pierden en la oquedad sombría y ahumada de la misma iglesia, Lima siente las palpitaciones de una unción y de una tristeza muy acendradas, muy sinceras, muy grandes.

Para gozar esta emoción suave y candorosa, igual es aguardar el desfile de la procesión en un umbral o en una esquina que asistir al ingreso de la imagen en una iglesia suntuosa o en una iglesia humilde, que unirse a la multitud que sigue al Señor de los Milagros en su peregrinación a través de las calles de la ciudad.

Pero singularmente, es grato e intenso gozarla cuando el rumor de la procesión, el canto de las campanas y el cristiano olor del sahumerio nos sorprende dentro del hogar, de improviso, súbitamente, en una forma hora vulgar en que el espíritu está lejos de la devoción y la piedad.

Yo he sentido y he visto así la procesión.  Yo he comprendido así lo que significa y lo que representa en la vida de la ciudad.  Yo he amado así el instante en que el espectáculo magnífico de un recogimiento tumultuoso y sonoro ha cohibido y enternecido mi corazón.

Llegaron primero bajo mis balcones las voces de la gente que hacía la avanzada presurosa del desfile.  Hay en las voces de esta gente una entonación muy distinta de la que hay en las voces de la que viene en el grueso de él.  Son más vivas, más bulliciosas, casi regocijadas.  Anuncian la cercanía de la procesión con alguna alegría y con algún alborozo.

Y luego llegaron las voces de los cánticos y de las plegarias, voces femeninas, lánguidas y parsimoniosas que parece que nunca se extenuaran y nunca se fatigaran.

Lentamente llegó por fin la procesión.  Su paso es moroso y tardo.  La solemnidad es siempre majestuosa y sonora.  No es posible concebirla apresurada e inquieta.  Tiene la gravedad del gesto con que el sacerdote bendice la misa a los cristianos y hace asperjes en la misa del miércoles de ceniza.

Acompasaba el paso de la procesión una marcha de banda militar.  La marcha era marcial y soberbia.  Pero, al influjo de la decoración, se hacía religiosa y litúrgica.  Y se hacía especialmente triste.  Sonaba en cada acorde un latido lleno de melancolía.

Y yo supe entonces por qué el espectáculo de este desfile místico y tumultuoso impresiona tanto a las almas, enternece tanto los corazones, silencia tanto todas las cosas y hace que los ojos lloren, que las rodillas se hinojen y que las manos se junten, por la señal de la Santa Cruz.

Las andas del Señor de los Milagros

 Son pesadas, fuertes opulentas las andas del Señor de los Milagros.  Sobre ellas un arco de plata oscilante y bruñido hace un halo glorioso para la imagen del Señor, pintada en un lienzo que hace untuosa la luz de los cirios y que lleva en su envés la imagen de la Dolorosa, la triste Virgen del corazón atravesado por las siete espadas.

Estas andas no pueden ser llevadas con presura.  Son demasiado pesadas y afligen demasiado las espaldas de los hermanos que las cargan.  Precisa llevarlas con sosiego.  Y precisa que de trecho en trecho hagan alto porque su marcha es jadeante y trémula.

Hombres fornidos, zambos, negros o mestizos, llevan estas andas.  Se relevan de rato en rato.  Y dejan las andas sudorosos, extenuados, exhaustos.  Todos ellos son hermanos del Señor de los Milagros.  Cofrades de una congregación humilde y piadosa de gentes del pueblo que tienen la misión de conducir las andas y de cuidar la cera del Señor.

Y estos hombres que sufren la fatiga de la carga no se quejan nunca.  Tienen, más que resignación, placer y regocijo en su trabajo.  Saben que se cuenta, sobre su vida oscura y su devoción profunda, una verdadera leyenda.  La leyenda de que el Señor de los Milagros se lleva todos los años a uno de ellos al cielo.  Ellos piensan acaso que esta muerte es una muerte edificante y cristiana y que es casi un premio que los conduce a la bienaventuranza.

Las andas son antiguas.  Año tras año se las repara pero nunca se las renueva totalmente.  Tienen la agobiante y grave pesadez de la cruz.  Y parece que las hicieran más agobiantes, mucho más agobiantes todavía, las flores que portan en los días de la procesión.  A medida que la procesión avanza hay más flores sobre las andas.  Unas son puestas con la unción de una ofrenda religiosa.  Otras son aventadas desde los balcones como lluvia mística.  Y se hacen tan profusas y tan abundantes, que parece que tornaran más fatigosa la carga de las andas.

Y estas andas, al avanzar, tienen a veces un crujido, a veces un temblor tan sólo a veces una trepidación aguda.  Hay instantes en que se les ve bamboleantes.  Y cuando son puestas en el suelo y la procesión hace alto, para que los “hermanos” descansen o para que desde el patio de una casa o desde el atrio de un templo se cante una plegaria, estas andas tienen un sonido bronco y fuerte.

 La ruta de la procesión
 La procesión tiene una ruta que es siempre la misma.  La sigue desde hace muchos años.  Y apenas si hacen en ella la alteración de suprimir la entrada en una iglesia.  La ruta de la procesión abarca aproximadamente toda la ciudad antigua.  No llega Abajo el Puente.  Pero tampoco se acerca a los suburbios aristocráticos de la Exposición.  Cuando se fijó la ruta, no existían estos suburbios aristocráticos que no son los suburbios donde la ciudad se envejece, sino los suburbios donde la ciudad se renueva.

La ruta de la procesión va de un lado a otro de la ciudad.  Conduce el desfile primero a la iglesia de Santo Domingo, luego a la Catedral y luego a la Concepción.  Y tiene todos los años los mismos descansos.  El medio día del 18 de octubre en la Concepción.  La noche en las Descalzas.  El medio día del 19 de octubre en Santa Catalina.  Las gentes dicen sencillamente que el Señor “duerme” en las Descalzas y “almuerza” un día en la Concepción y otro en Santa Catalina.

En la puntualidad y fijeza de esta ruta se siente un intenso latido de tradición.  Nada hay que las modifique.  Nada hay que las trastorne.  Las andas van de una iglesia a otra con una exactitud invariable.  Y los devotos saben siempre, más o menos, en qué sitio pueden encontrárselas a tal y cual hora.

La entrada del Señor en una iglesia tiene siempre una grave solemnidad.  Cuando la iglesia es una humilde iglesia conventual, ¡cuán sencillos, inefables e ingenuos parecen los sones del campanario!  Cantan en el coro las monjas enamoradas o los frailes broncos.  Hay un homenaje amoroso y apasionado que vibra y resuena en el campanario y en el órgano.  Cuando la iglesia es una iglesia grande y suntuosa, ¡cuán majestuosos y magníficos parecen los sones de las campanas formidables!  Hay colegios de frailes que salen a recibir al Señor con la cruz alta y con los turíbulos y que entonan un cántico monótono y sonoro.  Y entre ellos a veces, tal prelado o cual obispo de orgullosa tonsura y porte arrogante o mezquino.

Y en esa ruta hay de todo.  Pavimento metropolitano y pavimento suburbial.  Adoquín, ripio, piedra de río o piedra berroqueña.  Sendero cómodo o sendero hostil.  Piso áspero y descuidado, y piso suave y limpio.

Aquí un trecho terso que será grato para la planta desnuda del penitente; allá un trecho duro y cruel que tendrá que serle grato también por el amor de Dios y por el recuerdo de lo mucho que padeció nuestro Señor en su pasión y muerte.

Gentes, cosas y sucesos de la procesión

 El cortejo del Señor de los Milagros es abigarrado, heterogéneo, inmenso, amoroso, devoto, creyente.  Es aristocrático y canalla.  Junta al dechado de elegancia con el ejemplar de jifería.  Hay en él dama de alcurnia y buen traje, moza de arrabal, barragana de categoría, mondaria plebeya en arrepentimiento circunstancial, criada y fregona humildes.  Y hay, por otra parte, varón pulcro y de buen tono, obrero mal trajeado y mal aseado, mendigo plañidero, hampón atrito, gallofero fervoroso y campesino zafio y rústico, todos ellos codeándose sin disgustos, grimas ni desazones.

Los zambos y los hábitos mantienen un girón típico de la tradición.  Son su oriflama, su heráldica y su pergamino.  Coloran intensamente la fiesta y sus modalidades.  Sin ellos sentiríase amortecimiento en una y otras.  Y el hábito morado es sugerente y bello.  Tiene un color lleno de sabiduría y de emoción, que es siempre un color litúrgico.  Con lienzos morados se cubren las imágenes cristianas en los días de duelo de la Semana Santa.  Y siempre cree uno haber visto el color morado en las cosas sagradas, igual en el traje del prelado que en la casulla del párroco.  Igual en una sacristía que en una capilla ardiente.  El morado es armonioso y es amable.  Y es sedante y melancólico.  Seguramente la ciencia sabe que el color morado, por piadoso y bueno no le hace daño a la vista humana.

Las sahumadoras del Señor de los Milagros son cristianas sahumadoras que no emplean el litúrgico turíbulo ni el oriental pebetero.  El que arde en sus manos y sopla su aliento es un incensario de plata o de níquel, que finge generalmente la figura de una pava, sin que esto se explique bien porque el pavo no es símbolo cristiano a lo que se sabe.

Los penitentes llevan vestidos de jerga unas, de tela morada otras, y acompañan la procesión con los pies desnudos.  Sahúman o llevan cirios.  Cantan rogativas o rezan el rosario.  Y poseen casi una gravedad sacerdotal que se impone a los que van cerca de ellas.  Inician el cántico o la oración y los demás las obedecen con agrado y acatamiento, así la penitente sea pobre mulata y dama gentil quien la sigue en el rezo o en el canto.  Y como hay sahumadoras y penitentes, hay, también, ambulantes vendedores de cirios, cordones y estampas.  Y hay también, dentro de la decoración de la fiesta, turroneros y vivanderas que portan la golosina y el manjar gratos al gusto limeños.

Todo es emotivo, pintoresco, suave, melancólico y grato en la procesión del Señor de los Milagros.  Los “milagros” cuentan siempre una leyenda así sean de oro o de plata, grandes o pequeños, de pulida o torpe labor y con cifra o palabra o sin ellas.  Y como los “milagros” son los cánticos.  Y como los cánticos son las plegarias.  Y el santo rosario que tiene quince misterios y quince evocaciones y que tiene también gracias y virtudes.

Dos días todopoderosos resucitan la tradición y la fe de una ciudad; desde un muro de adobe la imagen pintada por un negro esclavo nos impone a todos, recogimiento y unción; Lima torna a ser la ciudad colonial de los temblores y de las rogativas; la oración católica, apostólica romana se pasea impávida y generosa por todas las calles; la música marcial acompasa un desfile dulce y místico, revive la leyenda de los balcones floridos, engalanados y festonados; los frailes y los niños cantan alabanzas en el umbral o en el atrio de una iglesia mientras un tumulto se calla; la golosina criolla da mercancía al comercio trashumante del pregón; los tranvías eléctricos y el tráfico mundano se paralizan en las calles que atraviesan las andas y su cortejo; suenan las alcancías de metal que piden limosnas y dan estampas u otras cosas benditas que sirven para librarnos de todo mal; las ingenuas palabras del catecismo vuelven a los labios; los corazones tienen ternuras acendradas y vierten los ojos lágrimas sinceras; la ciudad pecadora se arrepiente por un instante de cuanto hizo de palabra, pensamiento y obra y no fue bueno; y, sobre todas las cosas, triunfa el señorío de Nuestro Señor Jesucristo que murió en una cruz para redimirnos del pecado original.  Amén.


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Himno al Señor de los Milagros

Señor de los Milagros,
a ti venimos en procesión
tus fieles devotos,
a implorar tu bendición.

Faro que guía a nuestras almas
la fe, esperanza, la caridad.
Tu amor divino nos ilumine,
Nos haga dignos de tu bondad.

Con paso firme de buen cristiano,
hagamos grande nuestro Perú.
Y unidos todos como una fuerza
te suplicamos nos des tu luz.





Fotografía: Archivo histórico El Comercio
Archivo: KmrojasA.

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