La primavera de Lima -primavera
anodina, neblinosa, gris, indefinida y cobarde- tiene dos días que
resucitan súbitamente la tradición y la fe en la ciudad. En ellos la procesión del Señor de los
Milagros dice la renovación y el florecimiento de la religiosidad metropolitana
y hace pasar por sus calles híbridas, -virreinales y modernas- una fuerte,
melancólica y pintoresca onda de emoción.
La historia de los temblores pavorosos que han estremecido y quebrantado
a la ciudad, auspicia el fervor de estos días místicos en que Lima siente muy
acendrado y muy profundo el catolicismo que cotidianamente canta en sus
campanarios y murmura en sus capillas.
La metrópoli transformada, morigerada y desteñida por el progreso, se
arredra, cohíbe y oculta por un momento para que surja, vibre y palpite la
metrópoli creyente, coronada y virreinal.
Hay en estos días una intensa resurrección del misticismo en Lima,
asfixiado y sojuzgado ordinariamente por el vértigo y el olvido de la ciudad
moderna. Y se parece esta resurrección a
esos súbitos despertares piadosos que asaltan las almas de los hombres vueltos
escépticos, fríos y cerebrales por el análisis, por la vida y por la duda.
Lima es una ciudad católica, pero no es una ciudad ferviente. No es una ciudad sentimental. Es sólo una ciudad medrosa. Vive en ella la fe acaso por la supervivencia
de la tradición y por el temor a un desamparo misterioso, ignorado y
temido. La población que llora en las
misiones es una población pecadora y asentimental que le tiene miedo al fin del
mundo y al infierno. Y es una población
débil para el amor, pero fácilmente accesible para la atrición.
Y estos dos días de su indecisa y apocada primavera exaltan de improviso
su catolicismo y su piedad, y la hacen prosternarse humilde y rendidamente ante
las andas del Señor Crucificado que la defiende de los temblores y que la
bendice desde el viejo muro de adobe sobre el cual pintó su imagen la mano
rústica de un negro del coloniaje.
Las manifestaciones de fe de una multitud son imponentes. Dominan, impresionan, seducen, oprimen,
enamoran, enternecen. La contemplación
de una muchedumbre que invoca a Dios conmueve siempre con irresistible fuerza y
honda ternura. El paso de la procesión
del Señor de los Milagros por las calles de Lima, produce una emoción muy
profunda en la ciudad que se encuentra sorpresivamente invadida por un
sentimiento ingenuo, sedante y religioso.
Desde la hora en que abren las puertas de la Iglesia de las Nazarenas
-hora clara, serena y luminosa-, para que la procesión del Señor de los
Milagros salga a las calles, hasta la hora -hora tardecina, melancólica y
oscura-, en que las andas se pierden en la oquedad sombría y ahumada de la
misma iglesia, Lima siente las palpitaciones de una unción y de una tristeza
muy acendradas, muy sinceras, muy grandes.
Para gozar esta emoción suave y candorosa, igual es aguardar el desfile
de la procesión en un umbral o en una esquina que asistir al ingreso de la
imagen en una iglesia suntuosa o en una iglesia humilde, que unirse a la
multitud que sigue al Señor de los Milagros en su peregrinación a través de las
calles de la ciudad.
Pero singularmente, es grato e intenso gozarla cuando el rumor de la
procesión, el canto de las campanas y el cristiano olor del sahumerio nos
sorprende dentro del hogar, de improviso, súbitamente, en una forma hora vulgar
en que el espíritu está lejos de la devoción y la piedad.
Yo he sentido y he visto así la procesión. Yo he comprendido así lo que significa y lo
que representa en la vida de la ciudad.
Yo he amado así el instante en que el espectáculo magnífico de un
recogimiento tumultuoso y sonoro ha cohibido y enternecido mi corazón.
Llegaron primero bajo mis balcones las voces de la gente que hacía la
avanzada presurosa del desfile. Hay en
las voces de esta gente una entonación muy distinta de la que hay en las voces
de la que viene en el grueso de él. Son
más vivas, más bulliciosas, casi regocijadas.
Anuncian la cercanía de la procesión con alguna alegría y con algún
alborozo.
Y luego llegaron las voces de los cánticos y de las plegarias, voces
femeninas, lánguidas y parsimoniosas que parece que nunca se extenuaran y nunca
se fatigaran.
Lentamente llegó por fin la procesión.
Su paso es moroso y tardo. La
solemnidad es siempre majestuosa y sonora.
No es posible concebirla apresurada e inquieta. Tiene la gravedad del gesto con que el
sacerdote bendice la misa a los cristianos y hace asperjes en la misa del
miércoles de ceniza.
Acompasaba el paso de la procesión una marcha de banda militar. La marcha era marcial y soberbia. Pero, al influjo de la decoración, se hacía
religiosa y litúrgica. Y se hacía
especialmente triste. Sonaba en cada
acorde un latido lleno de melancolía.
Y yo supe entonces por qué el espectáculo de este desfile místico y
tumultuoso impresiona tanto a las almas, enternece tanto los corazones,
silencia tanto todas las cosas y hace que los ojos lloren, que las rodillas se
hinojen y que las manos se junten, por la señal de la Santa Cruz.
Las andas del Señor de los Milagros
Son pesadas, fuertes opulentas las andas del Señor de los Milagros. Sobre ellas un arco de plata oscilante y
bruñido hace un halo glorioso para la imagen del Señor, pintada en un lienzo
que hace untuosa la luz de los cirios y que lleva en su envés la imagen de la
Dolorosa, la triste Virgen del corazón atravesado por las siete espadas.
Estas andas no pueden ser llevadas con presura. Son demasiado pesadas y afligen demasiado las
espaldas de los hermanos que las cargan.
Precisa llevarlas con sosiego. Y
precisa que de trecho en trecho hagan alto porque su marcha es jadeante y
trémula.
Hombres fornidos, zambos, negros o mestizos, llevan estas andas. Se relevan de rato en rato. Y dejan las andas sudorosos, extenuados,
exhaustos. Todos ellos son hermanos del
Señor de los Milagros. Cofrades de una
congregación humilde y piadosa de gentes del pueblo que tienen la misión de
conducir las andas y de cuidar la cera del Señor.
Y estos hombres que sufren la fatiga de la carga no se quejan nunca. Tienen, más que resignación, placer y
regocijo en su trabajo. Saben que se
cuenta, sobre su vida oscura y su devoción profunda, una verdadera
leyenda. La leyenda de que el Señor de
los Milagros se lleva todos los años a uno de ellos al cielo. Ellos piensan acaso que esta muerte es una
muerte edificante y cristiana y que es casi un premio que los conduce a la
bienaventuranza.
Las andas son antiguas. Año tras
año se las repara pero nunca se las renueva totalmente. Tienen la agobiante y grave pesadez de la
cruz. Y parece que las hicieran más
agobiantes, mucho más agobiantes todavía, las flores que portan en los días de
la procesión. A medida que la procesión
avanza hay más flores sobre las andas.
Unas son puestas con la unción de una ofrenda religiosa. Otras son aventadas desde los balcones como
lluvia mística. Y se hacen tan profusas
y tan abundantes, que parece que tornaran más fatigosa la carga de las andas.
Y estas andas, al avanzar, tienen a veces un crujido, a veces un temblor
tan sólo a veces una trepidación aguda.
Hay instantes en que se les ve bamboleantes. Y cuando son puestas en el suelo y la
procesión hace alto, para que los “hermanos” descansen o para que desde el
patio de una casa o desde el atrio de un templo se cante una plegaria, estas
andas tienen un sonido bronco y fuerte.
La ruta de la procesión
La procesión tiene una ruta que es siempre la misma. La sigue desde hace muchos años. Y apenas si hacen en ella la alteración de
suprimir la entrada en una iglesia. La
ruta de la procesión abarca aproximadamente toda la ciudad antigua. No llega Abajo el Puente. Pero tampoco se acerca a los suburbios
aristocráticos de la Exposición. Cuando
se fijó la ruta, no existían estos suburbios aristocráticos que no son los
suburbios donde la ciudad se envejece, sino los suburbios donde la ciudad se
renueva.
La ruta de la procesión va de un lado a otro de la ciudad. Conduce el desfile primero a la iglesia de
Santo Domingo, luego a la Catedral y luego a la Concepción. Y tiene todos los años los mismos
descansos. El medio día del 18 de
octubre en la Concepción. La noche en
las Descalzas. El medio día del 19 de
octubre en Santa Catalina. Las gentes
dicen sencillamente que el Señor “duerme” en las Descalzas y “almuerza” un día
en la Concepción y otro en Santa Catalina.
En la puntualidad y fijeza de esta ruta se siente un intenso latido de
tradición. Nada hay que las
modifique. Nada hay que las
trastorne. Las andas van de una iglesia
a otra con una exactitud invariable. Y
los devotos saben siempre, más o menos, en qué sitio pueden encontrárselas a
tal y cual hora.
La entrada del Señor en una iglesia tiene siempre una grave
solemnidad. Cuando la iglesia es una
humilde iglesia conventual, ¡cuán sencillos, inefables e ingenuos parecen los
sones del campanario! Cantan en el coro
las monjas enamoradas o los frailes broncos.
Hay un homenaje amoroso y apasionado que vibra y resuena en el
campanario y en el órgano. Cuando la
iglesia es una iglesia grande y suntuosa, ¡cuán majestuosos y magníficos
parecen los sones de las campanas formidables!
Hay colegios de frailes que salen a recibir al Señor con la cruz alta y
con los turíbulos y que entonan un cántico monótono y sonoro. Y entre ellos a veces, tal prelado o cual
obispo de orgullosa tonsura y porte arrogante o mezquino.
Y en esa ruta hay de todo.
Pavimento metropolitano y pavimento suburbial. Adoquín, ripio, piedra de río o piedra
berroqueña. Sendero cómodo o sendero
hostil. Piso áspero y descuidado, y piso
suave y limpio.
Aquí un trecho terso que será grato para la planta desnuda del penitente;
allá un trecho duro y cruel que tendrá que serle grato también por el amor de
Dios y por el recuerdo de lo mucho que padeció nuestro Señor en su pasión y
muerte.
Gentes, cosas y sucesos de la procesión
El cortejo del Señor de los Milagros es abigarrado, heterogéneo, inmenso,
amoroso, devoto, creyente. Es
aristocrático y canalla. Junta al
dechado de elegancia con el ejemplar de jifería. Hay en él dama de alcurnia y buen traje, moza
de arrabal, barragana de categoría, mondaria plebeya en arrepentimiento
circunstancial, criada y fregona humildes.
Y hay, por otra parte, varón pulcro y de buen tono, obrero mal trajeado
y mal aseado, mendigo plañidero, hampón atrito, gallofero fervoroso y campesino
zafio y rústico, todos ellos codeándose sin disgustos, grimas ni desazones.
Los zambos y los hábitos mantienen un girón típico de la tradición. Son su oriflama, su heráldica y su
pergamino. Coloran intensamente la
fiesta y sus modalidades. Sin ellos
sentiríase amortecimiento en una y otras.
Y el hábito morado es sugerente y bello.
Tiene un color lleno de sabiduría y de emoción, que es siempre un color
litúrgico. Con lienzos morados se cubren
las imágenes cristianas en los días de duelo de la Semana Santa. Y siempre cree uno haber visto el color
morado en las cosas sagradas, igual en el traje del prelado que en la casulla
del párroco. Igual en una sacristía que
en una capilla ardiente. El morado es
armonioso y es amable. Y es sedante y
melancólico. Seguramente la ciencia sabe
que el color morado, por piadoso y bueno no le hace daño a la vista humana.
Las sahumadoras del Señor de los Milagros son cristianas sahumadoras que
no emplean el litúrgico turíbulo ni el oriental pebetero. El que arde en sus manos y sopla su aliento
es un incensario de plata o de níquel, que finge generalmente la figura de una
pava, sin que esto se explique bien porque el pavo no es símbolo cristiano a lo
que se sabe.
Los penitentes llevan vestidos de jerga unas, de tela morada otras, y
acompañan la procesión con los pies desnudos.
Sahúman o llevan cirios. Cantan
rogativas o rezan el rosario. Y poseen
casi una gravedad sacerdotal que se impone a los que van cerca de ellas. Inician el cántico o la oración y los demás
las obedecen con agrado y acatamiento, así la penitente sea pobre mulata y dama
gentil quien la sigue en el rezo o en el canto.
Y como hay sahumadoras y penitentes, hay, también, ambulantes vendedores
de cirios, cordones y estampas. Y hay
también, dentro de la decoración de la fiesta, turroneros y vivanderas que
portan la golosina y el manjar gratos al gusto limeños.
Todo es emotivo, pintoresco, suave, melancólico y grato en la procesión
del Señor de los Milagros. Los
“milagros” cuentan siempre una leyenda así sean de oro o de plata, grandes o
pequeños, de pulida o torpe labor y con cifra o palabra o sin ellas. Y como los “milagros” son los cánticos. Y como los cánticos son las plegarias. Y el santo rosario que tiene quince misterios
y quince evocaciones y que tiene también gracias y virtudes.
Dos días todopoderosos resucitan la tradición y la fe de una ciudad;
desde un muro de adobe la imagen pintada por un negro esclavo nos impone a
todos, recogimiento y unción; Lima torna a ser la ciudad colonial de los
temblores y de las rogativas; la oración católica, apostólica romana se pasea
impávida y generosa por todas las calles; la música marcial acompasa un desfile
dulce y místico, revive la leyenda de los balcones floridos, engalanados y
festonados; los frailes y los niños cantan alabanzas en el umbral o en el atrio
de una iglesia mientras un tumulto se calla; la golosina criolla da mercancía
al comercio trashumante del pregón; los tranvías eléctricos y el tráfico
mundano se paralizan en las calles que atraviesan las andas y su cortejo;
suenan las alcancías de metal que piden limosnas y dan estampas u otras cosas
benditas que sirven para librarnos de todo mal; las ingenuas palabras del
catecismo vuelven a los labios; los corazones tienen ternuras acendradas y
vierten los ojos lágrimas sinceras; la ciudad pecadora se arrepiente por un
instante de cuanto hizo de palabra, pensamiento y obra y no fue bueno; y, sobre
todas las cosas, triunfa el señorío de Nuestro Señor Jesucristo que murió en
una cruz para redimirnos del pecado original.
Amén.
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Himno al Señor de los Milagros
Señor de los Milagros,
a ti venimos en procesión
tus fieles devotos,
a implorar tu bendición.
Faro
que guía a nuestras almas
la
fe, esperanza, la caridad.
Tu
amor divino nos ilumine,
Nos
haga dignos de tu bondad.
Con
paso firme de buen cristiano,
hagamos
grande nuestro Perú.
Y
unidos todos como una fuerza
te
suplicamos nos des tu luz.
Fotografía: Archivo histórico El Comercio
Archivo: KmrojasA.
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