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miércoles, 16 de enero de 2013

Huellas: LIMA PREHISPANICA


Por Aurelio Miro quesada S.

Pachacamac
Es muy poco, en verdad, lo que se conoce con certeza de los difusos viejos tiempos de Lima. Los relatos escritos de los conquistadores nos dan a saber, escuetamente, que era una zona extensa de agrupación de indios, especializados en faenas agrícolas, y seguramente dedicados, en las horas amables del reposo, al labrado —útil y bello al mismo tiempo— de diferente objetos de barro. Los principales productos cultivados eran el maíz, los pallares, frutos como guayabas y pacaes, y una rústica clase de algodón. Los caminos, anchos y cuidados, se hallaban sombreados por árboles, que revelaban no sólo un criterio de eficacia y de comodidad, sino un esfuerzo constante del hombre, ya que —como en la costa del Perú puede decirse que no llueve— tenían que ser regados, por medio de canales, uno a uno. "Viven de riego", decía por eso Hernando Pizarro en su comunicación a la Audiencia de Santo Domingo, suavizando sola­mente su asombro con la referencia a los ríos que bajan de la sierra.

En cuanto a los edificios, el asombro era inverso. La blandura del clima, la falta de lluvia y de tormentas, no parecían justificar unas construcciones tan sencillas. Los primeros cronistas españoles hablan de casas leves, con paredes de caña o barro, simples techos de ramas, y en general —con feliz expresión—"de poco ruido". Aunque el valle del río, de tierra fértil, y extendido en una vasta planicie hacia el mar, permitía una amplia concentración de poblado­res, el aspecto en conjunto era semirrústico. Casas desparramadas, terrenos de cultivo circundados por tapias o muros de adobe, y de trecho en trecho, poniendo una nota blanca y seca en la extensión dorada y feraz de los maizales, las moles severas de unas "huacas".

Lima tenía así un carácter campesino y, por las "huacas", un carácter místico. Construidas como cerros artificiales con pequeños adobes verticales al estilo asirio, niveladas en forma de terrazas en lo alto, a veces con muros enlucidos, y ornamentadas otras veces con dibujos geométricos como en la graciosa habitación que tanto tiempo ha durado en Maranga, las "huacas" y las edificaciones a ellas anexas tenían un sentido de santuario, de adoratorio, de lugar de enterramiento, de punto de reunión y aun, por su fortaleza, de defensa. Abatidas por el transcurso de los años, descuidadas u olvidadas por los hombres, las "huacas" eran tan comunes y se habían multiplicado tanto en el área de Lima que es ahora cuando, paradójicamente, nos venimos a dar más cuenta de ellas. Cada nuevo avance de la ciudad llega a una "huaca". Cada nueva urbanización las contornea o las incluye con deleite en su trazo.

Pero ¿quiénes eran los pobladores del asiento y del valle de Lima antes que su descubrimiento por España y su fundación como ciudad la incorporaran en el mapa de la cultura occidental? Los investigadores no nos ofrecen datos muy precisos; pero, por fortuna, no nos hacen tampoco perdernos en el difícil laberinto de unas hipótesis copiosas. Podríamos decir que desde el primer instante Lima se nos ofrece como inclinada al orden y —lo que es más simbólico, — a la síntesis.

Escalera de Piedra
en el cerro Pan de Azúcar
Valle del río Lurín
Los primeros habitantes de la región parecen haber sido pescadores, que nos han dejado su huella en las playas, en hacinamientos de conchas y cenizas, utensilios toscos, vasos negros; y sobre todo en los problemas de su conexión con países lejanos. Después vendría una etapa ya más sedentaria, con ellos mismos convertidos en agricultores, o con influencias venidas de los Andes o de las dos fuertes y remotas culturas costeñas: las llamadas por Uhle proto-Chimú y proto-Nazca (una al norte y otra al sur), de las que Lima es prácticamente equidistante. El matiz limeño en la ornamentación lo constituyen ciertos dibujos geométricos; pero entonces, y en la evolución posterior, su arte y su vida se hallan girando entre las órbitas de los dos grandes centros de cultura de la costa. Su lengua parece haber sido la mochica, y en su cerámica se unen las representaciones escultóricas características del norte y el lujo decorativo y colorista de la alfarería nazqueña del sur. Así lo revelan los muchos vasos encontrados entre las ruinas de Cajamarquilla (centro presunto de la región), que manifiestan además una imprecisa pero cierta influencia de la cultura andina de Chavín.

En Cajamarquilla (conocida también como Nievería por el nombre de la hacienda en que se halla, a unos kilómetros al este de Lima) hay así un enlace significativo de influencias. La más extraña es, sin embargo, una que viene desde tierras lejanas: de la valiosa región de Tiahuanaco, en la altiplanicie del Collao y en las cercanías del lago Titicaca. Los arqueólogos, y aun los simples observadores, reconocen rasgos inconfundibles, que algunos asignan a un estilo epigonal de Tiahuanaco, y otros denominan, con más vaguedad, "tiahuanacoides", para no asegurar derivación, sino solamente indicar relaciones.

Camino Inca en el valle del río Lurín
Esa vinculación con el remoto y creador Imperio del altiplano, por lo tanto con la raza aimara, ha dejado huellas concretas en Lima. Hay aimarismos en los toponímicos; algunos tan exactos como Chucuito, Huancané, Copacabana, y aun el nombre del puerto limeño: Callao. En las serranías de Lima hay un lugar llamado Tupe, en Yauyos, donde todavía se mantienen, aunque imperfectamente, rezagos de un idioma, el "kauki" o "ákaro", que se acostumbra considerar como un dialecto aimara, si no es más seguro interpretarlo como un arcaico protoaimara. Los investigadores no nos dicen fechas, pero nos hablan de tres inmigraciones de pueblos remotos: los collas, los huanchos y los huallas. Los primeros vendrían por los altos y ásperos senderos de Canta o de Huarochirí, y los ecos difusos de su paso podrían ser los nombres de Collata, Chaclla, Colla, Coilique, Callao. Los huanchos entrarían por la quebrada propicia del Rímac, y los lugares que a ellos aluden serían: San Mateo de Hanan-huancho, Hurin-huancho (ahora Lurigancho), Huanchipa (o Huachipa). Por último, los huallas descenderían un poco más al norte, por la quebrada de Carabayllo; y entre los hitos de su avance podríamos considerar el propio Carabayllo (o Cara-hualla), Maranca y Huadca-hualla (más tarde Huadca o Huática). Todavía, como un topónimo que vincula a dos de tales pueblos, podemos encontrar a Huancho-huallas (hoy Anchihuailas) en los terrenos de la actual hacienda Santa Clara.

¿Basta con esta vinculación de la costa y Tiahuanaco, o sea los dos grandes centros culturales de la antigua América del Sur? El destino de Lima es ser de síntesis, y para que la relación sea completa es necesario que tenga al mismo tiempo un entronque remoto con el Cuzco. Pues bien, don Carlos A. Romero sugiere que los huallas fueron los mismos que constituyeron una de las primitivas tribus cuzqueñas, expulsadas de su solar cuando Manco Cápac y sus descendientes empezaron a forjar allí el vigoroso Imperio de los Incas.

Poco a poco los asientos formados en el valle fueron creciendo y se multiplicaron. En las dos márgenes del río y en la planicie que se extiende hacia el mar se levantaron caseríos que, sin tener la continuidad y la trabazón de un centro urbano, llegaron a contar —dispersa pero laboriosa— una población de bastante importancia. Un viejo documento colonial, basado en las informaciones que proporcionaron los mismos aborígenes, llega a señalar los nombres de 22 pueblos, entre grandes y pequeños; uno de los cuales era Lima. Había además dos pesque­rías (una en el Callao y la otra por la actual playa de Chorrillos), y cuatro "tambos" o lugares de posada, entre los que se hallaban Limatambo (donde se levanta el moderno aeropuerto) y Armatambo o Irmatambo, que debía probablemente su nombre a Irma, la divinidad creadora que fue reemplazada por Pachacámac. El régulo principal no vivía en lo que es ahora la Lima propiamente dicha, sino en Chayacalca (por la actual Magdalena); y así como antes el centro de gravitación de la región se había hallado en Cajamarquilla, así entonces el punto de hegemonía, y lo que puede llamarse la sede religiosa, estuvo a unos 20 kilómetros al sur, en el santuario ceremonial de Pachacámac.

Si allí se hallaba su centro oficial, y era indudable su preponderancia espiritual sobre una vasta zona de la costa, en el valle de Lima se agrupaban poblados y cultivos, y casi una al lado de otra se levantaban las "huacas" rituales. Allí estaban —allí siguen estando en muchos casos— esos montículos, que vistos desde lejos parecen colinas naturales; y que algunas veces, como en la "huaca" Juliana o Pugliana, se extienden por trescientos metros, se elevan varias veces la altura de un hombre, y han requerido movilizar en un trabajo duro y sostenido, varios cientos de miles de metros cúbicos de tierra. Las "huacas" eran numerosas (no se sabe bien si semejantes y amigas, o rivales) y se distribuían por los cuatro puntos cardinales del valle. Pero había una especialísima, erigida en un sitio que no se ha podido precisar (Limatambo, Maranga, Huadca, o, con mayor razón, cerca del río), tal vez modesta desde el punto de vista externo y material, pero de una trascendencia espiritual extraordinaria. Era el promontorio en el que se hallaba el principal de los oráculos; el lugar donde se acudía a consultar la voz favorable o adversa del Destino; el santuario que tendía sobre este punto sencillo de la costa una especie de manto ultraterreno, de misterio y leyenda.

La voz prodigiosa del oráculo llegó, al comenzar el siglo XV, hasta los oídos atentos de un pueblo que, iniciado como núcleos políticos en el Cuzco, había alcanzado, por la decisión y la eficacia de sus Emperadores, a extenderse por una de las partes más valiosas del occidente de América del Sur. El Inca Garcilaso, el inigualable cronista cuzqueño, ha relatado cómo cuando el ejército de los Incas llegó a la costa y dominó al curaca Chuquismancu, señor de los valles del Runahuánac, Huarcu, Malla y Chilca sólo detuvo momentáneamente sus arrestos ante otro curaca que gobernaba un poco más al norte: el sereno Cuismancu, señor de Pachacámac, Rímac, Chancay y Huaman. Las fuerzas enviadas por el Inca Pachacútec, encabezadas por Cápac Yupanqui (hermano del Emperador) y por Inca Yupanqui (el hijo que debía sucederle en el Imperio), hubieran podido fácilmente vencer a Cuismancu. Tenían más armas, más recursos, una organización social más avanzada, un ímpetu vital de sin par arrogancia. Y, sin embargo, los Incas, que no se detenían ni ante el empuje de los enemigos ni ante las trabas cotidianas de una naturaleza abrupta y brava, se resolvieron a celebrar, con el indefenso curaca del Rímac, la única capitulación que se conoce en toda la historia del Tahuantinsuyo.

La palabra del Inca Garcilaso tiene, en la narración de tal suceso, una significación emocionante. El cronista nos cuenta, en una página expresiva de sus Comentarios Reales, cómo los Incas se sorprendieron ante el avance espiritual que había alcanzado, desde quién sabe qué tiempos imprecisos, el señorío de la región de Lima, que entonces se hallaba en las manos de Cuismancu. Por eso le proponen, no una rendición, sino solemne acuerdo. Cuismancu —vienen a decir— tiene debilidades materiales; y por ello los Incas, al incorporarlo dentro de su Imperio, lo educarán en las artes de su Estado, lo adiestrarán en sus leyes y costumbres, más avanzadas y más útiles. Pero en cambio los Incas le reconocen su alto valor espiritual; le refrendan el uso de recibir tributos de las zonas vecinas; se comprometen a considerar como suyo a Pachacámac, que al lado del Sol —el dios visible— es el dios invisible, creador o "hacedor del Universo"; y como un último y cordial homenaje ofrecen venerar al oráculo del Rímac y consultar su voz, hasta el punto de no emprender nuevas conquistas si antes no han recibido del oráculo una respuesta favorable.

Esta es la hermosa versión del Inca Garcilaso. Descartando lo que pueda haber en ella de imaginación y fantasía (muchos investigadores niegan la existencia de Cuismancu, y hasta se dice que el verdadero régulo del valle de Lima cuando la llegada de los Incas era el curaca Cassa-Pajsi, o según otros, Tauri-Chumpi), habrá que recordar siempre el relato como un símbolo de la armoniosa unión de la costa y de la sierra, de las civilizaciones preincaicas con el robusto Imperio de los Incas, y de la tradición espiritual, que hunde desde tan viejos tiempos sus raíces en Lima, con el desarrollo material y los nuevos conceptos sociales y políticos que desde entonces han podido venirle de fuera. En todo caso, es la singular proyección de este episodio lo que justifica, con mayor altura y con más gala, el nombre a un tiempo sugerente y eufónico de Lima. Lima es la castellanización de Rímac (pronunciándolo a la manera indígena, no con "rr" fuerte, sino con "r" débil). Y Rímac, a su vez, es el participio presente activo del verbo quechua "rímay", que significa "hablar".

Por su oráculo noble y prestigioso por el sonido cargado de misterio de su vieja voz espiritual, a Lima hay que traducirla, por lo tanto, como la ciudad "que habla".

Del libro Lima, tierra y mar.

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AURELIO MIRO QUESADA S.

Nacido en Lima, en 1907, Aurelio Miró Quesada se ha destacado en la investigación histórica y literaria, y también como cronista de viajes. Desde la cátedra universitaria y las páginas de El Comercio, diario del cual es Sub-director, este fino ensayista ha estudiado la realidad peruana a través de algunos de sus símbolos más característicos y trascendentales. Una de sus preocupaciones ha sido, como este libro lo demuestra, el ayer y el mañana de Lima, cabeza y síntesis del país.

A Miró Quesada S. se le deben libros importantes como América en el Teatro de Lope (1935), Vuelta al Mundo (1936), Costa, sierra y montaña (1938­1940), El Inca Garcilaso (1945), Lima, Ciudad de los Reyes (1946), Cervantes, Tirso y el Perú y Notas de tierra y mar (1951), obras todas de indispensable consulta para el conocimiento de nuestra patria. Aurelio Miró Quesada S. fue Rector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y es miembro de la Academia Peruana de la Lengua.
 

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