Por José Luis Aliaga Pereira.
QUE EL SANTO AGRICULTOR MUCHAS VECES ha bajado de su
altar, ya todos lo sabemos. Bastaría con agudizar los oídos en los velorios,
para poder comprobarlo; allí se podrán escuchar sucesos increíbles que hasta
parecieran, pecaminosos. Hay quienes afirman, como los que juegan naipes en las
noches, que nuestro venerado agricultor milagroso y el Toñito de las pencas,
arman tremendas jaranas cuando visitan la cueva de la virgen patrona de un
vecino distrito, acompañándose además por la dulce virgen del Caramelo, santa
patrona de la provincia.
Otros, los más trasnochadores y audaces, aseguran que
sonámbulas devotas, luego de adormilar a sus maridos con poderosos somníferos,
ingresan en las madrugadas a la iglesia y aunque no saben la hora en que salen,
dicen que al aclarar el día, los feligreses, ya en la primera misa de las seis
de la mañana, observan sorprendidos que el Santo amanece pálido, ojeroso, con
la ropa desaliñada y el pelo todo revuelto.
En la tarde, cuando subrepticiamente preguntan a las
sonámbulas; éstas, por supuesto, como les pasa a los borrachos malcriados
cuando ya están sobrios, dicen no acordarse nada. Bueno; eso, cuando no había
curita en el pueblo; porque desde que el Episcopado envió uno, ya nadie señala
al santo del arado y los bueyes.
Pero la historia que más se acerca a la verdad, es la
que ha dejado testigos y de la que no cabe ninguna duda; como diría don Tulio
Boreira "si quieren pregúntele a mi compadrito Samuel", cuando este
viejito, había estirado la pata hace más de veinte años.
Una semana antes, los brujos, dos forasteros que
vivían ya muchos años en el pueblo, habían anunciado lo que ocurriría. Como era
de esperarse, todos se burlaron de ellos e incluso casi los sacan en burro; en
especial a la bruja Tarcila que era la más mala y la que —dicen— se convertía,
del cuello para abajo, en pava negra que pesadamente volaba por las noches.
El viejo Crisóstomo, que tenía su casita de paja al
comienzo del ascenso al cerro Lanchepata, bordeando la quebrada de la
Quintilla, dijo que los vio pasar volando sobre dos escobas de chamiza, de esas
con que nuestras abuelas limpiaban sus hornos para hornear el pan. El anciano
juró, rejuró y perjuró pero nadie creyó en sus palabras y ese mismo día murió.
Su cuerpo fue encontrado negro, carbonizado y sólo sus ojos permanecían blancos
e intactos, pero desorbitados, como si los brujos hubiesen querido demostrar su
poder para que, en otra oportunidad, no abriesen la boca los que vieran
semejantes pájaros voladores.
Ni Tarcila la bruja, ni el brujo Edmundo explicaron
por qué Satanás subiría de los infiernos al pueblo. Lo único que dijeron,
gritando desde la acequia madre, es que Satán lo tomaría el día menos pensado;
luego desaparecieron. La rara muerte del viejo Crisóstomo, antes que se
cumpliera la amenaza de los brujos, no fue la única desgracia que tuvo que
soportar el pueblo. Un anciano que fue a cortar un eucalipto para tener leña
resultó muerto, aplastado por el pesado árbol. Don Alcibíades Sánchez fue
sepultado por un "cerro" de arena cuando trabajaba por el Oratorio,
cincuenta metros arriba del cementerio, De "Oxford", atravesado sobre
la montura de una mula, trajeron a un policía que se había suicidado en un
arrebato de desamor. Varios malos hijos dieron muerte a su propio hermano por
un miserable plato de lentejas o un pedazo de tierra, herencia de su padre.
Así podríamos enumerar muchas muertes a cual más
extrañas; pero, creo, que con éstas bastan para formarnos una idea del ambiente
de angustia y desesperación en que se encontraban los habitantes de nuestro
pequeño distrito. Todos desconfiaban de todos, y el curita en cada una de las
misas de difuntos de cuerpo presente que tuvo que oficiar, había invocado a los
asistentes a caminar por el sendero del bien, a cumplir con los mandamientos de
la Ley de Dios; porque, dijo, había advertido en la mayoría de los pobladores
un desprecio por el prójimo, un desprecio por el sufrimiento de los más
humildes, de los que padecen hambre y miseria; burlándose año tras año de
ellos, al celebrar las fiestas "religiosas" despilfarrando miles de
dólares en castillos y corridas de toros, sin darse cuenta que el verdadero
pueblo ya no goza de estos espectáculos estériles, porque en su famélico
estómago hace estragos el hambre y por su cerebro revolotea un futuro incierto.
¡Cambiad hermanos míos!, invocaba el párroco, ¡no se
dejen tentar por el demonio! Pero el pueblo, como siempre, después de las
misas, olvidaba todo, a pesar de las advertencias de los brujos, del clamor del
curita y de las continuas y trágicas muertes. El único que no desviaba su
camino y andaba con el corazón en la mano y con los sentidos siempre alerta,
era el sacerdote; porque estaba seguro que los últimos sucesos no eran simples
coincidencias.
No pasaron muchos días hasta que el preocupado hombre
de la iglesia, al medio día de un viernes de sol, descubriera al demonio: lo
delataron sus huidizos ojos, su cuchichear permanente con las gentes, su
actitud corruptora y divisionista de enfrentar, vía chismes y el dinero sucio,
un barrio contra otro, una familia contra otra, un hermano contra otro y hasta
un amigo contra otro. Se miraron por unos segundos y Satán ya no pudo por más
tiempo ocultar su careta de buen vecino. El curita, con rapidez increíble, tomó
en sus manos el crucifijo de madera que llevaba colgado en el pecho. Satanás
con sus ojos llenos de odio soltó una estentórea carcajada y gritó:
— ¡Ahora que sabes quién soy anda ve y arrodíllate
ante tu Dios y dile que acá en éste pueblo el que manda soy yo!, ¡... nada ni
nadie podrá oponerse a mis deseos!
Las fuertes carcajadas de Satanás se retumbaron con
eco por todo el pueblo. Una especie de energía eléctrica sacudió las columnas
vertebrales de los poblanos, poniéndoles la piel como el pellejo de gallina y,
cuando llegaron todos corriendo a la plaza mayor, quedáronse boquiabiertos.
Satán... era el alcaide del pueblo y llevaba puesto un impecable terno azul
noche y su cabeza, que antes era la cabeza de un hombre de bondadosa
apariencia, se transformó en una masa de color rojo con ojos, nariz y boca
deformes que se movía en círculos y que miraba a los cuatro costados, sin dejar
de reír a carcajadas, sacando de rato en rato una finísima lengua rodeada por
largas llamaradas de fuego y humo negro y pestilente que brotaba por lo que antes
fue su nariz.
Por un momento reinó un silencio desesperante, para
dar paso a ensordecedores conjuros, maldiciones y condenas de Satán; mientras
con sus garras, que en fracciones de segundos brotaron de sus dedos, arrancaba
su saco convirtiéndolo en una capa roja para después agitarla con dirección al
párroco que se encontraba en la vereda, sobre las gradas de la puerta principal
de la iglesia. Luego se produjo un remolino que elevaba y bajaba al curita,
haciéndolo rebotar cual pelota de jebe contra el suelo. Las maldiciones y los
conjuros también hicieron su efecto paralizando a todas las personas que
asustados miraban de las esquinas de la plaza. Hombres, mujeres y niños
quedaron convertidos en estatuas en posiciones diversas y, aunque veían y
escuchaban todo lo que sucedía, no podían mover un solo dedo para auxiliar al
buen pastor de su pueblo. No obstante, el curita, orando, muy concentrado,
logró detenerse y levantar la cabeza sin soltar, ni por un segundo, el
crucifijo de la mano.
— ¡Atrás rey de los infiernos, Dios
todopoderoso te lo ordena! —exclamó con la cara temerosa y compungida.
Satán, con más fuerza que la primera vez, movió la
capa roja y la luz del día se tornó en lo más oscuro de la noche, siendo el
demonio el único que brillaba como fierro caldeado, el único que saltaba entre
risas y carcajadas de banca en banca.
— ¡Yo te puedo hacer el hombre más rico y
poderoso del universo —gritó de repente—, pero si te arrodillas, si me respetas
y entregas tu alma!
— ¡Calla maldito y lárgate de mi pueblo santo!
—respondió el cura haciendo un esfuerzo extraordinario. Otra vez la manta roja
se puso en movimiento y el ventarrón volvió más fuerte, llevando como una
insignificante hojita seca al párroco, golpeándolo una y otra vez contra el
portón de la iglesia, hasta que soltó el crucifijo y cayó sangrante sobre el
frío cemento.
Satán saltó, mejor dicho voló, desde la pileta de la
plaza hasta donde se hallaba el cura y se dispuso a cortarle el cuello con sus
filudas garras de hocino. El párroco lo miraba indefenso, resignado a morir sin
poder salvar a su pueblo, sin poder salvarse ni siquiera el mismo. Cuando, de
pronto, el portón de la iglesia se abrió de par en par y del fondo de la casa
santa, una luz blanca y poderosísima iluminó el ambiente y en medio de ella apareció
el Santo agricultor con los brazos levantados y mirando al cielo, sin dar mayor
importancia al demonio.
Satán temblando salió disparado, como si hubiese
recibido una fortísima patada en el trasero. Se escuchó después un alarido
estremecedor que se perdió por entre los cerros, repitiéndose una y otra vez
como un eco interminable. Los habitantes y el curita quedaron atontados y el
Santo, luego de mirarlos con ternura y cariño, ¡zaaasss!, como por ensalmo, les
hizo olvidar todo, todo para que no sufrieran con ese recuerdo. Es por eso que
la gente hoy camina despreocupada, como antes, entre rezos y pecados, entre
pecados y rezos.
¡¡¡ Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, j aja,
ja, ja, ja ja…!!!
GLOSARIO:
Coquear.- Masticar coca.
Curita.- Párroco.
Revista El Labrador, mayo 2017.
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