Por Abraham Valdelomar.
Nuestra casa en Pisco, era un rincón
delicioso: a una cuadra del mar, con una valla de toñuces por oriente, en una
plazuela destartalada y salitrosa, desde la puerta se veía pasar el convoy que
iba a Ica. Iba adelante de la enorme locomotora pujante, arrojando bocanadas de
humo espeso y negruzco, le seguían los carros "de primera clase",
luego los de segunda y por fin las bodegas, en las que iba el pescado cogido la
víspera en la ribera. Teníamos dentro un jardín que protegía una higuerilla
sembrada por mi hermano Roberto. Medraban a su sombra violetas raquíticas,
buenas tardes olorosas, malvas y resedas. Junto al tronco gris de la higuerilla
el pozo abría su boca negra y peligrosa y en los bordes crecían trigos y maíces
abandonados a su propia cuenta. Un pallar, de enormes hojas verdes y
blanquecinas se enredaba con delicadeza en el enrejado que limitaba el
jardinillo. Sobre la quincha que marcaba el fin de nuestro jardín y colindaba
con el vecino, se había recostado con gran desenfado un ñorbo en cuyos oscuros
enramajes hacían nido los gorriones. Al fondo había pozas donde cada uno de
nosotros, por consejo y bajo la dirección de mi padre, sembrábamos y teníamos
la responsabilidad de la cosecha. A Roberto, el mayor, que hoy es casado, le
placía sembrar algodón para llevarlo a Ica y con sus blancas madejas limpiar el
rostro sudoroso del Señor de Luren; a Rosa, la siguiente, gustable simplemente
coger las flores de todas las pozas; Anfiloquio placía de sembrar maíz que, una
vez cosechado, él mismo comíase; y a mí y a Jesús, mi hermana menor, nos
encantaban las violetas y una higuera apenas crecida. Así mis padres nos
enseñaron a sembrar la tierra, a pulir nuestras manos con el roce noble de los
surcos; u conocer los misterios de la naturaleza y la bondad sublime de Dios
Nuestro Señor y amar todo lo que es sencillo, bueno, útil y bello.
Por la noche, en Pisco, después de
la comida y de rezar el rosario, hacíamos un círculo eh la puerta de la calle.
Allí sentados, mi padre relataba todas sus ocupaciones durante el día, contaba mosle
nosotros sobre el jardín, pedíamos datos sobre agricultura y generalmente
resultábamos riñendo por las excelencias de nuestra producción agraria sobre la
de los hermanos. Caía la noche, se bajaba el farol a cuya luz hablábamos y
todos íbamos a besar a nuestros padres y a retirarnos a dormir, llena el alma
de cristalina felicidad, con la inquietud de que las gallinas se escapasen del
corral, entrasen al jardín, picotearan los retoños y hubiera duelo en casa al
día siguiente.
Una de esas noches, mi padre se
demoró en la calle más que lo de costumbre y al llegar le vimos triste.
Mi madre le preguntó:
--¿Has visto a Isabel? ¿La has
visto? ¿Vendrá mañana?
-- Está peor, está perdida, —dijo mi
padre. Sentada junto a la ventana, y empeñada en su eterna manía: el buque
negro.
¿Pero había efectivamente un buque
negro aquel día?
— Efectivamente. Fue extraña
coincidencia. Después del matrimonio, Isabel, alegre, riendo a todos, con su
linda cabeza coronada de azahares y su vestido blanco, almorzó alegremente con
todos. Después que hubo concluido, cuando quisimos despedirnos, echamos de
menos a Chale. Se llamó al novio inútilmente. ¿Dónde estaba? Isabel lo buscaba,
llamábasele a gritos, pero Chale no respondía. Se le buscó luego por todas
partes, en la calle, en la dudad, en el muelle. Chale había desaparecido. La
bahía estaba agitada, había paracas, el aire del sur levantaba encrespadas
olas, un cielo amarillo entristecía el ambiente, y los barcos parecían arrojados
sobre el mar, inclinados hacia el norte, como si una mano extraña los hubiera
arrojado con ira. En el muelle se preguntó a un pescador.
—¿Cómo? ¿Se ha perdido el señor
Chale? —dijo--. Pero si ha pasado hace un instante. Yo lo he visto ir de prisa
con dos hombres hacia el embarcadero y se juraría que ésos no son de aquí.
Bajaron.
—No se sabía ni nada más se supo de
Chale. Isabel vio también el buque negro y la pobrecita cree que en él se
llevaron a su marido.
-- ¡Malvado!
—No lo era. Chale había vivido doce
años irreprochablemente. Chale era bueno, cariñoso, abnegado. Tenía días en que
no salía de su casa.
—Ese hombre era muy triste.
—Desde entonces —continuó mi padre—,
la pobre Isabel se dio a la pena. Lleva diez y ocho años de esa vida atormentada,
y ahora se va poniendo peor. Ya no quiere salir, ni moverse de la ventana, y a
veces ni comer.
—¿Pero vendrá? ¿Vendrá mañana?
—preguntó mi madre. —Sí, me ha prometido que vendrá al paseo.
Mis padres habían organizado un
paseo con mis hermanos para que Isabel se distrajera un poco.
—¿Y a dónde vamos? —Iremos a Santa
Rita.
—Es muy lejos. Mejor al pepinal.
Allí puede ser que Isabel se distraiga.
Se despidieron los amigos. Mi
hermano mayor corrió la soga. Bajó pausadamente el farol, Cerraron la puerta.
Dimos un beso a nuestros padres. Rezamos y a poco el silencio envolvió nuestra
casa y nos dormimos al blando arrullo lejano del mar cuya brisa acariciaba los
árboles del jardín.
II
La triste alegría del mar.
Amaneció un día claro de octubre;
las embarcaciones se distinguían tan preciso en el puerto, que parecían vistas
a través de un anteojo. Podían contarse los mástiles y las múltiples cuerdas y
hasta letras de los barcos se distinguían vagamente. El mar estaba agitado,
casi alegre, parecía reírse. Las olas, bajo un aire fresco y transparente,
deshacíanse en gotas brillantes. El sol era espléndido, pero tibio.
Para mí, fue aquella, una mañana
blanca. Nada pasó por mi espíritu. No tuve una alegría ni un temor ni una
tristeza. Después del almuerzo mientras nos preparábamos para el paseo, mi
padre fue a traer a Isabel. Mis hermanas pusiéronse sus alegres trajes
dibujados con flores, y sus "pastoras" de paja, que se sujetaban
graciosamente sobre el pecho con anchas cintas de seda.
La sirvienta, en una canasta llevaba
las provisiones, pan de manteca, carne fría y algunas cajas de conservas, Llegó
Isabel, acompañada de mi padre. La infeliz causaba espanto. ¡Qué palidez había
en su cara que envejecía, qué ojos profundos, qué manos afiladas! Vestía una
liviana ropa negra. Saludó a todos y a poco salimos.
¡Qué tarde era aquella, Señor! ¿Qué
claridad siniestra había en el puerto? ¿Qué trágico silencio envolvió las
cosas? ¿Dónde estaban las gentes del pueblo? Atravesamos la plazuela destartalada
y salitrosa donde estaba mi casa, tomamos los rieles del tren, caminamos un
poco junto a los toñuces, y después pasamos por "la factoría", una
casa hecha de carcomidas calaminas, donde se componían los carros, mohosos y
rotos, había muelles viejos, ruedas inmóviles, calderos agujereados, piezas de
mecánica, abandonados sobre la grama que trepaba, raquítica, sobre ellos.
Pasamos después por "la palma'
donde decían que de noche salía un hombre y luego por un camino de sauces.
Llegamos al "pueblo". Atravesamos unas cuantas calles apartadas.
Cruzamos por la plaza de armas, empedrada y sombreada por enormes ficus, en un
ángulo estaba la Iglesia de la Compañía, con un mitológico animal sobre la
puerta y con sus torrecillas chatas. Entramos después por un angosto camino
pedregoso que sombreaban enormes y tranquilos sauces llorones, bajo los cuales
corría una acequia, pero tan débilmente que parecía estancada. Debía ser la
suya una agua muy fría, transparente, poblada de berros y verdolagas.
Caminamos así mucho tiempo. Pero
todos iban en silencio. De vez en cuando las palabras sonaban huecamente
abovedadas y morían. Iba en medio Isabel. La rodeábamos todos. Era una
procesión de almas en pena. ¿Por qué no se reía nadie, ¿Señor, no había alegría
aquella tarde?
Alguien dijo que aquel no era el
camino. Hubo necesidad de volver un poco y cruzar. Estábamos bastante
alejados-de la población. Era necesario pasar por la "iglesia vieja".
Y hacia ella encaminamos los pasos. Empezó a soplar un viento seco. Por fin vimos
lo lejos, tras de las tapias recortarse el redondo lomo de un templo
abandonado, y seguimos.
III
Pasamos un puentecillo, saltando
después adobes-enormes y llegamos a los muros de la iglesia. Entonces la
criada, una vieja negra, empezó a decir:
—Dicen que en esta iglesia penan. Que,
por las mañanas, al rayar el alba, se ve, por las rendijas, salir un padre con
su casulla y decir una misa, con un sacristán; y que los dos solos, recorren
después la iglesia echando agua bendita, y se meten luego a la sacristía...
—Calla, mujer —dijo mi padre—.
No-digas tonterías...
—Sí, señor. Y por las tardes, a eso
de las seis, se oye cantar muy bajito un coro, y suena tres veces una campana...
Nos íbamos acercando a la iglesia.
Toda estaba tapiada. En la puerta mayor cubierta con adobes quedaban aún
algunos trozos de madera. Pequeños huecos por todas partes. Por las torres en
escombros salían mechones de grama; acérqueme yo, y observé por una rendija.
Dentro no había nada. Los nichos de los altares sin santos, la nave terrosa,
abandonada; algunos trozos de madera caídos y cubiertos de polvo, el altar mayor
vacío, lleno de huecos y por las rendijas filtrábase la luz. Cruzó un
murciélago de un rincón a otro, y al retirarme y seguir con los demás, algunos
búhos que desde el techo nos miraban, volaron gritando.
—Ya vamos a llegar —dijo mi padre—.
Allí está el pepinal…
En efecto, al frente, se destacaba
una choza; cercos verdes; una chacrita alegre. Los pepinos, con sus moradas
hojas cubrían la extensión. Era necesario pasar un pequeño montículo, y lo ascendimos.
Cansáronse todos un poco en la ascensión, y una vez arriba nos detuvimos para
hacer un pequeño descanso. Allí al lado estaba la casa del chacarero bajo unos
sauces, al pie corría una linda acequia bordeada de ajíes rojos y de margaritas
olorosas. Ladró un perro, lo riñó un viejo labrador y dijo:
—Buenas tardes nos dé Dios!
—Buenas tardes --contestó mi madre.
íbamos a descender, Isabel se detuvo
de pronto, mirando fijamente el mar que se extendía muy lejos...
Pero, mujer, alégrate un poco. . .
Isabel miraba con los enormes ojos
abiertos, más pálida aún, sin escuchar nada. Dio un grito extraño; temblaba
sobre el montículo. Se acercaron a ella:
— ¡Isabel!
La mujer apretando fuertemente la
mano de mi padre y señalando el mar gritó con un grito frío:
¡El Buque negro! ¡Vean, vean!
Miramos todos. A lo lejos, en la
bahía lejana se destacaba entre botecillos y balandras, la silueta de un barco,
de tres palos.
¡El buque negro! —gritó desesperada
Isabel, bajando como loca.
Tomáronla en los brazos, y tornamos
todos mientras mis padres y mis hermanos la conducían casi cargada camino de
"La Playa".
Va a haber "paracas" —dijo
mi padre.
El viento empezó a azotar los
árboles. Densos remolinos levantaban las hojas, a lo lejos. Oscurecióse un poco
el cielo. Oímos ladrar lejanamente a los perros y seguimos de prisa, sin
prorrumpir palabra. Todos estábamos pálidos,
Caminamos mudos, sobre un sendero,
nuestras pisadas producían un extraño sonido sobre las hojas secas que huían
arrebatadas a nuestros pies, por el viento. Llegamos al puerto. Isabel, fija la
vista en el mar, cogida del brazo de mi padre temblaba, castañeteábanle los
dientes y a cada instante repetía como poseída:
— ¡Más de prisa, más de prisa, allí
está el buque negro; más de prisa por Dios! …
Por fin, al llegar al puerto vimos
algunas gentes que huían raudas de las "paracas", que desplegaba los
vestidos y arrebataba los sombreros. Algunos niños corrían cogidos de las manos
de sus padres.
La paraca arreciaba. Cuando
desembocamos en la plazoleta para llegar a la casa, el viento era tan fuerte
que parecía detenernos.
La plazuela pedregosa estaba
abandonada. Habíamos dejado de ver el mar, y al llegar a la bocacalle de la
cual volvía a verse, Isabel se puso de frente y dio un grito espantoso.
—¡Se va, se va! ¡El buque negro se
va...!
¡Se iba! Lo vimos todos claramente.
Una columna de humo se deshilachaba en el fondo ocre del cielo. Eran las seis.
La paraca había calmado. Las piedras estaban todas amarillas y todo cubierto
por el guano que la paraca traía de las islas lejanas.
Todo estaba amarillo, amarillo.
¡Las casas, el cielo, el mar, la
tierra! ¡Qué desolación infinita!
El buque negro se fue. Borróse en el
confín lejano. Cayó el sol rojo muy grande, sobre el mar. Desfallecida, casi
insensible, hablando entrecortadamente, acostaron a Isabel, en casa.
Y sobre aquel día extraño, cayó la
noche negra y piadosa, mientras sobre el mar parpadeaban amarillentas luces,
como fuegos fatuos, y en la orilla, las piedras, al golpe de las olas,
producían un tosco ruido de huesos...
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