Escribe: César Vallejo
Jarales estadizo de
julio; viento amarrado a cada peciolo manco del mucho grano que en él gravita.
Lujuria muerta sobre lomas onfaloideas de la sierra estival. Espera. No ha de,
ser. Otra vez cantemos. ¡Oh qué dulce sueño!
Por allí mi caballo
avanzaba. A los once años de ausencia, acercábame por fin aquel día a Santiago,
mi aldea natal. El pobre irracional avanzaba, y yo, desde lo más entero de mi
ser hasta mis dedos trabajados, pasando quizá por las mismas riendas asidas,
por las orejas atentas del cuadrúpedo y volviendo por el golpeteo de los cascos
que fingían danzar en el mismo sitio, en misterioso escarceo tanteador de la
ruta y lo desconocido, lloraba por mi madre que muerta dos años antes, ya no
habría de aguardar ahora el retorno del hijo descarriado y andariego. La
comarca toda, el tiempo bueno, el color de cosechas de la tarde de limón, y
también alguna masada que por aquí reconocía mi alma, todo comenzaba a agitarme
en nostálgicos éxtasis filiales, y casi podían ajárseme los labios para hozar
el pezón eviterno, siempre lácteo de la madre; sí, siempre lácteo, hasta más
allá de la muerte.
Con ella había pasado
seguramente por allí de niño. Sí. En efecto. Pero no. No fue conmigo que ella
viajó por esos campos. Yo era entonces muy pequeño. Fue con mi padre, ¡cuántos
años haría de ello! Ufff... También fue en julio, cerca de la fiesta de
Santiago. Padre y madre iban en sus cabalgaduras; él adelante. El camino real.
De repente mi padre que acababa de esquivar un choque con repentino maguey de
un meandro:
—Señora... ¡Cuidado!
...
Y mi pobre madre ya no
tuvo tiempo, y fue lanzada ¡ay! del arzón a las piedras del sendero. Tornáronla
en camilla al pueblo. Yo lloraba mucho por mi madre, y no me decían qué le
había pasado. Sanó. La noche del alba de la fiesta, ella estaba ya alegre y
reía. No estaba ya en cama, y todo era muy bonito. Yo tampoco lloraba ya por mi
madre.
Pero ahora lloraba más
recordándola así, enferma, postrada, cuando me quería más y me hacía más cariño
y también me daba más bizcochos debajo de sus almohadones y del cajón del
velador. Ahora lloraba más, acercándome a Santiago, donde ya sólo la hallaría
muerta, sepulta bajo las mostazas maduras y rumorosas de un pobre cementerio.
Mi madre había
fallecido hacía dos años a la sazón. La primera noticia de su muerte recibida
en Lima, donde supe también que papá y mis hermanos habían emprendido viaje a
una hacienda lejana de propiedad de un tío nuestro, a efecto de atenuar en lo
posible el dolor por tan horrible pérdida. El fundo se hallaba en remotísima
región de la montaña, al otro lado del río Marañón. De Santiago pasaría yo
hacia allá, devorando inacabables senderos de escarpadas punas y de selvas
ardientes y desconocidas.
Mi animal resopló de
pronto. Cabillo molido vino en abundancia sobre ligero vientecillo, cegándome
casi. Una parva de cebada. Y después perspectivóse Santiago, en su escabrosa
meseta, con sus tejados retintos al sol ya horizontal. Y todavía, hacia el lado
de oriente, sobre la linde de un promontorio amarillo brasil, se veía el
panteón retallado a esa hora por la sexta tintura postmeridiana; y yo ya no
podía más, y atroz congoja arrecióme sin consuelo.
A la aldea llegué con
la noche. Doblé la última esquina, y, al entrar a la calle en que estaba mi
casa, alcancé a ver a una persona sentada a solas en el poyo de la puerta.
Estaba sola. Muy sola. Tanto, que, ahogando el duelo místico de mi alma, me dio
miedo. También sería por la paz casi inerte con que, engomada por la media
fuerza de la penumbra, adosábase su silueta al encalado paramento del muro.
Particular revuelo de nervios secó mis lagrimales. Avancé. Saltó del poyo mi
hermano mayor, Ángel, y recibióme desvalido entre sus brazos. Pocos días hacía
que había venido de la hacienda por causa de negocios.
Aquella noche, luego
de una mesa frugal, hicimos vela hasta el alba. Visité las habitaciones,
corredores y cuadras de la casa; y Ángel, aún cuando hacía visibles esfuerzos
para desviar este afán mío por recorrer el amado y viejo caserón, parecía
también gustar de semejante suplicio de quien va por los dominios alucinantes
del pasado más mero de la vida.
Por sus pocos días de
tránsito en Santiago, Ángel habitaba ahora solo en casa, donde, según él, todo
yacía tal como quedara a la muerte de mamá. Referíame también cómo fueron los
días de salud que precedieron a la mortal dolencia, y cómo su agonía. ¡Cuántas
veces entonces el abrazo fraterno escarbó nuestras entrañas y removió nuevas
gotas de ternura congelada y de lloro!
— ¡Ah, esta despensa,
donde le pedía pan a mamá, lloriqueando de engaños! —Y abrí una pequeña puerta
de sencillos paneles desvencijados.
Como en todas las
rústicas construcciones de la sierra peruana, en las que a cada puerta únese
casi siempre un poyo, cabe el umbral de la que acababa yo de franquear, hallábase
recostado uno, el mismo inmemorial de mi niñez, sin duda, rellenado y enlucido
incontables veces. Abierta la humilde portezuela, en él nos sentamos, y allí
también pusimos la linterna ojitriste que portábamos. La lumbre de ésta fue a
golpear de lleno el rostro de Ángel, que extenuábase de momento en momento,
conforme transcurría la noche y reverdecíamos más la herida, hasta parecerme a
veces casi transparente. Al advertirle así en tal instante, le acaricié y colmé
de ósculos sus barbadas y severas mejillas que volvieron a empapaparse de
lágrimas.
Una centella, de esas
que vienen de lejos, ya sin trueno, en época de verano en la sierra, le vació
las entrañas a la noche. Volví restregándome los párpados a Ángel. Y ni él ni
la linterna, ni el poyo, ni nada estaba allí. Tampoco oí ya nada. Sentíme como
en una tumba...
Después volví a ver a
mi hermano, la linterna, el poyo. Pero creí notarle ahora a Ángel el semblante
como refrescado, apacible y —quizás me equivocaba— diríase restablecido de su
aflicción y flaqueza anteriores. Tal vez, repito, esto era error de visión de
mi parte, ya que tal cambio no se puede ni siquiera concebir.
—Me parece verla
todavía —continué sollozando— no sabiendo la pobrecita qué hacer para la dádiva
y arguyéndome: — ¡Ya te cogí, mentiroso; quieres decir qué lloras cuando estás
riendo a escondidas!. ¡Y me besaba a mí más que a todos ustedes, como que yo
era el último también!
Al término de la
velada de dolor, Ángel parecióme de nuevo muy quebrantado, y, como antes de la
centella, asombrosamente descarnado. Sin duda, pues, había yo sufrido una
desviación en la vista, motivada por el golpetazo de luz del meteoro, al
encontrar antes en su fisonomía un alivio y una lozanía que, naturalmente, no
podía haber ocurrido.
Aún no asomaba la
aurora del día siguiente, cuando monté y partí para la hacienda, despidiéndome
de Ángel que quedaba todavía unos días más, por los asuntos que habían motivado
su arribo a Santiago.
Finada la primera
jornada del camino, acontecióme algo inaudito. En la posada hallábase reclinado
en un poyo descansando, y he aquí que una anciana del bohío, de pronto
mirándome asustada, preguntóme lastimera:
- — ¿Qué le ha pasado,
señor, en la cara? ¡Parece que la tiene usted ensangrentada, Dios mío!
Salté del asiento. Y
al espejo advertíme en efecto el rostro encharcado de pequeñas manchas de
sangre reseca. Tuve un fuerte escalofrío, y quise correr de mí mismo. ¿Sangre?
¿De dónde? Yo había juntado el rostro al de Ángel que lloraba... Pero ... No.
No. ¿De dónde era esa sangre? Comprenderáse el terror y la alarma que anudaron
en mi pecho mil presentimientos. Nada es comparable con aquella sacudida de mi
corazón. No habrán palabras tampoco para expresarla ahora ni nunca. Y hoy
mismo, en el cuarto solitario donde escribo está la sangre añeja aquella y mi
cara en ella untada y la vieja del tambo y la jornada y mi hermano que llora y
a quien no besó mi madre muerta y...
Al trazar las líneas
anteriores he huido disparado a mi balcón, jadeante y sudando frío. Tal es de
espantoso y apabullante el recuerdo de esa escarlata misteriosa...
¡Oh noche de pesadilla
en esa inolvidable choza, en que la imagen de mi madre muerta alternó, entre
forcejeos de extraños hilos, sin punta, que se rompían luego de sólo ser vistos,
con la de Ángel, que lloraba rubíes vivos, por siempre jamás!
Seguí ruta. Y por fin,
tras de una semana de trote por la cordillera y por tierras calientes de
montaña, luego de atravesar el Marañón, una mañana entré en parajes de la
hacienda.
El nublado espacio
reverberaba a saltos con lontanos truenos y solanas fugaces.
Desmonté junto al
bramadero del portón de la casa que da al camino. Algunos perros ladraron en la
calma apacible y triste de la fuliginosa montaña. ¡Después de cuánto tiempo
tornaba yo ahora a esa mansión solitaria, enclavada en las quiebras más
profundas de las selvas!
Una voz que llamaba y
contenía desde adentro a los mastines, entre el alerta gárrulo de las aves
domésticas alborotadas, pareció ser olfateada extrañamente por el fatigado y
tembloroso solípedo que estornudó repetidas veces, enristró casi
horizontalmente las orejas hacia adelante, y, encabritándose, probó a quitarme
los frenos de la mano en son de escape. La enorme portada estaba cerrada.
Diríase que tóquela de manera casi maquinal. Luego aquella misma voz siguió
vibrando muros adentro; y llegó instante en que, al desplegarse, con medroso
restallido, las gigantescas hojas del portón, ese timbre bucal vino a pararse
en mis propios veintiséis años totales y me dejó de punta a la Eternidad. Las
puertas hiciéronse a ambos lados.
¡Meditad brevemente
sobre suceso increíble, rompedor de las leyes de la vida y la muerte, superador
de toda posibilidad; palabra de esperanza y de fe entre el absurdo y el infinito,
innegable desconexión de lugar y de tiempo; nebulosa que hace llorar de
inarmónicas armonías incognoscibles!
¡Mi madre apareció a
recibirme!
— ¡Hijo mío! —exclamó
estupefacta—. ¿Tú vivo? ¿Has resucitado? ¿Qué es lo que veo, Señor de los
Cielos?
¡Mi madre! ¡Mi madre
en alma y cuerpo! ¡Viva! Y con tanta vida, que hoy pienso que sentí ante su
presencia entonces, asomar por las ventanillas de mi nariz, de súbito, dos desolados
granizos de decrepitud que luego fueron a caer y pesar en mi corazón hasta
curvarme senilmente, como si, a fuerza de un fantástico trueque de destino,
acabase mi madre de nacer y yo viniese, en cambio desde tiempos tan viejos, que
me daban una emoción paternal respecto de ella.
Sí. Mi madre estaba
allí. Vestida de negro unánime. Viva. Ya no muerta. ¿Era posible? No. No era
posible. De ninguna manera. No era mi madre esa señora. No podía serlo. Y luego
¿qué había dicho al verme? ¿Me creía, pues, muerto?
— ¡Hijo de mi alma!
—rompió a llorar mi madre y corrió a estrecharme contra su seno, con ese
frenesí y ese llanto de dicha con que siempre me amparó en todas mis llegadas y
mis despedidas.
Yo habíame puesto como
piedra. La vi echarme sus brazos adorados al cuello, besarme ávidamente y como
queriendo devorarme y sollozar sus mimos y sus caricias que ya nunca volverán a
llover en mis entrañas. Tomóme luego bruscamente el impasible rostro a dos
manos, miróme así, cara a cara, acabándome a preguntas. Yo, después de algunos
segundos, me puse también a llorar, pero sin cambiar de expresión ni de
actitud: mis lágrimas parecían agua pura que vertían dos pupilas de estatua.
Por fin enfoqué todas
las dispersadas luces de mi espíritu. Retiréme algunos pasos atrás. E hice
entonces comparecer ¡oh, Dios mío! a esa maternidad a la que no quería recibir
mi corazón y la desconocía y le tenía miedo; la hice comparecer ante no sé qué
cuanto sacratísimo, desconocido para mí hasta ese momento, y di un grito mudo y
de dos filos en toda su presencia, con el mismo compás del martillo que se
acerca y aleja del yunque, con que lanza el hijo su primer quejido, al ser
arrancado del vientre de la madre, y con el que parece indicarle que ahí va
vivo por el mundo y darle al mismo tiempo, una guía y una señal para
reconocerse entrambos por los siglos de los siglos. Y gemí fuera de mí mismo:
— ¡Nunca! ¡Nunca! Mi
madre murió hace tiempo. No puede ser...
Ella incorporóse
espantada ante mis palabras y como dudando de si yo era yo. Volvió a
estrecharme entre sus brazos, y ambos seguimos llorando llanto que jamás lloró
ni llorará ser vivo alguno.
—Sí —le repetía—. Mi
madre murió ya. Mi hermano Ángel también lo sabe.
Y aquí las manchas de
sangre que advirtiera en mi rostro, pasaron por mi mente como signos de otro
mundo.
— ¡Pero hijo de mi
corazón! —susurraba casi sin fuerzas ella—. ¿Tú eres mi hijo muerto y al que yo
misma vi en su ataúd? Sí. ¡Eres tú, tú mismo! ¡Creo en Dios! ¡Ven a mis brazos!
Pero ¿qué? ... ¿No ves que soy tu madre? ¡Mírame! ¡Mírame! ¡Pálpame, hijo mío!
¿Acaso no lo crees?
Contémplela otra vez.
Palpé su adorable cabecita encanecida. Y nada. Yo no creía nada.
—Sí, te veo —le
respondí— te palpo. Pero no creo. No puede suceder tanto imposible.
¡Y me reí con todas
mis fuerzas!
De libro Cuentos Peruanos.
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