Escribe: Aladino Escalante A.
Permíteme amigo
lector, distraer unos minutos de tu precioso tiempo, haciéndote sabedor de uno
de los más genuinos juegos practicados por los niños de hace cinco décadas
atrás: te quiero contar un poco de lo mucho que ocurría en tiempo de VOLADERAS.
Intento dejar
testimonio de dicha costumbre, primero porque ya no se la practica como en
aquel entonces y segundo, porque deseo dejar algo escrito de tal hecho.
Repito ya no es como
en aquellos tiempos, porque desde el arranque la hechura de las voladeras ya no
pasa por las manos del niño, simple y llanamente la compra en la tienda o en la
calle, restándole la gran oportunidad de poner en juego la curiosidad propia de
su edad.
Allá por los años de
mi infancia, durante los meses de julio, agosto y setiembre, los jueves por la
tarde, los maestros, nos llevaban a los "escueleros" al campo del
Pachamango, una vez allí, impacientes esperábamos la voz de ¡Rompan filas!...
Todos a una nos aprestábamos a elevar nuestras voladeras que las habíamos
conducido echados a la espalda.
Una especie de
competencia se establecía entre nosotros, o bien se apostaba a las
"coronitas" o a las "pataches".
La rivalidad se
realizaba con entera inocencia y fuera de toda regla, no se tenían en cuenta ni
la cantidad o claridad del hilo, menos la marca, tampoco la forma o tamaño de
las voladeras.
Usábamos, hasta cuatro
clases de hilo, carrete 10 y 40 marca cadena, canuto marca tren, cabuya marca
penca y lana marca "pullo".
Las voladeras podían
hacerse de papel de cuaderno o de papel cometa, según las posibilidades o
gusto de cada uno de nosotros.
Las de papel de
cuaderno se hacía de una o dos hojas reforzadas con dos o tres carrizos
adelgazados con cuchillo y unidos por el centro y las puntas con hilo,
forrándolas luego con papel cometa de uno o varios colores.
De papel de cuaderno
se hacían de una o dos hojas reforzadas, con dos o tres bagazos de caña seca o
husos de flor de carga. Las de papel cometa se hacían de tres carrizos adelgazados
con cuchillo, y unidos por el centro y las puntas con hilos forrándolas luego
con papel cometa de uno o varios colores. Las voladeras, debían estar bien acompasadas,
y tener una cola y rabiza adecuada, para elevarse bien, caso contrario, en
pleno vuelo se hacían de lado, "coleaban" y bajaban hasta darse
contra el suelo una terrible "cachetada".
Las vivencias que
compartíamos con nuestras voladeras se daban hasta en cuatro oportunidades: al ponerse coronita, al arrancar el
hilo, al mandar un correo y al hablar por el teléfono.
Respecto a la primera,
las leyes de la física posiblemente explicarían de corno una cometa sube y sube
a la vez que avanza hacia adelante hasta colocarse, arriba por sobre la cabeza
y aún pasaba hacia atrás... momento en el cual se llegaba al éxtasis de la
emoción y el gozo. No había en ese momento felicidad, más grande para nosotros;
niño y voladera éramos una sola cosa, nuestro corazoncito palpitaba al ritmo de
sus movimientos y nos olvidábamos de todo cuanto nos rodeaba para estar
absortos y con la mirada fija, en esa cosa que se meneaba de un lado para otro,
que subía, bajaba, cabeceaba, coleaba y hacía mil cosas arriba de nosotros.
La segunda oportunidad
de felicidad se producía cuando la voladera arrancaba el hilo, ya sea porque
estaba destorcido por el uso o por efecto de un fuerte viento; cualquiera de
las dos cosas, al efecto del arranque le seguía un prolongado ¡Arrancóooo! que lo gritábamos a todo
pulmón.
Por el efecto de un
fuerte viento, la voladera, jalaba con más fuerza y subía y subía meneándose de
un lado para otro. Describiendo rápidas circunferencias, hasta que de pronto...
¡Triss!... Emprender veloz carrera tras ella y traerla de regreso. Nos era tan
vivificante que nos sentíamos largamente contentos.
Roto el hilo, la
voladera, era llevada por el viento elevándola más y más dándole giros
alrededor del hilo y de la rabiza, en campo descubierto; pero si por el
contrario llegaba a toparse con las ramas o copa de un árbol, con voz
angustiada, expresábamos ¡Pucha, se colgó!... Regresábamos con un poco de hilo,
un nudo en la garganta y alguna lágrima dándonos vuelta en los ojos.
El tercer motivo por
el que nos sentíamos felices se daba el "mandar un correo" por el
hilo de nuestra voladera. Consistía esto en un trozo de papel circular, con un
agujero, al centro por donde pasábamos el carrete de hilo (u ovillo pequeño) el
viento se encargaba de llevarla hasta dar con el compás.
El cuarto momento de
emoción estuvo dado por el simulacro que hacíamos de hablar, por teléfono, con
"alguien" que estaba junto o más arriba de nuestra voladera. Ni
siquiera sabíamos lo que era un aparato telefónico ni menos corno funcionaba,
nos bastaba con pasar el carrete de hilo de la boca a la oreja para simular que
hablábamos... Pensar que las mencionadas vivencias las experimentarnos, varias
décadas atrás y que para nosotros era más que un juego.
Fuente: Revista el Labrador, mayo 2000.
Fuente: Revista el Labrador, mayo 2000.
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En el siglo XII, en Europa los niños ya jugaban con cometas a las que añadían cuerdas para hacerlas sonar. Es de destacar también la labor desempeñada por las cometas como equipos de medición atmosférica. El político e inventor estadounidense Benjamin Franklin utilizó una cometa para investigar los rayos e inventar el pararrayos. Hoy en día, la cometa mantiene su popularidad entre los niños de todas las culturas.
La evolución de las cometas parece haber influido directamente en la invención de los planeadores y paracaídas, más aún; los chinos utilizaban en cierta ocasiones grandes cometas con los planos curvados lo que les permitía aprovechar la fuerza sustentadora del efecto Bernoulli; a fines del siglo XIX un australiano inspirándose en tales cometas chinas y pensando en planeadores como los de Otto Lilienthal diseñó alas con tal perfil, estas alas y el uso de un motor o suficientemente liviano y potente de explosión interna habrían resultado en la invención del primer avión operativamente práctico por parte de los hermanos Wright en 1903.
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