Por: José Escalante del Águila.
A
veces cuando me pongo a recordar, situaciones de mi Juventud y época de
estudiante, sentado en una silla de mi casa, la nostalgia me embarga de tantos
recuerdos gratos y hermosos, inolvidables que hemos pasado con mis compañeros
de promoción; algunos no los quiero tocar, los dejo dormir para no despertarlos
jamás, porque son los recuerdos más lindos y no los quiero compartir con nadie.
Estábamos
cursando el tercer año de secundaria, se estudiaba y también se jugaba, se
enamoraba y también hacíamos alguna "payasada" al compañero, pero en
este caso a mi querido profesor Quintiliano, por error, pero sin ninguna
Intención de malcriadez; como la que a continuación les voy a contar.
Habíamos
salido del colegio a las cinco de la tarde, todos íbamos a nuestras casas,
algunos nos apurábamos para ir a cortar alfalfa o a dar agua a los animales, en
mi caso, otros luego de tomar su lonche, iban a jugar a la pelota al canchón,
otros simplemente a pararse en la esquina y ver pasar a la jovencita que le robaba
las noches de sueño.
A
la hora de salida del colegio, íbamos Walter, Checa, Paco y otros amigos que no
recuerdo, a la altura del puente de don Abdías, me separo del grupo y salgo de
la carretera para acercarme a un árbol de eucalipto y poder miccionar, en eso
siento que alguien me coge de las posaderas y subiendo el pantalón, hizo que
sienta un líquido caliente que me mojaba los pantalones, como si me hubiera
meado en mi pantalón, al voltearme me doy cuenta que era Walter, quien pegó una
carrera que lo vi desaparecer por la esquina de la casa de don Oscar Rojas, con
destino a su casa.
No
es por jactarme pero en ese tiempo de estudiante, mi uniforme estaba bien cuidado
(claro que era el único), no había "muda", también mis zapatos
estaban bien lustrados, eran marrones con suela de goma, claro un poco gastados
por el uso, pero en fin, hago esta aclaración porque ellos también se mojaron
con el líquido caliente que bajaba como vena rota.
Al
principio estaba amargo, después me calmé, ya no había remedio, entonces fui
pampa, pampa, hasta llegar al rio chico, luego tomé la dirección a mi casa, por
la pampa grande.
Después
de cambiarme y lavar el pantalón, para el día siguiente, en mi mente ya estaba
maquinando la venganza y como debería hacerlo, Walter estaba avisado que en
algún momento tenía que desquitarme no sabía cuándo ni cómo.
Casi
todas las noches iba "sestearlo" por su casa, me paraba en la esquina
de mi primo Shesha y desde ahí atisbaba la salida de Walter; dos noches estaba
haciendo guardia, ya, en la tercera noche veo que una persona sale de su casa,
era cerca de las ocho de la noche, la luz no estaba muy clara y como era corto
de vista no estaba seguro si era Walter u otra persona. Aquella noche fue la
única ocasión que tenía para mi desquite.
Entonces
con mucha cautela y arrinconándome por la pared estaba llegando a mi presa,
cuando ya estoy cerca veo que estaba meando, en la acequia que cruzaba la calle
por el centro, me abalanzo y agarrándolo de las posaderas subí el pantalón y
empecé a hamaquearlo, hasta que sienta el chorro caliente que le manchaba el
pantalón.
De
pronto escucho una voz que decía, ¡muchacho! ¡muchacho!, deja, al escuchar la
voz del profesor Quintiliano, no me quedó más remedio que soltarlo y pegar una
correteada cuesta abajo, por la casa de la treinta treinta, para doblar por
Felicasho y desaparecer hasta la esquina del Sr. Díaz, para subir por la casa
de mi prima Josefa, camino a mi casa.
Con
el temor de haberme conocido, no aparecí por ese barrio cerca de medio año y
cada vez que iba a toparme con el profesor, cambiada de ruta, por la vergüenza
de haber hecho por equivocación semejante palomillada a mi profesor.
Después
de un tiempo, en mi mente saltaban las imágenes de lo que había hecho, ya veces
ni siquiera era capaz de ir y pedir perdón.
Aquella
pausa inconclusa, que lo tenía casi olvidada, me hizo volver al pasado y me
prometí que en alguna ocasión me encargaría de que esta equivocación; cuando
llegase el momento mejor indicado, tendría que cumplir mi palabra, es por eso
que tardé muchos años en hacer esta confesión, y ahora, aunque sea tarde, pero
creo como hombre tuve que hacerlo, aunque haya sido para mí demasiado
complicado.
En
una oportunidad cuando iba para la Toma, a la casa de mi tía Clara; a mi
profesor Quintiliano, lo encontré parado en la esquina de don Teobaldo, y me
acerqué a saludarlo, sin saber que estaba un poco delicado de salud, dentro de
las tantas cosas que me comentaba, me hacía mención de sus años de juventud,
era de esas personas que conversando te contagiaba de vitalidad y alegría, los
ojos se le habían suavizado, con esa añoranza de las personas mayores; cuando
recuerdan su propia juventud lejana, y acaso también convulsa, salpicada de
vuelcos, o errores, quien sabe,...pero al final de cualquier vida siempre,...
siempre hay demasiados recuerdos inolvidables, pero sentía a ratos el
alejamiento de su mente y me daba la sensación que iba y venía de sus
"viajes" y creo que no sabía cuándo Iba a regresar, después de un
buen rato hizo un silencio un poco prolongado, como si se hubiera dado cuenta,
de que se estaba alejando otra vez del asunto de la conversación.
Para
despedirse me agarró de mi muñeca y me dijo con una voz dulce - ¡Ay hijo!,
perdóname hijo, ya sé,... ya sé que divago, los años no perdonan y los
recuerdos se me amontonan en la cabeza y pierdo el hilo. Yo solamente lo miraba
en silencio a ése gran hombre y quería comprender aquellas palabras sinceras,
que me transmitía. Después de un rato, me despedí de mi querido profesor con un
fuerte abrazo y lo vi desaparecer cuesta abajo con dirección a su casa.
En
recuerdo a mi querido profesor Quintiliano Velásquez, quien seguramente está al
lado de nuestro Señor.
De la revista El Labrador, mayo 2014.
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