Profesor Onésimo
Silva Reyna.
Siempre fue, a través
de la historia de la docencia, competencia sinonímica la nominación del
trabajador en educación: preceptor, maestro, profesor, educador, pedagogo, etc.
Sin que sea, ni mucho
menos, sustantiva esta multiplicidad sinonímica, echemos mano a la más común,
más popular, más simbólica y, por qué no, la que más está acorde con esta
dignísima profesión: ser MAESTRO.
Ser maestro es ser
piedra angular en el progreso social. Es ser el artífice, en cuyas manos se
confía la materia prima más delicada, más sensible y la más expuesta a
deterioros, de cuantas se someten a forjamiento y proyección.
Ser maestro no es
solamente exponer un título profesional, conferido por cualquier centro superior
especial; tampoco es ser el trabajador únicamente a la caza de un sueldo o
utilidad monetaria, tipo industrial, empresario o comerciante (no se tome esta
comparación en sentido peyorativo). Ser maestro es ser miembro activo dentro de
una comunidad, a la que se integra con un positivo afán de colaborar en aras de
su desarrollo y superación, especialmente cuando se trata de comunidades pequeñas,
a las que muy remotamente llegan la atención y ayuda de las altas esferas del
gobierno central.
Esto actualiza, con bastante
énfasis, el todavía nuevo enfoque de la integración de todas las fuerzas anímicas
y entidades del grupo social, cuya meta es una educación más efectiva, más sólida
y más constructiva.
Ser maestro, en fin,
es ser la síntesis orgánica de una persona que hace del amor a la niñez y juventud
su mística, su vivencia esencial, su razón de ser.
Treintisiete años en
la brega docente me confieren, creo yo, la libre facultad de meditar y exponer
algunas verdades relativas a este tema, con conocimiento de causa y
convencimiento de lo vivido y experimentado, a la vez que forjado, diría, en el
sagrado yunque donde, a costa de muchas alegrías y penares; de muchos triunfos
y desencantos; de muchos desvelos y gratificaciones espirituales; en fin , de
mucha vida y muchas muertes, pero de estas últimas con la culminación de otras tantas
resurrecciones, eso sí, siempre sobre el ara de las nobles inmolaciones, que
hacen de esta tarea una de las más nobles y dignificantes profesiones, por
contraste, brutalmente vejada por muchos inconscientes habidos y por haber.
Escogí la carrera
magisterial, ausente de una auténtica vocación. Si por orgullo afirmara lo
contrario, incurriría en farsa y egoísmo estériles.
Llegué a ser maestro
en la U. de Trujillo y me inicié en la ciudad de Celendín (por tres años); los
demás, en mi ciudad natal: Sucre.
Pronto, muy pronto, al
verme frente a frente con esa maravillosa comunidad de caritas inocentes y
amables empecé a sentir una como nueva circulación sanguínea dentro de mí. Y
empecé a vivir un mundo cada vez más hermoso, más familiar, más amado, más mío
que ajeno. Y repetiré una vez más en este comentario, sin falsa modestia y sin
falso orgullo, la frase que escuché en el aula universitaria, de labios, mejor
aún, del alma del maestro Herberto María, de la Universidad Católica del Perú,
frase que he hecho mía, pero de todo corazón: «Soy tal vez el menos preparado
de los maestros; el de Huís escasas facultades técnicas; acaso el último en lo
referente a metodista; «pero de algo sí estoy seguro: que nadie puede amar más
que yo a los niños; por cuyos ojos miro y que anhelaría con todo mi corazón
hacerlos los mejores del mundo en todas sus capacidades y realizaciones».
Brazo a brazo con
excelentes colegas míos, tanto en Celendín como en Sucre, hicimos de la
puntualidad en el trabajo el pilar básico de nuestra labor. Sin forjarnos
metas, muchas veces puramente retóricas, logramos alcanzarlas, si no a la
perfección, sí a satisfacción de los alumnos, padres de familia y, por cierto,
nuestra. Negar que la educación nacional, en todos los niveles, se halla en
crisis, sería negar la luz del día.
En todos los ámbitos
cunden el desacierto, la mediocridad, la inmoralidad en sus múltiples
manifestaciones, como una repugnante y, peor aún, impune epidemia, sin control,
repito, ni sanción.
A una, hasta hoy,
desacertada y discriminante política educativa, se añade pues una falta casi
absoluta de ética profesional.
El problema
educacional, como ya en su tiempo lo denunció José Carlos Mariátegui en sus
«Siete Ensayos», es problema secundario, por decir lo menos, como tarea y
atención de muchos gobiernos. Lo que debería Ser tema sustantivo, tan sólo es
adjetivo, que no transciende los planteamientos teóricos y la fraseología gaseosa
e inoperante. Se viene, desde muy atrás, hablando de Reforma Educativa; pero
los maestros de las bases hemos experimentado la esterilidad de los discursos;
las planificaciones superficialmente formales; nada pragmáticas ni reales.
El sistema sigue, hace
ya largo tiempo, rutinario, mecanicista y, lo peor, soslayando el enfoque
primordial para que la tarea sea más fructífera y consolidada: la atención al
maestro, al responsable de tan delicada labor. Y no se pretende tan sólo poner
la mira en lo que debe percibir el maestro para vivir una situación digna, como
digna es su tarea, sino en la capacitación y perfeccionamiento del mismo, para
ponerse a tono con la civilización y tecnología actuales, forjada por un avance
científico, al que debe acoplarse en lo que corresponde, el maestro. Sólo queda
a esta altura al lar a la acción personal maestro, de quien es de esperar
encare la lucha contra vicisitudes y escollos con tesón y voluntad indomables.
La niñez y juventud
deben continuar siendo y timas de este estado de cosas. Ellos cuentan en esa
hora con solo el amor y dedicación de sus maestros; pero un amor que luche por convertirlos
en soldados de una nueva causa, erradicando los desvalores que tanto daño hacen
a la sociedad.
Por eso, desde estas
líneas yo invoco, circunscribiéndome al quehacer docente en Sucre, a mis
colegas maestros, poner de sí la máxima dosis de buena voluntad responsabilidad,
desarraigan do fundamentalmente la impuntualidad, los conflictos internos y
personales, los mecanicismos y toda suerte de actos que ensombrecen imagen del
maestro frente la sociedad.
Que somos imperfectos,
claro que lo somos. No se trata en forma alguna de plante siquiera
perfecciones; sólo querríamos para nuestros educandos la debida atención en su
forjamiento capacitación.
De paso, felicito y
agradezco a los colegas para los que esta invocación está demás Quiero finalizar
estos comentarios, reiterando vez más que nuestro C. 82427; ayer Centro esto N°
83; luego Andrés M. Zegarra, cuenta con origen histórico justamente honroso y
muy loable, a través de la labor cumplida por esos dilectos maestros: Clemente
Díaz Cáceres (celendino), Víctor Camacho (celendino), Máximo Silva Gómez (celendino),
Carmen Castamán (celendina), Víctor Sánchez(huauqueño), Eloy Silva(huauqueño).
Y como maestro más antiguo que los nombrados, Artemio Tavera Sorogastúa(cajamarquino),
entre otros más, muchos de los que moran hoy en el cielo, algunos de ellos con
sólo apenas primaria, o parte de la secundaria, supieron dar lustre y nombradía
a nuestra escuelita primaria, convertida entonces como en poderoso imán, que
atraía alumnos desde las remotas tierra de Leymebamba y distritos liberteños,
así como de José Gálvez y Jorge Chávez, todos entusiasmados porque en nuestro
centro educativo se sembraba - y se sembraba muy bien - intelecto y educación,
siempre hecha con mucho amor y dedicación; con ejemplar puntualidad, para
cumplir la cual prescindía de mirar el reloj y, antes bien, establecían su
residencia en nuestro pueblo, para así poder cumplir con una tarea eficiente en
las aulas y fuera de ellas, ya que su labor trasponía las fronteras del local
para adentrarse al seno de la comunidad, en la solución de cuyos problemas eran
baluartes de ideas y acción. Así, la cosecha de tal siembra era óptima y repletaba
las alacenas espirituales de alumnos y padres de familia.
¡Emulémoslos a ellos
como homenaje justo a su memoria!
¡Que una nueva aurora
amanezca, tanto para el 82427, como para el «San José»!
De la revista El Labrador, mayo 1998.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario